Me detuve para ver si lo que le había contado a Hugh hasta ese momento le había provocado alguna impresión.
Hugh se revolvió en el asiento.
—¿Cómo termina? —me preguntó—. ¿Me lo vas a contar o me vas a dejar con las ganas?
—Te lo voy a contar —le respondí, dedicándole una sonrisa triunfal—. El muchacho más tarde se despierta en su silla de ruedas en los jardines de la casa de reposo. Las enfermeras piensan que se ha quedado dormido, pero, para él, las aventuras que ha corrido con el príncipe son reales. Aunque entonces acepta que nunca volverá a caminar, el chico tiene una nueva visión: encontrará una manera de hacer el bien en el mundo y logrará que su vida sirva para algo.
Si Hugh se hubiera precipitado a hablar sin orden ni concierto como respuesta a mi guion, yo me habría sorprendido porque no era típico de él. Examiné su rostro en busca de las señales que, después de haber trabajado con él, sabía que me indicarían si pensaba que lo que le había contado era bueno. Me alegré de verlo tamborilear con los dedos sobre la mesa, mover nerviosamente la boca y ladear la cabeza. Estaba claro que se moría por volver a trabajar conmigo.
—¿Cuándo empezamos? —me preguntó.
—Tengo que discutirlo con Freddy primero. A principios del año nuevo, si podemos.
Hugh y yo nos quedamos en el café una hora más y hablamos sobre Thomas. Sabía que Hugh estaba pasando parte de su tiempo en casa, y apreciaba que cuidara de mi primo, aunque me preocupaba el efecto que sus visitas pudieran tener en Esther. La última vez que me había encontrado con ella tenía un aspecto aún más desaliñado que cuando la conocimos.
—Tú crees en fantasmas, ¿verdad? —me preguntó Hugh.
Asentí.
—Sí, los puedo ver. No muy a menudo, pero lo suficiente como para saber que están ahí.
—Hay uno vagando por casa de Esther —comentó.
Sentí un cosquilleo en la espalda. Hugh era la persona menos supersticiosa que yo conocía.
—¿Has visto... algo?
Me respondió hablando entre dientes:
—Pensé que era todo una tomadura de pelo, pero ya lo he visto tres veces. Un tipo joven vestido de uniforme militar.
No le contesté. No quería alentarlo a hacer nada.
Hugh me contempló.
—La primera vez que lo vi le hablé. «¡Buenas, compañero!», le dije. Eso fue antes de que me diera cuenta de que podía ver a través de él.
—¿Te respondió algo? —le pregunté.
Hugh negó con la cabeza.
—Solo me miraba fijamente como si quisiera algo. —Se observó las manos y luego me miró a mí—. ¿Tú qué crees que quiere?
Vacilé, preguntándome si debía decírselo. Pensé que si le contaba que era Louis en busca de Esther, no haría más que alejar aún más a Hugh de ella. Hablar a los fantasmas a veces los espantaba, pero no deseaba animarlo a que entablara más conversaciones con Louis.
—Pues estará vigilándolo todo —le contesté—. Probablemente será alguien que vivía en la calle o que pasaba de visita con frecuencia por allí.
Hugh sacudió la cabeza.
—Pobre diablo. Y yo que pensaba que había tenido mala suerte por perder una pierna...
Noté alivio en el corazón al escuchar las palabras de Hugh. Era la primera vez que su tono me resultó agradecido en lugar de amargo. Me pregunté qué habría cambiado. Quizá le había servido cuidar de Thomas. Recordé lo que Klára me había contado sobre que ayudar a otra criatura viviente podía contribuir a curarnos a nosotros mismos. Sin embargo, ¿cómo era posible que Hugh pudiera ver a Louis pero no la mariposa?
Después de despedirme de Hugh, caminé por George Street hacia el muelle de Circular Quay para coger el ferry. Era el cumpleaños de Freddy y, por eso, él volvería a casa más temprano para que pudiéramos ir a un restaurante a cenar. Miré el reloj. Se me estaba haciendo tarde y tenía que darme prisa. Apenas había recorrido un pequeño trecho cuando alguien me llamó por mi nombre.
—Adéla, ¿eres tú?
Me di media vuelta. Philip estaba de pie al otro lado de la calle. El viento le despeinaba el cabello. Su abrigo verdeazulado hacía juego con sus ojos.
Me latió con fuerza el corazón dentro del pecho. Philip cruzó la calle y se aproximó hacia mí. No había ningún gesto de recriminación en su rostro y supuse que ya se imaginaba por qué no había regresado a su consulta con Thomas.
—Muchas gracias por todo lo que has hecho —le dije.
Mis palabras eran sinceras. Me sentiría agradecida hacia Philip de por vida por lo que había hecho por Klára y ahora por Thomas. Pero mi cumplido también encerraba una maniobra de defensa, pues no quería que la conversación girara en torno a nosotros.
—¿Hacia dónde vas? —me preguntó Philip.
Señalé con la cabeza el muelle.
—Ah, es verdad, ahora vives en Cremorne. ¿Puedo acompañarte?
Contuve la respiración, y luego respondí:
—Pues claro.
Echamos a andar en dirección al muelle. El sol se estaba poniendo y la brisa del puerto era fría, y, sin embargo, lograba notar la calidez del cuerpo de Philip a medida que caminaba junto a mí, igual que el día en el que se había sentado a mi lado en el jardín botánico.
—¿Cómo está Freddy? —me preguntó—. ¿Todavía trabaja para Galaxy Pictures?
—Sí —le respondí.
—La vida toma extraños caminos, ¿verdad, Adéla?
Me detuve y me giré hacia él. No podía soportar la tristeza que albergaban sus ojos. ¿Qué había sucedido con Beatrice? Ella se lo había llevado y ahora lo había rechazado. ¿Por qué no me lo había dejado para mí desde el principio? Podríamos haber sido tan felices juntos...
—Freddy me ha contado que Beatrice no ha regresado contigo —comenté bajando la mirada—. Lo siento. Tú, más que nadie, mereces ser feliz.
—¿De verdad? —preguntó Philip suavemente.
—Pues claro que sí —le respondí—. Haces tanto bien a los enfermos... Deberías estar con alguien que te quisiera.
Lo que le acababa de decir lo sentía de corazón, pero tenía que andarme con cuidado de no inducirle a error. Yo era una mujer casada y no podía hacer nada más por él que ofrecerle mi compasión.
Philip hizo una mueca, pero no dijo nada. Caminamos por el puerto. El ferry hacia Cremorne ya se encontraba en el muelle y los viajeros se dirigían hacia la pasarela. Zarparía otro en media hora. Deseé poder perder aquel y pasar más tiempo con Philip, pero ya llegaba tarde. Y sabía demasiado bien lo que sucedería: si no tomaba aquel ferry, traicionaría la confianza de Freddy. Cuando estaba junto a Philip, sentía cosas que nunca había experimentado con tanta pasión por mi marido: notaba un cosquilleo en la piel que me devolvía a la vida y me hacía marearme por el deseo. Anhelaba que Philip me tomara entre sus brazos y me besara. Pero él y yo éramos personas decentes. La decencia era aquello a lo que nos aferrábamos cuando todo lo demás en nuestras vidas se desmoronaba. Era por lo que él se había casado con Beatrice, aunque no la amaba. Era por lo que no la había dejado por mí.
Philip debió de percibir mi vacilación para subir al ferry. Respiraba con suavidad y me miraba fijamente. Yo únicamente tenía que dejarme llevar por la debilidad durante un instante y ambos nos abandonaríamos a la pasión. Ya quedaban muy pocos pasajeros por embarcar. Un muchacho estaba ayudando a una anciana a subir por la rampa, lo cual nos proporcionó unos minutos más.
—Todavía me amas, ¿verdad, Adéla? —me preguntó Philip.
Asentí. No me atrevía a mirarlo a los ojos. Di vueltas a mi alianza en el dedo anular.
—Pero también quieres a Freddy, ¿no es así?
—Beatrice te hizo un daño terrible —le dije con apenas un susurro.
—¡Todos a bordo del ferry a Cremorne! —anunció el marinero de cubierta.
Una señora que llevaba un niño empujó la verja del muelle y le gritó al marinero que esperara un momento. Eso nos concedió unos segundos de gracia.
—Señora, ¿viene usted o no? —me gritó el marinero.
—Es mejor que te vayas —me advirtió Philip.
Me volví en dirección a la pasarela. Me sentía como si mi corazón se estuviera rompiendo en pedazos. Me temblaron las piernas cuando subí por la rampa. Notaba el cuerpo tan pesado que si me hubiera caído al agua, me habría hundido sin poder remediarlo.
Miré a mi espalda hacia donde se encontraba Philip. Tenía el rostro contraído por el dolor. Deseaba aliviar su agonía, pero no podía hacer tal cosa sin lastimar a Freddy.
—¡Vamos, guapa! —me espetó el marinero, desatando la cuerda—. Ha tenido usted a todo el mundo esperando.
Exhalé un grito cuando el marinero empujó la pasarela hacia el muelle y la franja de agua me separó de Philip. Durante un momento pensé en saltar la barandilla y echarme en sus brazos. Pero un segundo después era demasiado tarde. Entonces, de repente, la popa del barco viró bruscamente hacia el muelle y el rostro de Philip se encontró a pocos metros del mío.
—Te quiero, Adéla —me dijo—. Pero jamás te haría daño a ti o a Freddy. En su momento tú me dejaste marchar porque deseabas hacer lo correcto por Beatrice.
—¿Dónde está tu hijo? —le pregunté—. ¿Está con Beatrice en Inglaterra?
Los ojos de Philip se llenaron de lágrimas.
—No había ningún bebé —me confesó—. Era todo mentira. Una mentira que Beatrice me contó para que me casara con ella rápidamente y para apartarme de ti.
Sus últimas palabras se fueron apagando a medida que el ferry aceleraba y avanzaba para internarse en la noche. No me pude mover de la barandilla. Me aferré a ella mientras Philip iba disminuyendo de tamaño hasta convertirse en una minúscula mota al borde del embarcadero. Nos contemplamos hasta que el ferry pasó Fort Denison y dejamos de vernos.
La revelación de Philip me dejó aturdida. Me las apañé para guardar la compostura durante la cena de cumpleaños de Freddy, levantando mi copa de champán y alabando la banda de música, mientras la voz de Philip todavía resonaba en mi cabeza: «No había ningún bebé. Era todo mentira. Una mentira que Beatrice me contó para que me casara con ella rápidamente y para apartarme de ti».
A la mañana siguiente fui al saloncito de costura donde guardaba mi equipo fotográfico y saqué la copia de la fotografía que le había hecho a Beatrice. Contemplé sus ojos claros, la piel blanca y su constelación de pecas, y su mata de cabello rojizo. Ahora me dio una impresión diferente. Atrás había quedado la imagen de la muchacha alegre y simpática que trataba con cariño a todos los que la rodeaban. Era manipuladora y maliciosa. Dejé la fotografía y miré por la ventana hacia el jardín, donde unos obreros estaban construyendo un cenador y un invernadero de helechos que eran mi regalo de cumpleaños para Freddy. Beatrice tenía esa manera suya de apoderarse de la gente. Todos habíamos sentido lástima por ella porque su madre se estaba muriendo. Recordé lo que me dijo sobre que no tenía demasiadas amigas. Ahora entendía perfectamente el motivo.
Pensé en despertar a Klára, pero cambié de opinión. Sus planes de boda la estaban agotando y su actuación en la ceremonia de graduación tendría lugar una semana después de que ella y Robert regresaran de su luna de miel. El director del conservatorio no estaba contento con aquella interrupción de los estudios de Klára, pero le había dado permiso, pues no quería perderla por completo. A mi hermana todavía no se le notaba el embarazo, pero ya tenía náuseas mañaneras. Decidí dejarla descansar tranquila. Pero sí había alguien con quien podía hablar: mi futuro cuñado.
—Klára está bien, ¿verdad? —preguntó Robert cuando le llamé por teléfono—. No hay ningún problema, ¿no?
El alivio en su voz cuando le aseguré que a Klára no le pasaba nada me hizo sentir un cariño inmediato por él. Hubo una época en la que había dudado de si Robert cuidaría de mi hermana como era debido, pero ya no albergaba ninguna duda.
—No, todo va bien —le aseguré—. Es de Beatrice de quien quiero hablarte.
Robert se quedó callado un instante.
—De acuerdo, ven mañana por la mañana —me dijo—. Te estaré esperando.
Freddy ya se había marchado a la oficina y Rex tenía que llevar en coche a Klára a la escuela. Si quería ir a ver a Robert esa mañana, tendría que conducir yo misma. Abrí la puerta del garaje para acceder al reluciente Bentley que Freddy me había comprado. Cualquier otra mañana habría sonreído al recordar las clases de conducir de los domingos por la tarde con mi marido. El Bentley tenía una bocina en forma de trompeta en la parte exterior de la carrocería, justo a la derecha del freno de mano. Siempre que quería soltar el freno, la tocaba por error, así que cada trayecto comenzaba con un alegre bocinazo y terminaba con otro, cosa que nos hacía reír a Freddy y a mí.
En la residencia de los Swan me recibió una sirvienta que me condujo hasta la sala de estar, donde Robert me estaba esperando.
—Me distancié de Beatrice después de que me escribiera desde Inglaterra —me contó Robert tan pronto como se marchó la sirvienta—. Ya sabía que era buena saliéndose con la suya, pero cuando se felicitó a sí misma por haber «atrapado» a Philip con una buena «artimaña», ya no pude respetarla más. Sabía que podía ser calculadora, pero aquello fue la guinda del pastel. Está cambiada.
Recordé lo que Philip me había contado sobre que Beatrice era diferente cuando se encontraba en Europa.
Robert tomó un sorbo de té.
—Freddy comprendió las tretas de Beatrice hace mucho tiempo —comentó—. Por eso a ella no le gustaba. Sabía que él podía ver lo que estaba pensando. En una ocasión Freddy trató de advertirme acerca de la falta de escrúpulos de Beatrice, pero no quise escucharlo. Bueno, ahora es Philip el que está sufriendo.
—Su padre debió de mentirle sobre el embarazo —dije yo—. Philip me contó que se lo había confirmado.
Robert asintió.
—Eso es lo peor de todo, creo. Provocó una ruptura entre padre e hijo. Sin embargo, el doctor Page estaba decidido a que Philip se casara con Beatrice. Pobre hombre. Él tampoco la conocía ni lo más mínimo, igual que todos nosotros.
Pensé en lo que Philip me había contado sobre el acuerdo entre su madre y la señora Fahey. Supuse que cuando Philip descubrió que lo habían «engañado», no pudo seguir representando el papel de amante esposo que Beatrice esperaba de él.
Robert me contempló fijamente.
—Philip y tú estabais enamorados, ¿no es cierto? —preguntó sin un ápice de desaprobación en su voz.
—¿Te lo ha contado Klára?
Robert negó con la cabeza.