Secreto de hermanas (58 page)

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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

Las palabras de Hugh no eran mera bravuconería. Cuando regresamos a la mina, bromeó sobre el incidente con los mineros y les pidió a gritos cerveza y cigarrillos.

En cuanto a mí, independientemente de que hubiéramos conseguido la toma o no, sí que me afectó lo que había sucedido. A partir de aquello le cogí fobia a las alturas.

Cuando terminamos las escenas de Springwood y Katoomba, solo nos quedaban por rodar las tomas finales en las cuevas de Jenolan, que eran la localización que habíamos elegido para representar nuestro Valle de la Oscuridad. La belleza de las cuevas resultaba más espectacular que diabólica, pero desde los ángulos adecuados y con los filtros correctos, las paredes de los acantilados, las bocas de las cuevas y la vegetación circundante podían retratarse como un paisaje amenazador.

El primer día de rodaje, Hugh y yo nos levantamos antes del amanecer para filmar la flora y la fauna para nuestras escenas del Valle de la Esmeralda. Ranjana tenía una fuerte migraña, por lo que Esther nos acompañó para ayudarnos. Me pregunté cómo se sentiría Esther al tener que trabajar de nuevo con Hugh. Con él se comportaba de forma profesional, aunque un poco distante. «Ha pasado página», pensé. Si eso era bueno o malo, era algo que yo ignoraba. Todavía seguía pensando que ella y Hugh serían buenos el uno para el otro.

La luz resultaba demasiado tenue para que pudiéramos captar en la película a los pósums de cola anillada escondiéndose a toda velocidad en el interior de sus nidos o al wombat que nos observó con cautela mientras se rascaba contra la corteza de un árbol. Pero cuando el sol iluminó el cielo y la luz de la mañana brilló sobre la maleza, filmamos a los walabís de las rocas saltando sobre un surco; una bandada de cacatúas descendiendo en picado; y una familia de cucaburras apiñada sobre una rama. En un barranco lleno de helechos encontramos un ave lira arañando los matorrales. Se trataba de un actor innato y rompió a cantar y bailar, abriendo su impresionante cola emplumada en el momento en el que la cámara comenzó a rodar.

—El ave lira es un imitador inigualable —me había explicado tío Ota en una ocasión—. No solo es capaz de recrear los gorjeos de las cacatúas o los chochines, sino también el silbato de un tren o a un perro ladrando.

De vuelta al lago Azul, Hugh encontró dos koalas durmiendo en la horqueta de un gomero y le indiqué que los filmara desde tantos ángulos diferentes que Esther tuvo que recordarme que teníamos una cantidad de cinta limitada.

Tomamos el almuerzo con los actores y el equipo técnico en el hotel Caves House antes de completar la escena de la batalla en la cueva Devil’s Coach House. Después caminamos atravesando la espesura hacia el valle de McKeown, donde pensábamos rodar la batalla final entre los héroes y los espíritus malignos. Habíamos dejado atrás a Jimmy y a Betty en el Caves House, con Ranjana y los niños, para que recogieran nuestro campamento y el resto del equipo antes de que partiéramos hacia Sídney a la mañana siguiente. Pronto echamos de menos los remedios de Betty cuando nos encontramos cubiertos de verdugones de las ortigas. Aunque había nubes en el cielo, la luz se mantuvo estable y el rodaje de las primeras escenas fue bien. Me llamó la atención el silencio del valle. No se oía ni un pájaro, ni tan siquiera un insecto.

El responsable del Caves House nos había prestado a algunos de sus empleados como extras a cambio de aparecer en los créditos de la película, y habíamos logrado contratar a varios granjeros de la zona y a una familia de pastores. Aunque el reparto solo tenía a veinte personas para recrear una escena de batalla, Hugh y yo los utilizamos de forma ingeniosa. Grabamos a los actores en zonas arboladas en lugar de en espacios abiertos para que los árboles fueran un actor más. Para las primeras escenas les indiqué a los «buenos» que se desplazaran hacia la derecha con la intención de hacer que todo el mundo se cambiara de vestuario y aparecieran como los «malos» y rodarlos moviéndose hacia la izquierda. Era un truco que Klára y yo habíamos observado en las películas del Oeste de bajo presupuesto, donde los vaqueros se movían en una dirección y los indios, interpretados por los mismos actores, se movían en la otra.

Mientras los actores se cambiaban de vestuario, me senté en mi banqueta para tomar notas de las descripciones de la escena. Hugh pasó junto a mí para ajustar uno de los reflectores. Un destello dorado se movió a toda velocidad por la hierba. El corazón se me subió a la garganta.

—¡Una serpiente! —grité.

El reptil echó hacia atrás la cabeza con gesto amenazante. Hugh se volvió, pero fue demasiado tarde. La serpiente le mordió en la espinilla y desapareció entre la hierba.

—¡Maldita sea! —juró Hugh, agarrándose la pierna.

Klára corrió hacia él y llegó en un instante.

—¿Estás segura de que era una serpiente? —me preguntó.

Asentí.

—¡Mirad entre la hierba! —nos ordenó—. ¡Averiguad de qué tipo es!

Mientras buscábamos la serpiente, Klára hizo que Hugh se sentara.

—¿Te duele? —le preguntó.

Él negó con la cabeza.

—Al principio pensé que me había dado un golpe seco con una rama.

Robert le subió la pernera del pantalón hasta el lugar en el que le había mordido la serpiente. Me detuve para ver lo que estaba haciendo Robert. Recordé cuando Klára y yo solíamos caminar por Thirroul y ella me había contado que la mayor parte de las mordeduras de serpientes a través de la ropa no pasan de ser rasguños y que no todas las veces inyectan veneno. Pero, desde donde me encontraba, podía ver claramente los dos pinchazos de los dientes en la pierna de Hugh y la herida que se había hinchado. La serpiente le había dado un profundo mordisco.

—Esperemos que haya sido una negra —murmuró tío Ota, que estaba buscando junto a mí.

La serpiente negra era venenosa, pero no tan mortal como las marrones, las cobrizas, las tigre y las víboras de la muerte. La serpiente que yo había visto era dorada.

Localicé algo arrastrándose bajo una roca. Alcancé a ver la última parte de su cuerpo.

—¡Rayas! —exclamé.

Klára y Robert usaron el cinturón de Hugh para hacerle un torniquete alrededor de la pierna. Comprendí que mi descripción era una mala noticia porque Klára palideció.

—¿Entonces ha sido una serpiente negra rayada? —preguntó Esther.

Se arrodilló junto a Hugh.

Negué con la cabeza. La serpiente que yo había visto tenía rayas como las de un tigre. Las negras tenían el vientre de color rojo o amarillo, pero sin rayas, Klára me lo había explicado hacía años. Entonces, algo en los ojos de Esther hizo que me callara. Me vino a la mente el lema que colgaba en la recepción de la consulta de Philip: «Tu enfermedad puede afectar a tu personalidad o tu personalidad puede influir en tu enfermedad».

Hugh empezó a sudar. Las gotas de sudor le resbalaban por la frente y las mejillas. Recé por que fuera la conmoción y no el veneno.

—¡Dios mío! —exclamó entre dientes—. ¿Me voy a morir?

—¡No! —negó Esther—. Pero hubiera sido mejor si la serpiente te hubiera mordido en la otra pierna.

A pesar de la gravedad de la situación, Hugh logró sonreír.

Klára le pidió a tío Ota que encendiera un fuego y calentara la hoja de una navaja. Iba a cauterizar la herida. Después se volvió hacia Hugh.

—Tienes que quedarte muy quieto. Estarás bien siempre que hagas lo que yo te diga.

Robert y Esther inmovilizaron los hombros de Hugh mientras tío Ota le sujetaba la pierna. Me pregunté si tan solo el poder de la mente podría derrotar al veneno mortal. Esther había mentido sobre el color de la serpiente para engañar a Hugh. No se sabía que nadie hubiera sobrevivido a la mordedura de una serpiente mortífera, especialmente tan lejos de un hospital.

—¡Por todos los diablos! —gritó Hugh cuando Klára presionó la navaja caliente contra la herida.

El aire se enrareció por el hedor a carne chamuscada. Hugh arrastraba las palabras y apretaba los ojos. Traté de contener las lágrimas. ¡Por supuesto que no iba a morirse!

—Tenemos que llevarlo al hotel —anunció Klára—. Jimmy sabrá qué hay que hacer ahora.

—¡Pero no puede andar! —repuso Esther—. Tenemos que preparar una camilla.

Me admiraba la forma en que Esther había tomado el control de la situación. Yo era la directora de la película y no tenía ni idea de qué hacer.

Cuando llegamos de vuelta al Caves House una hora más tarde, Hugh estaba inconsciente. Lo llevamos hasta su habitación, donde Jimmy examinó la herida.

—Han hecho todo lo que podían —nos dijo—. Ahora todo queda en manos de Dios.

Betty desapareció en la espesura para recoger frutas del bosque medicinales y barro para emplearlo como emplasto contra la infección.

—Mi gente se sienta en el río antes de perder la consciencia, pero ahora ya es demasiado tarde —observó.

Caía la noche y no había ni la menor posibilidad de recorrer la peligrosísima y sinuosa carretera para ir en busca del médico más cercano. Pero tal y como Jimmy nos había indicado, ya habíamos hecho por Hugh todo lo que estaba en nuestras manos. Esther se quedó junto a él, tomándole el pulso cada cuarto de hora y escuchando su respiración. Buscaba signos de parálisis respiratoria del mismo modo desesperado con el que nosotros lo habíamos buscado en Thomas mientras luchaba contra la polio.

—¡Lo lograrás, Hugh! —le decía Esther una y otra vez—. Eres fuerte.

A veces los párpados de Hugh se abrían y yo estaba convencida de que él oía lo que ella le estaba diciendo. Me imaginé que Esther hubiera deseado poder estar junto a Louis mientras él sufría en el campo de batalla.

Poco después del alba, Esther me sacudió para que me despertara. Tardé un instante en darme cuenta de que me encontraba tumbada en el sillón de mi habitación y no en la cama. Esther sostuvo una lámpara junto a mi rostro. Estaba pálida y tenía las pupilas dilatadas.

—¿Y Hugh? —pregunté, incorporándome—. ¿Está muerto?

Esther negó con la cabeza.

—Creo que se va a poner bien.

Aunque Hugh se recuperó unos días más tarde, insistí en que lo lleváramos a Sídney para que descansara. Solamente nos faltaban por completar las tomas de los extras haciendo de criaturas malignas y podíamos regresar a las montañas en otro momento para hacerlas. No me preocupaban los costes. El que me inquietaba era Hugh. Robert y Klára lo invitaron a que se quedara en Lindfield y yo me fui con ellos. Cuando comprobó que se encontraba mejor, Esther se retiró, dejando que fueran Klára y Mary las que cuidaran de Hugh.

Una tarde que Robert, Esther y yo estábamos charlando sobre la edición de la primera parte de
El Valle de la Esmeralda
en el salón de los Swan y Hugh se encontraba reposando en la terraza, llegó Peter.

—Me he enterado de lo sucedido —le dijo Peter a Hugh cuando lo conduje hasta la terraza—. Has tenido mucha suerte. ¿Por qué no te llevaste a Giallo contigo? Le habría dado una buena somanta de palos a esa cosa.

Robert y yo nos sentamos con Hugh y Peter; Esther se unió a Klára en el jardín, donde estaba jugando con las gemelas.

—Creo que estás pensando en las cucaburras —le corregí yo—. Las cacatúas no comen serpientes.

Era agradable volver a ver a Peter, que aunque ya había llegado la primavera, seguía llevando su gorro y su bufanda.

—No mucha gente sobrevive a la mordedura de una serpiente tigre, amigo mío —comentó Peter—. Y, desde luego, nadie que haya recibido una tan profunda como la tuya.

—No estamos seguros de que fuera una serpiente tigre —le dijo Robert—. Pero se trataba de algo mortífero. Probablemente fue la constitución de Hugh lo que lo ha salvado.

Hugh, que había permanecido en silencio mientras nosotros hablábamos, negó con la cabeza. Miró hacia el jardín donde Esther estaba haciéndole cosquillas a Marta.

—No. Fue otra cosa diferente.

Cuando terminamos la edición de
El Valle de la Esmeralda
, regresé a mi casita de las montañas a esperar las noticias de Robert sobre la distribución. La primera cosa que hice al llegar a casa fue arrastrar una escalera de mano hasta el lateral del edificio para ver por qué zona del tejado entraba mi pósum de montaña. El verano se anunciaba en el aire y el jardín rebosaba de brotes y flores nuevas. Encontré un hueco cerca de los aleros por encima de uno de los dormitorios y miré por el agujero. Distinguí el pelaje del pósum dormido y sus cuartos traseros que subían y bajaban al ritmo de su respiración.

Dado que el verano era caluroso en las montañas, yo dormía con todas las ventanas de la casa abiertas. Al pósum, a quien había bautizado
MP
, le gustaba aquella costumbre y a veces le oía trasteando en la cocina por la noche y me lo encontraba sentado sobre la mesa sirviéndose del frutero.

—¡MP! ¿Qué haces? —le reñía—. ¡Vete a buscar hojas de gomero!

MP masticaba más despacio y sostenía la pieza de fruta entre sus patas delanteras, respondiendo a mi sermón con una mirada inocente. Debía de notar que yo sentía debilidad por él, porque más de una vez me levanté al alba y lo encontré en la cama conmigo, acurrucado contra mi pierna.

—¡Esto tiene que terminarse, MP! —le dije—. ¡No eres un gato! ¡Vete a buscarte una buena hembra para tener bebés!

Para ayudar a MP a retomar su vida de animal silvestre, corté unas tablas del montón de madera y le construí una caja con una abertura en la parte delantera. Una noche que MP estaba fuera, cogí parte de los materiales que él había usado para construirse su nido en el tejado y los coloqué en la caja, y después froté una rodaja de manzana alrededor de la abertura. A la mañana siguiente saqué la escalera de mano con la intención de colocar la caja en el pino más cercano al lugar por donde MP salía del tejado por las noches. Quería poner la caja tan alto como fuera posible para que MP estuviera a salvo de los gatos y los zorros, pero cuando llegué al final de la escalera me quedé helada, y me sobrevinieron toda clase de recuerdos sobre mi experiencia en la tirolina sobre el valle. Conseguí armarme de suficiente valor para atar la caja al árbol y fijarla en su lugar. Después, descendí con cautela por la escalera mientras el corazón me latía con fuerza.

«Espero por su bien que haga uso de la caja —me dije a mí misma—. No creo que vaya a atreverme a trasladarla a ningún otro sitio.»

Unas semanas más tarde recibí un telegrama de Robert. Conduje hasta Sídney llena de expectación. Le había pedido que consiguiera el Teatro Estatal para el estreno de
El Valle de la Esmeralda. Esta vez no se proyectaría en el Cine de Tilly porque, tras la investigación de la Comisión Real, tío Ota se había retirado de la industria. Había vendido todos sus cines de la costa sur a Wollongong Theatres y el Cine de Tilly a la Greater Union
.

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