El día del concierto de Klára, el corazón me latió a toda velocidad durante toda la mañana. ¿Vendría Philip al concierto, tal y como le había prometido a Klára? Sabía que era mejor que se mantuviera apartado de mí, pero deseaba verle de nuevo. Estaba paseando de un lado para otro por el salón cuando tío Ota llegó a casa. Su horario en el cine era muy variable y solía echarse una siesta en casa después del almuerzo. Apenas entró en la habitación y vi su ceño fruncido, comprendí que algo andaba mal.
—He recibido una carta del doctor Holub —me anunció mientras se metía la mano en el bolsillo y desdoblaba una hoja de papel.
Contemplé la carta que tío Ota tenía en la mano.
—¿Y qué es lo que dice?
—Milos ha puesto rumbo a América.
Me dejé caer en el sofá. Habían pasado dos años desde que Klára y yo llegamos a Australia.
—Nos está buscando, ¿verdad?
Tío Ota se mordió el labio.
—Milos les ha dicho a sus clientes que se trata de un viaje de negocios para encontrar proveedores de madera de roble, pero podemos imaginarnos su propósito real. El doctor Holub escribe que Milos ha aparecido en público con su amante. Quizá ella no se case con él a menos que consiga garantizarle una fortuna.
Sentí una comezón en la piel. Madre había adquirido para Milos la participación en una próspera empresa, pero eso no era suficiente para
paní
Benová. «“Garantizar una fortuna”, menudo eufemismo», pensé. Eso significaba deshacerse de nosotras.
—Pero no estamos allí —repuse—. ¿Qué crees que pasará cuando no logre encontrarnos?
—América es un territorio inmenso. Incluso aunque estuvierais allí, sería como buscar una aguja en un pajar. Sea lo que sea lo que espera conseguir, al menos nos ha dado tiempo.
—¿Te ha dicho algo el doctor Holub sobre tía Josephine? —le pregunté.
Una sonrisa suavizó la tensa expresión del rostro de tío Ota.
—Sí —me contestó—. Ha incluido una nota escrita por ella.
Me entregó un trozo de papel de color azul. Se me llenaron los ojos de lágrimas cuando reconocí la letra de mi tía. Escribía que pensaba en nosotros todos los días y que pronto visitaría Mariánské Lázne, un balneario, y que nos escribiría una carta en condiciones cuando estuviera allí.
—Desearía poder contarle lo que estoy consiguiendo gracias a mis fotografías —comenté.
Tío Ota me puso la mano en la muñeca.
—Encontraremos algún modo de hacerlo —me prometió.
Tío Ota y yo nos pusimos de acuerdo para no revelar el contenido de la carta del doctor Holub. No había necesidad de alarmar a los demás, especialmente a Klára, que tenía la mente puesta en actuar aquella tarde. Dio vueltas y más vueltas delante del espejo con el vestido de color zafiro que Ranjana y yo habíamos confeccionado para ella, hasta que se mareó. Cuando salió al escenario con él puesto, adornado con un ramillete de orquídeas y con el pelo ligeramente ondulado, se me cortó la respiración. Klára ya no parecía mi hermana pequeña, su aspecto era demasiado sofisticado. Durante el último año se había estilizado: era todo brazos y piernas unidos a un largo torso. Recordé la noche anterior cuando estábamos juntas en la cocina preparando la cena. Tío Ota tenía la costumbre de apilar los platos en la balda superior, a la que yo no llegaba.
—¿Dónde está la banqueta? —pregunté mientras buscaba debajo de la encimera.
Cuando me di la vuelta, vi a Klára de puntillas cogiendo los platos.
Escuché a mi hermana tocar y me hice el firme propósito de no mirar a mi alrededor para no buscar a Philip por todo el auditorio. Pensé en la primera vez que había oído aquel concierto en Praga. Padre nos había llevado a la sala de conciertos antes de marcharse a la guerra. Aquella sala era diferente del auditorio del Conservatorio de Sídney, con sus sobrias paredes blancas y sus sillas de color verde. Cerré los ojos y recordé el festín de adornos de estilo art nouveau, los ventanales de cristales tintados y las esculturas. Me imaginé hundiéndome en sus butacas de terciopelo y recordé la calidez de las lámparas de araña que colgaban del vistoso techo. Si padre no hubiera muerto, Milos nunca habría entrado en nuestras vidas y todavía estaríamos todos juntos. Aquel pensamiento me entristeció, y abrí los ojos y concentré la atención en la actuación de mi hermana. Aquel concierto de Grieg casaba con el estilo de Klára. La estructura era simple y repetitiva, pero Klára y sus compañeros tocaban cada movimiento con tanta pasión que era difícil creer que el mayor de ellos apenas tuviera dieciséis años. Cuando terminaron con soltura el movimiento final, el público se puso en pie y el auditorio retumbó por el estruendo de los aplausos. Me olvidé de mi propósito inicial y paseé la mirada en dirección al anfiteatro. Philip se encontraba allí con Robert y Frederick. Beatrice no los acompañaba.
Tras aquello, apenas logré escuchar el
Concierto para violín
de Mendelssohn o la
Sinfonía fantástica
de Berlioz.
Durante la fiesta que se celebró después, me eché a temblar cuando Philip se acercó a nosotros acompañado de Robert y Frederick. El corazón me latía con tanta fuerza que me sorprendió que nadie pareciera escucharlo.
—Señorita Rose, ha estado usted maravillosa —le dijo efusivamente Robert a Klára—. La artista con más fuerza en una selección de intérpretes de primera calidad. ¡Qué suerte para nuestro país que haya venido usted aquí!
Klára se sonrojó ante aquel cumplido.
—Muchísimas gracias.
Los presenté y le expliqué a Klára que a Robert solían invitarlo con frecuencia como conferenciante en el Conservatorio de Música. Era consciente de que Philip me estaba mirando fijamente.
—Mi orquesta autómata por fin ha llegado —nos contó Robert—. Me encantaría que ambas vinierais a tomar el té para que pudiéramos bautizarla.
—Será un gran honor —le contesté.
No encontraba el arrojo suficiente para mirar hacia donde se encontraba Philip, aunque notaba que estaba allí, de pie junto a Robert. Me di la vuelta y me percaté de que Frederick estaba contemplando mi nuevo vestido, un modelo de gasa rosa con una falda capeada.
—Me gusta que la cintura quede un poco más alta de lo que dicta la moda actual —comentó dando una vuelta a mi alrededor—. Le da el aspecto de una bailarina. Es un estilo que le sienta bien a una mujer tan menuda como usted.
Sonreí, pero pensé que Frederick tenía una curiosa manera de piropear a las mujeres. Parecía un mecánico que estuviera examinando un coche.
Ranjana y tío Ota, que habían estado charlando con el profesor de Klára, se reunieron con nosotros. Poco después de que les hubiera presentado a Robert, un camarero se abrió paso entre la gente tocando una campanilla.
—Ya es hora de que nos marchemos —anunció Robert.
—¡Pero si es pronto! —protestó Frederick mirando su reloj—. ¿Quién puede escuchar esta conmovedora música y luego simplemente volverse a la oficina?
—Tienes razón —afirmó Robert—. Pero necesitan la sala para que ensayen los estudiantes del conservatorio.
Frederick se volvió hacia tío Ota.
—¿Les gustaría a usted y a su familia dar un paseo con nosotros por el jardín botánico? El tiempo es extraordinario.
Ranjana miró fijamente a tío Ota. Los esfuerzos de Frederick por ser cordial la sorprendieron. Pero resultaba difícil no fijarse en los bolsillos y las solapas de estridente color rojo de su chaqueta.
—Mi esposa y yo tenemos que volver al cine para la sesión de la noche —le respondió el tío Ota—. Pero, por favor, vayan con Klára y Adéla a pasear durante una hora más o menos.
—Lo haremos encantados —le aseguró Robert.
La tarde era soleada y corría una suave brisa que provenía del puerto. La gravilla del camino crujía bajo nuestros pies. Caminamos hacia el salón de té, donde Robert sugirió que celebráramos el triunfo de Klára con un helado de vainilla.
—¡Eso es exactamente lo que deberíamos hacer! —afirmó Philip, cruzando brevemente su mirada con la mía—. Klára ha hecho mucho más que triunfar en la música. ¡Ha triunfado en la vida!
La mesa del café era pequeña y todos nos pedimos perdón cuando nuestras rodillas entrechocaron al sentarnos. Robert y Klára intercambiaron historias sobre instrumentos musicales indios. Klára les habló a los hombres sobre la colección de tío Ota, entre cuyos objetos se incluía un instrumento de cuerda llamado
sarangi
con el que ella y tío Ota habían averiguado cómo tocar una danza popular búlgara.
Philip estaba sentado tan cerca de mí que podía sentir la calidez de su cuerpo traspasando el aire que nos separaba. Sus dedos se hallaban cerca de mi taza de té. Lo estaba experimentando todo con una percepción intensísima: la suavidad del helado, el aroma a frambuesa del té, la mesa de madera barnizada rozándome la muñeca... En todas las punzadas de dolor que había sufrido pensando en Philip no me había imaginado lo maravilloso que resultaba estar juntos.
Tras el helado, continuamos nuestro paseo por los jardines recorriendo el sendero entre los estanques. Un niño pasó corriendo persiguiendo una pelota que se alejaba de él cada vez más deprisa a medida que se desplazaba colina abajo hacia el agua. Frederick y Robert corrieron tras ella, con Klára detrás, remangándose su elegante vestido. Philip deslizó su brazo a través del mío.
—Ven —me dijo.
Apenas me di cuenta de a dónde me llevaba hasta que estuvimos de pie en mitad de un bosquecillo que nos ocultaba de la vista de los demás. Me cogió de ambas manos y nos agarramos el uno al otro como dos niños asustados. Me examinó detenidamente el rostro. La brisa sopló entre los árboles y me descolocó la falda y el pelo. Philip me rodeó la cintura con los brazos y dirigió sus labios hacia mi rostro en busca de los míos. Sentí que deliraba, como si estuviera hundiéndome en un sueño. Pero me desperté sobresaltada.
—¡No, detente! —exclamé, apartándolo de mí—. Beatrice. Ahora estás comprometido.
Philip parpadeó.
—Quizá ahora que finalmente ha aceptado casarse conmigo soy yo el que no estoy seguro.
Tragué saliva.
—¿Por qué dices eso?
—Cuando estoy contigo siento cosas que no siento con ella. Estoy comprometido con la mujer equivocada.
Desde aquel día en el coche, cada vez que pensaba en Philip, trataba de imaginarme que Beatrice era su hermana. Me sentía más feliz cuando lograba abandonarme a fantasías así. Pero esas ilusiones no podían hacerse realidad.
—¿Te estoy asustando, Adéla? —me preguntó Philip con la voz temblorosa—. ¿O tú sientes lo mismo?
Si era amor lo que él sentía, mi corazón ardía con la misma emoción. Entonces comprendí que la llama se había encendido la primera vez que me encontré con él en su atestada oficina y no había hecho más que crecer desde entonces. Y ahora era como un incendio forestal que amenazaba con engullirlo todo.
—Sí —tartamudeé—. Te amo. Adoro todo lo que te rodea. Pero no quiero ser la causa de que rompas tu compromiso. A menos que estés seguro.
—¡Lo estoy! —exclamó dando un paso hacia mí.
Rechacé su abrazo.
—No, no quiero que me veas durante un mes —le dije—. Tienes que estar únicamente con Beatrice. Si después de ese mes todavía sigues sintiendo lo mismo, volveré a verte, pero no antes.
Escuché las emocionadas voces de Klára y los demás, que regresaban del estanque. Me apresuré a salir del bosquecillo para reunirme con ellos. Robert llevaba al muchacho a hombros, que sostenía entre las manos la pelota que habían logrado rescatar. Frederick estaba ayudando a subir la ladera a Klára, ya que sus zapatos la hacían resbalar por el césped.
Philip me acarició la espalda y después se separó de mí un paso.
Frederick nos llevó a casa junto con Robert porque Philip tenía que regresar a Broughton Hall para el turno de noche. Cuando llegamos a casa, mi único deseo era quitarme el vestido y desaparecer bajo las sábanas. Estaba a punto de correr escaleras arriba, pero Klára me puso la mano en el brazo. Mi hermana era demasiado astuta como para no haber adivinado la causa de mi aturdimiento.
—Estás enamorada del doctor Page, ¿no es así? —me preguntó.
—Que Dios me ayude —le respondí—. Está comprometido con su novia de la infancia. Y ella es una persona maravillosa. No quiero hacerle daño. No sé qué hacer.
Klára avanzó un paso hacia mí. Me miró con ternura, pero yo sentí que no merecía aquella mirada.
—No puedo culpar a Philip de enamorarse de ti —me confesó—. ¿Quién no lo haría? Y ambos hacéis muy buena pareja...
—Pero ¿y Beatrice?
Klára apartó la mirada y asintió en silencio. Al igual que yo, ella tampoco tenía ninguna respuesta para resolver aquel problema.
Tío Ota proyectó
El fantasma de la Colina del Miedo
en el Cine de Tilly. El público la abucheó tanto que solo la mantuvo dos noches en cartel. Las cortinas y el mantel del decorado no hacían más que ondear, y en una escena culminante, yo aparecí por sorpresa en el plano con la claqueta en la mano. Lo bueno fue que a Peter no pareció importarle la reacción del público, y que el trabajo de Hugh era más que notable. Si Hugh lograra participar en una película de calidad, conseguiría tener una magnífica carrera por delante. Pero había muy pocos directores dispuestos a darle una oportunidad a un cámara con una sola pierna.
Un día recibí una nota de Hugh en la que me pedía que me reuniera con él en el Café Vegetariano la tarde siguiente. Cuando llegué, estaba sentado en su mesa habitual con Giallo sobre el hombro.
—¡Hola, hermosura! —croó Giallo mientras levantaba la pata para rascarse la cabeza.
—¿Dónde ha aprendido eso? —le pregunté a Hugh—. ¿Eso es lo que tú le dices a él?
—No —respondió Hugh casi sonriendo—. Es que sabe lo que yo estoy pensando.
Me eché a reír, contenta de ver a Hugh de buen humor. No era tan vanidosa como para pensar que estuviera intentando flirtear conmigo. Estaba segura de que yo era la única mujer a la que él le diría una cosa así, pues se sentía seguro conmigo.
Pedimos leche fría y sándwiches de queso. Cuando nos los sirvieron, Hugh extendió las manos sobre la mesa.
—Tengo buenas noticias para ti —anunció—. Otra productora australiana más se ha ido a pique y he conseguido convencer al director ayudante de que me diera unos trozos de película del final de unas bobinas. Tengo bastante para seis o siete minutos. Lo suficiente como para hacer un corto decente. Puedo rodar algo para ti si logras escribir un guion que se ajuste a ese metraje.