Secreto de hermanas (56 page)

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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

Monté un cuarto oscuro en el cobertizo de la lavandería y le envié las fotografías de mis excursiones a tío Ota.

«Tus paisajes son impresionantes —me escribió—. Tu trabajo ha adquirido profundidad. No puedo creer que no estés usando tu cámara profesional.»

Klára en sus cartas me ponía al día sobre las gemelas y la vida familiar. «Tío Ota me ha enseñado las hermosísimas fotografías que has tomado —me escribió—. Pero recuerda que las formaciones rocosas que con tanto cariño capturas en tus imágenes no pueden sustituir la intimidad que proporcionan los seres humanos.»

A medida que iba ganando en audacia durante mis paseos, comprendí que un vestido no era el atuendo más adecuado para abrirse paso entre los matorrales y sobre rocas resbaladizas. Acudí a la modista local para que me confeccionara unos cuantos pantalones sueltos. Las mujeres ya llevaban varios años poniéndose pantalones para practicar deporte, pero todavía era algo que no se veía con buenos ojos. Coco Chanel había intentado convertirlos sin mucho éxito en una prenda de vestir aceptable para el día o la noche.

—Supongo que está usted enamorada de esas estrellas de cine de Hollywood —comentó la modista, mirándome por encima de sus anteojos—. Todas quieren ser «muchachas modernas» últimamente. Usted ha sido la cuarta señorita que me ha pedido esta semana que le confeccione unos pantalones.

Ambas miramos por el escaparate de la tienda en dirección al Cine de King. No había vuelto a ver ninguna película desde la muerte de Freddy. No podía soportar la idea de sentarme sola en la oscuridad.

Cuando mis pantalones estuvieron listos, salí temprano una mañana para dar un paseo. El valle estaba lleno de flores: boronias, baquetas de tambor, waratah, acacias y eucaliptos. Quería fotografiarlas. Llevaba caminando aproximadamente una hora cuando escuché voces delante de mí y me encontré con tres mujeres sentadas sobre una roca.

—¡Dios santo! ¿Usted también se ha perdido? —me preguntó la mayor de ellas.

Era una mujer regordeta de estatura media con el pelo castaño y liso recogido en un moño a la altura de la nuca. Una gota de sudor le recorría la mejilla y sacó un pañuelo de encaje del bolsillo para secársela. Las otras dos mujeres eran más jóvenes y estaban más delgadas, pero por sus cabellos también castaños y lisos y sus narices redondas y respingonas supe que estaban emparentadas.

—¿Adónde quieren ir ustedes? —les pregunté.

—Queremos recorrer el sendero Federal Pass —dijo la primera mujer.

Sacó su mapa y me lo enseñó. El Federal Pass era un conocido sendero que serpenteaba por el fondo de los acantilados. Yo lo había recorrido muchas veces para fotografiar el bosque tropical. Las mujeres se habían desviado ligeramente de su camino, pero les había entrado el pánico y estaban desorientadas. Contemplé su equipo. Cada una llevaba una mochila, una cantimplora y calzado resistente. No eran totalmente novatas.

—No están ustedes demasiado lejos —les expliqué—. Puedo acompañarlas si no les importa que me detenga a tomar fotografías.

Las mujeres recuperaron el ánimo.

—¡En absoluto! —me aseguraron.

La primera mujer, que me dijo que se llamaba Grace Milson, y sus hijas Heather Cotswold y Sophie Milson, me contó que el club de excursionistas Sydney Bushwalkers no tenía ninguna excursión planificada aquella semana y que los otros clubes con los que se habían puesto en contacto no aceptaban miembros femeninos.

—Solo vamos a estar una semana en las montañas y queremos caminar. ¡Es todo tan hermoso!

Nos encaminamos hacia el sendero. Me sorprendí a mí misma por haberme ofrecido a guiarlas en lugar de sencillamente haberles indicado cómo podían corregir su ruta. Pensaba que me había cansado de la compañía de los seres humanos, pero algo en aquellas mujeres me resultaba refrescante y sincero.

Llegamos a un recodo ascendente en el camino en donde se erigía un waratah de más de tres metros de altura como una reina coronada por un tocado escarlata entre el verde follaje. Su intenso color rojo sangre se perdería en la fotografía, pero no su majestuosidad. Desprovisto de color parecería aún más misterioso.

—¡Es soberbio! —opinó Sophie.


Waratah
es el término aborigen para «árbol de flores rojas» —les conté a las mujeres—. Su nombre botánico,
Telopea
, significa «visto desde lejos» y
speciosissima
significa «el más llamativo».

Me sorprendió comprobar la cantidad de cosas que recordaba del interés de Ranjana por la botánica y me sentí halagada al comprobar que las mujeres se quedaron impresionadas.

Se sentaron sobre una roca mientras yo me preparaba para disparar la cámara. Me llamó la atención su discreción. Me preocupaba que se dedicaran a charlar mientras yo me concentraba y comenzaran a hacerme preguntas sobre si llevaba viviendo toda la vida en las montañas o si estaba casada. Fue un alivio descubrir que una vez que retomamos el sendero, ninguna de ellas me preguntó nada personal, aunque mostraron su fascinación por la fotografía.

—¿Escoge usted sus objetivos por instinto o lo hace premeditadamente? —me preguntó Heather.

Aunque les proporcioné poca información sobre mí, las mujeres se mostraron muy abiertas a la hora de hablar sobre sus propias vidas. Antes de que hubiéramos caminado media hora más, me enteré de que el marido de Grace era granjero en Dural y que dos de sus hijos habían muerto en la guerra y que Heather también había perdido a su marido. Sophie no estaba casada y trabajaba de profesora.

A pesar de que hicimos varias paradas para hacer fotos, llegamos bastante rápido al sendero y nos detuvimos en un refugio de roca a descansar. Con mucha frecuencia durante mis paseos, me había encontrado con cuevas o salientes decorados con los dibujos descoloridos del arte aborigen. Desde que los colonos blancos habían cruzado las montañas la población aborigen había disminuido y solamente quedaban unas pocas tribus. Y aun así, cuando fotografiaba animales o plantas cerca de algún abrevadero, me cosquilleaba la piel y percibía la presencia de ancestrales fantasmas observándome.

—Siempre me han gustado los artistas —me aseguró Grace mientras Heather dibujaba los helechos en un cuaderno y Sophie contemplaba la vista—. Hacen que nos detengamos y pensemos. Ya sabe, cuando hemos pasado junto a esa madriguera de wombats, nos ha hablado con tanto interés sobre esas criaturas y sus hábitos que me ha emocionado su pasión. Mi hermano tiene una finca y los caza. Dice que el ganado se rompe las patas a causa de las madrigueras, pero usted nos ha hecho ver que los wombats se comen la hierba que el ganado no consume y así evitan que esos yerbajos se apoderen de los pastos. Seguramente debe de haber alguna manera de vivir en armonía con nuestra tierra y los animales autóctonos, ¿verdad?

Durante el camino de vuelta reflexioné sobre las palabras de Grace. Era poco habitual escuchar hablar así a la esposa de un granjero. Desde que llegué a Australia me había impresionado la agresividad con la que la gente trabajaba la tierra y talaba los árboles. La importancia de restaurar la armonía con la naturaleza era el mensaje que había querido transmitir en
En la oscuridad
, pero ignoraba si mi película habría cambiado la mentalidad de alguien. ¿Era posible que un simple paseo junto a alguien pudiera hacer más que lo que podría llegar a conseguir con una película?

Cuando llegamos a Echo Point le pregunté a Grace si le gustaría que les sacara una fotografía a ella y a sus hijas como recuerdo. Aceptó mi oferta agradecida.

—¿Dónde se alojan ustedes? —le pregunté—. Puedo llevarles la fotografía allí en unos días.

—Estamos en el Carrington —me respondió—. Por favor, venga usted el viernes a las tres en punto. Nos encantaría tenerla como invitada para tomar el té de la tarde.

El viernes siguiente, a la hora convenida, subí las escaleras del hotel Carrington con mi cartera de fotografías bajo el brazo. La entrada del hotel daba a una plazoleta rodeada de columnas dóricas, y rematada con una galería de estilo italianizante. Había dos hombres sentados en sillas de mimbre y leyendo sendos periódicos junto a la entrada.

—Es demasiado espantoso como para creerlo —comentó uno de ellos—. Yo habría pensado que con sus contactos era intocable.

Yo había continuado haciendo un esfuerzo deliberado por evitar leer o escuchar las noticias desde que llegué a las montañas. Concedía generosas donaciones a organizaciones benéficas para ayudar a los desempleados, pero las historias de barrios enteros de chabolas que brotaban como setas alrededor de Sídney eran demasiado deprimentes como para hacerle ningún bien a mi ya de por sí atribulada mente. Comprendí que aquellos dos hombres estaban charlando sobre otro político más que había caído en desgracia por no haber sido capaz de arreglar nuestra maltrecha economía.

El té se servía aquel día en el comedor. Cuando el
maître
me condujo a través de los cuadros y las lámparas de araña hasta una mesa al final de la estancia, me sorprendí al ver no solo a Grace y a sus hijas esperándome, sino también a otras muchas damas.

Una de ellas, con un traje de color azul marino y un sombrero a juego, me agarró del brazo antes de que tuviera la oportunidad de sentarme.

—La señora Milson me lo ha contado todo sobre su maravilloso paseo —me dijo—. Me preguntaba si podría llevarnos a mi hermana y a mí a Wentworth Falls la semana que viene. Fuimos allí a hacer una excursión con mi marido y mi cuñado cuando estaban allí durante el fin de semana y aquello se convirtió en unas marchas forzadas. No tuvimos tiempo de pararnos a admirar nada.

—A mí me gustaría intentar acampar en el bosque —comentó una joven de ojos hundidos y piel tan blanca como el mármol.

Las demás mujeres me hicieron peticiones similares hasta que Grace las llamó al orden y les recordó que ni siquiera me las había presentado. Me puse nerviosa. Había venido a las montañas a estar sola, no a convertirme en una especie de guía no oficial de excursiones por el campo para señoras.

Los camareros nos trajeron teteras, sándwiches, bizcochos y tartas cortadas en cuadraditos. Únicamente en aquel momento, cuando la reunión se calmó lo suficiente para mi gusto, me percaté de la presencia de la mujer sentada en el extremo opuesto de la mesa que me estaba sonriendo. No necesitaba presentación. La reconocí por su cabello castaño rojizo y porque tenía un terrier escocés sentado en su regazo y otro tumbado a sus pies en el suelo.

—Usted y yo somos almas gemelas, señora Rockcliffe —me dijo—. Admiré enormemente su obra
En la oscuridad
. Su película y mis ilustraciones muestran a la gente que aquello que es dolorosamente hermoso también resulta frágil. Quizá, de este modo, podamos animar a nuestros conciudadanos a preservar la naturaleza y los animales autóctonos. He estado esperando con expectación a que dirigiera otra película. ¿Cuándo tiene pensado hacerla?

May Gibbs era la autora de
Cuentos de Snugglepot y Cuddlepie
, el libro infantil favorito de Thomas. Él y yo habíamos hojeado los libros de aquella autora juntos, enfrascándonos en las peripecias de aquellos bebés de los gomeros y de Little Ragged Blossom. Los ojos se me llenaron de lágrimas, no solo porque me hubiera conmovido su llamamiento para salvar algo preciado para Australia, sino porque me di cuenta de cuánto echaba de menos a mi familia.

Una semana más tarde me sorprendí al encontrar una carta de Hugh esperándome en la oficina de correos. Hugh no me había escrito en todo el tiempo que llevaba viviendo en las montañas. Cuando le hablé sobre la casita, me acusó de que lo que yo estaba haciendo era huir y me dijo que lo había decepcionado. Ya me estaba imaginando que lo que me había enviado era otra reprimenda, y eso fue exactamente lo que me encontré.

Tú eres la única que se piensa que eres culpable de la muerte de Freddy. El castigo es desproporcionado para el delito, si es que se ha cometido alguno. Espero que haber estado ausente durante tanto tiempo signifique que estás reponiéndote y que vas a dejar de torturarte.

Freddy estaba orgulloso de ti. Extraordinariamente orgulloso. Lo hiciste muy feliz, aunque parece que no hay manera de convencerte para que te des cuenta.

Y ahora que él te necesita, ¿qué has hecho? Has huido a las montañas como un gato asustado. Ahora es cuando le has abandonado y has renegado de tus deberes conyugales.

Me estremecí. ¿De qué estaba hablando Hugh? ¿Cómo podía haber abandonado a Freddy?

Como supongo que sabes, se ha puesto en marcha la Comisión Real en la industria cinematográfica australiana. Tu tío ha sido convocado como testigo, pero no comparecerá hasta el año que viene, y sin duda a ti y a mí también nos llamarán en algún momento del futuro. Pero entonces será demasiado tarde. Los productores australianos se están dedicando a calumniar a Freddy y están dejando su reputación a la altura del betún en toda la prensa. Lo han descrito como uno de esos «taimados yanquis que han llegado aquí para destruir la industria nacional». ¿Dónde estabas tú para defenderlo? ¿Dónde estabas tú para declarar que tu marido puso en peligro su carrera para que la tuya pudiera florecer?

Lancé un grito ahogado. ¿Freddy? ¿Calumniado en todos los periódicos? Cerré los ojos mientras revivía el momento en el que Milos le clavaba el cuchillo en el pecho. No había podido hacer nada para salvarlo. Y ahora la Comisión Real iba a volver a asestarle un golpe mortal.

—¡No! —exclamé—. ¡Freddy hizo todo lo que pudo por este país!

Pasé a la siguiente página, preguntándome si Hugh tendría más noticias terribles que transmitirme. No había leído el periódico durante meses y quizá mi familia había estado tratando de protegerme.

Haz lo que debes por Freddy, Adéla. Haz lo que lo habría hecho sentir más orgulloso. Rueda
El Valle de la Esmeralda. Tienes listo todo lo que necesitas. Robert hará las veces de productor y le dedicaremos la película a Freddy. En los títulos de apertura escribiremos: «Para Frederick Rockcliffe, un gran pionero de la industria cinematográfica australiana»
.

Recordé a May Gibbs contemplándome desde el otro extremo de la mesa en el Carrington. «Su película y mis ilustraciones muestran a la gente que aquello que es dolorosamente hermoso también resulta frágil... He estado esperando con expectación a que hiciera otra película. ¿Cuándo tiene pensado hacerla?»

Regresé a la casita. Haría cualquier cosa por Freddy. Pero ¿acaso tenía las fuerzas necesarias para rodar
El Valle de la Esmeralda
sin él?

Al anochecer me senté a la mesa del comedor y contemplé la puesta de sol sobre el valle. Permanecí inmóvil durante una hora hasta que escuché el crujido en el techo. Miré hacia arriba y vi la lámpara temblar. Entonces, repentinamente, la trampilla del techo se abrió de golpe y un bulto marrón oscuro cayó sobre la mesa, tirando mi taza y el platillo. El bulto era en realidad una criatura de patas anchas. Se retorció hasta incorporarse y me observó con ojos brillantes. Aquel animal se parecía a Ángeles, pero sus orejas eran más pequeñas y redondas y no tenía ninguna marca facial. Lucía un lustroso pelaje marrón oscuro y el olor que desprendía era una mezcla de hojas y corteza de eucalipto. Ni el animal ni yo nos movimos durante varios minutos. Me percaté de que colocaba una de sus patas traseras de forma diferente al resto y entonces me di cuenta de que le faltaba el pie izquierdo. Se trataba de una herida antigua que había cicatrizado y me pregunté qué tipo de desgracia habría sufrido: ¿un gato, un zorro o un cepo metálico?

—No pasa nada —le dije, poniéndome en pie lentamente y apartándome de la mesa—. No voy a hacerte daño.

El pósum clavó sus ojillos sobre mí mientras recorría lentamente la habitación para abrir la puerta que daba a la escalera trasera. Le di un empujón a la puerta y regresé poco a poco hasta el otro extremo de la estancia. El pósum levantó la naricilla para olfatear el aire y entonces, tras una mirada final en mi dirección, saltó de la mesa y corrió hacia la puerta. Se lanzó sobre la barandilla y desde allí se encaramó hasta el pino más cercano.

«Ha aprendido a compensar la pérdida del pie», pensé. Le habían hecho una herida gravísima, pero había logrado sobrevivir.

Entré en la cocina en busca de la escoba y el recogedor y entonces se me ocurrió una idea: yo tenía que hacer exactamente lo mismo que aquel pósum. La herida siempre estaría ahí, pero debía aprender a vivir con ella y a continuar con mi vida.

Limpié el estropicio y volví a tomar asiento para escribir a Hugh. Tenía el corazón agitado por el miedo y la esperanza.

Muy bien, Hugh. Tenemos que hacer
El Valle de la Esmeralda. ¿Cuándo puedes venir?

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