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Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Scorpius (29 page)

James Bond estuvo evocando mentalmente toda la información que había podido recoger hasta entonces. Su memoria retendría horas, lugares y muy especialmente objetivos. Su concentración era tal que durante un segundo no se dio cuenta de que Scorpius continuaba hablando.

—¡Ahí! —exclamó señalando en el mapa el objetivo número doce, el conjunto del cual parpadeaba ahora como un árbol de Navidad—. Cuando lleguemos ahí algo completamente distinto va a suceder. Habrá un problema.

—¿Qué clase de problema?

—¡Oh, una pequeña cuestión financiera!

—Si se refiere a la Avante Carte y al supuesto dinero utilizado con fines deshonestos en la cuenta de lord Shrivenham… —Bond se detuvo en mitad de la frase porque la puerta se había abierto y una tercera persona acababa de entrar sin hacer ruido en la habitación.

—¿Shrivenham? ¡Ja, ja! Tenemos algo mucho mejor que eso en reserva. Lord Shrivenham no ha sido más que un… ¿Cómo le llaman las escritoras de novelas detectivescas? Un medio para desviar la atención. La Avante Carte de la cual usted ha visto dos, lleva en su seno una bomba financiera de carácter mucho más sutil. Vamos a olvidarnos del viejo amigo Basil Shrivenham, ¿no le parece, querido? —miraba más allá de Bond en dirección a la puerta—. Me parece que ya conoce usted a mi esposa, señor Bond. Pero si no es así, le presento a la señora Scorpius.

—Sí, nos hemos conocido en circunstancias de lo más curiosas. Vladi tiene razón. Podemos olvidarnos del viejo y pobre papá —intervino Trilby Shrivenham, que parecía gozar de un perfecto estado de salud—. Y ahora ¿por qué no cenamos? Tengo entendido que Vladi quiere hacerle una propuesta.

19. «¿Por qué no esta noche?»

—¿De modo que lo de Londres fue pura comedia? El estado de coma, las frases en clave: «La sangre de los padres caerá sobre los hijos», y todas las demás tonterías, así como la voz satánica —Bond miró primero a Vladimir Scorpius y luego a la honorable Trilby Shrivenham, ahora supuesta esposa suya.

—No exactamente —respondió Trilby, tendiendo una mano para apretar el brazo de Scorpius—. No soy tan buena actriz como usted cree —Bond se dio cuenta de que la mano le temblaba un poco al tocar a su marido…, si es que en realidad lo era.

Tal como había adivinado al verla inconsciente en su casa, y luego en la clínica de Puttenham junto a Molony, Trilby era una joven alta y esbelta, de proporciones tan armoniosas como las de una modelo de las que aparecen en las revistas de modas. Vestía un atuendo deslumbrante de una seda roja espectacular. De habérselo preguntado, Bond habría dicho que, a su modo de ver, procedía de la tienda de Azzedine Alaia. Se había cortado el largo pelo y lo llevaba peinado de un modo distinto. Pero en su aspecto general se observaba una nota discordante. Se había excedido en el maquillaje.

Aquello sonaba a falso. La cara de Trilby Shrivenham, con sus pómulos salientes, su boca bien proporcionada y sus ojos de un castaño profundo, no necesitaban de lo que parecía un maquillaje de teatro. Además había que ser muy idiota para no darse cuenta de que estaba sometida a un estado de fuerte tensión. Cuando hablaba, tocaba o miraba a Scorpius como si buscase apoyo en él.

—No fue una comedia, ¿verdad, cariño mío? —preguntó al tiempo que hundía los dedos en el brazo de Scorpius hasta el punto de que éste se apartó al tiempo que le rehuía la mano como si fuera un insecto molesto.

—Ella actuó voluntariamente —explicó Scorpius en un tono de voz frío, tranquilo y estremecedor, pronunciando la frase con suma rapidez. Al aparecer Trilby de un modo tan repentino, Bond se puso más en alerta que nunca. Scorpius continuó hablando—: Necesitábamos algún apoyo para la pobre Emma Dupré. Nunca creímos que hubiese de morir, ¿comprende? Fue un golpe terrible para todos nosotros.

—¡Oh, sí! Me figuro que debió de serlo. Es usted muy sensible por lo que a la muerte se refiere, ¿verdad?

Scorpius ignoró el irónico comentario de Bond.

—Sí, somos muy sensibles. Me puede creer, señor Bond. Emma pensó que debíamos dejarla escapar. Sentía ciertos escrúpulos acerca de lo que estamos haciendo. Pero me dije que ello podría redundar en nuestro beneficio. Que podía utilizarla de varias maneras. Me aseguré de que cuando partió llevara consigo algunas claves…, en especial el número de teléfono de usted. Cuando supe a través de nuestro contacto que había muerto ahogada, me alarmé al pensar que las claves pudieran haber desaparecido con ella.

—¿Mi número de teléfono?

—Eso y lo que usted llama acertijo al referirse a la sangre de los padres cayendo sobre los hijos y que yo había implantado en el subconsciente de la pobre Emma. Por aquel entonces, señor Bond, yo deseaba dar una advertencia a las autoridades inglesas. Esperaba que una vez realizada la primera tarea mortífera, se dieran cuenta de que estaban combatiendo contra una fuerza invencible. Se trataba de causar pánico, o posiblemente incluso algo más: de provocar una paralización de los servicios de seguridad que hiciera imposible, por ejemplo, la celebración de elecciones generales. De todos modos eso es lo que va a suceder finalmente —levantó una mano con el mismo ademán principesco que Bond ya había notado en él después de su llegada, manteniéndola imperiosamente alzada, con el índice hacia arriba, mientras los demás dedos permanecían curvados y la mano entera se movía a impulsos de un temblor de la muñeca.

Bond no pudo tragarse aquella historia. Por vez primera había detectado una nota de incertidumbre en las explicaciones de Scorpius, como si todo no fuera más que un rompecabezas mal ensamblado. Hubiera sido una locura desafiarle en aquellos momentos. Scorpius había demostrado ya el gran poder que podía ejercer con un simple movimiento de sus dedos. Lo había dejado bien patente en los ataques por medio de sus diabólicas bombas humanas y en el trazado de sus planes futuros. Bond se dijo una vez más que había que fingir; hacerle creer que admitía sus explicaciones sin el menor género de duda.

—Por aquel entonces yo estaba procurándome nuevos contratos para que los Humildes extendieran su palabra y su terror por todo el mundo —Scorpius parecía hablar al aire con una nota de profundo pesar en la voz.

Bond no quiso dejar aquello sin contestación.

—Contratos que provocarían aún más catástrofes y causarían la muerte de muchos seres inocentes. Pero que le llenarían a usted los bolsillos.

—Por desgracia, ése resulta ahora un enfoque poco realista —los ojos de Scorpius se habían quedado sin vida y hablaba muy lentamente.

—Yo diría que
afortunadamente
poco realista —expresó Bond, repitiéndose que había que continuar atacándolo. «¿Quién sabe? —se dijo—. Incluso con una mente tan tortuosa y cruel quizá sea posible hacerle perder el equilibrio».

—¿Qué quiere decir «poco realista», querido? —preguntó Trilby con una expresión casi asustada, como si el terror empezara a hacer acto de presencia bajo su maquillaje y su elegancia externa.

—No es nada que te importe, querida —le respondió él dándole unos golpecitos en la mano que aún seguía temblando un poco.

—Yo sólo me preocupo por ti, ángel mío —afirmó la joven, mirándole, pero apartando luego los ojos bruscamente.

Bond no sólo se sentía asqueado por las expresiones amorosas que intercambiaban Scorpius y la joven, sino también desasosegado por la superficialidad de la conversación. Todo aquello olía a manipulación y a fantasía propia de un relato imaginario.

—¿De modo que permitió a Trilby actuar como…?

—Ya le ha dicho que me ofrecí voluntaria —intervino la joven, quizá con un aire demasiado impetuoso—. Debe usted comprender, señor Bond, que debo mi vida a Vladi. Él me llevó de nuevo a la luz, me sacó de la heroína cuando era ya un caso perdido. La primera vez que le dije que lo amaba se sintió preocupado; pensó que era la típica reacción de lo que los psiquiatras llaman transferencia; es decir, la de una paciente enamorándose de su médico, que ocupa así el lugar su dolencia; en mi caso la adicción a las drogas.

Era aquélla la primera vez que Scorpius la dejaba hablar durante tanto rato. Ella se había expresado como si se hubiera aprendido de memoria los puntos principales.

—Sí; sé muy bien lo que significa eso. Ha obtenido usted éxitos notables con drogadictos, Scorpius. ¿A qué lo atribuye?

—A lo mismo que muchas clínicas. No hay nada de mágico en hacer que la gente abandone las drogas si es que realmente desea vivir —empezó a ponerse pomposo como si se sintiera inmerso en su tópico favorito—. Inyecciones de vitaminas, disciplina, ingredientes que supriman el síndrome de abstinencia…, metadona en el caso de la heroína y una hipnosis muy profunda para paliar los efectos secundarios más desagradables.

Hizo una pausa como si esperara que Bond se pusiera a aplaudir. El silencio se prolongó unos veinte segundos antes de que volviese a tomar la palabra:

—Creo que es ahí donde doy en el clavo…, si es que me perdona la expresión. Mi uso particular de una hipnosis muy profunda es sumamente eficaz. En las clínicas la gente pasa por un verdadero infierno para desengancharse. Conmigo es más fácil. Pero hay casos en los que mi ayuda sirve de poco… Me refiero a quienes han llegado a ese punto en que no les importa vivir o morir. Es decir, los adictos que desean la muerte. A veces se recuperan durante un tiempo. Un gran número de quienes cumplen tareas mortíferas para mí son de esa clase. Pero basta: vamos a comer.

El mapa había vuelto a su lugar oculto por los mecanismos electrónicos, y los grandes cuadros enmarcados ocupaban de nuevo su espacio sobre el bar. Bond había tenido mucho cuidado en observar con toda exactitud dónde se encontraban los conmutadores. Había decidido volver allí solo y hacer una lista de los nombres relacionados con las tareas mortíferas. También estaba decidido a salir con vida y lo antes posible de la plantación Ten Pines.

Scorpius apretó un timbre situado en un extremo del bar.

Los guardaespaldas vestidos de gris actuaban como camareros. Había seis de ellos y ni siquiera el corte estilizado de sus trajes podía ocultar los bultos indicadores de que iban armados. Los únicos detalles de verdadero gusto en la estancia consistían en una hermosa mesa de estilo carolino conservada con gran primor y acompañada de sus sillas originales. Había espacio para doce personas; pero aquella noche estaba dispuesta sólo para tres. Los cubiertos parecían ser de auténtica planta georgiana y los cristales de cristal Waterford. El guardaespaldas Bob anunció que la cena estaba servida, al tiempo que depositaba un gran cuenco de plata en el centro de la mesa. De éste Trilby sirvió la mejor sopa de verano de cuantas existen: un gazpacho frío con su acompañamiento de diversos platos conteniendo torreznos, cebolla picada, tomate y pimiento.

—Espero que le guste, señor Bond… ¿O puedo llamarle James? —preguntó Trilby.

—Desde luego, no faltaría más. ¿Por qué no? Pronto tendrá necesidad de amigos a los que tratar por su nombre de pila.

Ella levantó la mirada con expresión de alarma, casi derramando el cazo con la sopa.

—¿Qué quiere decir con eso?

El pánico se pintaba claramente en sus pupilas y su voz se elevó hasta un registro bastante más alto que lo normal. De pronto se había vuelto muy desmañada en servir el gazpacho.

—No es nada, querida —intervino Scorpius, calmándola—. Lo que ocurre es que nuestro amigo no está de acuerdo conmigo ni con los Humildes. Y en consecuencia tampoco lo está contigo. Pero la cosa carece de importancia. No es posible hacerse amar por todo el mundo, ¿comprendes?

El plato de la bien sazonada sopa fue colocado ante Bond, pero éste volviéndose hacia Scorpius le preguntó:

—¿Quiere ser mi catador?

—¿Necesita un catador para algo que ha salido de la misma sopera para todos?

Bond le recordó lo de cenar con el diablo y Scorpius se encogió ligeramente de hombros, al tiempo que hundía su cuchara en el plato de Bond e ingería su contenido.

—¿Satisfecho? —preguntó.

—Sí.

—No me ha parecido muy bonito —comentó Trilby. Pretendía mostrar enfado, pero hablaba sin convencimiento alguno—. Es usted el invitado de Vladi. No es manera de comportarse —a juzgar por su voz, parecía al borde de la histeria.

—Mi querida Trilby, si Vladi cesa en su sangrienta campaña terrorista y me hace entrega de todos los Humildes, posiblemente me comportare de un modo más correcto, en especial cuando vaya a veros a los dos en la cárcel.

—La cárcel es un lugar que no va a ser visitado por ninguno de nosotros —se apresuró a comentar Scorpius volviendo la mirada hacia Trilby.

Al acabar su rápida frase, se echó a reír y, hasta cierto punto, Bond se vio precisado a creerlo. Aquel hombre estaba tan imbuido en su actitud hacia la muerte y el terror, que se había convertido en un psicópata posiblemente dispuesto a quitarse su propia vida y también la de Trilby antes de permitir que le atraparan. Pero ello sólo como recurso extremo.

Estuvieron hablando de cosas sin importancia hasta que llegó el plato principal: unas suculentas y finas costillas de cordero sazonadas con romero y otras hierbas y servidas sobre una enorme bandeja rodeadas de patatas asadas y de guisantes.

—¿Qué le parece? —preguntó Scorpius sonriendo—. ¿No cree estar en uno de esos clubs ingleses para caballeros? Pedí que esta noche el plato principal fuera muy inglés, especialmente por tenerle a usted aquí, James Bond. Sírvase, por favor. También puedo probarlo antes y no tengo inconveniente en catar su vino con antelación, no fuera que contuviese algún veneno mortal.

Se echó a reír de nuevo, esta vez en un tono desagradable y dirigióse al bar donde se había puesto a refrescar dos botellas de Chablis Grand Cru, procedentes de Les Preuses, uno de los pequeños siete viñedos que salpican las laderas meridionales del propio Chablis. Scorpius probó el contenido de ambas botellas de un modo extravagante y ostentoso.

Bond tuvo que admitir que desde hacía muchos años no había probado un cordero tan tierno y tan sabroso ni bebido un Chablis clásico de tan excelsa calidad.

Conforme comían y bebían, continuó presionando a Scorpius, recordando la vuelta de Trilby a su casa.

—Cuando la vi parecía hallarse en un estado muy vulnerable e indefenso.

—Fue un pequeño riesgo a correr —respondió Scorpius—. Un riesgo que ambos aceptamos gustosos. Lo importante era que ella conociese el significado de las palabras que yo había inculcado en su mente. Trilby ha sido siempre una fiel seguidora de los Humildes. Está unida a nuestra fe y comparte nuestros objetivos. Viajé a Londres con ella desde Pangbourne y le administré las dosis finales de LSD en el automóvil, conforme nos aproximábamos a casa de sus padres. Había sido sometida a siete… fíjese bien, siete días de hipnosis intensiva.

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