—¡Pues eso es una buena idea! —respondió Milos con una nota de victoria en su voz.
No era consciente de que Klára le había vencido gracias a su autocontrol.
Marie abrió la puerta y el doctor Holub entró a grandes zancadas en la estancia. Miró a Milos con ojos entrecerrados. Tía Josephine le explicó que nuestro padrastro se había ofrecido a llevarnos a Klára y a mí a Venecia. El semblante del doctor Holub permaneció impasible, pero me pregunté si estaría pensando lo mismo que yo: Milos pretendía organizar algún tipo de «accidente» en Venecia.
El doctor Holub colocó en el automóvil nuestras maletas y las que
paní
Milotová y su marido habían traído como señuelo. Milos se quedó rondando por allí y pensé que se iba a ofrecer a unirse a nosotros en el viaje a Doksy. Pero cuando el doctor Holub puso el motor en marcha, saludó con la mano y dijo:
—¡Nos vemos en verano, pues!
Era difícil saber con certeza cuánto conocía Milos sobre nuestros planes. Había leído la carta de madre a tío Ota antes de destruirla, y madre había dicho que si nos encontrábamos en peligro, quería que nos marcháramos con tío Ota. ¿Pero sabía acaso Milos que tío Ota estaba en Australia o creería que se encontraba en América? Era terrible emprender un viaje tan largo sin saber a ciencia cierta si estaríamos más seguras en nuestro nuevo hogar.
La inesperada visita de Milos nos dejó poco tiempo para las despedidas en la estación. Klára y yo apenas tuvimos unos minutos para decirle adiós a la gente que tanto había significado para nosotras, personas a las que no veríamos durante muchos años. Saqué mi cámara para tomar una fotografía, pero el revisor tocó el silbato y nos pidió que subiéramos al tren. Hilda también venía con nosotras, pues nos iba a acompañar hasta Génova.
—¡Adiós! —exclamamos Klára y yo desde la ventanilla del tren.
Mi última imagen de Praga fue la de tía Josephine llorando sobre el hombro de
paní
Milotová y las ventanas de vidrieras de colores de la estación.
Durante casi dos meses, las primeras cosas que veía al abrir los ojos cada mañana eran el ventilador sobre mi camastro y el termo situado encima de un soporte sobre la palangana de nuestro camarote en el barco que se dirigía a Australia. Embarcamos una mañana después de pasar la noche en un hotel situado en una callejuela de Génova, donde habíamos permanecido todo el tiempo sentadas con las luces apagadas. En sueños, veía a Milos escondido en las hendiduras del armario y bajo el escritorio, acechando para arrebatarme a Klára de mi lado. Fue un alivio cuando finalmente cruzamos la pasarela del barco y vimos el humo que despedían las chimeneas.
—Cuida de tu hermana —me dijo Hilda, ajustándome el pañuelo que llevaba alrededor de la garganta. Se quitó la cruz que llevaba colgada al cuello, la besó y me la colocó en la mano antes de agacharse para acariciar la mejilla de Klára—. Y que Dios os acompañe.
Después de que hubiéramos cruzado la pasarela, Hilda no esperó a ver partir al barco del muelle. Eso habría atraído la atención hacia nosotras en caso de que Milos tuviera algún espía entre la multitud que despedía a sus seres queridos. Contemplé la rotunda silueta de Hilda desaparecer entre la muchedumbre mientras yo asía con fuerza su cruz, que aún estaba caliente por el contacto con su cuerpo. Cuando dejé de verla y el barco comenzó a moverse, me sentí como una ahogada engullida por el mar.
—
Buon viaggio! Buon viaggio
!
La mayoría de los pasajeros eran italianos que habían emprendido el viaje a Australia por trabajo o para desembarcar en uno de los puertos de paso. Nos hubiera gustado charlar con ellos, aunque sus dialectos con frecuencia eran muy distintos del literario florentino que madre nos había enseñado, pero el miedo a que nos localizaran y nos encontraran hizo que nos comportáramos de forma reservada, incluso entre los pasajeros de primera clase.
La travesía transcurría lentamente entre los amaneceres y las puestas de sol. Tía Josephine nos había pedido que no abandonáramos el barco para visitar las ciudades portuarias, por lo que Klára y yo escribimos una lista de actividades para mantenernos ocupadas. Llenábamos nuestro horario con todas las posibles actividades y las enumerábamos durante el desayuno, como si cada una de ellas fuera un placer en sí mismo, aunque las llevábamos a cabo todos los días.
Pasear por la cubierta.
Leernos en alto mutuamente
El viento en los sauces
para practicar el inglés.
Dos partidas de rayuela.
Dos partidas de
quoits
.
Una partida de ajedrez.
Escuchar a la orquesta del barco durante la hora del té.
Tomar una fotografía de algo en el barco que no hayamos visto hasta ahora.
Klára: leer y tararear música durante una hora.
Adéla: escribir una página en su diario.
Para disipar nuestro aburrimiento y aliviar nuestros temores, Klára y yo disponíamos principalmente de nuestra imaginación.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté a mi hermana una tarde cuando me levanté de la siesta y encontré a Klára sentada delante de su litera subiendo y bajando los dedos sobre el lateral del camastro.
—Estoy tocando el
Nocturno
de Chopin, opus 72 —respondió—. Y tú, ¿qué haces? Parecía como si estuvieras dormida.
Me incorporé y estiré los pies.
—No lo estaba. Paseaba por el mercado.
Klára sonrió.
—¿En qué mercado?
—En el de Colombo. Mira —levanté un brazo hacia ella—, huele mi manga. Está impregnada de los aromas del azafrán y la cúrcuma.
—¿Me has traído algo de allí?
—Pues claro que sí. —Me quité un broche del pelo y se lo entregué—. Te he traído este brazalete grabado en plata.
La mayor parte del tiempo, Klára y yo nos contentábamos con vivir en nuestro mundo de fantasía. Pero otras veces, el aislamiento de nuestra existencia y el temor que sentíamos por nuestro padrastro se hacían insoportables. En una ocasión, cuando el barco había atracado en Port Said, Klára dijo estar convencida de que Milos acababa de embarcar.
Estábamos paseando por cubierta cuando me agarró del brazo.
—¡Es él!
—¿Quién? —le pregunté, mirando a los pasajeros que estaban sentados en tumbonas, leyendo libros o durmiendo.
—¡Milos!
El corazón se me paró durante un instante. Examiné todos aquellos rostros y no encontré ninguno que se pareciera al de nuestro padrastro.
—Klára, ¿te encuentras bien? ¿Quizá has tomado mucho el sol?
Klára no me contestó. Le tiré de la manga y me contempló como si no me reconociera. Una mirada distante le asomaba en los ojos. Mi hermana era como una extraña, cosa que me resultaba más aterradora que el hecho de que Milos nos persiguiera.
Surcamos las aguas del puerto de Sídney el último día de mayo. El cielo tenía la misma tonalidad brillante azul verdosa que el de Praga, pero la luz del sol resultaba más deslumbrante. Bajo sus rayos, refulgían las crestas de las olas que se arremolinaban alrededor de nuestro barco, y también las chimeneas y las cubiertas. Nos acodamos a la barandilla para echarle un vistazo a la ciudad. La intensidad de la luz me hizo entrecerrar los ojos. Busqué las siluetas de los edificios que tío Ota nos había descrito, pero lo único que pude ver fueron afloramientos de roca de los que brotaban árboles de tronco blanco y hojas verde plateado. El terreno de algunos promontorios había sido desbrozado, pero la mayoría lucía una vegetación exuberante de matojos y árboles.
Me agarré con fuerza a la barandilla. «Este será nuestro nuevo hogar durante los próximos diez años», me dije para mis adentros.
Los trámites aduaneros en el puerto no fueron tan arduos como yo me había temido ni nos sometieron a un examen de dictado. Ayudaba el hecho de tener a tío Ota como garante y la carta de apoyo que el doctor Holub nos había conseguido del cónsul británico. Klára y yo fuimos las primeras en emerger al mar de rostros que esperaban para dar la bienvenida a los pasajeros del barco.
Un hombre se aproximó hacia nosotras. Era tan alto que tuvo que agacharse para pasar por debajo del cartel de llegadas. Tras él caminaba una mujer de piel oscura que sostenía un bebé entre los brazos. Hasta aquel momento, tío Ota había sido el hombre que aparecía cogido del brazo de padre en las fotografías y el protagonista de las historias que nos leía tía Josephine. Ranjana y Thomas eran personajes pertenecientes a una ensoñación. Ahora, Klára y yo estábamos a punto de conocerlos en persona.
Cuando llegaron hasta donde nosotras nos encontrábamos, tío Ota se quitó el sombrero y se lo apretó contra el pecho. Estaba deshilachado por los bordes y tenía manchas oscuras en la parte superior. Madre denominaba «manchas de caballero» a aquellas huellas en el sombrero de un hombre, porque sugerían que su dueño solía levantarlo con frecuencia, especialmente a las damas que pasaban junto a él.
—Eres la viva imagen de tu madre —me saludó tío Ota—. Está claro como la luz del día que eres la hija de Marta.
Quise llorar y reír al mismo tiempo. La voz de tío Ota era exactamente como yo la había imaginado: cálida, cortés y encantadora. Tenía un aspecto joven para sus casi cincuenta años, con una profusión de pecas por las mejillas y una mata de pelo desaliñado que enmarcaba un rostro de mirada curiosa.
—Sí, soy Adéla —dije, poniéndome de puntillas para que me diera un beso—. Y esta es Klára.
Tío Ota se volvió hacia Klára y se paró en seco. Sus ojos revolotearon por el rostro de mi hermana como si estuviera soñando despierto.
—¿Emilie? —murmuró.
Klára trepó hasta la parte superior de su maleta para poder abrazar a tío Ota por el cuello. Nuestro tío debió de percibir la expresión sorprendida de mi rostro, porque se recompuso inmediatamente.
—Encantado de conocerte, hermosa Klára —dijo devolviéndole el abrazo—. Mi hermana me ha escrito con frecuencia sobre tu excepcional talento. —Tío Ota se volvió hacia la mujer y el niño—. Dejadme presentaros a mi esposa y a mi hijo.
Tras las exóticas imágenes de Ranjana que había vislumbrado en mi mente, me sorprendió comprobar que llevaba puesto un sencillo vestido de flores, zapatos planos y gafas. Más que la princesa oriental que yo me había imaginado, podría haber sido la bibliotecaria de un colegio femenino, de no ser por el tono oscuro de su piel. Sin embargo, el gesto de orgullo de su barbilla, la forma en la que se mantenía erguida con los pies bien plantados sobre el suelo y sus hombros rectos le conferían un porte majestuoso, a pesar de su sencillo atuendo.
—Dobrý den, moc mě těši, že Vás nebo Tebe? Poznávám —me dijo en checo.
Estaba encantada de conocerme. Me asombró escuchar una pronunciación tan perfecta viniendo de alguien cuya lengua materna era tan diferente a la mía.
—Děkuji. Jsem ráda, že jsem tady —le respondí—. Gracias. Estoy encantada de estar aquí.
Ranjana sostuvo en alto a Thomas, que estaba gordito, y aunque no tenía la tonalidad de piel tan oscura como la de su madre, había heredado sus mismos ojos. Gorjeó y me dio un golpecito en la mejilla.
Tío Ota sugirió que tomáramos un par de cabriolés para regresar a casa.
—No hay un modo más elegante de moverse por Sídney —comentó, conduciéndonos hacia la cola de caballos y carruajes de ébano—. A Watsons Bay —le indicó tío Ota al conductor que se encontraba al principio de la cola.
Las puertas del carruaje estaban abiertas y Klára y yo nos asomamos al interior para ver unos desgastados asientos de cuero y una alfombra raída.
El conductor volvió la cabeza y vio a Ranjana. Entonces, cerró de golpe las puertas del carruaje, casi pillándole los dedos a Klára. Me ardieron las mejillas por la vergüenza, pero me comporté como si no me hubiera dado cuenta para no avergonzar a mi tía. Ranjana siguió mirando hacia delante, como si la reacción del conductor no tuviera nada que ver con ella.
Tío Ota pasó el brazo alrededor de su esposa.
—¡Qué tipo tan maleducado! —comentó—. Los caballos son bonitos, pero no creo que queramos darle nuestro dinero a alguien con ese nivel de inteligencia, ¿verdad, querida?
Antes de que Ranjana pudiera contestar, escuchamos una voz a nuestras espaldas:
—Yo puedo llevarles. —Nos volvimos para ver a un hombre con la cara rubicunda y una nariz respingona que se inclinaba sobre un taxi—. Puedo hacer que quepan todos ustedes ahí dentro.
Traté de ubicar su acento: ¿ruso?, ¿polaco? Era difícil de decir, porque algunas de sus palabras habían adquirido un tono nasal que no pertenecía a ninguno de aquellos idiomas.
El taxi era más nuevo que el cabriolé y se encontraba en mejor estado. Los asientos eran de felpa y los adornos cromados estaban tan lustrosos que pude ver mi reflejo en la rueda de repuesto.
—¡Ja! —exclamó tío Ota—. No hay mejor desprecio que no hacer aprecio.
En el rostro de Ranjana apareció una gran sonrisa y tío Ota se encaminó hacia el taxi. Le propuso al taxista un precio y regatearon de buen grado hasta que se pusieron de acuerdo en la tarifa. El taxista se apeó del automóvil para abrirnos las puertas y colocar nuestro equipaje en el maletero. Ranjana y Thomas se sentaron en el asiento delantero con tío Ota, y Klára y yo nos acomodamos detrás. Tío Ota abrió la ventanilla y dijo, lo suficientemente alto como para que lo oyera el conductor del cabriolé:
—He cambiado de idea sobre el modo más elegante de moverse por Sídney, y es este. En un cabriolé uno está demasiado cerca del trasero del animal...
Profirió una estruendosa carcajada. El conductor del cabriolé movió las aletas de la nariz nerviosamente y nos dio la espalda.
El taxista puso el pie en el acelerador. Klára me cogió de la mano y me la apretó. Al principio pensé que era porque tenía miedo, pero estaba mirando fijamente por la ventana, fascinada con el caos que se estaba desarrollando a nuestro alrededor. Las calles se hallaban atestadas de todo tipo de formas de transporte, todas ellas moviéndose a diferente velocidad. En una intersección, un policía trató de imponer un poco de control en aquel tumulto, pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Los vendedores ambulantes, empujando sus carros de fruta y flores, se interponían al paso de los automóviles, cuyos conductores tocaban las bocinas y sacudían el puño en alto totalmente en vano. Un tranvía pasó traqueteando, cruzando nuestro camino y, pisándole pesadamente los talones, apareció un caballo tirando de un enorme carro. Por todas partes había muchachitos estercoleros, arriesgando sus vidas por revolotear entre el tráfico y sacar paladas del estiércol de los caballos.