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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (25 page)

Pero el caso es que el ayatolá pasó factura a Estados Unidos. Quince días después del asalto a la Embajada los chiitas liberaron a catorce rehenes, pero se quedaron con cincuenta y dos. Aquella crisis minó la popularidad del presidente Carter, porque, encima, cada vez que intentaba un rescate, nada, ruina. Una misión acabó en tragedia, con ocho soldados muertos, y la otra se frustró porque fallaron los aviones y el armamento.

Nunca se ha podido demostrar, pero algunos analistas sospecharon que el lobby de Ronald Reagan pudo contribuir a alargar la crisis porque al año siguiente había elecciones. Quién sabe, pero el caso es que los rehenes fueron liberados seis minutos después de que Reagan tomara posesión como nuevo presidente.

La nota romántica a la crisis de los rehenes la pusieron miles de cintas amarillas atadas a los árboles de Estados Unidos. Esa vieja tradición de atar cintas durante la guerra de Secesión americana hasta que volvieran los soldados, recuperada luego durante la guerra de Vietnam, se reactivó con la crisis de los rehenes.

Tardaron en desatarlas cuatrocientos cuarenta y cuatro días, pero al menos todos volvieron vivos.

Acoso a Costa Rica

El sucedido que sigue es una de las mayores patochadas protagonizadas por aquel nefasto gobernante nicaragüense llamado Anastasio Somoza. Somoza padre, no hijo, aunque aún no se ha dilucidado cuál de los dos fue peor.

El 13 de enero de 1955 el presidente Somoza retó en un duelo a pistola al presidente de Costa Rica, José Figueres, en la frontera de los dos países. Pero como los dictadores siempre hacen trampas, el presidente costarricense hizo bien en no ir.

La situación de Costa Rica en aquel 1955 estuvo al límite. Era el único país demócrata de la zona, rodeado por arriba y por abajo, por delante y por detrás, de sanguinarios dictadores empeñados en señalar a José Figueres, salido de las urnas, como un peligroso reformador. El presidente de Costa Rica se vio sitiado por Somoza en Nicaragua, por Trujillo en República Dominicana, y por tres déspotas más de Guatemala, Honduras y Venezuela, todos en el poder gracias a las armas, todos amparados por Estados Unidos y todos afectados de urticaria cada vez que oían mencionar las urnas.

Figueres pidió ayuda a la Organización de Estados Americanos, porque veía la que se le venía encima, pero la OEA se hizo la sueca y pensó: «¡Bah! No será para tanto».

El primer ataque a Costa Rica llegó el 11 de enero. El presidente Figueres señaló directamente a Somoza, porque los invasores estaban concentrados en su frontera y porque los aviones iban y venían desde allí. Pero Somoza, un tremendo cínico sin escrúpulos, hizo como que se ofendía y lanzó un guante a Figueres citándole en la frontera para un duelo a pistola.

«Liquidémoslo de hombre a hombre. No hay razón alguna para el derramamiento de sangre entre nuestros dos países», escribió el insolente Somoza. Pero Figueres pasó de él y optó por buscar el apoyo internacional para aplastar la invasión. Hasta Estados Unidos, con la cara ya roja de vergüenza por estar de parte de los malos, tuvo que prestar su ayuda vendiendo a Costa Rica cuatro aviones cazas a un dólar cada uno. La OEA también reaccionó y al final le dijo a Somoza: «Anda, déjalo, que se te ha visto el plumero».

Nicaragua replegó velas, continuó con su dictadura veinticuatro años más y Costa Rica aún hoy sigue presumiendo de tener más maestros que soldados.

La primera gobernadora del Nuevo Mundo

Decir que el 9 de septiembre de 1541 Beatriz de la Cueva fue nombrada gobernadora de Guatemala invita a decir: «Pues muy bien, ¿y esa quién es?». Si además se añade que era la viuda del conquistador extremeño Pedro de Alvarado, alguien insistirá: «Vale, pero ¿dónde está el interés de la viuda de un conquistador que acabó siendo gobernadora por simple enchufe?».

Cierto, pero esta viuda era especial, porque fue la primera mujer gobernadora del Nuevo Mundo. Lo malo es que también fue la más efímera. Duró veinticuatro horas en el cargo.

Hay gente que nace con estrella y otra que nace estrellada. Beatriz de la Cueva se estrelló. Para empezar, fue una segundona, porque el conquistador Pedro de Alvarado estaba casado con la hermana, pero la esposa se le murió y acabó ennoviado con Beatriz. Y esto sin contar la novia azteca del extremeño.

Pero el caso es que Beatriz de la Cueva se casó en España con el poderoso Alvarado y se trasladó con su marido a sus dominios, que no eran pocos porque gobernaba Guatemala cuando su territorio ocupaba casi toda América Central. La mujer entró con buen pie como consorte y se hizo un hueco en la sociedad, pero la alegría le duró un año.

Pedro de Alvarado estaba en una de sus habituales refriegas, cuando uno de los suyos, bastante torpe con el caballo, lo arrolló y lo aplastó. La mala noticia tardó casi dos meses en llegar a oídos de Beatriz, que vivió nueve días de duelo en los que ordenó pintar toda la casa de negro. Ni comía, ni dormía. Solo lloraba. Pasado aquel novenario, decidió que ya estaba bien, que ella tomaría las riendas de Guatemala como nueva gobernadora. La primera de América.

Firmó su cargo aquel 9 de septiembre, y lo hizo escribiendo: «Doña Beatriz de la Cueva, la Sinventura». No sabía ella que lo peor estaba por llegar.

Al día siguiente se metieron lluvias, y una avalancha de lodo y rocas que se deslizó por el volcán de al lado la sepultó entre los cascotes de la capilla en la que rezaba. Fin del gobierno de Beatriz de la Cueva.

Ya se sabe que a las mujeres les ha costado mucho alcanzar puestos de poder, pero que hasta la meteorología se ponga en contra es el colmo.

Madrid se queda sin embajadores

Hace seis décadas y media que la ONU le dijo a España: «Tú, no. Tú no entras». En realidad se lo dijo al dictador Franco, pero, como era el que mandaba, con él iba el país y con él fuimos todos. Franco, queriendo entrar. Y la ONU, que no.

Hasta que el 13 de diciembre de 1946 la Organización de Naciones Unidas fue más lejos y aprobó la retirada de todos los embajadores acreditados en Madrid. Hala, castigados por haber estado del lado de los nazis, de los malos, en la Segunda Guerra Mundial.

Desde que Franco se instaló en su particular trono, llevaba llamando a la puerta de la Sociedad de Naciones para que nos dejaran entrar como país miembro. Pero no había forma, porque en aquel 1946 acaba prácticamente de terminar la Segunda Guerra Mundial y todo lo que oliera a fascismo no era bien recibido. A Franco, dicho a las claras, le hicieron pagar su apoyo a Hitler.

El dictador no hacía más que organizar manifestaciones en la plaza de Oriente para que en la ONU se enteraran de que nos moríamos por entrar. Pero eran manifestaciones orquestadas, porque los españolitos de a pie, metidos en plena posguerra y con más hambre que un piojo en una peluca, estaban más preocupados de buscar las lentejas que de entrar en una sociedad internacional de la que no habían oído hablar en su vida. Ahora bien, tampoco había necesidad de ponerse en plan tan exquisito, porque la ONU aceptaba entre sus miembros a varios países con dictaduras asesinas. Sin ir más lejos, la de Leónidas Trujillo, en República Dominicana.

El bloqueo internacional de España tampoco duró mucho y los embajadores que comenzaron a salir de Madrid aquel 13 de diciembre estuvieron de vuelta tres años después. Si por un lado nos castigaron por ser amiguetes de Hitler, por otro tuvieron a bien levantarnos el castigo en la ONU porque Estados Unidos vio en el rabioso anticomunismo de Franco una baza importante en la guerra fría que se avecinaba.

Se inició una campaña a favor de la entrada de España y allá que fuimos de cabeza y por la puerta grande. Luego no tardaron en llegar las ayudas del Plan Marshall, las bases americanas… En fin, que por el interés te quiero, Andrés.

Llega la libertad de prensa…

El 10 de noviembre de 1810 las Cortes de Cádiz proclamaron lo que entonces se llamó la Ley Política de Imprenta… o sea, la libertad de prensa. Olé y olé… La ley sonaba así de bonita: «Todos los españoles tienen la libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anterior a la publicación». Claro, que duró lo que duró, hasta que volvió el cenutrio de Fernando VII y dijo: «¡Cómo que aquí cada uno dice lo que quiere! ¡Todos a la cárcel!».

La libertad de prensa era uno de los temas que más preocupaban a los parlamentarios liberales, porque las Cortes necesitaban que el pueblo estuviera informado, apoyara el trabajo constitucional y plantara cara al absolutismo del cretino Fernando VII.

Para entender las prisas que se dieron, solo hay que fijarse en que la primera reunión de las Cortes fue en septiembre, y en noviembre ya estaba aprobada la libertad de prensa. Y fue salir la ley, y los periódicos afloraron como setas. No se pierdan las cabeceras: El Conciso, La Abeja Española, El Semanario Patriótico, El Robespierre Español… con este nombre es fácil imaginar que era el más exaltado y el menos fiable, pero ahí estaba porque tenía derecho a estar.

Quien puso el grito en el cielo fue, lógico, la Iglesia. Se olía que en cuanto se pudiera decir lo que se pensaba, llevaba las de perder. Y acertó de lleno. Lógico también, porque cuatro siglos de Inquisición dejaron muy mala prensa.

Lo más divertido de aquella libertad de imprenta fue la que se montó en los cafés gaditanos. Los periódicos se leían en voz alta y se organizaban apasionadas tertulias. Era el gusto de poder debatir sobre política sin que viniera un guardia y te silenciara a porrazos.

La mala noticia viene ahora: la censura volvió… aunque durante un ratito volvió a recuperarse la libertad… hasta que regresó de nuevo la represión… y más tarde de nuevo la censura.

Y no hubo nadie con más arte censurando que el dictador Francisco Franco. Qué maña se daba…

… y se va a freír espárragos la Inquisición

El asunto que mayores broncas provocó entre los diputados de las Cortes de Cádiz fue el de la maldita Santa Inquisición. Los conservadores empeñados en que la bendijera la Constitución de 1812, y los liberales decididos a acabar de una vez por todas con los desmanes del Santo Oficio.

El 22 de febrero de 1813, por noventa votos a favor y sesenta en contra, se aprobó el decreto por el que, por fin, la Inquisición quedó abolida en España. La mala noticia es que solo fue para un rato, hasta que volvió el nocivo Fernando VII y volvió a ponerla.

Si reparamos en la fecha, las Cortes de Cádiz aprobaron desterrar a la Inquisición un año después de haber aprobado la Constitución. Y esto es así por la exagerada tensión que provocó el tema. La Pepa ya decía en su artículo 12 que «la religión de la nación española es y será perpetuamente la católica» (a la vista está que se colaron), pero esta declaración no parecía suficiente a quienes pretendían que la Inquisición siguiera vigilando la ortodoxia religiosa y cargándose a alguien de vez en cuando por sacar los pies del tiesto.

Como no se llegaba a ningún acuerdo, se nombró una comisión de seis diputados para que elaborara un informe sobre la conveniencia o no de abolirla. Y un año después de la aprobación de La Pepa el informe llegó: la Inquisición, así de claro, era incompatible con la Constitución y con la soberanía y la independencia de la nación. La Iglesia no era quién para organizar juicios ni emitir condenas saltándose a la torera a la autoridad civil.

Al clero se le pusieron los pelos como escarpias, porque además de quitarles el gustazo de encarcelar, torturar y montarse sus autos de fe, se les retiraba también el derecho de censura. Se defendían ellos diciendo que puesto que la institución era eclesiástica, solo el papa podía disolverla. Les dio igual. La Inquisición se fue a hacer gárgaras porque la religión no podía ponerle la pierna encima a la política.

Pero, claro, aún le faltaba al desfachatado Fernando VII hacer otra de las suyas, especialista como era en que España diera dos pasos para atrás por cada uno que daba hacia delante. Un año después, cuando el Borbón se instaló y La Pepa fue derogada, la Inquisición volvió a extender sus garras.

La torpe invasión griega de Mussolini

Mussolini cometió dos grandes errores en su vida: uno, venir al mundo, y dos, invadir Grecia. La segunda torpeza la cometió el 28 de octubre de 1940. Hitler intentó detenerlo, porque Alemania ya estaba metida en el fregado de la Segunda Guerra Mundial y a punto de invadir la Unión Soviética, y la invasión de Grecia por parte del más torpe de sus aliados solo venía a sumarle quebraderos de cabeza. Ya se lo temía Adolfo. Al final tuvo que acudir en su ayuda porque el italiano no podía él solito.

Mussolini ya llevaba tiempo con ganas de invadir algo. Lo que fuera, pero algo. Su colega fascista Hitler iba de triunfo en triunfo, y él también quería. El Führer le había ofrecido un año antes participar como aliado en la que se iba a liar en Europa, pero Mussolini le dijo que no estaba en condiciones. Material bélico obsoleto, buques sin radares, soldados sin botas y apenas unos macarrones para alimentarlos.

Mussolini declaró a Italia país no beligerante, pero, según iba ganando terreno Hitler, le reconcomía no estar en la mesa de los vencedores. Por eso se planteó una operación en paralelo: la invasión de Grecia. No tenía nada que ver con la beligerancia de la Segunda Guerra Mundial; era una operación que no venía a cuento, pero con ella pretendía sorprender a Hitler y demostrarle que tenía poderío para actuar por su cuenta.

Tampoco es que quisiera ocultarle el asunto al Führer, porque sabía con quién se estaba jugando los cuartos, pero se organizó de tal manera que no pudiera detenerle. Mussolini escribió a Hitler contándole sus intenciones de invadir Grecia aquel 28 de octubre, pero le envió la carta a Alemania sabiendo que Hitler estaba en Francia.

Cuando la noticia llegó a sus manos, Adolfo montó en cólera y se plantó en Italia para detener la operación, pero los italianos ya habían puesto la bota en Grecia con pocos medios, mala estrategia y escasas tropas.

Hitler acabó declarando también la guerra a Grecia para que Mussolini no se quedara con el culo al aire, y al final la esvástica ondeó en Atenas. Mussolini tuvo que compartir el triunfo con Hitler, mientras que este pensaba que Mussolini era el aliado más torpe que se había echado a la cara.

Comienza la perturbada Revolución Cultural china

Si hubiera que señalar un día como el inicio de la pesadilla de la Revolución Cultural china, ese debería ser el 3 de junio de 1966.

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