Secreto de hermanas (51 page)

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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

—Yo creo que vais a tener gemelos —sentenció Ranjana mientras me ayudaba a quitar las costuras al vestido amarillo de Klára para su actuación en la fiesta de graduación, que tendría lugar al final de la semana.

Klára estaba demasiado pálida para alguien que acababa de regresar de un balneario. Además, tenía una tos persistente.

—No es más que un picorcillo en el fondo de la garganta —me aseguró.

Me prometió que vería al médico de la familia Swan tan pronto como hubiera pasado su concierto.

—Fue el doctor Fitzgerald el que confirmó mi embarazo —me contó—. Ha sido muy amable y competente.

La semana del concierto de graduación de Klára me asediaron toda clase de sueños perturbadores. Emilie aparecía en ellos. A veces estaba inclinada sobre mi cama, y en otras ocasiones se encontraba en la sala de música de nuestra casa en Praga. Parecía como si quisiera decirme algo, cosa que a mí me aterraba, por lo que lograba desaparecer de los sueños antes de que ella pudiera pronunciar palabra. Pero entonces, la noche antes del concierto, soñé con un océano agitado que supe que era el mar que se encontraba entre Praga y yo. Las pesadillas de cadáveres flotando en el agua eran señal de mala suerte. Presagiaban una muerte.

Entré en la sala de conciertos del conservatorio junto con las familias Rose y Swan y con Freddy, Hugh y Esther, e imaginé lo orgullosa que se hubiera sentido nuestra madre en aquel momento. A pesar de estar tan lejos de la cultura musical de Europa, Klára se había aplicado mucho y se iba a graduar en la Escuela Superior del Conservatorio. Era un gesto muy ambicioso por su parte y por la de sus compañeros de clase haber elegido el
Concierto de Piano
núm. 5 de Beethoven como pieza de graduación. Se trataba de una composición espectacular tanto por su escala como por su naturaleza. Sin embargo, durante los ensayos de la semana anterior, y a pesar de la ausencia de Klára, no habían cometido ni un solo error. Mi única preocupación era lo agotada que parecía cuando la ayudé a ponerse el vestido aquella noche. El director de la escuela, Alfred Steel, transformó la palidez de mi hermana en nervios cuando la vio, pero a mí me preocupaba que se tratara del embarazo. Madame Henri, la profesora de francés de la escuela, que estaba sentada entre bastidores con el objetivo de calmar a los que se pusieran nerviosos, le indicó a mi hermana que se tumbara en el vestuario y descansara antes de su actuación.

—Puedes sentarte aquí, entre bastidores, mientras ella toca —me dijo.

Mientras un grupo tocaba el Cuarteto de cuerda en sol mayor de Mozart, miré a mi alrededor al resto del público y examiné sus rostros. Todo el mundo parecía embelesado. A continuación escuchamos unos solos de Handel, en los que los estudiantes no fallaron ni una nota y los interpretaron de un modo tan sublime que me cosquillearon los dedos de los pies. Pero durante todo el tiempo estuve apretando y relajando los puños a la espera de que apareciera Klára. Si era capaz de sacar adelante su interpretación, después podría descansar en casa hasta que naciera el bebé.

Cuando el programa estaba llegando al turno de mi hermana, me deslicé de nuestra fila y me introduje a hurtadillas entre bambalinas, como madame Henri había sugerido. Klára se encontraba allí, esperando con la orquesta. Me alegró ver que había recobrado el color del rostro y no había rastro de su tos. También me sentí satisfecha al comprobar que el hábil pliegue que yo le había hecho a la tela de su vestido a lo largo de la falda ocultaba perfectamente el embarazo.

Klára me había contado que los nervios que sentía en cada interpretación desaparecían en el momento en que sus manos acariciaban el teclado, así que casi salté de alegría cuando comenzó a interpretar las cadencias del primer movimiento de un modo vibrante y apasionado. Las notas que producía en el piano saltaban como chispas de energía. La orquesta la acompañaba perfectamente y la claridad de las flautas y los oboes me hizo pensar en un palacio de hielo ubicado en un reino invernal. Me imaginaba la luz refulgiendo sobre los carámbanos y sentía la quietud del aire helador.

El cambio del segundo movimiento lírico me proporcionó calma y atrajo una tierna música a mis oídos. Me asomé entre los cortinajes del telón para ver a mi hermana, que siempre había logrado asombrarme por su capacidad para crear contraste entre el dramatismo y la tranquilidad. Dejé caer la cortina y cerré los ojos.

No hubo interrupción entre el segundo movimiento y el tercero, y casi estuve a punto de pellizcarme en anticipación al majestuoso final. Entonces me percaté de que las notas se enturbiaban. Era muy sutil, y solamente me di cuenta porque la había oído ensayar aquella pieza muchísimas veces antes. Abrí los ojos y miré a través del cortinaje. Klára se había recuperado de su error y estaba tocando el movimiento sin fallos, como antes. Pero me sorprendí al verla bañada en sudor. Tenía una mancha oscura en la parte inferior de la espalda y el cabello húmedo detrás de las orejas. Ella era una de aquellas personas de piel fresca que apenas transpiraban, a diferencia de mí, que me ponía a sudar en menos que canta un gallo. ¿Acaso se estaba cansando? ¿Había perdido las fuerzas? A pesar de su aspecto desaliñado, mi hermana completó el tranquilo «diálogo con los timbales» antes de que el resto de la orquesta se le uniera para el conmovedor final.

Cuando Klára levantó las manos del teclado, el público no pudo contener su entusiasmo. Todo el mundo se puso en pie para dedicarle una ovación. Ella les agradeció su gesto poniéndose en pie y haciendo una ligera reverencia.

Se dio media vuelta y yo tuve que contener un grito ahogado. El rostro de mi hermana había adquirido una tonalidad grisácea. «¡Dios mío! —pensé—. Se va a desmayar.»

Klára salió del escenario tambaleándose, y la pude sujetar entre mis brazos antes de que se desvaneciera. Era mucho más alta que yo, por lo que tuve que emplear todas mis fuerzas para no perder el equilibrio. La ayudé a sentarse en una silla. Madame Henri llegó rápidamente junto a nosotras.

—Iré a buscar un poco de agua —dijo.

Le aparté a mi hermana el cabello de la cara. El público aún seguía aplaudiendo, esperando que ella volviera a reaparecer en el escenario.

—Klára —le dije, atrayéndola hacia mí—. ¿Qué te sucede?

Se volvió hacia mí y el terror que vi en su mirada me heló la sangre.

—¿Es el bebé? —le pregunté, colocándole la mano sobre el estómago.

Klára negó con la cabeza.

—Lo he visto. Estaba sentado entre el público.

—¿A quién? —le pregunté.

Los pálidos labios de Klára temblaron. Le costó un gran esfuerzo hablar y cuando lo hizo, solo logró emitir un leve murmullo.

—A Milos.

VEINTIDÓS

La mañana siguiente al concierto, Robert, su madre y su hermana, Freddy y yo nos sentamos en la sala de estar de la residencia de los Swan a la espera de que el doctor Fitzgerald llegara para examinar a Klára. Tío Ota, Ranjana, Hugh y Esther esperaban en Watsons Bay el diagnóstico del médico. Mientras mi hermana dormía en la planta de arriba, Robert tamborileaba con los dedos sobre el brazo de su butaca y yo trataba de ordenar mis pensamientos. Habían pasado ya casi seis años desde la última vez que habíamos visto a Milos. Klára me había contado que había logrado seguir tocando bajo su mirada escrutadora únicamente gracias a que había hecho grandes esfuerzos para no demostrar que lo había reconocido. Pero realmente lo había visto, ¿o se lo había imaginado? Yo no había advertido su presencia entre el público cuando había mirado a mi alrededor, y ella se encontraba bajo muchísima tensión. Recordé a Philip instruyendo a Ranjana para que hiciéramos la vida de Klára lo más tranquila posible después de su paso por Broughton Hall. Recé por que no estuviera sufriendo una recaída y que sencillamente su agotado subconsciente le hubiera jugado una mala pasada. La otra alternativa —que Milos efectivamente hubiera recorrido aquel largo camino para venir hasta Australia— era demasiado horripilante como para planteársela.

El doctor Fitzgerald llegó como lo solían hacer los médicos rurales. Oímos el ruido de cascos de caballo y nos apresuramos a salir a la puerta principal para recibirlo; iba vestido de negro y venía conduciendo una calesa tirada por un caballo.

—Buenos días —saludó, apeándose del vehículo y sacando un maletín de cuero del asiento.

Por la tupida mata de cabello plateado que apareció cuando se levantó el sombrero, calculé que el doctor debía rondar los sesenta años. Pero tenía una complexión fornida y una piel tersa y pálida.

El doctor Fitzgerald saludó a mi hermana con una sonrisa cuando él y yo entramos en su dormitorio, pero ella le devolvió un frío saludo. Me sorprendió, porque anteriormente siempre me había hablado muy bien del médico.

El doctor Fitzgerald esperó un instante y entonces se aclaró la garganta.

—Tengo entendido que no se ha sentido usted bien últimamente, señora Swan —le dijo—. Lo lamento.

Klára arqueó las cejas y se volvió hacia mí. Tenía las pupilas dilatadas y las venas se le traslucían bajo la piel. No parecía ella. Miré fijamente al doctor. Quizá mis peores temores se habían hecho realidad: la enfermedad que la había internado en Broughton Hall había vuelto a aparecer. ¿Acaso no había estado mi hermana convencida de que había visto a Milos en el barco que nos trajo hasta Sídney?

El doctor Fitzgerald le tomó el pulso y la temperatura. Yo me senté en una silla junto a la ventana, escuchando al médico mientras le pedía a mi hermana que respirara profundamente y tosiera en un pañuelo. Traté de leer entre líneas y comprender qué estaría pensando el médico, pero su trato era alegre y profesional, aunque, mirándolo a los ojos, comprendí que algo andaba mal.

Mi miedo aumentó cuando, posteriormente, el doctor Fitzgerald quiso hablar conmigo y con Robert en la sala de estar.

—El embarazo de la señora Swan parece evolucionar con normalidad, pero está nerviosa por algo —nos explicó—. Y sin embargo, lo que más me preocupa es esa tos. ¿Hace mucho tiempo que la tiene?

Le respondí que hacía muy poco que me había percatado de la tos de Klára.

El doctor Fitzgerald asintió.

—Una prueba de la piel podría servirnos como indicación —nos dijo—. Y no está tosiendo sangre, pero podría tratarse de tuberculosis.

Esa era la segunda conmoción que me sobrevenía en menos de veinticuatro horas. Me desplomé en una silla. ¿Tuberculosis? Aquella era la gravísima enfermedad que había terminado con la vida de Lottie Lyell.

Me volví hacia Robert, que se había quedado lívido, y de nuevo miré al doctor Fitzgerald.

—¿Mi hermana se va a morir? —le pregunté.

El doctor Fitzgerald frunció los labios.

—Sea lo que sea lo que la está enfermando, creo que todavía no es irreversible. Podría mejorar con descanso, aire fresco y buena comida.

—Pero la mayoría de los tuberculosos mueren, ¿no es cierto? —dijo Robert, agarrándose al respaldo de una silla—. ¿Y el bebé...?

El doctor Fitzgerald negó con la cabeza.

—Algunos pacientes padecen una versión suave de la enfermedad a lo largo de su vida, mientras que otros se curan espontáneamente. Creo que su esposa y su hijo están seguros por el momento, siempre que la señora Swan no experimente ninguna experiencia traumática o disgusto.

«¿Ninguna experiencia traumática o disgusto? —pensé—. ¡Pero si piensa que ha visto a Milos!»

A Robert le temblaban las manos mientras contemplaba al doctor Fitzgerald anotando los cuidados que le iba a prescribir a Klára. Cuando el médico se marchó, informamos a los demás sobre la naturaleza de la enfermedad de mi hermana. Más tarde, Freddy y yo nos sentamos en el porche mirando cómo se oscurecía el cielo y amenazaba lluvia. ¿Se iba a morir Klára? ¿Iba a perder a su bebé? Con aquellas preguntas en la cabeza, casi lograba olvidarme de que mi hermana afirmaba haber visto a Milos.

Tío Ota escribió al doctor Holub preguntándole si sabía el paradero de Milos. Durante aquella época de preocupación mientras esperábamos su respuesta, las mujeres de las dos familias de Klára nos aliamos para cuidarla y que recobrara la salud. La Navidad y otros compromisos cayeron en el olvido mientras Ranjana, la señora Swan, Mary, Esther y yo nos afanábamos en nuestras labores. Abríamos y cerrábamos las ventanas para permitir que se beneficiara del aire fresco sin que llegara a enfriarse; la metíamos en baños de vapor; supervisábamos sus comidas; le dábamos friegas y les indicamos a los sirvientes que lavaran e hirvieran la ropa blanca diariamente... La enfermedad de Klára nos trajo una bendición oculta: nos unió. La señora Swan y Ranjana se hicieron amigas íntimas. Solía encontrármelas tomando el té juntas en el porche y compartiendo historias sobre la India. Esther y yo creamos un vínculo con Mary, que demostró ser muy buena organizadora. Hizo la planificación necesaria para que Klára tuviera siempre a alguien a su lado.

Recibí la respuesta del doctor Holub a nuestra pregunta con un alivio indecible:

Pan
Dolezal se ha mudado a Viena con su esposa. He utilizado un contacto para comprobar que se encontraba en Austria en la fecha que mencionaban. Y sí, allí estaba, de modo que la persona a la que
paní
Swan vio no podía ser su padrastro...

—¡Gracias a Dios! —exclamé cuando terminé de leer la carta.

El doctor Holub confirmaba lo que yo había sospechado: que la mala salud de Klára y su estado de nervios la habían hecho creer que había visto a Milos.

—Por lo menos ahora puedo dejar de vivir con el miedo de que Milos está escondiéndose en todos los rincones y recovecos, y dedicarme a disfrutar de que la salud de mi hermana va mejorando —le aseguré a Robert.

Me dirigí al dormitorio de Klára para comunicarle las tranquilizadoras noticias. Mientras subía las escaleras, pensé en cómo debía contárselo. Quería explicarle que su error podría haberlo cometido cualquiera que no se sintiera bien para evitar insinuar que su equivocación pudiera haber sido la consecuencia de una perturbación mental.

Cuando entré en la habitación, ella estaba sentada en la cama con las manos entrelazadas alrededor de las rodillas, mirando por la ventana.

—Klára —le dije, aproximándome hacia la cama—. Hemos recibido una carta del doctor Holub.

Klára modificó su postura ligeramente, pero no hizo ningún comentario. Le leí la carta.

—Ya ves, el hombre que estaba entre el público, quienquiera que fuese, no era Milos.

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