—¡Enséñale al maldito extranjero lo que es bueno!
De repente, recordé una escena que había presenciado en Praga durante la cual un grupo de bestias había agredido a un estudiante judío. Aquellos hombres le propinaron patadas y puñetazos al joven hasta que le sangró la boca y le dejaron la cara tan azul como un arándano mientras mi madre y yo gritábamos para atraer a la policía.
Sin embargo, allí no había nadie más a nuestro alrededor, aparte de aquellos matones. Aunque tío Ota estaba en contra de la violencia, había tenido que defenderse en situaciones peligrosas a lo largo de sus viajes. Al ser más alto que su atacante, le llevaba ventaja al gordo, e hizo lo que pudo con él. Entonces escuché un ruido de cristales rompiéndose. El vello de la nuca se me puso de punta. Un hombre sostenía un vaso roto por la ventana y otro de los que estaba fuera lo cogió y fueron pasándolo de mano en mano con la intención de hacérselo llegar al gordo. Traté de proferir un grito de advertencia, pero se me quebró la voz. Corrí hacia el gordo. Todo comenzó a moverse a cámara lenta, como en un extraño sueño. Un hombre entre la multitud sostuvo el vaso en alto y se aproximó hacia mí. «Me va a cortar el cuello», pensé. Tío Ota le pegó un puñetazo al gordo que lo noqueó por completo y, al mismo tiempo, mi pie se puso en movimiento y le propiné una patada en la ingle al que sostenía el vaso roto. Se cayó de rodillas agarrándose la entrepierna. Los demás se quedaron estupefactos al ver que una mujer hubiera logrado derribar a su fornido compañero.
Tío Ota aprovechó el momento para recoger a Ranjana y Thomas, tomar a Klára de la mano y gritarnos a Esther y a mí para que echáramos a correr.
Conseguimos llegar a un callejón antes de darnos cuenta de que no nos estaban persiguiendo. Nos agazapamos en una esquina sombría para recuperar el aliento. Oímos el aullido de una sirena de policía y escuchamos voces que gritaban insultos a los policías. Quizá deberíamos haber vuelto a dar nuestra versión de la historia, pero estábamos aterrorizados. Nos apresuramos a salir por el otro extremo del callejón y nos dirigimos a una parada de tranvía unas calles más abajo. Cuando ya estábamos a salvo a bordo del tranvía, Klára escondió la cabeza entre las manos. Ese día no habría cine. Cuando el tranvía pasó por delante del bar de camino a casa, en el ventanal había un cartel que indicaba que estaba cerrado. Me miré el zapato y me di cuenta de que me había rasgado la suela cuando pateé al hombre.
No volvimos a pisar el cine que estaba cerca de aquel bar. En su lugar, cogíamos el tranvía para ir más allá por la misma línea a otro barrio. Hasta ese momento me había sentido enamorada de mi nuevo país. Tras aquel ataque, mi relación con Australia se volvió algo incómoda. No me fiaba de los australianos, me preguntaba si volverían a arremeter contra mí. Ranjana y tío Ota ya no volvieron a caminar juntos en público. Tío Ota caminaba delante, inspeccionando la calle con la mirada en busca de posibles peligros. Ranjana, con Thomas entre sus brazos, se mantenía a una discreta distancia de él. Cualquiera que los hubiera visto habría pensado que no se conocían.
—Ranjana y yo sabíamos que nos enfrentaríamos a esto cuando nos casamos —me explicó tío Ota cuando le expresé mi indignación por la situación—. Lo soportamos porque nos queremos.
—Si la película de Beaumont Smith sobre un hombre blanco y una chica maorí se ha hecho tan popular, quizá la gente comience a aceptar los matrimonios como el vuestro —le dije esperanzada.
Tío Ota rechazó la idea.
—La actriz protagonista de Beaumont Smith no es maorí —argumentó—. Es tan blanca como la reina madre. Lo único que han hecho ha sido embadurnarle la cara con maquillaje negro. Por eso la gente lo acepta, porque no es real.
El ataque había trastocado mi confianza hacia los australianos, pero también me sentía orgullosa por haberme defendido. Ranjana dejó de hablarme como si fuera una niña y me empezó a tratar con más respeto. Pero a Klára la afectó profundamente aquel incidente. A menudo se despertaba en mitad de la noche gritando que quería volver a casa.
—Aquí estamos a salvo de Milos —le decía yo.
—¡No estamos a salvo! —se quejaba entre sollozos—. No estaremos a salvo en ninguna parte.
No tenía ni la menor idea de qué podía hacer para que Klára volviera a sentirse segura.
Los nervios de mi hermana no mejoraron cuando recibimos la carta de Praga. Yo me encontraba sentada en el salón, contemplando la calle y escuchando a Klára mientras tocaba un vals de Brahms, cuando vi a Ranjana caminar hacia la puerta del jardín para recoger el correo que traía el cartero. Le entregó una carta en un sobre marrón. Ranjana miró el matasellos y corrió de vuelta a casa.
—¡Ota! —llamó—. ¡Adélka! ¡Klárinka! ¡Ha llegado una carta de Praga!
Klára dejó de tocar y tío Ota entró a toda prisa en la habitación con Thomas en brazos. Como le había estado dando de comer a mi primo, tenía manchas de calabaza por toda la camisa. Ranjana le entregó la carta a tío Ota y cogió a Thomas. Se acomodó en el sofá e hizo rebotar a su hijo sobre su regazo. Tío Ota abrió la carta y se sentó junto a Ranjana para leérnosla en voz alta.
Querido hermano:
Ya casi ha pasado un año desde la última carta que te mandé y sé que has debido de estar preocupado por mi silencio. Por favor, perdóname. El doctor Holub comprobó con la compañía marítima que Adéla y Klára habían llegado bien y que las habían dejado entrar en Australia. Tuve que contentarme con saber que mis queridas sobrinas estaban fuera de peligro porque ahora comprendo lo que su madre quería decir cuando afirmaba que estaba «vigilada». El doctor Holub me acompañó cuando informé a Milos de que había enviado a Adéla y a Klára a América con sus tíos, explicándole que lo había hecho porque el doctor Holub se había enterado de que las niñas estaban en peligro. Por supuesto, no le revelamos que sabíamos que el origen de ese peligro era él mismo, sino que le insinuamos la existencia de un secuestrador anónimo que se había enterado de que las niñas eran las herederas de una gran fortuna.
Había supuesto que Milos se enfurecería, y sin embargo, nos agradeció que hubiéramos actuado con tanta prontitud para garantizar la protección de sus hijastras. Esa tranquila respuesta me desconcertó. ¿Es posible que pensara que no sospechamos nada? Milos expresó el deseo de mantener correspondencia con Adéla y Klára, cosa que tomé por una estratagema para averiguar dónde viven. El doctor Holub le explicó que, en pro de la seguridad de las niñas, él era el único que conocía la dirección, y que cualquier tipo de correspondencia las pondría en peligro. Entonces Milos se mostró hostil, y se negó a firmar la asignación en el banco. Ahora nos encontramos en una encrucijada.
Desde aquella reunión, el doctor Holub ha descubierto que están espiando su correo y yo vivo con un misterioso individuo apostado día y noche junto a mi casa. Debido a ello, el doctor Holub y yo no hemos querido ponernos en contacto contigo y las chicas por miedo a revelar involuntariamente vuestro paradero. Espero que el dinero que envié con las niñas sea suficiente para su manutención durante algún tiempo más.
Por favor, diles a mis sobrinas que, aunque no les escribo, pienso en ellas con cariño todos los días. Cada mañana voy a la iglesia y enciendo una vela por ellas. Diles a Adéla y Klára que Frip les envía un lametón.
Con todo mi cariño,
Aunque solo de pensar en que al doctor Holub le espiaban el correo y que a tía Josephine la estaban vigilando resultaba inquietante, al menos ahora ya sabíamos la razón de la falta de noticias de Praga. Sin embargo, si hubiera podido cambiar las cosas, no habría dejado que tío Ota leyera en alto la carta delante de Klára. Se puso más nerviosa que nunca, estaba tan aterrada por la seguridad de tía Josephine que una noche me desperté y la encontré paseándose por nuestro dormitorio.
—Klára, vuelve a la cama —le dije.
Sacudió la cabeza y continuó paseándose.
—Estoy rezando —contestó—. Estoy rezando por todos nosotros.
Había matriculado a Klára en la Escuela Superior del Conservatorio para el curso siguiente. Teníamos suficientes fondos para cubrir su educación musical, pero si Klára o yo necesitábamos algo más, no quería tener que pedirle dinero a tío Ota. Pensé en las clases de mecanografía que había dado junto a tía Josephine y me pregunté si quizá podría encontrar algún trabajo de mañana o de tarde para ganar algún dinero extra y poder contribuir en casa. Pero antes de que tuviera la ocasión de empezar a buscar, se nos presentó otra oportunidad para participar en las finanzas familiares.
El nuevo cine al que íbamos era un negocio más pequeño y destartalado, pero la selección de películas que proyectaba era interesante. Vimos una flamante versión de
Camille
protagonizada por Rodolfo Valentino y la actriz rusa Alla Nazimova, a la que todos le encontramos un gran parecido con Klára. Pero la mayor parte del tiempo, proyectaban una selección de películas europeas y producciones nacionales de gran calidad.
Una noche de sábado, cuando nos estábamos marchando del cine, Klára expresó su decepción porque no hubiera habido un pianista en directo para acompañar el programa, sino solamente un gramófono.
—Estoy de acuerdo —comentó tío Ota—. La historia quedaba sosa sin un músico. Un pianista puede dotar de vida o destrozar una película.
—Quizá Klára debería haber ofrecido sus servicios —propuso Ranjana con una sonrisa.
—¿Es verdad eso?
Nos volvimos para ver al encargado del cine en la puerta de su oficina. Nos miramos los pies, avergonzados porque no habíamos visto que estaba allí.
—En serio —repitió—. ¿Es verdad eso? —Aquel hombre llevaba el vello facial arreglado de tal manera que le bordeaba el contorno del rostro. Parecía un Abraham Lincoln envejecido—. No consigo a nadie para el sábado por la noche. Los grandes cines ofrecen demasiado dinero.
Nos echamos a reír ante aquella oferta. Madre nos había inculcado a Klára y a mí que fuéramos bien vestidas y, aunque no llevaba maquillaje, Klára parecía mayor para su edad.
—Mi hermana es una buena pianista —le respondí—. Pero solamente tiene doce años.
El encargado se quedó boquiabierto, como si estuviera a punto de disculparse, cuando de repente pareció ocurrírsele otra idea.
—¡Qué gran novedad sería! —comentó—. Nadie más en Sídney tiene un pianista tan joven.
Se presentó como el señor Tilly y nos instó a que volviéramos a la sala de proyección para que pudiera escuchar tocar a Klára. Hicimos lo que nos dijo. Mi hermana rara vez declinaba la oportunidad de tocar y la acústica del cine sería una nueva experiencia para ella. El señor Tilly acompañó a Klára hasta el piano mientras los demás tomábamos asiento en la primera fila. Abrió la tapa del piano y estiró los dedos con una escala. Mi hermana me maravillaba. Si yo me hubiera visto en una situación similar, habría deseado que me tragara la tierra.
Klára comenzó a tocar de memoria la Mazurca núm. 23 en re mayor de Chopin. El señor Tilly se quedó completamente asombrado. Algo en la desenvoltura de Klára y su capacidad para concentrarse le daban el aspecto de una intérprete seria, pero yo dudaba de que aquel hombre hubiera esperado que mi hermana fuera tan buena. Cuando Klára terminó la pieza, el encargado no pudo ocultar su emoción.
—Traigan a esta joven señorita para una audición formal el lunes por la noche —nos dijo—. Algunas de las películas de Hollywood tienen partituras que puede practicar, pero para la mayoría de las cintas que proyectamos aquí tendrá que ser capaz de improvisar dependiendo de lo que aparezca en el proyector. Si logra mantener el ritmo de los intertítulos, le asignaré la noche del sábado. Le pagaré un salario justo y ustedes podrán entrar gratis al cine.
La oferta era tentadora, pero yo tenía mis dudas.
—Puede que esto arruine sus posibilidades de que la tomen en serio como concertista de piano —le susurré a tío Ota.
—Todo lo contrario —me contestó él—. Así podrá emplear el dinero en pagarse clases extra en el conservatorio.
—Por favor, ¡déjame hacer la audición, Adélka! —me rogó Klára.
A Klára le emocionaba la idea de tocar en el cine y practicó durante todo el día siguiente hasta el punto de descuidar sus tareas domésticas. Las salas de la ciudad tenían orquestas y coristas, pero el cine de las afueras del señor Tilly contaba con un solo pianista. La sesión del sábado por la noche se trataba de la más importante de todas y era obvio que iba a utilizar la edad de Klára como reclamo. Klára seleccionó piezas de su repertorio que se adaptaran a distintos estados de ánimo: suspense, romance, tristeza, confusión... Escribía leyendas en trozos de cartón —«El villano escapa», «Entra la heroína»— y me pidió que fuera enseñándoselas rápidamente para que ella pudiera pasar de una pieza a otra sin un atisbo de duda.
El lunes por la tarde, tío Ota y yo acompañamos a Klára al cine para su audición.
—Mi padre tenía una sala ambulante de cine —rememoró el señor Tilly mientras acompañaba a Klára hacia el piano—. Mi madre y yo viajamos con él por los pueblos del país donde él pegaba sus carteles e instalaba su proyector. Los habitantes de los pueblos nunca querían que nos marcháramos. Podían pasar meses hasta que volvieran a ver otra película en movimiento.
Tilly le hizo un gesto al proyeccionista. Las luces se atenuaron y apareció en la pantalla una película que no habíamos visto antes titulada
The Man from Kangaroo
. Estaba cargada de drama y romance, y también había escenas de lucha y persecuciones a caballo. Resultó que era una película de seis bobinas. Tilly ya sabía que Klára tenía talento, pero quería descubrir si también contaba con la resistencia necesaria. Klára logró dotar a cada escena de música sin ningún fallo e incluso siguió tocando durante los cambios de bobina.
Cuando las luces se encendieron de nuevo, Tilly tenía el rostro encendido por la emoción.
—He mandado hacer unos carteles —nos contó—. «El talento más joven de Sídney toca en el Cine de Tilly». —Se volvió hacia Klára—. ¿Cuál es tu apellido?
—Rose —contestó ella.
Aquel era el apellido de tío Ota convertido al inglés y, de algún modo, también era el de padre. Tío Ota pareció complacido. Decidí que yo también adoptaría Rose como apellido.
Tío Ota y el señor Tilly discutieron las condiciones del contrato de Klára mientras mi hermana y yo nos comíamos unos macarrones de coco en el despacho del encargado. Cuando los dos hombres llegaron a un acuerdo sobre el salario de Klára, el señor Tilly le ofreció a tío Ota un puro y volvieron a sentarse, expulsando anillos de humo al aire.