Me sentí muy intrigada por la gente que recorría las aceras. Algunos de ellos llevaban trajes gris perla o vestidos plisados de falda corta, pero la mayoría tenía aspecto de clase trabajadora. Había hombres con camisas de cuadros, con las mangas remangadas hasta los codos, y mujeres, tanto mayores como jóvenes, con delantales y medias de color blanco. Pasamos por delante de una tienda de ultramarinos donde un hombre embutido en un peto estaba pintando en uno de los ventanales un anuncio de té marca Bushells, mientras que, enfrente, otro hombre quitaba uno de harina Mother’s Choice.
Al cabo de un instante nos encontramos recorriendo callejuelas serpenteantes en donde a ambos lados se alineaban casas adosadas cuyas puertas principales daban directamente a la calle. Tenían algo de sórdido, sobre todo por la peste a humedad y barro que flotaba en el ambiente y por el modo en el que unos niños paliduchos nos contemplaban desde los bordillos de las aceras y las puertas de las casas.
—Hay barriadas en esta ciudad más pobres que las de Londres —nos explicó tío Ota por encima del ruido del motor del taxi—. No debéis pasar por aquí una vez que haya anochecido. Bandas callejeras deambulan por las calles, dispuestas a rebanarte el pescuezo con una hoja de afeitar por unas míseras monedas.
Tragué saliva y me llevé instintivamente la mano a la garganta, tratando de protegerme el cuello, pero antes de que me diera cuenta, volvimos a salir al aire libre. La imagen del lado oscuro de Sídney se me olvidó rápidamente a medida que avanzamos por una carretera bordeada por setos cubiertos de hiedra. Al otro lado de aquellas tapias podíamos ver mansiones con tejados de tablillas y ventanales panorámicos. Había árboles de doce metros de altura con aspecto de arces a ambos lados de la carretera, con hojas color carmesí, y otros de corteza rosada anaranjada y sinuosas ramas que Ranjana nos explicó que se llamaban gomeros rojos. Poco después, la vegetación comenzó a escasear y nos encontramos atravesando un terreno rocoso. Había
bungalows
construidos sobre pequeñas parcelas de césped, y nada los diferenciaba entre sí salvo la posición de sus herrumbrosos depósitos de agua. El único alivio de aquel paisaje tan agreste era algún que otro atisbo al mar.
Unos kilómetros después, tío Ota le indicó al taxista que doblara la esquina para entrar en una estrecha calle con casas en un solo lado y un bosquecillo en el otro. Docenas de loros de colores brillantes graznaban y daban vueltas de campana sobre un árbol con hojas coriáceas y flores doradas en forma de espiga. Dos de las aves se separaron del grupo y bajaron en picado hasta la capota del taxi.
—¡Loris arco iris! —exclamó Klára, presionando la cara contra la ventanilla.
—Nos hemos estudiado el libro que nos enviasteis —les expliqué a tío Ota y a Ranjana.
El taxi se detuvo en el exterior de una casita de madera rodeada por una valla de estacas. Sobre el buzón había posado un pájaro negro de gran tamaño con la nuca y el interior de las alas blanco.
—¿Qué es, una urraca australiana o un verdugo pío? —le preguntó Ranjana a Klára.
—Es una urraca —respondió Klára—. Los verdugos pío tienen el cuello negro.
El taxista sacó nuestro equipaje del maletero mientras tío Ota nos abría las portezuelas del automóvil. Hizo un gesto hacia la casa.
—¡Bienvenidas a nuestro humilde hogar! —anunció.
En las paredes de la casita, la pintura se levantaba formando escamas. Sobre el tejado había manchas de óxido aquí y allá, y las escaleras que conducían a la puerta principal estaban agrietadas. Sin embargo, aquella casa tenía un extraño encanto. Un camelio con flores rosa pálido decoraba el minúsculo patio delantero, junto con un alegre reborde de caléndulas que recorría toda la valla. Las dos ventanas delanteras estaban enmarcadas por postigos verdes, cosa que daba la sensación de que la casa era un rostro con ojos, y la puerta, su nariz.
Después de que tío Ota pagara al taxista, Ranjana abrió la puerta principal y entramos en fila india por un pasillo cuya única luz provenía de la cocina, que se encontraba en el otro extremo. Las paredes de la estancia eran de color amarillo prímula y contaba con un moderno horno, pero cuando nos sentamos a la mesa, percibimos que el techo tenía manchas de hollín y que el esmalte de las tazas que Ranjana había colocado delante de nosotras se había descascarillado. Observé a Klára y me pregunté qué estaría pensando. Aquella casa se hallaba unos cuantos escalones por debajo de nuestro nivel de vida en Praga. Sin embargo, mi hermana parecía feliz y no apartaba los ojos de Thomas, a quien tío Ota estaba haciendo rebotar sobre su rodilla.
Ranjana colocó un plato de bizcochos sobre la mesa, junto con un milhojas. Klára cogió el tarro de mermelada de olor dulce que Ranjana había colocado junto a un cuenco de nata.
—Es de lili pili —le explicó Ranjana—. Para untarla en los bizcochos.
—Soy vegetariana —le respondió Klára, en inglés y con tanta dignidad que me entraron ganas de echarme a reír.
Ranjana le acarició la cabeza.
—La he hecho de las cerezas del árbol de lili pili que crece en nuestro jardín trasero. Y yo también soy vegetariana, así que nos llevaremos bien.
Cuando acabamos el té, Ranjana nos mostró a Klára y a mí el cuarto que íbamos a compartir. Era la segunda habitación más grande de la casa y daba a la calle, pero, aun así, resultaba minúscula. Las dos camas individuales, colocadas una contra otra, la llenaban por completo y apenas había espacio para abrir las puertas del maltrecho armario. Comprendí que Ranjana había tratado de conferirle un aspecto acogedor con un jarrón de caléndulas sobre la mesilla de noche y un sari de color magenta en lugar de cortinas en la ventana. Me temblaron las piernas y me senté sobre la cama.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó Ranjana.
—Es solo que estoy acostumbrada al equilibrio a bordo del barco —le respondí, tratando de deshacerme de las ganas de desmayarme.
Sabía que mi falta de equilibrio no se debía a que mis piernas hubieran perdido la costumbre de estar en tierra, sino a que aquella habitación era la confirmación de que esa era nuestra vida ahora; Praga estaba lejos y madre se había marchado para siempre.
Cuando me sentí mejor, Ranjana continuó enseñándonos la casa. Tío Ota, Ranjana y Thomas compartían la habitación vecina a la nuestra. El baño se encontraba en el cobertizo de la lavandería, dentro del largo y estrecho jardín de la parte trasera de la casa. Junto a él se erigía el aseo en un cobertizo separado. Fui la primera en utilizarlo. Teniendo en cuenta que se trataba simplemente de un asiento con una taza, no olía tan mal como yo me había temido y la fresca brisa que entraba por debajo de la puerta parecía ventilarlo. Había una fotografía de un cuarto de baño de baldosines blancos y grifería dorada de la revista
Home
pegada a la parte interior de la puerta. Supuse que aquel era un ejemplo del humor de tío Ota. Junto al retrete había una cesta llena de trozos de periódicos rotos cuya utilidad no tardé en imaginarme. Una araña peluda había tejido su tela en una esquina del techo. Sin duda, Klára se sentiría fascinada por ella, pero yo me pasé todo el tiempo que estuve sentada con miedo a que se descolgara por un fino hilo y se plantara sobre mi cabeza.
Después de que Klára hiciera uso de la «letrina», como la llamó tío Ota, Ranjana nos mostró la habitación que se encontraba en la parte trasera de la casa. Era la estancia más grande y, por la unión entre las paredes, parecía como si se hubieran combinado un salón, un tercer dormitorio y una terraza anexa en una sola. Allí, entre aquellas paredes de ladrillo de estilo victoriano, tío Ota guardaba los tesoros que había ido coleccionando a lo largo de sus viajes. Tenía una pipa turca y un bongo africano apoyados contra un elefante de piedra en una esquina, y un huevo de avestruz colocado en un estante frente a un espejo dorado en otra. Sobre las baldas descansaban muñecas de madera en miniatura con rostros primitivos y cabello humano. Unas vitrinas de cristal albergaban colecciones de libros, máscaras africanas, mapas, pergaminos chinos y conchas etiquetadas y clasificadas por familias. Dos baúles de viaje hacían las veces de mesitas auxiliares. Tío Ota los abrió para mostrarme su colección de negativos en placas de vidrio que apilaba dentro. Por la cantidad de fotografías de templos y palacios que adornaban las paredes, comprendí que le entusiasmaba la fotografía tanto como a mí. El objeto más macabro de la habitación, aparte de un caldero medieval, era una mandíbula de más de un metro de alto y metro y medio de largo con los dientes de sierra. Tío Ota me vio contemplándola y me explicó que provenía de un tiburón que había sido cazado en la orilla de la playa de Gibson, que se encontraba al final de la carretera. Me estremecí solo de pensar en un monstruo como aquel acechando bajo la superficie del mar. Me sorprendió cuando tío Ota comentó:
—Los pescadores tendrían que haberlo dejado en libertad. Los tiburones son los guardianes del océano.
Tío Ota dio unos golpecitos en el suelo en la esquina de la habitación más cercana a la ventana trasera.
—Colocaremos aquí tu piano cuando llegue, Klára —explicó—. La acústica es buena y el suelo no cederá.
Al día siguiente, dado que hasta la tarde no tenía que ir a trabajar al Museo Australiano —donde se encargaba «de quitar el polvo a las estanterías y de fregar el suelo»—, tío Ota nos llevó a hacer una expedición por la costa del puerto y nos mostró las piscinas de roca, donde encontramos anémonas, lombrices, esponjas, caracoles y peces de todos los colores posibles que habitaban entre las algas hechas jirones.
También nos llevó al Real Jardín Botánico, donde estiramos todo lo que pudimos el cuello admirando las higueras y los pinos de Norfolk, y paseamos por los senderos y entre los estanques de patos y las rosaledas, con el puerto como telón de fondo. Klára se sentía fascinada por los zorros voladores de cabeza gris que se reunían en los bosquecillos de palmeras. Había tantos que los árboles parecían negros.
—Son animales inteligentes y vegetarianos como nosotras —le contó Ranjana—. Se alimentan de los frutos y las flores de los árboles frutales y polinizan las plantas autóctonas. Si los observas con detenimiento, verás que algunas hembras llevan a sus crías metidas bajo el ala.
—Cuando el parque cierra, invitan a los clubes deportivos a que vengan a disparar a esas pobres criaturas —comentó tío Ota.
—¿Por qué? —pregunté yo.
—Porque se comen las plantas exóticas —contestó Ranjana, aupándose a Thomas sobre los brazos—. Pero hay otros métodos de disuadirlos. Odian los ruidos fuertes y repentinos.
—Nunca he comprendido por qué los de mi sexo consideran que resulta tan terriblemente masculino masacrar criaturas inofensivas —observó tío Ota—. Si queréis saber mi opinión, las mujeres son superiores en lo que respecta a respetar la vida.
—¡Porque somos las que hacemos el trabajo más duro a la hora de crearla! —apostilló su esposa.
Klára no apartaba la mirada de la colonia de murciélagos. Se reclinó sobre el tronco de una angófora gigante.
—Los árboles australianos son muy hermosos, ¿por qué tienen que plantar nada exótico? —comentó—. Me pregunto qué sucedería si los cazadores fueran cazados.
Tío Ota contempló a Klára fijamente durante largo rato. Pensé que quizá le intrigaba su percepción de las cosas. Su compromiso con el vegetarianismo me había obligado a examinar mi propio comportamiento con los animales.
—Todo en esta Tierra está conectado —me había explicado—. Si dañamos a otras criaturas vivientes, nos hacemos daño a nosotros mismos en último término. Mientras no mostremos compasión por ellas, nuestro propio cuerpo y nuestra mente continuarán sufriendo.
Finalmente, resultó que sus creencias nos habían protegido del único brote de enfermedad que había surgido durante nuestro viaje a Australia: un envenenamiento alimentario atribuido a la carne de ternera en salmuera.
Parecía como si tío Ota fuera a pedirle a Klára que explicara qué quería decir con aquellas palabras, pero Ranjana le recordó que tenía que estar en el museo en diez minutos.
—¡Sí, es cierto! —exclamó tío Ota sacudiendo la cabeza como si Ranjana lo hubiera despertado de una ensoñación.
Miré alternativamente a Klára y a tío Ota, y me pregunté qué era lo que le extasiaba tanto de mi hermana.
Antes de nuestra llegada a Australia tío Ota había recibido una carta de tía Josephine fechada dos días después de que nuestro barco zarpara de Génova. La enviaba para informarle de que Hilda le había contado que nosotras habíamos subido a bordo sin incidentes. El piano de Klára llegó poco tiempo después que nosotras. Según la notificación de embarque, había sido el doctor Holub quien lo había enviado tres semanas después de la carta de tía Josephine. Tras la carta y el piano no volvimos a saber nada. Yo aguardaba al cartero dos veces al día, a la espera de noticias de nuestra tía. Y todos los días me quedaba decepcionada. Hacia julio, dejé de esperar y comencé a rezar por que tía Josephine estuviera a salvo.
Durante nuestro primer mes en Sídney, Klára y yo estábamos nerviosas. Atrancábamos la ventana de nuestro dormitorio y nos sobresaltábamos cada vez que oíamos a alguien abrir la puerta del jardín. Sin embargo, pronto comprendimos que en Sídney siempre había alguien abriendo aquella puerta. Primero, al amanecer, llegaba el lechero con el tintineo de sus botellas de cristal. Regresaba por la tarde con mantequilla y nata. Después venía el repartidor de hielo, que acudía, lloviera o nevase, con un bloque de hielo a la espalda. El cartero tocaba su silbato dos veces al día y la visita del panadero venía precedida por el aroma a
pan
recién hecho y al ruido de los cascos de su caballo de tiro. El vendedor ambulante de ropa nos proporcionaba muestras de resina para sujetar la cuerda de tender, y también estaba el afilador, que afilaba las tijeras y los cuchillos, el zapatero, el limpiador de fosas sépticas, el chico de los periódicos y el viajante, que venía todas las semanas con una maleta llena de plumas estilográficas, esponjillas, velas, agujas e hilos y espirales antimosquitos. Una vez al mes, el botellero anunciaba su venta de cerveza junto a la puerta al grito de «¡botellaaaaas!». Como la mayoría de los checos, tío Ota prefería la cerveza al vino o al resto de las bebidas espirituosas.
—No se puede ser un ermitaño viviendo en Australia —comentó Klára.