Secreto de hermanas (24 page)

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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

—¡Estupendo! —exclamó tío Ota sacando un cuaderno de notas del bolsillo y garabateando nuestra dirección—. ¿Qué le parece si vienen el martes dentro de dos semanas?

Quince días más tarde, el doctor Page y su padre llegaron a nuestro hogar. Este último levantó la barbilla y contempló las curiosidades de nuestro salón del mismo modo que un soldado inspeccionaría el horizonte en busca de señales del enemigo. Tenía un rictus adusto en la boca y llevaba el pelo, la camisa y la chaqueta meticulosamente limpios. Había oído de pasada a una enfermera de Broughton Hall decir que el padre del doctor Page era el cirujano más famoso de Sídney. Contemplé sus manos pálidas y esbeltas. No eran las que cabría esperar en un hombre con una constitución tan robusta; eran tan delicadas como las de Klára, solo que ligeramente más grandes.

—Estoy encantado de conocerles —nos saludó el doctor Page padre cuando su hijo nos lo presentó. Tenía una voz bien modulada, pero se percibía una ligera nota de tensión en ella—. Esta noche podremos ver la Vía Láctea completa, desde Escorpio hasta Orión —continuó—. Centauro es una de las constelaciones más espectaculares. Está demasiado al sur como para que se pueda ver desde el hemisferio norte.

—Los aborígenes consideran que la Vía Láctea es un río en el mundo estelar donde las estrellas más brillantes son peces y las más pequeñas son nenúfares —comentó el doctor Page, guiñándole un ojo a Klára.

—Eso me gusta —dijo Klára—. Me da esperanzas de que Míster Rudolf esté ahí arriba.

—Bueno, vamos a empezar, ¿de acuerdo? —propuso tío Ota mientras ayudaba a llevar los bártulos que los Page habían traído consigo y los conducía al frente de la reunión.

El público se quedó hipnotizado con la charla de cómo los Page habían construido su propio telescopio. Mientras que el doctor Page padre explicó la mecánica de la óptica de espejos, su hijo habló sobre la historia de los telescopios. Era evidente que tenía en alta estima a Galileo, que se había enfrentado a la Iglesia católica para defender sus teorías científicas sobre el universo.

—El profesor que me dio clase de psiquiatría solía citar a Galileo —nos contó el doctor Page—. «No se puede enseñar nada al hombre; solo se le puede ayudar a encontrar la respuesta dentro de sí mismo.»

Noté que su padre se ponía rígido. Algo le había parecido mal. ¿Era la psiquiatría o se trataba de Galileo?

Cuando terminó la charla, ambos doctores invitaron al público a mirar por el telescopio para ver Rigel en Orión y Alfa Centauro. Cuando me tocó el turno de mirar por el telescopio, el doctor Page lo ajustó a mi altura.

—Rigel es la séptima estrella más brillante y se supone que representa el pie izquierdo de Orión el cazador —me explicó—. No creo que Orión le hubiera gustado a usted. La leyenda dice que quería matar a todos los animales del mundo y que, para evitar que eso sucediera, un escorpión le picó. Tras su muerte, lo colocaron en el cielo.

—Entonces, ¿también le interesan las leyendas? —le pregunté al doctor Page, haciéndome a un lado para que el siguiente invitado pudiera mirar por el telescopio—. ¿No es eso poco habitual en un hombre de ciencia?

—Gracias a la ciencia comprendemos el funcionamiento de la vida —contestó el doctor Page—. Pero es mediante las leyendas y las historias como comprendemos su significado.

Klára colocó un disco en el gramófono. Las titilantes notas de
El Danubio azul
flotaron por la habitación. Deseaba conocer mejor al doctor Page. Me intrigaba. Había hablado con él en calidad de médico de Klára, pero quería descubrir más cosas sobre su forma de pensar.

Más tarde, servimos la cena y el delicioso pastel de nueces de Esther. Todo el mundo se fue agrupando en conversaciones más personales.

Vi que el doctor Page se aproximaba en mi dirección. Llevaba en las manos dos tazas de té y supuse que iba a reunirse con alguno de los invitados. Sin embargo, para mi sorpresa, se detuvo frente a mí.

—Sin leche, con una rodaja de limón y una pizca de azúcar —anunció, entregándome la taza y el plato.

—¿Cómo ha sabido cómo me gusta el té? —le pregunté, cogiéndole la taza.

—Soy psiquiatra —respondió el doctor Page—. Le sorprendería saber la cantidad de cosas que sé simplemente por la forma de su rostro.

—¿De verdad? —pregunté—. ¿Puede usted adivinar cómo me gusta el té por la forma de mi cara?

Su sonrisa se ensanchó aún más.

—No, le he preguntado a su tía cómo lo tomaba.

Me eché a reír con él, pero me sentí estúpida, aunque estaba segura de que con su broma no había intentado menospreciarme. Noté que me ponía colorada, así que cambié de tema.

—Me avergüenzo al pensar cómo irrumpí en el pabellón masculino y arremetí contra usted —le confesé—. Debería disculparme por ello.

—Por favor, no lo haga —me respondió—. No puede imaginarse lo contento que me sentía de que lo hiciera. Demostró que su hermana le importaba. Muchos familiares llevan a los pacientes a Broughton Hall y simplemente los aparcan allí.

—La cita que mencionó antes de Galileo..., ¿eso es lo que siente usted por la psiquiatría? ¿Que ayuda usted a la gente a encontrar la verdad en sí mismos?

El doctor Page tomó un sorbo de té.

—La mente humana es muy compleja... —respondió—. Una vez tuve un paciente que creía que era hemofílico aunque no existía ninguna prueba física que lo demostrara. Un día se cortó con un trozo de alambre. No se hizo más que una herida superficial y, aun así, se desangró hasta morir. La psiquiatría es una disciplina fascinante, pero no tengo claro que yo le esté haciendo bien a nadie.

Me impresionó escucharle hablar de esa manera. Él había ayudado a Klára, y supuse por el modo en que el ánimo del resto de los pacientes mejoraba cuando él aparecía que a ellos también los había ayudado. Quería preguntarle qué quería decir, pero antes de poder hacerlo, tío Ota apareció a nuestro lado.

—Doctor Page —le dijo—, su padre está interesado en algunas fotografías que ha tomado mi sobrina. Le gustaría que ella se las comentara. ¿Les importaría unirse a nosotros?

Una débil sonrisa se asomó a los labios del doctor.

—Por supuesto —aseguró—. La señorita Rose hizo unas interesantes fotografías de un amigo mío. Estoy fascinadísimo con su trabajo.

No estaba segura de a qué se refería el doctor Page hasta que recordé al hombre de barro. Esta vez me eché a reír sinceramente, igual que él.

Seguimos a tío Ota al otro extremo de la habitación donde colgaban de la pared mis fotografías y donde esperaba el doctor Page padre. Había fotografiado una serie de urracas australianas, cosa de la que me sentía muy orgullosa, y había hecho otra fotografía de aspecto gótico de una familia de podargos australianos acurrucados en la rama de un árbol. Entre aquellas bellezas de la naturaleza había retratos de tío Ota, Ranjana, Thomas y Klára. Quería haberle hecho uno también a Esther, pero se negó a posar.

—Así que no es usted pictorialista, ¿verdad? —comentó el doctor Page padre poniéndose las gafas y examinando mis obras.

Estaba contemplando el retrato de Klára, en el que yo había suavizado los bordes y había resaltado el rostro y las manos de mi hermana rellenando el resto de la imagen con iluminación lateral.

—No —le respondí.

—La fotografía australiana no ha adoptado las ideas vanguardistas que han dominado en Europa desde la guerra —explicó tío Ota—. Aquí perduran las técnicas pictoricistas y las imágenes suaves y románticas. Adéla ha traído un poco de Praga a Australia.

El doctor Page padre se volvió hacia mí.

—¿Hace usted fotografías por encargo? —me preguntó—. Quiero hacerme un retrato con mi hijo. Estaba pensando en una pintura al óleo, pero después de haber visto su estilo me gusta mucho más la idea de que sea una fotografía.

Me quedé sin palabras. Yo apenas era poco más que una fotógrafa aficionada y no estaba segura de que pudiera colmar las expectativas del doctor. Parecía un hombre muy exigente.

—¡Qué idea tan encantadora! —exclamó el doctor Page—. Por favor, diga que nos hará usted ese honor, señorita Rose.

Comprendí que me estaban ofreciendo la oportunidad de pagarle al doctor Page su bondad con Klára de un modo mucho más adecuado que simplemente con la mujer de barro.

—Creo que un retrato de padre e hijo es una idea maravillosa —afirmé—. Es un honor que me pidan que sea yo la que lo haga.

El doctor Page padre frunció el entrecejo.

—Mi hijo pronto se casará y se marchará de mi lado. Ese retrato será un buen recuerdo.

El doctor Page hizo una mueca.

—A padre le gusta dramatizar las cosas —aseguró—. Alberga no sé qué extraña idea de que una vez que Beatrice y yo nos casemos nos olvidaremos de él. No hay nada más lejos de la realidad.

Su padre sonrió y me pregunté si quizá andaba buscando que su hijo lo tranquilizara.

—Beatrice lo tiene en ascuas —explicó—. Tan pronto como fijan una fecha para la boda, ella se vuelve a marchar de viaje. Pero ha prometido sentar pronto la cabeza. El otro día me dijo que está preparada para tener bebés..., montones de ellos.

La mera mención de la prometida del doctor Page me inquietó. Había disfrutado teniéndolo para mí sola durante aquella velada, aunque me sorprendía que no la hubiera traído con él. Su nombre me evocaba la imagen de una sensual morena de ojos exóticos. Tenía que ser una mujer extraordinaria para haber hechizado de esa manera a los Page.

—Entonces estará usted ocupadísimo con montones de nietos —le dije al doctor Page padre—. No creo que se olviden de usted o lo dejen solo.

Su hijo me contempló fijamente. En sus ojos asomaba una clara mirada de preocupación, pero no alcanzaba a comprender qué era lo que lo había perturbado.

Cuando los invitados se marcharon, ayudé a tío Ota a poner en orden el salón. Ranjana, Esther y Klára ya habían lavado los platos y se habían ido a la cama. Era la primera vez que nos encontrábamos solos desde que Esther y yo habíamos ido a la sesión de madame Diblis.

—¡Has conseguido tu primer encargo! —comentó tío Ota mullendo los cojines.

Estaba de espaldas a mí, pero pude percibir la nota de orgullo en su voz.

Mi tío era bueno conmigo, igual que mi propio padre. ¿Qué le habría escrito madre en aquella carta que Milos había destruido? ¿Y por qué ambos habían citado versos del poema
Mayo
? Ahora que nos encontrábamos a solas, inspiré profundamente y saqué el tema.

—Quería preguntarte por tía Emilie.

Tío Ota se quedó helado en mitad de lo que estaba haciendo.

—¿Por Emilie? —repitió volviéndose lentamente.

Se sentó en el sofá y tarareó una pieza de música. Me llevó un instante reconocerla: «Quando m’en vo», de la ópera
La Bohème
, de Puccini.

Dejó de tararear y sonrió con tristeza.

—La primera vez que tu padre y yo vimos a tu madre y a tu tía fue en la ópera. ¡Eran muy hermosas! —comentó.

Esperé a que añadiera algo más, pero comenzó a tararear de nuevo.

Su mente estaba lejos de allí, recordando algo. Lo contemplé, tratando de leerle el pensamiento. Pero lo que había pasado en Praga, cuando mi madre y su hermana y mi padre y tío Ota eran jóvenes, seguía siendo un misterio.

La semana siguiente llegué a la residencia de los Page en Edgecliff con la cámara de tío Ota. La mayor parte de las noches laborables mi tío trabajaba de acomodador en el Cine de Tilly, además de su trabajo como guía en el museo. La enfermedad de Klára había demostrado la importancia de contar con dinero extra.

—Utiliza mi cámara —me dijo—. Yo estoy demasiado ocupado.

La casa de los Page era blanca con postigos verdes y un tejado de tablillas rojo, con anchos aleros. La sirvienta me invitó a pasar y me impresionó el ambiente apacible que se respiraba en el interior. Los suelos eran de brillantes maderas nobles y las alfombras y las paredes lucían tonos suaves en arena y piedra. El doctor Page y su padre me estaban esperando en la sala de estar.

—¡Buenos días! —saludó el padre levantándose de su asiento—. Hemos pensado que nos gustaría que tomara usted la fotografía aquí.

La habitación daba a una terraza estratificada con una vista que abarcaba desde Double Bay hasta Manly. Era agradable, sin llegar a ser extravagante, y la luz natural resultaba muy serena. Me sorprendió que el doctor Page padre quisiera aparecer en la fotografía con la sala de estar de fondo en lugar del elegante salón junto al que había pasado en mi camino por el recibidor. Quizá no era tan severo como parecía en un primer momento.

—A padre y a mí nos gusta esta habitación —me explicó el doctor Page—. Es como un sillón cómodo en el que uno se arrellana y resulta difícil levantarse de nuevo.

—El sujeto fotografiado debe colocarse en su entorno natural —dije yo—. De otro modo, el resultado acabaría por ser afectado y poco sincero.

—Eso es exactamente lo que yo pienso —afirmó el doctor Page.

Estaba muy elegante con un traje gris y el cabello peinado hacia atrás. Yo llevaba una falda marrón y una blusa que yo misma me había confeccionado. Me recorrió un estremecimiento cuando lo descubrí contemplándome con admiración. Su prometida debía de llevar ropa muy hermosa, así que me agradó que le gustara mi único atuendo formal.

Les sugerí que tomáramos la fotografía junto a la cómoda, así el doctor Page padre podía tomar asiento y su hijo quedarse de pie, y allí la luz que provenía de la ventana era suave. Yo no utilizaba un medidor para mi trabajo porque no podía permitírmelo, pero calibrar la luz a ojo tenía una ventaja: me entrenaba para ver las cosas tal y como aparecerían a través de la cámara.

La cómoda estaba abarrotada de adornos que eran distintivamente femeninos: figurillas de pastoras y ángeles y una colección de gatitos de porcelana Royal Doulton.

—Si piensa que distraen la atención puede apartarlos —me advirtió el doctor Page padre.

—Los adornos suelen dotar de personalidad a las escenas —repliqué yo—. ¿Pertenecían a la difunta señora Page?

Al doctor Page padre le temblaron los labios y asintió en silencio. Me quedé perpleja ante aquella inesperada demostración de emoción.

—Sería bonito incluirlas en la fotografía junto con su hijo —le dije—. Es como si ella apareciera en la fotografía con ustedes.

Al haber perdido a mi propia madre, me conmovió la mezcla de felicidad y dolor que se reflejó en el rostro de ambos hombres cuando mencioné a la señora Page. Crucé la mirada con el doctor Page y me di cuenta de que nos comprendíamos. Resultaba un alivio no tener que dar más explicaciones.

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