Para la casa de reposo de
El Valle de la Esmeralda Hugh y yo encontramos una casona en Springwood con un extraordinario jardín de liquidámbares, todos con hojas nuevas, cedros blancos, olmos y pinos. Había una bandada de pavos reales por allí, y entre ellos, uno muy manso al que apodamos Rey Jorge
por su porte regio.
La belleza de las Montañas Azules resultaba impresionante, pero también era un lugar extraordinariamente complicado. No se trataba de montañas que uno pudiera escalar hasta llegar a la cima. En su lugar, había que iniciar las excursiones en sus picos y se «descendía» hasta el interior de los valles, a veces en bajadas de más de seiscientos metros. Lógicamente, si nos internábamos en los valles para rodar una escena, el viaje de vuelta consistiría en una cuesta empinada con un pesado equipo de cámaras, atrezo, vestuario y demás pertrechos atados a nuestra espalda.
Me sentía responsable por la seguridad de nuestra estrella de diez años, Billy Sulman, que había hecho de David Copperfield en el Teatro Real, y su tutora, su tía May Sulman. El otro actor a mi cuidado era nuestro «príncipe», James Blake, un intérprete desconocido al que habíamos sacado de un teatro de las afueras.
El resto del reparto y del equipo técnico estaba formado por mi familia.
—Decidimos que esta sería la única manera de verte —me dijo tío Ota, bajándose del camión del equipo, al volante del cual se encontraba Ranjana.
Tuve que parpadear cuando vi a Thomas. Su carita regordeta había desaparecido: ahora lucía unos pómulos marcados y una afilada barbilla. Sus piernas eran como largas ramas de árbol bajo unos pantaloncillos cortos. Brincó hacia mí atravesando la puerta de entrada del jardín y por el caminillo. No había ni rastro de la cojera mientras caminaba. Una punzada de nostalgia me atenazó un instante el corazón cuando recordé quién era el responsable de aquel milagro. Pero había aprendido a apartar de mi cabeza aquellos recuerdos.
—¡Estás hecho todo un hombrecito! —le dije a Thomas abrazándolo—. ¡Ya no eres ningún bebé!
Él presionó su mejilla contra la mía.
—Te he echado de menos —me confesó.
Klára, Robert, las gemelas y Esther llegaron al día siguiente en el coche de Robert. Emilie aplaudió con sus regordetas manitas cuando me vio.
—Estoy deseando volver a dormir en condiciones ahora que vosotras dos estáis juntas de nuevo —comentó Klára, echándome los brazos alrededor de la cintura. Se apartó un instante y me contempló—. Tienes buen aspecto —observó.
—Gracias por tu comprensión —le dije.
Me cogió de la mano y me la apretó. Ella iba a hacer el papel de la princesa y tío Ota el del médico. Ranjana sería la secretaria de rodaje, además de supervisar los copiones. Robert tenía que desplazarse entre unas localizaciones y otras para transportar los suministros y para llevar las escenas terminadas al laboratorio de revelado en Sídney. Esther había venido con ellos en calidad de canguro.
—Tenemos que minimizar lo que no sea estrictamente necesario —nos indicó Robert—. Todo el mundo debe compartir tienda de campaña y debemos limitar nuestra cubertería: solo dos juegos de cuchillos, tenedores, cucharas y platos para compartir entre todo el reparto y el equipo técnico.
Me preguntaba cómo se las apañaría Hugh para hacer los empinados descensos con su equipo de cámara. Pero aunque solo tenía una pierna, era más ágil que la mayoría de nosotros y recordé cómo lo había visto maniobrar por los andamios durante la grabación de la película de Peter.
Para el rodaje íbamos a abandonar los senderos señalizados, por lo que contratamos a un explorador que se llamaba Jimmy Ferguson para que nos guiara. Hugh y yo lo encontramos en el bar de Blackheath. Yo me quedé junto a la puerta, pues las mujeres no eran bienvenidas en aquel establecimiento, mientras Hugh preguntaba por el mejor guía de la zona.
—Una dama de nombre señora Rockcliffe. Vive en Katoomba —le contestó el dueño—. Es un poco solitaria, pero cuidará bien de usted. Eso es lo que dicen todos los turistas.
Por el silencio que guardó Hugh, me imaginé que estaba conteniendo la risa.
—Muy bien, ¿y quién es el segundo mejor guía de la zona? Nos vamos a adentrar en terreno escarpado.
Se oyó un murmullo de voces.
—Si es así, le interesa Jimmy Ferguson —gritó un hombre. Los demás parroquianos murmuraron en muestra de asentimiento—. Se conoce la espesura como la palma de su mano.
Hugh salió del bar con una sonrisa de oreja a oreja. Me alegré de que se hubiera tomado tan bien la condescendencia que habían demostrado aquellos hombres por su discapacidad. En cuanto a mi reputación como guía, ¿cómo era posible que la hubiera desarrollado tan rápidamente? Había ayudado a poco más de media docena de personas.
—Muy bien, señora Rockcliffe —dijo Hugh echándose a reír—. Si nuestra película no funciona, ya sabes a qué te puedes dedicar para pasar un buen rato.
Descubrimos que Jimmy Ferguson vivía en una casa construida con escombros al borde de un precipicio junto con su mujer aborigen, que provenía de la tribu de los dharug. Jimmy rondaba los sesenta y cinco años y tenía el cabello gris y la piel cuarteada.
Era imposible saber qué edad tenía su esposa, una mujer de piel de ébano. Por su cutis liso y su cabello negro bien podría tener treinta años, pero le faltaban dientes y lucía una rotunda barriga, cosa que la hacía parecer más cercana a los sesenta. A pesar del aspecto tosco de ambos, por el modo en el que hablaban tanto Jimmy como ella, estaba claro que eran gente inteligente. Jimmy se rascó la barba y nos dijo que nos guiaría si su mujer —que respondía al nombre de Betty— también podía venir con nosotros.
—Se desenvuelve extraordinariamente en la espesura y tiene el sentido de orientación de un águila. También puede cocinar para ustedes. Les puede ahorrar el tener que cargar con la comida montaña arriba y abajo. Ella la conseguirá para ustedes allí abajo, en el valle.
Necesitábamos a alguien que se encargara de las comidas porque Esther se quedaría en mi casa para cuidar a los niños. Pero comer varanos, serpientes y pósums era algo a lo que no estábamos dispuestos. Yo quería capturar a los walabís con mi cámara, no servirlos en mi plato.
—Ah, no se preocupe, encanto —me aseguró Jimmy—. No es necesario que ningún animal sufra el menor daño durante el rodaje de su película. Betty sabe dónde encontrar todo el néctar, los frutos del bosque, la fruta y los tubérculos que usted pueda desear, y hace los mejores pasteles de maíz y semillas de la zona.
Los martes esperábamos en la oficina de correos para recibir el telegrama de Robert después de que las últimas escenas se hubieran revelado. «Escena 11, claqueta 4. Mal. Demasiado oscura y sosa. Resto bien.»
En las localizaciones era importante aprovechar el momento oportuno porque el tiempo podía cambiar repentinamente. En una ocasión en el valle Grose, Klára se quejó de que el maquillaje se le estaba derritiendo. Empleábamos el sol como iluminación y en los primeros planos había que captar los rayos solares con un espejo y reflejarlos en el rostro del actor. Ataviada con un elaborado traje de tul y lentejuelas, Klára se encontraba incómoda y acalorada. Los demás también estábamos igual. Betty nos trajo vasos de metal llenos de agua proveniente del arroyo, pero aquello solo nos alivió momentáneamente. Entonces, de la nada, un vigorizante viento comenzó a soplar y las nubes se agruparon en el horizonte. Unos relámpagos atravesaron el cielo. Creaban una atmósfera muy particular y Hugh mantuvo la cámara rodando mientras Ranjana le sujetaba un paraguas sobre la cabeza. Yo me sentía dividida entre conseguir una buena toma y salvaguardar la seguridad del reparto y el equipo técnico. Robert asumió el control y trasladó a todo el mundo a una cueva cercana, donde encendió una fogata, y Betty y Jimmy prepararon el típico té en una lata. Robert no era tan intuitivo como Freddy para detectar cuáles eran los ingredientes de una buena historia, pero resultaba muy servicial cuando le tocaba intervenir si era necesario.
Aunque me había sentido inquieta por la capacidad de Hugh para manejarse en el terreno con una sola pierna, más bien tendría que haberme preocupado por mí misma. En la película, la silla de ruedas del muchacho se convertía en un carruaje volador. Hugh insistió en que necesitábamos tomas aéreas del valle.
Un avión no habría recreado el efecto flotante que Hugh perseguía, por lo que se puso en contacto con una compañía minera cerca de la zona rocosa llamada el
Castillo en ruinas
para preguntarles si podíamos usar su mecanismo de tirolina y así conseguir una vista de pájaro del abismo. Hugh era terco como una mula; esa fue la única razón que se me ocurrió para explicar que consiguiera convencer al supervisor de la mina de que permitiera que un hombre con una sola pierna y una mujer hicieran uso de una de sus tirolinas, que incluso los mineros tenían prohibido utilizar para desplazarse debido a las normas de seguridad. La única restricción que nos puso el supervisor fue que teníamos que emplear la tirolina en un día en el que el tiempo estuviera despejado.
Me sentí horrorizada por la sugerencia de Hugh de que arriesgáramos nuestras vidas para conseguir una toma excepcional del valle.
—Si uno de los cables se rompe, caeremos en picado y moriremos irremediablemente —le advertí.
—Si los cables pueden transportar los esquistos, también podrán aguantar nuestro peso —replicó él, con tanta seguridad que me pregunté si se habría vuelto loco.
Sin embargo, yo debí de ser la que había perdido la cabeza, porque al final acabé por hacer exactamente lo que él pretendía.
—Primero pondremos a la directora y después iré yo con la cámara —les indicó Hugh a los mineros que se encargaban de ayudarnos con la tirolina.
Me alegré de que les hubiéramos dicho a los demás que no eran necesarios para aquella escena y que podían tomarse el día libre. Los mineros me ayudaron a subirme en la canasta transportadora con el techo abierto, que estaba compuesta solo de unos cuantos maderos unidos con clavos. Hugh colocó la pierna dentro de la canasta, pero se sentó a horcajadas en el lateral para conseguir una vista sin interrupciones de la garganta. Mi labor consistía en agarrarlo del cinturón para evitar que se precipitara al vacío, ya que necesitaba ambas manos para manejar la cámara y mantenerla firme. También se suponía que yo iba a anotar las tomas apoyando mi cuaderno sobre su espalda y escribiendo con mi mano libre. No tenía ni idea de cómo iba a hacerlo cuando los dedos me estaban temblando violentamente.
Una vez que me hube colocado en mi puesto, me sentí como un escapista de circo al que están a punto de sumergir en una piscina llena de cocodrilos. Ya no había marcha atrás. Tenía la boca seca y me dolía la garganta al tragar saliva. Desde aquella increíble altura el valle se encontraba en silencio. Un águila audaz hacía círculos en el cielo. Me estremecí al percatarme de que se encontraba a la misma altura que nosotros.
—Agárrese fuerte. ¡Vamos allá! —gritó uno de los obreros, soltando el freno mientras el otro nos daba un empujón desde la plataforma.
La canasta traqueteó cuesta abajo hacia el borde del precipicio. «No es tan horrible», pensé para mis adentros, contemplando la extraordinaria franja de color verde que se extendía más abajo. Me incliné sobre el hombro de Hugh y le indiqué que rodara las copas de los árboles.
Mientras avanzábamos por la pendiente de la montaña, no demasiado lejos del suelo, me sentí lo bastante tranquila para mirar hacia la plataforma del otro lado del valle, donde un grupo de mineros nos esperaba. Deseé que estuviéramos más cerca y recé porque no tardáramos demasiado en alcanzar nuestro destino. Entonces la canasta sobrepasó el borde de la pendiente y toda la extensión del valle quedó a nuestros pies. El estómago me dio un vuelco por la sensación de estar cayendo. Traté de concentrarme en tomar notas, pero las manos me goteaban por el sudor y emborroné las letras que escribía.
—¿Te encuentras bien? —me gritó Hugh.
Me alegré de que no pudiera verme la cara. Inhalé una bocanada de aire. Aquel no era el momento ni el lugar de que me entrara el pánico.
—Estoy bien —le respondí.
—¡Es hermosísimo! —murmuró Hugh—. Como un sueño.
«1... 2... 3... 4...», conté mentalmente. Me aferré a la idea de que si seguía contando de cien en cien, solamente me harían falta diez bloques de cien hasta que nos pusiéramos a salvo en la plataforma inferior. Entonces sucedió algo incomprensible: el mecanismo comenzó a detenerse cuando llegamos al punto medio del recorrido. Crujió y se quedó parado. La canasta se balanceó un momento antes de permanecer también inmóvil. Miré hacia arriba. La polea se había enganchado.
Hugh dejó de filmar y les hizo un gesto con la mano a los trabajadores de la plataforma superior. Comprendí por la expresión estupefacta de sus rostros que nos habíamos metido en un lío. ¿Qué podían hacer para ayudarnos? Estábamos colgados a más de trescientos metros de altura por encima del valle.
—Siéntate y agárrate fuerte —me ordenó Hugh.
Fijó la cámara a un lado de la canasta con un trozo de cuerda, agarró el cable y se puso de pie sobre un lateral de la canasta. Esta se inclinó y el valle se abrió ante mí. Me agarré a los laterales, pero Hugh no logró desenganchar la polea lo bastante rápido y yo comencé a resbalarme. La vista empezó a nublárseme.
—¡Mantén los ojos cerrados y sujétate fuerte! —me gritó Hugh.
Me sorprendí a mí misma pensando en Freddy. «Adéla, ¡puedes hacerlo!», me habría dicho.
Hugh consiguió soltar la polea. La canasta regresó a su posición horizontal y Hugh nos fue moviendo por toda la extensión del cable hacia la plataforma. Unos minutos más tarde los mineros me sacaron de la canasta y me tumbaron en el suelo.
Pasó más de una hora hasta que recuperé la fuerza en las piernas y fui capaz de caminar con los demás hasta el tranvía que nos llevaría a la parte superior de la garganta. No proferí ningún sonido. Aquellos minutos de terror frío y descarnado en la tirolina me habían dejado muda. Hugh me cogió de la mano y me preguntó si me encontraba bien. Me sorprendí al ver que a él parecía no haberle afectado lo que había sucedido, y menos aún lo que podría haber pasado.
—No me sirve de nada preguntarme qué podría haber ocurrido —me dijo Hugh—. Ya hice algo similar durante años con mi pierna. Hemos conseguido la toma que queríamos y ambos seguimos aquí, ¿no?