Y entonces el dolor dio paso a la ira. No dejaría que Milos le hiciera daño a mi hermana.
Con la misma sensación de irrealidad que sentí cuando, para salvar a tío Ota, había golpeado al hombre que lo amenazaba con una botella rota, dirigí con toda mi fuerza el codo hacia las costillas de Milos. Me soltó y cayó hacia atrás. Por el ruido seco que sonó cuando exhaló el aire, comprendí que lo había dejado sin resuello. Corrí escaleras abajo con un único pensamiento en mente: tenía que lograr que Milos me persiguiera. Debía alejarlo de Klára.
Alcancé el final de las escaleras y giré en dirección a la cocina. Oí los pasos de Milos persiguiéndome. Abrí la puerta del salón, que estaba vacío y oscuro, y grité: «¡Klára! ¡Ven conmigo!». Me adentré a toda prisa en la cocina, di un portazo a mis espaldas y eché el pestillo. Mis temblorosas manos forcejeaban por abrir el pasador de la puerta que daba al jardín. Oí a Milos aproximándose por el recibidor. Giré el pasador y me interné en la oscuridad justo cuando lo oí abalanzarse sobre la puerta de la cocina. El pestillo no era muy resistente y sabía que pronto lo tendría detrás de mí. Me eché sobre las camelias, haciendo tanto ruido como me fue posible. Las ramas me arañaron la cara. «¡Corre, Klára! ¡Por aquí!», grité.
—¡No llegaréis muy lejos —oí vocear a Milos—, zorras estúpidas!
Me eché bocabajo escondida tras una roca cerca del estanque. Mi plan había funcionado: Milos pensaba que Klára estaba conmigo. A través de las hojas de los juncos lo vi de pie en el escalón de entrada a la cocina sosteniendo en alto la lámpara. Un reguero oscuro le resbalaba por el rostro: sangre. Debía de haberse golpeado la cabeza cuando cayó hacia atrás. Klára se despertaría con toda aquella conmoción. Tenía que lograr que siguiera persiguiéndome. Cogí una piedra y la lancé con todas mis fuerzas en la dirección opuesta. Hizo un ruido sordo al golpear la valla. Milos se volvió hacia el sonido y comprendí que no podía ver más allá de lo que le iluminaba la lámpara.
«Estoy a salvo —pensé—, al menos, de momento.»
Entonces, como un rayo, las luces del jardín volvieron a encenderse. Así que los cables no se habían cruzado; lo que había sucedido era que Milos había estado tocando los fusibles. Me apreté contra el suelo. «Freddy, vuelve a casa, por favor», recé, sabiendo que, bajo las luces, Milos pronto descubriría mi escondite.
Levanté la mirada para ver dónde se encontraba. Algo me golpeó violentamente la parte posterior de la cabeza. Me quedé tumbada en el barro durante unos segundos, entonces me toqué la cabeza y noté algo húmedo, cálido y pegajoso. Sangre. Por el rabillo del ojo vi la pierna de Milos cerca de mi cara. Me agarró del pelo y me levantó la cabeza, pero al mismo tiempo dejó caer el cuchillo, que se sumergió dentro del estanque produciendo una gran salpicadura. Cuando Milos alargó el brazo para recogerlo, se lo mordí lo más fuerte que pude. Me golpeó de nuevo la cara y me agarró por los hombros.
—Disfrutaré más matándote con mis propias manos —me dijo con frialdad—. De las tres, tú eras a la que más odiaba.
Se comportaba de una forma muy tranquila. Aquello era más terrorífico que si se hubiera abalanzado sobre mí como un lunático. Pero seguramente sí que había perdido la cabeza. La avaricia lo había vuelto loco. Abrí la boca para chillar, pero solo logré proferir un grito ahogado. Milos me agarró la cabeza y la introdujo en el estanque. Traté de no inhalar, pero no pude evitarlo. Tragué una gran bocanada de agua. Me resistí, tratando de sacar la cabeza y de forcejear con los brazos, pero lo único que conseguí fue tragar aún más agua. Algo me presionaba la espalda, ¿acaso era su rodilla?
«Voy a morir —pensé—. ¿Cómo podré decirle a Freddy lo mucho que lo amo?»
Un dolor punzante me atenazó los pulmones y sentí un sonido sibilante en los oídos. Perdí la fuerza de las manos y todo se volvió negro. Entonces, de repente, lo que me estaba presionando la espalda dejó de hacerlo. Mi cabeza subió a la superficie. De un empujón logré salir del estanque, tosiendo y expulsando el agua con tanta violencia que notaba áspera la parte posterior de la garganta. Todo el cabello me caía sobre el rostro como un alga y los ojos me picaban por el lodo. Había una silueta oscura moviéndose delante de mí. Oí voces masculinas gritando. Me limpié la cara con mi blusa húmeda y vi que la silueta oscura era la de Freddy. Estaba golpeando a Milos con una pala. Klára también se encontraba allí. Recordé el cuchillo y lo busqué dentro del agua, pero no logré encontrarlo.
Freddy empujó a Milos hacia atrás. Cayó sobre el parterre, aplastando las margaritas. Freddy se abalanzó sobre él con la pala. Vislumbré un resplandor de luz y se me cortó la respiración en mitad de la garganta cuando comprendí lo que era.
—¡Freddy! —grité.
La mirada de mi marido vio el cuchillo justo en el momento en que Milos lo hundió en su pecho. Volví a gritar con todas mis fuerzas. De nuevo sentí las piernas y me puse de pie de un salto, lanzándome sobre Freddy. Cayó de espaldas. Milos le había clavado el cuchillo tan profundamente que lo único que logré ver fue la empuñadura entre la sangre que brotaba a borbotones de la herida.
Me desplomé de rodillas junto a él y le rodeé el cuello con los brazos.
—¡Te quiero! ¡No me dejes!
Oí un ruido y levanté la mirada. Milos avanzaba tambaleándose hacia nosotros. Se oyó un golpe seco. Algo le había abierto la cabeza, por el centro exactamente, como una ciruela madura. Se desplomó y vi a Klára de pie detrás de él con un trozo de madera en las manos. Con su vestido blanco, su vientre abultado y las lágrimas cayéndole por las mejillas, parecía una diosa griega. Mi hermana, embarazadísima, había matado a aquel monstruo.
La luz en los ojos de Freddy se estaba apagando.
—Adéla —dijo, y sentí todo el amor que me profesaba por la manera en la que pronunció mi nombre.
—¡No te vayas, por favor! —sollocé.
Freddy trató de incorporarse sobre los codos, pero respiró entrecortadamente. Se desplomó entre mis brazos y se inclinó hacia un lado, como si hubiera caído en un profundo sueño. Pero yo sabía que se había marchado.
El viento desapareció y el jardín se quedó en silencio. No se oía ningún chapoteo en el estanque ni el ruido de los escarabajos. Era como si toda la naturaleza se hubiera quedado inmóvil en señal de respeto.
Me sentía demasiado entumecida para recordar nada del funeral de Freddy. Solamente me quedaron fragmentos aislados: Klára leyendo el Salmo 23; Thomas recitando un poema... El ataúd estaba decorado con flores silvestres de nuestro jardín y Giallo descendió por la manga de Hugh para mordisquear las grevilleas de la corona. Freddy se habría reído de la irreverencia del pájaro en una ocasión tan solemne.
Cuando introdujeron el ataúd de Freddy en la tierra, comprendí que se había terminado para siempre la vida que había compartido con el hombre al que había conocido y amado.
Philip se encontraba entre los asistentes al funeral, pero apenas lo vi a través de las lágrimas que me cegaban. Había sido tan tonta como para suspirar por otro hombre cuando el amor de mi vida se encontraba justo a mi lado. Pero me había dado cuenta demasiado tarde.
Tras el funeral me tumbé en nuestra cama y alargué el brazo hacia el lado que Freddy solía ocupar. Me pregunté si la sensación que tenía de que él seguía estando allí se parecería a lo que Hugh había sentido tras su amputación. Desde su muerte había soñado con frecuencia con Freddy. En mis sueños, estábamos tomando el desayuno en la terraza o yendo en coche a un restaurante, y yo era feliz en su presencia. Entonces me despertaba para recordar la terrible noche que había puesto fin a nuestra felicidad.
—Tienes que venirte a vivir con nosotros —me dijo Klára—. No puedo soportar la idea de que te quedes sola en esa casa.
Yo tampoco podía soportarlo. Accedí a mudarme con los Swan no porque quisiera, sino porque no se me ocurría otra alternativa. Siempre que mi familia intentaba consolarme, trataba de evitarles. Sentía una soledad que jamás había experimentado. Klára y yo nos habíamos enfrentado a la muerte de madre y al exilio juntas. Nuestra familia había encarado la enfermedad de Thomas uniendo fuerzas. Pero esto..., este vacío oscuro de la muerte de Freddy..., era algo que tenía que afrontar yo sola.
Las gemelas de Klára nacieron el 1 de julio. Tanto Robert como yo lloramos cuando el doctor Fitzgerald nos dijo que ambas estaban sanas. Después de lo que había sucedido el mes anterior, y también a causa de la enfermedad de Klára, yo había estado muy preocupada. Lo más increíble fue la rápida recuperación de mi hermana tras el parto.
—Ahora tengo que cuidar de dos bebés y de Adéla —les dijo a los Swan—. No puedo pasarme el día tumbada como una inválida.
—Un embarazo puede pasarle factura al cuerpo —nos explicó el doctor Fitzgerald, perplejo ante la vitalidad de Klára—. Sin embargo, a veces logra fortalecer los pulmones. Quizá eso haya sido lo que ha ocurrido en este caso. Ya no detecto ningún síntoma de tuberculosis.
Regina, que se había recuperado bien del sedante que Milos había introducido en los bollos de crema, pero no tan bien de la conmoción de despertarse y enterarse de la muerte de Freddy, fue la niñera elegida. Les hablaba a las gemelas en español, para horror de la señora Swan y alegría de mi hermana y Robert.
A pesar de mi dolor me entusiasmaba la belleza de las dos niñas, dormiditas en sus cunas, la una junto a la otra.
—Vamos a llamarlas Marta y Emilie —me dijo Klára.
Mi hermana no conocía la historia completa de madre y su hermana, y me pregunté si debía contársela antes de que hiciera público el nombre de sus hijas. Sin embargo, decidí no hacerlo. Marta y Emilie se encontraban ahora en el cielo. ¿Por qué no iban a llevar aquellas nenitas sus nombres? Era una oportunidad de darles un nuevo significado.
Aunque algunas cosas se resolvieron, otras no. Milos acabó enterrado en una fosa común. El doctor Holub nos escribió para contarnos que
paní
Benová se había visto abocada a una vida de pobreza y mala reputación después de que se conociera la muerte de Milos. El propio doctor Holub se encargó de visitar al doctor Hoffmann para acusarle de asesinato, pero se encontró con que el médico no era sino un hombre destrozado. Su mujer y su hijo habían muerto en un accidente ferroviario varios años atrás. «La venganza es cosa de Dios», decía siempre mi padre. Quizá llevaba razón.
Klára y yo habíamos vivido atemorizadas por Milos durante tanto tiempo que fue difícil acostumbrarse a la idea de que ya no podía hacernos daño. No obstante, no pudimos liberarnos de él completamente, pues se había llevado con él la preciada vida de Freddy.
Cuatro meses después de la muerte de mi marido, Philip vino a verme. Thomas había venido de visita aquella tarde y habíamos jugado con el barco de vela en el estanque de los Swan.
—Siempre que juego con este barco, siento que Freddy está conmigo —me había dicho Thomas.
Lo contemplé asombrada y le besé la coronilla. Me sentía demasiado abrumada para hablar.
Después de que tío Ota se hubiera llevado a Thomas a casa, me retiré a mi habitación para acometer la tarea en la que no había querido pensar: desembalar la caja de fotografías que me había traído de Cremorne. Elegí la imagen de la boda en la que todos estábamos de pie frente a la iglesia y acaricié con el dedo la radiante sonrisa de Freddy.
—¿Te hice feliz? —le pregunté.
Una sirvienta llamó a la puerta y me anunció que tenía visita. Mi corazón no revoloteó cuando vi a Philip en la sala de estar. Sencillamente, sentí dolor.
Ninguno de los dos logró decidirse a pronunciar la primera palabra.
—No he podido venir antes porque... —comenzó él, pero no fue capaz de terminar la frase. Me miró fijamente con sus ojos azules—. Si hay algo que pueda hacer para ayudarte, Adéla, por favor, dímelo. No puedo soportar que estés sufriendo.
La sirvienta entró con el té, aunque no se lo habíamos pedido, pues debía de haber supuesto que Philip había venido a verme para hablarme sobre Klára. Cuando terminó de poner las tazas y la tetera y dejó la bandeja, me volví hacia Philip. Estaba mirando por la ventana como si algo fascinante tuviera lugar allí fuera. Pero la vista únicamente revelaba que el cielo se estaba oscureciendo y se tornaba de color azul zafiro.
—Tu felicidad lo es todo para mí —me confesó—. Incluso aunque la encontraras con otro hombre.
—Ya no hay felicidad —le respondí.
—No.
Volvimos a quedarnos en silencio, sin mirarnos. Algo flotaba en el aire entre nosotros. Y yo supe lo que era: una pregunta.
—Hiciste bien al quedarte al margen —le dije mientras el corazón me latía dolorosamente en el pecho—. Habría sido impensable para mí hacerle daño a Freddy.
Ahogué un sollozo y me desplomé en una silla. Hablar sobre Freddy en pasado era toda una agonía. Me recordaba que ya no podría volver a tocarlo o a oír su risa. Había habido muchas ocasiones en el pasado en las que me había imaginado entre los brazos de Philip, consolada por su fuerza y rozando su firme pecho con mi mejilla. Pero ahora que Freddy ya no estaba, comprendía que aquellos sentimientos no eran más que ilusiones.
—Es demasiado tarde para nosotros —susurré.
—¡No! —exclamó Philip. Se paseó por la habitación—. No he venido por eso. Tienes que pasar tu duelo y yo aún sigo casado. Pero quién sabe lo que sucederá en el futuro, Adéla..., quizá las cosas sean diferentes entonces para nosotros.
Durante un momento una chispa de emoción me sacó de mi entumecimiento. Me encontré compadeciendo a Philip, pero lástima no era lo que él deseaba de mí. Toda la ternura, toda la risa y la felicidad me habían abandonado. El mundo se había desintegrado y nunca volvería a su lugar. ¿Cómo podía haber deseado a Philip cuando tendría que haber estado amando a Freddy?
Los ojos de Philip se clavaron en mí intensamente y vi el dolor y el miedo en ellos.
—¿No imaginas que pueda haber futuro para nosotros? —me preguntó.
La luz del día se desvaneció de la habitación y Philip encendió una lámpara. No encontraba las palabras para explicarle que mi amor por él había muerto. Habíamos tenido una oportunidad, mucho tiempo antes, y la habíamos perdido. Lo único que quedaba era el sueño y eso también había desaparecido. Me imaginé a Emilie cortándose los dedos. Su acto ya no me parecía una locura. Quizá si yo pudiera sacarme el corazón lograría seguir viviendo.