Secreto de hermanas (55 page)

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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

Philip se cubrió el rostro con las manos.

—No dejes que venza, Adéla. Puede que tu padrastro ya haya muerto, pero todavía te está haciendo daño.

—Lo siento —me disculpé—. No es culpa tuya. Nadie puede ayudarme.

Philip se aproximó a mí, me tocó el hombro y se encaminó hacia la puerta.

—Yo soy el que lo siente —me dijo—. Freddy y tú erais felices juntos.

Entonces comprendí que lo había entendido.

Acompañé a Philip hasta la puerta principal y lo contemplé mientras bajaba la escalinata hasta su coche. Se detuvo un instante para mirar a su alrededor. Los sonidos nocturnos del jardín —los grillos, las ranas, los escarabajos— habían cobrado vida a coro. Philip apoyó la mano en la puerta del conductor y se volvió hacia mí.

—Voy a ayudar a desarrollar un servicio médico aéreo en el Outback —me informó—. Dejaré la consulta aquí en Sídney durante un tiempo. Mi padre se ocupará de ella por mí.

¿Así que Philip y su padre se habían reconciliado? Al menos, había sucedido algo positivo para uno de los dos.

Philip arrancó el motor del coche y desapareció por el paseo y a través de las puertas del jardín. Mis últimas esperanzas se marcharon con él.

Hugh me pidió un día que nos encontráramos en el Café Vegetariano. Aquel lugar pertenecía a un momento de mi vida en el que yo todavía era cándida e inocente. Ya no lo sería nunca más.

De camino a George Street vi a un caballero que se dirigía hacia mí. Levantó su sombrero y reconocí a Alfred Steel, el antiguo profesor de Klára de la Escuela Superior del Conservatorio.

—Lo sentí mucho al enterarme de la muerte de su marido —me dijo el señor Steel.

Le agradecí sus condolencias y rápidamente cambié de tema para hablar de Klára.

—Mi hermana me ha contado que le han ofrecido un puesto como profesora en la escuela.

Percibí que el señor Steel me estaba mirando con una sonrisa inquisitiva. Parecía estar deliberando si debía preguntarme algo o no. Algunas personas habían demostrado una morbosa curiosidad por la muerte de Freddy, razón por la cual yo había dejado de asistir a acontecimientos sociales fuera de mi familia. Estaba a punto de disculparme para evitar otro desagradable interrogatorio, cuando de repente me dijo:

—Klára realmente no es profesora. Es intérprete, ¿no cree usted? Interpretar ante el público es algo que lleva en la sangre.

El comentario del señor Steel era tan diferente de lo que yo me esperaba que me sorprendió. Lo contemplé sin comprender el significado de sus palabras.

Profirió una leve tos tapándose la boca con el puño.

—Si se queda aquí, nunca cumplirá ese sueño. En este país hay muy pocas oportunidades para los intérpretes más allá de unas cuantas fiestas de alta sociedad y bodas.

Por fin comprendí a qué se refería.

—¿Quiere usted decir, señor Steel, que si Klára quiere tocar en serio debe regresar a Europa?

Contestó a mi pregunta con una tímida risa.

—Por supuesto, seguro que ella me regañaría si supiera que le estoy contando a usted esto...

—No voy a regresar a Europa —afirmó Klára poniendo a Emilie en mi regazo—. Seré muy feliz como profesora.

—¿Y viendo como otros intérpretes de menor nivel ocupan tu puesto? —le pregunté.

Klára frunció los labios y comenzó a cambiarle el pañal a Marta. Emilie balbució y me sonrió. Las niñas eran físicamente idénticas, pero no en carácter. Marta era un bebé modelo que dormía cuando se suponía que tenía que dormir y comía cuando le tocaba. Sin embargo, Emilie no era así. Ella quería ver todo lo que podía del mundo en un solo día, y luchaba contra el sueño y contra cualquier otra cosa que interrumpiera su exploración. Existía cierta afinidad entre ella y yo. Cuando lloraba por las noches y no lograba calmarse, Klára me la traía. Tan pronto como estaba en mis brazos, el ceño fruncido de Emilie se transformaba en una sonrisa.

—¿Por qué no me habías dicho nada antes? —le pregunté a Klára—. Me siento tan egoísta... ¿Siempre has deseado regresar a Praga?

Mi hermana le ajustó el pañal a Marta y me miró fijamente.

—Ya entiendo —dije yo, acariciándole a Emilie sus ricitos—. Realmente ambas pretendíamos regresar cuando nos marchamos, ¿verdad?

Me puse en pie y caminé hasta la ventana. Emilie me agarró un dedo con su manita. Contemplé el jardín y la maleza que se extendía más allá. Cuando Klára y yo huimos de Praga, lo hicimos con la idea de regresar una vez que ella cumpliera veintiún años. Me volví y observé la cara en forma de corazón de mi hermana y sus altos pómulos. Ella seguía siendo checa hasta la médula. Pero yo no. Yo me había convertido en otra cosa. Cuando pensaba en Praga, lo único que sentía era dolor y tristeza. Madre ya no estaba allí, ni tampoco tía Josephine. El quinto continente era ahora mi hogar, con sus extraños árboles y animales, y sus aves cantoras que proferían sonidos parecidos a los de una sirena. No podía imaginarme abandonando el lugar en el que Freddy estaba enterrado. De repente comprendí por qué Klára se resistía a volver a Europa ahora que ya podía hacerlo a salvo. Sabía que yo no podía ir con ella y temía dejarme sola.

—No será para siempre —le aseguré—. Tanto tú como Robert tenéis a vuestras familias aquí. Regresaréis algún día. Y yo te estaré esperando.

Klára se encogió de hombros.

—Puede que las cosas mejoren aquí —aventuró—. Este es todavía un país muy joven. Continuamente surgen nuevas oportunidades para interpretar.

Me senté junto a ella y me coloqué a Emilie en la rodilla.

—Pero eso no será antes de que tú dejes atrás tus mejores años —observé yo—. Este es tu momento.

Rememoré las ocasiones en las que había visto tocar a Klára: los conciertos de Grieg, Chaikovski y Beethoven. Mi extraordinaria hermana. Pensé en Philip diciéndome que no podría amarme a menos que renunciara a mí. No quería separarme de mi hermana, mi cuñado y mis sobrinas, pero sabía que no descansaría tranquila si dejaba que Klára se sacrificara por mí. Si iba a convencerla de que cumpliera su sueño, tendría que demostrarle que yo era lo bastante fuerte como para vivir sin ella, al menos durante un tiempo.

Unos días más tarde, mientras estaba tomando el desayuno en el porche, la sirvienta me trajo el periódico. Ya no me sentía capaz de volver a leer las noticias sabiendo que apenas unos meses atrás informaban a toda plana de la historia del productor cinematográfico que había perdido heroicamente la vida por defender a su esposa de un agresor. Acababa de dejar a un lado el periódico cuando mi mirada se posó sobre un anuncio en la última página:

Katoomba

Vistas a las Montañas Azules.

Había un dibujo de la casa con tejado de tejas y un porche en forma de ele. Las Montañas Azules. Cerré los ojos y me acordé de cuando estaba mirando el valle de Jamieson desde la suite nupcial en el hotel Hydro Majestic. Durante un momento me sentí como si Freddy todavía estuviera junto a mí, desayunando a mi lado. En lugar del dolor que estos recuerdos solían causarme, noté un cosquilleo en los dedos de las manos y de los pies. Abrí los ojos y arranqué el anuncio del periódico. Confiaba en que todavía estuviera en venta.

A mi padre le gustaba el dicho: «Aquel que no tiene esperanza es capaz de hacer cualquier cosa». Compré la casita sin inspeccionarla antes, sencillamente porque sentí que mi corazón me pedía que lo hiciera.

—¿Vas a comprar una casa que nunca has visto en un pueblo en el que nunca has estado? —me preguntó Robert asombrado—. ¿Por qué?

—No lo sé —le confesé—. Lo único que sé es que debo irme.

Tanto mi familia como los Swan se quedaron desconcertados a causa de mi decisión, pero Klára lo comprendió.

—No quiero que te separes de mí —me dijo un día que estábamos empujando el cochecito de las gemelas por el jardín—, pero comprendo por qué necesitas marcharte. No te estás escapando. Te vas para averiguar algo. Para descubrir cuál será tu siguiente paso en la vida.

Nadie podría entenderme mejor que mi hermana.

—Nos llamarás por teléfono todas las semanas y nos escribirás todos los días, ¿no? —me hizo prometer tío Ota una vez que él y Ranjana se resignaron ante el hecho de que se les habían agotado todos los argumentos en contra de que me fuera a vivir sola a las montañas y de que ya hubiera tomado una decisión firme.

La casita carecía de teléfono y yo no tenía intención de instalarlo, pero el ayuntamiento y la oficina de correos estaban a apenas media hora a pie y a unos minutos en coche.

Llegué a las montañas a finales de febrero. Mi viaje me llevó más tiempo del habitual a causa de los incendios forestales. Springwood estaba cubierta de la ceniza producida por el humo, y la vegetación a ambos lados de la carretera tenía un aspecto seco y quebradizo por el verano sin lluvias.

—Si la dirección del viento cambia, los incendios podrían arrasar Katoomba en cuestión de horas —me advirtió un policía en Springwood cuando le solicité indicaciones.

Pero yo no tenía miedo. Ya no le tenía miedo a nada. Los días tras la muerte de Freddy se hacían interminables, lentos, tediosos... Quizá un incendio forestal me devolviera a la vida.

Unos momentos más tarde, a medida que disminuía la intensidad del sol, aparqué el coche junto a la casita. El exterior era muy parecido al dibujo que había visto en el periódico y, aunque le hacía falta una mano de pintura, estaba en buenas condiciones. Debería ocuparme del jardín, porque las flores de los parterres se habían secado por el calor y ya no parecían más que tallos resecos. No tenía ni la menor idea del aspecto del interior de la casa, excepto que contaba con tres dormitorios, un pequeño ático y una cocina en la parte posterior.

Me adentré por el caminillo hacia la entrada principal con algo de curiosidad y mucha ansiedad. Había una placa de latón con el nombre de la casa grabado en ella: «La acacia plateada». Me recorrió un cosquilleo por la columna vertebral cuando lo leí. Era extraño que ni el anuncio ni el agente inmobiliario hubieran mencionado que la casa tenía nombre. Aquel era el árbol cuya flor nos habían enviado tío Ota y Ranjana para ponerla en la tumba de madre. Pero el nombre de la casa no me entristeció. Me hizo sentir como si madre estuviera conmigo.

Saqué la llave y abrí la puerta. Como la mayoría de las casitas de ese tipo, la puerta principal daba directamente al salón, donde lo primero que vi fueron una chimenea de ladrillo y unas estanterías empotradas. Los suelos de madera de jarrah pulida y el papel pintado de color crema con un motivo de enredaderas verdes proporcionaban una sensación de serenidad, cosa que se complementaba con las vistas del valle.

Inspeccioné el resto de la casa. Tenía el espacio justo y no contaba con más del que yo necesitaba: una pequeña cocina con un horno esmaltado y un fregadero blanco reluciente; una nevera en el vestíbulo y un comedor en el que cabían, como máximo, cinco personas. Esta casa le habría encantado a tía Josephine, que odiaba el derroche, pero adoraba la elegancia sencilla. No estaba amueblada, pero el anterior propietario había dejado un armario en el dormitorio principal que debía de ser demasiado pesado para moverlo. Acaricié con la punta de los dedos las rosas que tenía esculpidas y me volví a inspeccionar el revestimiento de paneles de madera de la habitación. Tuve suerte de que la casa fuera tan encantadora como describía el anuncio, ya que podrían haberme engañado con facilidad.

De repente me sentí muy cansada. Solamente había traído conmigo lo necesario, y tendría que comprar una cama, una mesa y sillas. Pero eso podía esperar. Extendí la manta de viaje del coche sobre el suelo y me tumbé sobre ella con mi bolso haciendo de almohada. El sol poniente iluminaba la habitación con sus abrasadores rayos rosáceos. La casa se encontraba en silencio salvo por un tenue crujido en el techo. A pesar de lo espartano de mi improvisada cama, cerré los ojos y dormí mucho mejor que en los últimos meses.

—¿Y no tiene miedo aquí, usted sola? —me preguntó el encargado de la tienda de ultramarinos cuando vino a hacer su reparto unos días más tarde—. Vive usted en la última casa de la calle y la que más alejada está de los demás vecinos. Sé que la señora Tupper está en el número seis. Podría pedirle que esté pendiente de usted.

—Se lo agradezco —le respondí—. Pero me encuentro bien.

Me agradaban mis vecinos y la gente del pueblo. Mostraban curiosidad, pero no eran entrometidos. Cuando se enteraron de que La acacia plateada estaba ocupada, me trajeron pasteles y galletas, pero no me hicieron preguntas.

Pedí por correo catálogos para mirar muebles y desembalé los pocos libros que había traído conmigo y los coloqué en las baldas de la estantería. De repente me encontré sosteniendo entre las manos el guion de
El Valle de la Esmeralda. Me pregunté por qué se me habría ocurrido guardarlo. Aquella película nunca vería la luz ahora que Freddy ya no estaba
.

Por la noche cerraba los ojos y escuchaba el viento entre los árboles. De vez en cuando volvía a oír el crujido en el techo que había notado durante mi primera noche en la casa. Me preguntaba si tendría ratas bajo el tejado, aunque nadie había intentado atacar los paquetes de harina y azúcar del armario de la cocina.

Cuando refrescó un poco, salí a caminar diariamente. Comencé con paseos cortos por los acantilados o por las afueras del pueblo para admirar los jardines. Después empecé a tomar las sendas marcadas que se internaban en los valles. El aire fresco y los helechos arborescentes, las cascadas refrescantes, los arroyos ondulados y las trementinas gigantes con sus retorcidas raíces reavivaron mi amor por la naturaleza. Saqué la cámara de mi padre de su caja y comencé a fotografiarlo todo: los árboles, los arbustos, los helechos, las hierbas, los minúsculos musgos y los hongos. Empleaba la cámara de mi padre en lugar de la mía porque me hacía sentir como si le estuviera enseñando la naturaleza australiana del mismo modo que él me había llevado a explorar los bosques de los alrededores de Doksy. Aunque era consciente de que estaba rompiendo las normas básicas del buen campista porque no salía a caminar en grupos de al menos tres personas, ni avisaba a nadie de adónde iba, mi fascinación por el paisaje y por los melífagos cejinegros y los petirrojos que me encontraba por el camino me atraían para que abandonara el sendero. Mis paseos y mis fotografías me reconfortaban.

Sin embargo, un día, después de haber pasado una hora fotografiando a un ave lira cerca de una cascada, me volví y vi una roca solitaria sobresaliendo frente a mí. Su silueta me recordó a la forma en la que Milos alzaba la barbilla mientras estaba intentando matarme. Se me aceleró el latido del corazón y me atenazó la ira. Caminé furiosamente junto a un arroyo durante una hora. Cuando me bajó el nivel de adrenalina, el sol se estaba poniendo y recorrí el camino de vuelta a Katoomba justo antes de que cayera la oscuridad. Gracias a mis paseos con Klára por el bosque cerca de Thirroul había adquirido cierta habilidad reconociendo accidentes geográficos, pero era consciente de que las Montañas Azules habían atrapado en sus redes a más de un excursionista distraído. Me planteé buscar a algún acompañante para mis paseos, quizá alguna mujer del pueblo, pero no quería ni pensar en que otro ser humano interrumpiera los sonidos relajantes del agua y los trinos de los pájaros. En su lugar me compré una brújula y comencé a marcar mi rastro con un montón de piedras en árboles de forma peculiar.

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