—¿Dónde está el médico que la atiende? —le pregunté a la enfermera, una muchacha delgada de miembros nervudos.
—El doctor Jones está haciendo las rondas esta mañana —me contestó—. Viene al pabellón femenino por las tardes.
—¡Quiero verlo ahora mismo! —exclamé—. Quiero saber por qué mi hermana no se encuentra mejor.
—Él no es el médico de su hermana —me respondió la enfermera—. A ella la atiende el doctor Page. Está en el pabellón de convalecientes masculino en estos momentos.
—¿Es uno de los médicos titulares? —le pregunté.
—No —me dijo la enfermera—. Es uno de los médicos residentes. Pero es muy bueno. De hecho, él es el...
No esperé a escuchar el resto de la frase. Corrí por el pasillo hacia la sala de recepción. La enfermera de admisiones me llamó la atención cuando pasé a toda prisa junto a ella en dirección al pabellón de convalecientes masculino, pero la ignoré. Me hervía la sangre. ¡Un médico residente! Mi hermana estaba gravemente enferma. Necesitaba que la tratara alguien con experiencia. No había ninguna puerta cerrada con llave en aquel pabellón, por lo que entré a toda prisa por las puertas batientes, justo antes de quedarme clavada en el sitio. Las cortinas estaban corridas alrededor de algunas camas, pero no llegaban hasta el suelo. Me saludaron docenas de traseros blanquecinos y peludos, agachados sobre sus respectivas cuñas. Me golpeó la peste a sulfuro, mezclada con los olores a cloro y a aceite de pino y repentinamente me di cuenta del resultado de mi arrebato.
—¿Puedo ayudarla en algo?
Aparté la mirada de aquellas posaderas masculinas y vi que la voz provenía de un médico con bata blanca que estaba al otro extremo de la sala. Se encontraba de pie con una enfermera junto a la cama de un paciente.
Noté como se me coloreaban las mejillas.
—¿Es usted el doctor Page? —pregunté, adoptando un tono de superioridad para ocultar mi vergüenza.
El médico le entregó a la enfermera la carpeta del paciente y le ordenó que le diera un baño caliente, y se aproximó hacia mí.
—Sí, soy yo —contestó.
A medida que se acercaba me di cuenta de lo joven que era. La línea de la mandíbula y los pómulos eran muy masculinos, pero su cabello de un suntuoso color castaño y su complexión hacían que, de haber sido mujer, se lo hubiera podido describir como «todo un pimpollo».
—Soy la señorita Rose, la hermana de la señorita Rose —le dije, enrojeciendo de nuevo cuando me di cuenta de lo tonta que había sido mi presentación—. ¿Por qué está usted tratando a mi hermana en lugar del doctor Jones?
El doctor Page, sin inmutarse ante mis bruscos modales, sonrió y se le marcaron unos hoyuelos en las mejillas.
—Durante la guerra adquirí bastante experiencia con pacientes que padecieron neurosis —me explicó—. El doctor Jones pensó que yo era la mejor persona que podía tratarla.
¿La guerra? Con su esbelto cuello y sus mejillas sonrosadas, el doctor Page parecía tan joven como para siquiera haber terminado la carrera. Pero comprendí que si había acabado su formación como médico, al menos debía de tener ocho años más que yo.
—¿Por qué está tan aletargada? —le pregunté.
El doctor Page adoptó un rostro serio y me condujo hacia la puerta.
—Si me acompaña usted a mi despacho, le explicaré el tratamiento que estamos aplicándole a su hermana.
Le seguí por el pasillo hasta una habitación que era del tamaño de un armario. Las carpetas sobre las estanterías estaban primorosamente ordenadas y sobre la mesa del despacho solamente descansaban un teléfono, un cuaderno de notas y una figurilla china de cristal. Pero entre los armarios y la silla para las visitas apenas había espacio para que yo pudiera estirar los codos. Parecía que los médicos residentes no tenían derecho a un despacho grande en Broughton Hall.
El doctor Page me ofreció la silla y se metió con dificultad detrás de su escritorio. La figurilla china representaba a un hombre sentado sobre una roca pescando. Lucía una sonrisa torcida y el cristal de su sombrero se le resbalaba por una oreja. Parecía como si estuviera llorando.
—¿Puedo ofrecerle un té? —me preguntó el doctor Page.
Asentí. Una bebida caliente era exactamente lo que necesitaba. El hedor de los excrementos todavía persistía en mi nariz y notaba un sabor metálico en la boca.
El doctor Page cogió el teléfono y pareció tener dificultades para convencer a la persona al otro lado de la línea para que trajera agua caliente. No obstante, lo consiguió, y unos minutos más tarde, apareció un celador con una bandeja con tazas y una tetera, y se introdujo con dificultad en la habitación junto a mí para dejar las cosas sobre el escritorio. Si no me hubiera sentido tan preocupada por Klára, el repiqueteo de la vajilla en aquella minúscula habitación y aquel hombre de brazos fornidos entregándome una elegante taza de porcelana me habrían resultado de lo más cómico. El celador se marchó y el doctor Page volvió a centrar su atención en mí.
—El tratamiento estándar con cualquier paciente que ingresa con histeria es la sedación —me explicó poniéndose un par de gafas y sacando un expediente—. Pierden el apetito y se aletargan. Estoy reduciendo la medicación de su hermana, pero tengo que hacerlo de forma gradual. Mientras esté sedada no me puede explicar lo que le provocó el ataque y, hasta entonces, no podré ayudarla.
El doctor Page me contempló fijamente. Sus ojos azules resultaban aún más azules tras las gafas.
—Ya he visto que usted y su hermana provienen de Praga. Mi padre estuvo en Bohemia durante su viaje por Europa y habla muy bien de ella. ¿Cómo es que han venido a Australia?
Comprendí que el doctor Page me estaba interrogando. Necesitaba saberlo, ¿no? Alguien tendría que hablarle sobre la muerte de madre y sobre la razón de que nosotras abandonáramos Praga. Nunca me había imaginado contándole todas aquellas cosas a nadie fuera de la familia. ¿Quién era el doctor Page? ¿Podía confiar en él?
Debió de percibir mi incomodidad, porque no me presionó más sobre el tema. En su lugar, volvió la vista hacia el expediente.
—Una vez que su hermana recupere la energía, le asignaré diferentes actividades y usted comenzará a ver los progresos entonces. Creo que toca el piano, ¿verdad?
—Klára tiene un talento excepcional —le confirmé—. Ha conseguido dominar algunas piezas a las que la mayoría de las niñas de su edad no podrían enfrentarse.
El doctor Page sonrió y volvieron a aparecer sus hoyuelos. Tomó nota en su expediente de lo que yo le había dicho. Tenía las manos finas y cuidadas. De repente, me di cuenta de que yo llevaba una uña rota y la oculté poniéndome encima la otra mano sobre el regazo. Madre siempre le había dado muchísima importancia al aseo, pero yo me estaba volviendo descuidada.
—Qué talento tan maravilloso es ese —comentó—. Me habría encantado tener algún tipo de habilidad musical. Pero mi padre dice que canto como una sirena de ambulancia.
A pesar de mi nerviosismo, no pude evitar reírme al imaginármelo.
—Seguro que no canta usted tan mal —respondí.
—Yo tampoco lo creo —comentó, con una sonrisa pícara.
Descubrí que me había vuelto a sonrojar. Había irrumpido en el pabellón masculino dispuesta a atacar al doctor Page, y ahora me había quedado obnubilada con él. Sus modales tranquilos y atentos me habían conquistado. ¿Qué importaba que fuera joven? Obviamente, era el tipo de médico que se preocupaba por sus pacientes.
Le echó una mirada a su reloj.
—Lo siento, pero tengo que volver a mis tareas en el pabellón. No obstante, por favor, pídale cita a la enfermera de admisiones. Me gustaría hablar más con usted sobre su hermana.
Me levanté de la silla y el doctor Page pasó rozándome para abrir la puerta.
—Su hermana se estará echando la siesta ahora. ¿Por qué no viene mañana?
—¿Mañana? —exclamé—. ¡Pero si la enfermera nos dijo que solamente podíamos venir una vez a la semana!
—¡Dios santo, no! —exclamó el doctor Page, caminando junto a mí por el pasillo—. Venga todos los días si lo desea. Le hará mucho bien a su hermana. Únicamente trato de mantener alejados a los familiares que son parte del problema de mis pacientes.
De camino hacia la recepción nos cruzamos con la enfermera que estaba ocupándose del paciente en el pabellón de convalecientes. El rostro demacrado del enfermo se transformó cuando vio al doctor Page.
—La enfermera me ha dicho que cuando logre ganar unos cuantos kilos me va a dejar usted jugar al críquet con los demás, ¿verdad?
—Tiene usted mi palabra, señor Cameron —le respondió el doctor Page, dándole unas palmaditas al hombre en la espalda—. ¡Y me encantaría asistir de espectador al partido!
Me despedí del doctor Page y salí por las puertas del jardín hacia el bullicio de la calle. Me volví hacia Broughton Hall. Había entrado por aquellas puertas desesperada por Klára. Ahora, el doctor Page me había dado un rayo de esperanza.
Aunque mi conversación con el doctor Page me había proporcionado una perspectiva más positiva en lo relativo a la recuperación de Klára, el proceso fue lento y durante los meses en los que estuvo internada en Broughton Hall me sentí sola. Hasta que no faltó mi hermana, no me di cuenta de que, con todo lo que nos había sucedido huyendo de Praga y viniendo a Australia, Klára había pasado de ser mi protegida a convertirse en mi mejor amiga. ¿Pero acaso le había cargado demasiadas cosas sobre sus hombros?
En busca de aliviar mi dolor, acudía al cine del señor Tilly por las mañanas antes de ir a visitar a Klára. Tilly me daba pases gratis y les pedía a las acomodadoras que estuvieran pendientes de que los hombres no me molestaran. Él ignoraba que Klára se encontraba en Broughton Hall; pensaba que padecía una fiebre glandular.
—Dale recuerdos de mi parte —me dijo—. Echo de menos que toque aquí los sábados por la noche.
Cuando las luces reducían su intensidad y otros mundos aparecían en la pantalla, sentía que hacía una pausa en mis preocupaciones. Después me comía un sándwich en el café del vestíbulo del cine y contemplaba a la gente que entraba y salía.
Mi otra distracción favorita era el Café Vegetariano de George Street en el centro de Sídney. Cuando sentía la necesidad de algo diferente después del cine, acudía allí.
Los australianos eran tan carnívoros como los checos: el cordero, la panceta y la ternera eran las piedras angulares de su dieta. El vegetarianismo era una costumbre al margen de la sociedad. Tío Ota comentaba que, mientras que no se consideraba extraño pasar delante de una carnicería y ver a los hombres con sus delantales manchados de sangre e intestinos hasta los codos o contemplar la sangrienta exposición de vísceras en sus escaparates, «declararse vegetariano era desafiar la creencia de que el hombre estaba designado por Dios para dominar a los animales».
Dada la naturaleza subversiva del vegetarianismo, aquel café atraía a una interesante mezcla de gente: artistas, filósofos, actores, bailarines y atletas. Había muchos integrantes de organizaciones benéficas y también socialistas. Los trabajadores de la beneficencia argumentaban que la industria cárnica corrompía a la clase obrera obligando a los hombres a realizar trabajos embrutecedores, mientras que los socialistas creían que se podrían producir alimentos de mayor calidad para más gente si la tierra se empleara para los cultivos en lugar de para producir carne.
Miraba a mi alrededor, sentada detrás de una taza de café de achicoria y elucubraba sobre la gente que me rodeaba. Uno de ellos era una hermosísima modelo de artistas, cuya piel de color marfil era como el satén, aunque debía de tener cerca de setenta años. En mi imaginación la llamé
Imelda
por su exótico gusto a la hora de vestir, y me inventé una historia para ella, en la que se debatía entre tener otro amante o viajar a Italia ese año. Acababa de ver
Las tres luces
, de Fritz Lang, por lo que mi cabeza estaba llena de glamurosos lugares como Venecia y China. Creaba historias para las muchachas que compartían recetas y para los grupos de chicos que se dedicaban a estudiar juntos. Pero había un joven cuyo pasado me atemorizaba. Aunque no vestía de uniforme militar ni llevaba ninguna insignia, adiviné por su edad cómo había perdido la pierna. Solía verlo allí, en la mesa de bancos corridos de la esquina, con la pernera del pantalón prendida con alfileres a la altura del muslo y el semblante distorsionado por un gran ceño fruncido. De vez en cuando se le unía un individuo flaco con mejillas rubicundas que llevaba un gorro y una bufanda incluso cuando el tiempo era cálido. En aquellas ocasiones, era él quien llevaba las riendas de la conversación mientras su amigo se limitaba a asentir o a gruñir. La mayor parte del tiempo, el único acompañante del hombre era una cacatúa con un ala paralizada que se posaba sobre su hombro y se balanceaba arriba y abajo cada vez que él la alimentaba con un trozo de manzana. En aquellos momentos su expresión se dulcificaba y le rascaba al pájaro bajo el mentón. Eran una extraña pareja: uno no podía volar y el otro no podía andar.
Un día llegué al café antes que él. Estaba acabando mi ensalada cuando la puerta se abrió de un golpe, levanté la mirada y lo vi haciendo maniobras para subir el escalón con una muleta como apoyo. Nunca antes lo había visto moverse y me sorprendió que también llevara un trípode de madera bajo el mismo brazo que sostenía la muleta. Una bolsa para cámaras, mucho más grande que la que yo utilizaba, le colgaba de uno de los hombros, mientras que la cacatúa se había encaramado al otro. Iba tan cargado bajo tanto peso que quise ayudarlo sosteniendo la puerta o bien retirándole la silla para que se sentara. Por el modo en que algunos de los comensales lo observaban cuando pasó cojeando junto a ellos, me pregunté si estarían pensando lo mismo que yo. Y, sin embargo, había algo en sus ojos que rechazaba cualquier clase de ayuda.
Cuando llegó a la mesa de bancos corridos, se desplomó en el asiento e hizo una mueca, como tratando de ocultar el agotamiento que le habían producido sus movimientos. No pude evitar observarlo mientras deslizaba la muleta por debajo de la mesa y dejaba el trípode junto a ella. Cuando sacó una cámara cinematográfica Pathé, me dio un salto el corazón. Desde que había nacido en mí el interés por hacer una película, me había dedicado a estudiar los catálogos de las cámaras y reconocí aquel modelo. Era la misma que empleaba Billy Bitzer, el cámara que había creado las películas de D. W. Griffith. Por aquello y por el modo en el que el hombre comprobaba los ajustes y limpiaba las lentes, deduje que no era un simple aficionado. Estaba tan ensimismada observándolo que no me percaté del par de ojos que me escrutaban con interés.