—¿De verdad? —le pregunté, casi saltando de alegría en el sitio—. ¿Quieres trabajar conmigo?
Estaba loca de contenta por que Hugh hubiera recordado la conversación que habíamos mantenido sobre hacer juntos una película. Parecía tan entusiasmado como yo por aquel afortunado e inesperado giro de los acontecimientos.
—El único problema será el revelado y la edición —me advirtió—. Eso puede ser caro.
—Probablemente puedo financiar el revelado de un corto —le aseguré—. Y mi tía puede encargarse de la edición si le enseñas cómo hacerlo.
Hugh arqueó las cejas.
—Con bastante frecuencia las cintas que nos llegan al cine están bastante dañadas. Ranjana tiene que cortarlas y empalmarlas continuamente —le expliqué—. Y se le da muy bien.
—Bueno, pues entonces ya solo te hacen falta actores.
—Ah, de esos ya tengo —le respondí—. Creo que ya es hora de que conozcas a mi familia.
La buena suerte de haber encontrado un cámara con talento y suficiente cinta representaba una grata distracción para no pensar en Philip. Le había pedido que no nos viéramos durante un mes, pero me sorprendí a mí misma preocupada por no saber nada de él. Quizá se había olvidado de mí y estaba ocupado con los preparativos de su boda. Eso sería lo mejor para todo el mundo, pero la mera idea me irritaba tanto que una tarde de camino al cine no miraba por dónde iba y casi me pilló un tranvía. Al final, decidí que la única solución era tratar de no pensar en absoluto en él.
Me senté con la vieja máquina de escribir de Esther bajo el gomero plateado del jardín y escribí un corto sobre un
picnic
en el que un muchacho ve un
bunyip
, pero nadie le cree.
[4]
Tío Ota y Klára accedieron a actuar en la película, Esther aceptó el papel de secretaria de rodaje y Ranjana se ofreció para ayudarme con la comida. El muchacho lo interpretaría el sobrino del señor Tilly, Ben.
Tardamos dos días en filmar la película. Tío Ota era un actor nato, pero Klára se quedó con todo el protagonismo. En una escena, mi hermana se encontraba sentada en la playa con Ben. No se había dado cuenta de que la cámara la estaba grabando y le estaba hablando al muchacho sobre Míster Rudolf. Cuando Klára levantó la vista hacia la cámara y comprendió que Hugh la estaba filmando, se llevó la mano a la mejilla y sonrió. Su rostro se iluminó con una belleza incandescente.
—Tenías razón —afirmó Hugh durante una corta pausa para comer antes de cambiar la cámara de lugar—. En tu familia todos son actores.
Todo el mundo se sentó sobre una manta para comer los sándwiches que Ranjana había preparado. Percibí que Esther miraba de soslayo en dirección a Hugh con los ojos llenos de lágrimas. Hugh y el prometido de Esther debían de tener aproximadamente la misma edad. Su compasión irritaría a Hugh si se daba cuenta de ello. Distraje su atención para que se fijara en Giallo, que se había posado en el hombro de Thomas.
—Muy bien —le dijo Thomas a Giallo, señalando hacia el puerto.
Mi primo estaba empezando a hablar con frases cortas en una mezcla de checo e inglés formal.
—¡Hip! —cacareó Giallo.
—¡Hip! —lo imitó Thomas.
Ranjana se echó a reír.
—¡Que Dios nos ayude! ¡A mi hijo le está enseñando a hablar un loro!
—Oh, bueno —le respondió tío Ota—. ¡No todo el mundo puede vanagloriarse de hablar perfectamente inglés, checo, marwari y cacatúo!
La película The Blue Mountains Mystery, de Raymond Longford, estaba programada en el Cine de Tilly para septiembre. Tío Ota me sugirió que hiciéramos el estreno de mi corto como introducción. Pero para poder incluirlo en el programa teníamos que editarlo rápidamente.
Ranjana, Hugh y yo nos pasamos en vela todas las noches de la semana posterior a la última sesión de rodaje para cortar y empalmar la película de seis minutos. No tenía ni la menor idea de que una película tan corta pudiera suponer tantísimo tiempo, y ahora comprendía por qué la edición de las películas a veces llevaba varios meses.
—Son las tres de la mañana —comenté durante una de nuestras sesiones, al mirar el reloj.
Hugh tenía un trabajo de media jornada en un estudio al día siguiente, así que le dije que se marchara a casa. Solo nos faltaba añadir los últimos intertítulos, y Ranjana y yo podíamos terminar la edición a la mañana siguiente. Cuando llegamos a casa, a mi tía se le cerraban los ojos por el agotamiento.
—¿Quieres una taza de té? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
—Voy a ver qué tal está Thomas y después me voy a la cama —me respondió.
Yo estaba cansada físicamente, pero el cerebro me funcionaba a toda velocidad. Además tenía hambre. Entré en la cocina y encendí la luz. Pegué un salto cuando me encontré a Esther sentada allí.
—Fue durante la guerra, ¿verdad? —me preguntó, apartándose el pelo de la cara—. Así es como perdió la pierna, ¿no es cierto?
Eran las cuatro de la mañana. Esther habitualmente se metía en la cama hacia las diez. Se había quedado levantada para esperarme.
Le conté lo que sabía sobre la historia de Hugh. Cuando llegué a la parte en la que lo encontraron en los alrededores del hospital, se frotó un pulgar contra el otro, pero no pronunció palabra alguna.
A la mañana siguiente Ranjana y yo nos levantamos temprano para completar la edición antes de la sesión matinal. Esther vino con nosotras para ponerse al día con su trabajo de contabilidad. La mañana era heladora, y yo me anudé la bufanda alrededor de la cabeza mientras esperábamos el tranvía.
—Para mí no hubiera supuesto ninguna diferencia si Louis hubiera regresado a casa sin piernas —anunció Esther repentinamente—. Habría seguido queriéndolo igual.
Llegó el tranvía y comprobamos si llevábamos todas nuestras bolsas encima y que no nos dejábamos nada. Esther se deslizó la correa de su cartera sobre el hombro. Parpadeé. Tenía una mariposa apoyada sobre el brazo. Esther me miró a los ojos. Yo me volví, no quería entristecerla otra vez por que no fuera capaz de ver la mariposa.
Intentar no pensar en Philip era como tratar de olvidarme de montar en bicicleta. Lograba estar unas horas sin mortificarme por nuestra situación, pero el silbato del cartero siempre me hacía pensar en él. Sabía que hacía mal suspirando por Philip, pero en secreto esperaba que me escribiera.
Entonces, un mes después de la fecha en la que habíamos hablado en el jardín botánico, Philip apareció en nuestra puerta ataviado con unos pantalones bombachos cortos y una camisa blanca.
—Prometí llevar a Adéla al Parque Nacional para fotografiar las formaciones de roca —le explicó a un sorprendido tío Ota—. ¿Acaso se le ha olvidado?
—Pues sí, creo que sí —le respondió tío Ota invitando a Philip a entrar en casa.
Klára, que estaba terminando el desayuno antes de marcharse al colegio, me lanzó una mirada.
—Adéla —me dijo tío Ota—, será mejor que te des prisa. El Parque Nacional está a varias horas de viaje.
Me sentí tan avergonzada como si de verdad hubiera olvidado la cita, aunque nunca hubiera existido tal plan. Philip me dedicó una gran sonrisa. Klára me siguió hasta nuestro dormitorio.
—¡Tráete el bañador! —exclamó Philip a mis espaldas—. La laguna está resguardada. Hoy debería hacer bastante calor.
Me cambié rápidamente y me puse un vestido suelto mientras Klára metía en una bolsa una toalla, un sombrero para el sol y un bañador. ¿Quién iba a nadar en invierno? Pero yo no estaba pensando demasiado en ello. El aspecto de Philip había contestado a la pregunta a la que yo le había estado dando vueltas en la cabeza durante un mes entero.
—No sé qué hacer —le confesé a Klára.
—Sí lo sabes —me respondió. Me cogió de la mano—. Escucha tu corazón. Philip es una buena persona y tú también lo eres. Ninguno de los dos cometeréis ninguna imprudencia. Pero tenéis que hacer lo más honrado, incluso aunque haya alguien a quien no le guste.
El automóvil de Philip traqueteó por el camino de tierra que se internaba en el parque. Levanté la mirada hacia los altísimos gomeros.
—Te voy a llevar a la playa de Wattamolla —me dijo sonriendo—. Es mi lugar favorito del parque.
El aroma mentolado de los gomeros y el olor a tierra húmeda resultaban embriagadores. Contemplé a Philip. Tenía un aspecto fresco y despreocupado. ¿Se lo habría dicho a Beatrice? ¿Ella lo habría aceptado con elegancia? El corazón me daba saltos dentro del pecho a cada kilómetro que recorríamos. Philip alargó el brazo por el asiento y me apretó la mano. Me recorrió un estremecimiento de alegría.
Detuvo el coche y paseamos por un sendero junto a banksias y palmeras abanico hasta llegar a un claro. Podía ver la playa de arena y el océano a nuestros pies. La playa estaba desierta salvo por un pescador solitario.
—Ponte el bañador —me indicó Philip dándome la espalda y quitándose de un tirón la camisa y la camiseta interior.
Se desabrochó el cinturón y se bajó los pantalones y la ropa interior por las piernas para desembarazarse de ellos. Me sonrojé al verle las nalgas, más atléticas de lo que yo habría esperado en un médico. Se puso el bañador y comprendí con pudor que él suponía que yo me había dado la vuelta mientras se cambiaba. Me giré y me quité el vestido y las medias, subiéndome el bañador por las piernas y sujetándome las tiras a los hombros. Cuando volví a girarme, Philip ya se había encaramado a un saliente de piedra. Me hizo señas para que lo siguiera y me tendió el brazo. Lo cogí de la mano y me acerqué lentamente a él por las resbaladizas piedras que se encontraban sobre la cascada.
—No es peligroso —me dijo—. Podemos saltar desde aquí hasta la laguna. ¿Lista?
Volé con él por los aires y me sumergí en la laguna. El agua helada me puso la carne de gallina. Emergí a la superficie y miré a mi alrededor en busca de Philip, que salió un segundo más tarde apartándose el pelo de la cara mientras nadaba hacia mí.
—¿Te ha dado impresión? —me preguntó.
—En absoluto —le contesté echándome a reír—. He nadado en aguas más frías. Recuerda que soy checa.
Entonces comprendí que aquel no era el mismo doctor Page de Broughton Hall. Las gotas le brillaban sobre la piel bañada por la luz del sol. Nadó hacia el banco de arena y yo lo seguí.
—Espera aquí —me dijo cuando salimos de la laguna—. Iré a por nuestras cosas.
Lo contemplé mientras subía trabajosamente la pendiente para recuperar la ropa y las bolsas. Regresó y extendió una manta para que pudiéramos sentarnos. El sol nos calentaba y el sonido del agua lamiendo las rocas de la orilla me adormilaba.
—Y entonces, ¿qué has estado haciendo durante este último mes? —me preguntó.
Le hablé sobre el corto del
bunyip
.
Se tumbó hacia atrás, apoyándose sobre los codos.
—Me gustaría verlo —afirmó—. Está claro por tus fotografías que tienes talento. ¿Te gusta Australia?
Eché una mirada a las colinas escarpadas y a la cascada. Klára no era la única sensible al atractivo del esplendor de la naturaleza.
—Muchísimo —respondí—. Es espectacular.
—A mí me criaron para que considerara Inglaterra como mi «hogar» —me explicó Philip—. Mis libros infantiles estaban plagados de erizos y tejones. Pero cuando llegué a Londres para estudiar allí, descubrí que añoraba los gomeros, los canguros y las playas australianas.
Ambos nos echamos a reír. Entonces me acordé de Praga. Las calles adoquinadas y los mercados. Mis pensamientos se ensombrecieron.
—¿Te preocupa —me preguntó Philip— pensar que el asesino de tu madre quizá jamás sea llevado ante la justicia?
—Al principio sí me preocupaba —le respondí—. Pero si sigo pensando en ello, me volveré loca. Tengo que concentrarme en lo que sí puedo hacer, que es ayudar a Klára con sus estudios musicales y asegurarme de que llegue sana y salva a los veintiún años.
Philip asintió y miró hacia el océano. Su rostro se contorsionó en una mueca de dolor.
—Mi madre se encontraba en nuestra casa en Bowral —me contó—. Mi padre y yo habíamos salido a montar a caballo cuando una brasa saltó de la chimenea y comenzó a quemar el suelo. La casa era una de esas edificaciones de madera construidas por los pioneros y prendió en cuestión de minutos. Los sirvientes lograron escapar y formaron una cadena desde la acequia para tratar de salvarla, pero madre se hallaba atrapada en su habitación en el piso superior. Padre y yo vimos las llamas a tres kilómetros de distancia. Galopamos hacia casa, pero cuando llegamos todo había desaparecido por completo, excepto la estructura de la escalera y la chimenea. Durante meses soñé con los gritos de mi madre.
Una gaviota chilló y levantamos la mirada hacia el cielo azul por el que se movían las nubes. No había nada que pudiéramos decirnos para consolarnos por la pérdida de nuestras respectivas madres. Sin embargo, sabíamos que nos comprendíamos. Sentía como si hubiera conocido a Philip de toda la vida, y nuestras conversaciones sencillamente servían para aportar más detalles.
—¿Por eso te hiciste psiquiatra? —le pregunté finalmente—. ¿Para ayudar a los demás a superar sus malos recuerdos?
La expresión de tormento desapareció del semblante de Philip. Sonrió.
—A padre le daría un gran disgusto si supiera que fue él quien me inspiró para estudiar psiquiatría. Pero no siempre ha sido tan serio. Se volvió muy nervioso desde la muerte de madre y ahora se aferra a las cosas familiares, temeroso de que cambien.
—Pero la vida cambia continuamente, ¿no? —comenté yo—. Hay que adaptarse a ello.
Philip me cogió de la mano. Me cosquilleó la piel al tacto de la suya. Parecía la cosa más natural del mundo estar allí sentados en aquel lugar maravilloso, cogidos de la mano.
—¿Lo sabe Beatrice? —le pregunté.
Negó con la cabeza.
—Helen tiene un tumor inoperable. Beatrice casi no puede ni creérselo. Le va a resultar muy duro. Ella y su madre están muy unidas. Debemos tener paciencia. Me gusta tan poco como a ti andar viéndonos a sus espaldas, pero tengo que escoger el momento adecuado.
—Entonces, ¿estás seguro? —le pregunté—. Sobre lo nuestro.
Philip me aferró la mano con más fuerza y la apretó contra su pecho.
—Te amo, Adéla.
La decepción que había sentido cuando me había confesado que aún no se lo había dicho a Beatrice desapareció al escuchar aquellas palabras. Los ojos se me llenaron de lágrimas.
Philip miró hacia la playa. El pescador se había marchado.