—Bueno —comentó Ranjana levantándose para preparar una tetera—, ya tenemos a dos miembros de la familia metidos en el mundo del espectáculo y a otro en camino.
Me dedicó una gran sonrisa.
El doctor Page y la señora Fahey quedaron tan satisfechos con el retrato que tomé de Beatrice que decidieron buscarme más clientes.
—Hay muchas damas de la alta sociedad que encargan retratos de sí mismas y de sus hijas, algunas de las cuales necesitan un poco de «ayuda» en lo que a la belleza se refiere —me confió el doctor—. Helen y yo vamos a recomendarla a algunas clientas muy adineradas y quiero que les cobre, y, además, que les cobre mucho —me dijo arqueando una ceja—. Tiene usted un talento excepcional y la mayoría de ellas tienen más dinero que cabales. Si no se gastan el dinero en un buen retrato, lo harán en un vestido frívolo. Plantéeselo de esa manera.
El doctor mantuvo su palabra y en muy poco tiempo me encontré fotografiando a jovencitas debutantes, haciendo reportajes de bodas de alta sociedad y retratos a sus hijos. Se corrió la voz de mi particular toque y acabé haciendo habitualmente varias sesiones en un solo día. Una matrona de buena cuna afirmó que yo era la única fotógrafa que lograba sacarle partido al color oscuro de sus ojos, mientras que otra aseguró que había conseguido reducir el tamaño de su prominente barbilla empleando correctamente la luz. Normalmente, fotografiaba a mis clientas en sus hogares, y para cuando Klára comenzó a asistir a sus clases en la Escuela Superior del Conservatorio, yo era bienvenida en algunas de las mansiones más elegantes de Sídney.
—Tienes que lograr que Edith parezca hermosa —me rogó Beatrice mientras me acompañaba a Bellevue Hill, donde iba a fotografiar a su amiga—. No tengo muchas amigas —me confesó, apresurándose por el camino de gravilla bordeado de árboles de Júpiter hacia una mansión de imitación de estilo griego—. De hecho, las únicas que tengo sois Edith y tú.
Seguí a Beatrice pasando junto a varias columnas hasta la entrada de la casa. Llamó al timbre. Me pregunté en qué momento habría decidido que éramos amigas. Solo me había encontrado con ella una vez. Pero me daba la sensación de que cualquier cosa que Beatrice deseara se hacía realidad. Así que lo acepté como un cumplido. Para una chica que trabajaba para ganarse el sustento no era ninguna tontería mantener amistad con una muchacha de la alta sociedad.
Una sirvienta nos abrió la puerta y nos hizo pasar a una sala de estar con una alfombra turca y dos chimeneas de mármol. Beatrice y yo nos sentamos en un sofá de tela estampada.
—Edith será mi dama de honor y estoy decidida a hacer algo por ella —me susurró Beatrice—. Desea desesperadamente un marido, pero no consigue que Harold Cazneaux acceda a publicar su retrato en la revista
Home
. Y además, su madre quiere que tomes unas fotografías de la casa cuando termines. Si consigues que aparezcan en
The Sydney Morning Herald
, te pagará un extra.
La fotografía era un medio de expresión, pero ahora lograba ganar bastante dinero gracias a ella. Tal y como había predicho el doctor Page padre, las damas de la alta sociedad estaban dispuestas a pagar generosamente por un retrato favorecedor.
Se abrió la puerta y entró en la habitación una mujer de la edad de Beatrice. Su piel era de alabastro y tenía unos pálidos ojos bordeados de pestañas incoloras. Su aspecto desvaído no casaba bien con la perspectiva de conseguir marido.
—Esta es Edith —me presentó Beatrice poniéndose en pie para abrazar a su amiga.
Edith sonrió, revelando unos enormes dientes y como mínimo dos centímetros y medio de encía. La mente se me puso rápidamente en funcionamiento tratando de encontrar el mejor método para fotografiarla. Quizá si la hacía girarse ligeramente con respecto al ángulo de la cámara podría resaltar su largo cuello y su recto perfil.
—¿Empezamos? —pregunté.
Tras la sesión fotográfica, Edith insistió en que nos quedáramos a tomar el té.
—¿Lo tomamos aquí, en la sala de estar? —preguntó.
—No, salgamos a la terraza, hace un tiempo precioso y agradable —propuso Beatrice.
Edith nos condujo a la terraza que daba al césped y le pidió a la sirvienta que nos trajera el té. Se levantó una suave brisa que trajo un aroma a gardenias que flotó a nuestro alrededor.
—Bueno, entonces te vas a casar dentro de poco, ¿no? —le preguntó Edith a Beatrice—. ¿Ya habéis fijado la fecha?
—Dios, no empieces tú también —respondió Beatrice levantando en alto su melena y dejándola caer en abanico, tras lo cual se le quedó el cabello desordenado—. Tengo a todo el mundo echándome el aliento en la nuca.
Edith se echó a reír.
—Oh, bueno, la reticencia hace que los hombres mantengan el entusiasmo. —Se volvió hacia mí y me dedicó una de sus sonrisas caballunas—. Siempre han sido Beatrice y Philip, Philip y Beatrice, desde que yo recuerde —comentó—. Nacieron el mismo día, con tres años de diferencia. Nuestras familias solían pasar las vacaciones todos los años en las mesetas del sur, y Philip y Beatrice tenían dos ponis a los que bautizaron Lanzarote y Ginebra. ¡Qué romántico!, ¿verdad?
Beatrice sonrió.
—Philip y yo nos pasábamos el día junto al río. Él jugaba a ser el capitán de un carguero y yo a que era un pirata.
Escuché con interés mientras Beatrice y Edith hablaban acerca de Philip. Sabían cosas sobre él que yo desconocía: los nombres de las mascotas de su infancia, que había asistido a la King’s School, que odiaba la crema agria...
—Quiere apuntarse a un club de aviación —le contó Beatrice a Edith—. Y se va a comprar su propio avión.
—¡Qué valor! —respondió su amiga, sirviéndonos otra taza de té y pasándonos el plato de pastelillos de dátiles.
Mientras Beatrice y Edith charlaban, me di cuenta de que hablaban sobre los logros deportivos de Philip y sobre las actividades que le gustaba realizar los fines de semana, pero no mencionaban en ningún momento su trabajo. Me resultó sorprendente, porque para Philip ser médico lo era todo.
Beatrice seguía intrigándome. Las amigas de la alta sociedad a las que me recomendaba la señora Fahey solían ser madres de jóvenes muchachos que parecían vivir con la esperanza de que Beatrice acabara cansándose de Philip.
—Una muchacha tan hermosa... —suspiró una matrona, después de que la hubiera fotografiado sentada en el sofá con su cachorro de papillón—. Desperdiciada con el doctor Philip Page.
Beatrice estaba paseando por el jardín mientras yo tomaba aquellas fotografías, así que esperé que la mujer explicara lo que quería decir antes de que Beatrice regresara.
—Ese joven no necesita trabajar para vivir —continuó la mujer—. Si tuviera dos dedos de frente, se pasaría todo el día con ella.
Pensé que aquella era una observación interesante, pues me parecía que precisamente las dificultades que había en aquella relación provenían de que Beatrice se resistía a pasar tiempo con Philip.
Tío Ota no necesitó mucho tiempo para hacer del Cine de Tilly todo un éxito. Seleccionaba la programación que les gustaba a los espectadores habituales, ponía anuncios en el periódico local y al final de cada sesión repartía folletos que anunciaban el programa de la semana siguiente. En colaboración con una tienda de chucherías cercana, preparó una oferta para regalar una bolsa de piruletas junto con la entrada de la primera sesión infantil. Todos los sábados por la tarde una multitud de niños se reunía en el exterior del cine. Ranjana y yo les entregábamos las bolsas de piruletas antes de que irrumpieran en la sala como una manada de jabalíes. Aquella promoción fue un gran éxito, aunque tiraban los caramelos a la pantalla o los dejaban pegados en el parqué para disgusto de nuestros limpiadores.
Ranjana le sugirió a tío Ota que organizara una sesión de tarde semanal para madres con hijos pequeños. Ella y yo montamos una guardería mientras las mujeres veían películas románticas. Para algunas madres esa era la oportunidad perfecta para recuperar el sueño que no podían echarse en casa, y después las obsequiábamos con una relajante taza de té y música por cortesía de Klára y una amiga violinista antes de devolverles a sus hijos.
Aunque los cambios que tío Ota hizo en el cine eran populares entre los clientes, no todo el mundo estaba entusiasmado con él. El contable, que había trabajado con el señor Tilly durante quince años, protestó por la carga de trabajo extra que tío Ota generaba y se marchó a trabajar a una firma de abogados. Por suerte, Esther demostró ser una sustituta excelente y asumió el control de la contabilidad sin mayores problemas. Un enfrentamiento mucho más violento tuvo lugar la noche en la que se marchó el proyeccionista. Ranjana se interesaba por todos los aspectos del cine. Había dejado su trabajo en la fábrica para ayudar a tío Ota y deambulaba entre bastidores en busca de cosas que hacer. Le gustaba contemplar cómo se cargaban las bobinas en el proyector y solía entrar en la sala de proyección durante las películas para ver al proyeccionista en plena faena.
—Quiero que formes a mi mujer para que sea tu ayudante —le ordenó tío Ota a nuestro proyeccionista—. Así, si te pones enfermo, no tendremos que cancelar la sesión.
Tío Ota estaba tan ensimismado dirigiendo el cine que no se dio cuenta del gesto torcido que le dedicó el proyeccionista. La noche siguiente, durante la proyección de
Sunshine Sally
, Ranjana, que ignoraba que su fascinación por las ruedas dentadas y las bobinas ponía los nervios de punta al proyeccionista, se quedó muy sorprendida cuando el hombre salió furioso de la sala de proyección dejando que el proyector desenrollara la película. La imagen de la pantalla se veló justo en el momento en el que Sally estaba a punto de averiguar quiénes eran sus verdaderos padres, y después parpadeó antes de ponerse a girar. El público silbó y abucheó. Klára, a la que el señor Tilly había preparado por si tenía lugar un incidente de esas características, empezó a tocar una canción al piano que el público pudiera cantar.
—¿Qué demonios te pasa? —bufó tío Ota al proyeccionista entre bastidores—. Si tanto te molestaba la presencia de mi esposa, ¿por qué no lo dijiste antes?
—¿Qué demonios te pasa a ti? —le espetó el proyeccionista—. ¿Acaso no puedes ver de qué color es tu esposa?
Tío Ota lo contempló con ojos entrecerrados. Si le hubiera propinado un puñetazo en toda la cara al proyeccionista por aquel insulto, yo no habría podido culparlo. Pero justo cuando tío Ota estaba apretando los puños preparándose para la pelea, el público estalló en carcajadas. La imagen había regresado a la pantalla: era más brillante y firme de lo habitual y pasaba a mucha mejor velocidad. Ranjana nos saludó desde la ventana de proyección.
El proyeccionista comprendió que había sido derrotado. Agarró su chaqueta y corrió en dirección a la puerta.
—¡No hay mejor desprecio que no hacer aprecio! —le gritó tío Ota a sus espaldas.
Ranjana pasó a ser nuestra nueva proyeccionista y aunque una mujer ocupando aquel puesto hubiera supuesto una novedad, no dejábamos que el público la viera por si había alguien que pusiera objeciones a que «una india» proyectara la película. Ranjana se colocaba una máscara de ópera mientras trabajaba, por si acaso la veían a través de la ventana de la sala de proyección. Esto dio pie a toda clase de historias sobre «el proyeccionista enmascarado del Cine de Tilly» y surgieron especulaciones sobre si nuestro proyeccionista podía ser un delincuente que camuflaba cicatrices por cortes de navaja o un príncipe ruso escondido. Los rumores eran buenos para el negocio y hacíamos lleno en todas las sesiones. Ranjana pensaba que todo aquello era muy divertido, sobre todo cuando en las cadenas Union Theatres y Hoyts se enteraron de que el Cine de Tilly tenía una excelente proyección y le enviaron cartas ofreciéndole diferentes puestos.
—Debería aceptar alguno, solo por diversión —bromeó—. ¡Imaginaos sus caras cuando me presentara allí exigiendo mis dos chelines por película!
Aunque tuve que comprarme una cámara plegable Kodak y mejorar las instalaciones de mi cuarto oscuro, estaba ganándome bastante bien la vida gracias a mi trabajo como fotógrafa. Esther me había dado bastante dinero para el primer año de clases de Klára, pero, a menos que tía Josephine pudiera mandarnos más dinero pronto, tendría que ganar lo suficiente como para financiar la educación de Klára durante el resto del tiempo que asistiera a la escuela. Deseé poder escribir a tía Josephine para contarle lo que estaba haciendo: ganarme mi propio sustento. Seguro que se hubiera sentido orgullosa.
Mi carrera me mantenía ocupada y no había pisado el Café Vegetariano en varias semanas. Una tarde decidí llevar a Klára allí después del colegio. Pero cuando llegamos, el establecimiento se hallaba atestado. Los únicos sitios libres eran los de la mesa de bancos corridos donde estaban sentados el hombre de la cacatúa y su escuálido compañero.
—Tendremos que volver más tarde —le dije a Klára.
Estábamos a punto de marcharnos cuando una voz nos gritó:
—¡Podéis sentaros aquí si queréis! No pensábamos quedarnos mucho más tiempo.
Me volví para ver que el hombre delgado señalaba el banco que estaba enfrente del suyo. Había algo en su radiante sonrisa que me hizo aceptar su propuesta, aunque aún me sentía avergonzada por mi último encuentro con su amigo.
—Soy Peter —se presentó el hombre delgado.
Llevaba su habitual gorra y bufanda, aunque fuera hacía calor. Sus ojos y su sonrisa enormes me recordaron a Félix el Gato.
—Este es mi amigo Hugh y ahí está Giallo sobre su hombro. Giallo se encontró con el extremo equivocado de un rottweiler y Hugh estaba en la trinchera equivocada.
Me sorprendió la ligereza de Peter al hablar de sus acompañantes. Hugh hizo una mueca, pero no pareció ofendido. Ahora que lo veía de cerca, noté que era un hombre apuesto, con la piel pálida y los ojos azul claro. Nos hizo un gesto con la cabeza, aunque no sonrió.
Guie a Klára hasta la mesa y tomé asiento junto a ella.
—Yo soy Adéla y esta es mi hermana Klára —les dije a ambos hombres.
Klára me dedicó una mirada de sorpresa por que nos hubiéramos presentado por nuestros nombres de pila, pero el ambiente en el Café Vegetariano era muy informal.
—No suenan a nombres de «canguros» —comentó Peter con una carcajada—. ¿De dónde sois?
—De Praga —contesté.
Klára le rascó la cabeza a la cacatúa. El animal cerró los ojos y se inclinó hacia ella.