—Klára te guarda los secretos, y a mí me parece bien. Si tú le pediste que jamás hablara de ello, nunca lo hará. Siento lo que te pasó con Philip, pero no puedo decir que lamente que te hayas casado con Freddy. Él y tú habéis sido buenos el uno para el otro. Os habéis revivido mutuamente.
Eran casi las diez y Robert estaba invitado a dar una charla a las once sobre instrumentos indonesios en el Conservatorio de Música. Le dije que tenía que marcharme. Llamó a la sirvienta para que me trajera el abrigo. Cuando regresó con él, también me entregó una bolsa de bulbos.
—La señora Swan me ha pedido que le dé esto —me dijo.
—Mi madre sabe que mañana es tu día de jardinería —me explicó Robert—. Klára se lo ha contado.
—El miércoles es el día libre de Rex —aclaré—. Me gusta pasar el tiempo a solas en el jardín planificando qué plantas añadiré y cuáles trasplantaré o sustituiré. Me ayuda a resolver los problemas de mi guion.
Robert me acompañó hasta el coche.
—Tengo que darte las gracias, Adéla —me dijo—. Has sido muy amable conmigo y has logrado contentar a mi madre y a mi hermana con los preparativos de la boda. Nos has «salvado» la vida en una situación en la que muchas cuñadas nos lo habrían puesto difícil.
Las palabras de Robert me recordaron a madre y a Emilie.
—Me alegra haber sido de ayuda —le aseguré, dándole la mano.
Robert se inclinó y me besó en la mejilla.
—Muy pronto seremos cuñados, ya sabes.
Regresé a casa con el corazón en un puño. Los obreros habían terminado el cenador y estaban plantando los helechos. El jardín se había transformado desde que yo me había mudado a casa de Freddy. Rex y yo nos habíamos deshecho de la vegetación más adecuada para Europa y sus crudos inviernos. Este jardín estaba lleno de camelias de hojas relucientes, lili pilis sin podar, helechos arborescentes, arriates de gardenias, boronias, margaritas australianas y agapantos. Los loris arco iris y los melífagos saltaban de aquí para allá sobre las flores de los limpiabotellas y las grevilleas, mientras que los patos chapoteaban en el estanque. Habíamos plantado gomeros jóvenes en las esquinas del jardín donde un día llegarían a ser árboles. Todavía no había visto ningún pósum ni ningún zorro volador, pero con el tiempo vendrían, cuando los árboles crecieran.
«Freddy y tú habéis sido buenos el uno para el otro. Os habéis revivido mutuamente», me había dicho Robert.
Abrí la puerta de la casa, contenta por poder pasar el día a solas. Llamé a Regina y le pedí que me preparara el té. La sirvienta miró disimuladamente hacia la puerta de la sala de estar, que se hallaba cerrada. La abrí de un golpe y me quedé pasmada por el torbellino de color que me saltó a la vista. En todas las mesas y sobre los muebles había ramos de flores: rosas, dalias, lirios, iris, gerberas y girasoles.
Regina me entregó un sobre, sonrió y desapareció. Miré el sobre y lo abrí.
Querida mía:
Gracias por mi encantadora cena de cumpleaños de ayer noche. Estabas cansada cuando volvimos a casa y olvidaste esconder tu guion. Lo encontré sobre la mesa junto a tu bolso. No pude resistir la tentación de leerlo. ¡Vaya historia! Amor mío, esta vez te has superado a ti misma. No puedo esperar para empezar
El Valle de la Esmeralda
junto a ti.
Te quiere,
tu Freddy
Me hundí en el sofá abrumada por todo aquello. Las flores llenaron el ambiente de la habitación con su fragancia embriagadora. Cerré los ojos y traté de contener las lágrimas. No podía abandonarme al llanto. Si lo hacía, quizá no sería capaz de volver a levantarme del sofá de nuevo.
Si la señora Swan estaba tan ilusionada por celebrar una boda anglosajona tradicional, incluso aunque no tuviera lugar en una iglesia, no debía haber permitido que su hijo se casara con alguien de nuestra familia. Tío Ota salió de la casa con un chaqué y pantalones con dobladillos, guantes blancos y un clavel en la solapa. Klára estaba preciosa con su vestido de encaje con cola en la parte de atrás y un velo con un tocado de romero. Ranjana la seguía con un sari de color nacarado y Mary y yo nos deslizamos tras ella con sendos vestidos bordados de perlas y faldas en puntas.
Caminamos por la alfombra verde flanqueada de macetas de petunias y pasamos junto a los invitados hacia el cenador, que estaba decorado con rosas. Robert, que se encontraba de pie junto a Freddy, sonrió de oreja a oreja a su bellísima novia. Pero la boda tradicional inglesa acabó ahí. Antes de que la pareja hiciera sus votos, Ranjana ató un pañuelo desde la cintura de Klára hasta el hombro de Robert que simbolizaba el lazo matrimonial, y tío Ota colocó una piedra en el suelo del cenador para que Klára y Robert pusieran su pie derecho encima. Ambas eran tradiciones indias para bendecir a la pareja. Más tarde, durante la recepción, el vals nupcial dio paso a una polca que animó la fiesta definitivamente. La señora Swan prácticamente se desmayó al ver que sus invitados abandonaban desdeñosamente la tradición. Hugh y yo la calmamos ofreciéndole champán. Freddy pasó dando vueltas y se la echó a los brazos, haciéndola girar por la pista de baile hasta que la buena señora se sonrojó como una jovencita.
—Me gustan los europeos —escuché que le decía a Freddy—. ¡Son tan... animados!
Me volví a mirar a Esther y a Thomas. Mi primo tenía dificultades para doblar la rodilla, pero se movía bastante bien con la ayuda de Esther y ya no necesitaba usar muletas.
Más tarde, durante la cena, Freddy leyó en voz alta los telegramas de los invitados que no habían podido asistir. Se detuvo un instante antes de leer el último: «El doctor Philip Page desea al señor y la señora Swan toda la felicidad del mundo para su nueva vida en común».
—Qué asunto tan terrible el del doctor Page —oí que decía una matrona de la alta sociedad a su acompañante durante la cena.
—¿Pero acaso no es el mejor pediatra de Sídney? —le preguntó su acompañante.
La matrona se rio entre dientes.
—Efectivamente, puede que desee usted acudir a su consulta en busca de tratamiento..., pero ninguna familia decente lo aceptaría en su hogar. Dicen que su esposa se ha metido en toda clase de cosas en Londres y que incluso está viviendo con otra mujer.
—¡Dios santo! —exclamó su acompañante—. ¡Y eso que los Page solían ser una familia muy respetable!
Sentí la humillación de Philip tan profundamente como si aquella mujer hubiera estado hablando de mí. Contemplé a Klára y a Robert, tan felices y enamorados. Nuestra familia se sentiría orgullosa de recibir a Philip en nuestros hogares de no ser por los complicados sentimientos que me producía. Lo único que él había deseado era ayudar a la gente y ahora se le consideraba un visitante poco adecuado: no era ni un buen partido ni un hombre decentemente casado. De repente me di cuenta de que detestaba lo que Beatrice le había hecho. No solamente había arruinado sus posibilidades de tener una vida feliz, casado y con hijos, sino que lo había expuesto a la ignominia pública. Si lo que aquella mujer había dicho era cierto, Philip tenía motivos fundados para pedir el divorcio. No obstante, a la prensa no había nada que le gustara más que el escándalo, y Philip probablemente temía arrastrar aún más el nombre de su familia por el fango.
Cuando llegó el momento de que Klára y Robert se marcharan, los invitados se alinearon formando un pasillo a ambos lados de la alfombra verde. Cada uno llevábamos una vela en la mano. Me sentí como si un trozo de cristal se me hubiera quedado clavado en el fondo del estómago. La mera idea de que mi hermana, que casi formaba parte de mí, ya no viviera bajo mi mismo techo suponía una separación que preferí quitarme de la cabeza mientras estaba planificando su boda. Comprendí lo poco preparada que estaba para ello. Ya había sido bastante difícil acostumbrarme a dormir en habitaciones separadas cuando me casé con Freddy y Klára vino a vivir con nosotros.
«No llores —me dije a mí misma—. No estropees el momento.» Pero cuanto más trataba de controlarme, más rápido se me llenaban los ojos de lágrimas. ¿Quién podría comprender a Klára mejor que yo, y ella a mí?
Klára se colocó delante de mí. Bajo la luz de la vela vi que en su mirada también se entremezclaban la felicidad y el nerviosismo. Cuando contempló a Robert, lo hizo con adoración. Pero cuando me miró a mí, le temblaron los labios.
—Debemos comprar una casa en la que podamos vivir todos juntos, como cuando estábamos en Watsons Bay —me susurró.
—Klára... —comencé a decir, pero no pude terminar.
¿Cómo podía reprender a mi hermana y decirle que ahora éramos mujeres casadas y que debíamos formar cada una nuestra propia familia con nuestros respectivos maridos? Estaba intentando con todas mis fuerzas no retenerla y dejarla marchar.
Cuando Klára y Robert se fueron, Freddy me condujo a Cremorne Point y nos sentamos juntos en el coche con la capota bajada y miramos las estrellas. Freddy percibió mi tristeza y por eso no mencionó la boda.
—He estado pensando sobre
El Valle de la Esmeralda
—me dijo—. En realidad, solo existe un lugar en el que podamos rodarlo: las Montañas Azules.
Me volví hacia él. Yo había escrito la película con las Montañas Azules en mente, pero Freddy y Hugh habían estado buscando localizaciones más cercanas a Sídney para las escenas de naturaleza. Las Montañas Azules estaban a poco más de 120 kilómetros, pero las carreteras para llegar hasta allí eran escabrosas y no sería un viaje fácil. También significaría que tendríamos que pagar más a nuestros actores, ya que los alejaríamos de los escenarios.
—¿De verdad? —le pregunté a Freddy—. ¿Y qué pasa con los gastos?
—¡Al diablo los gastos! —me respondió.
Freddy no se imaginaba lo feliz que acababa de hacerme.
Para distraerme de la pérdida de Klára y de mis pensamientos recurrentes sobre Philip, convencí a Freddy de que me llevara al Cine de Tilly todas las noches, aunque eso significara ver la misma película varias veces. Una noche después del pase, tío Ota invitó a Charles Chauvel a que diera una charla sobre su nueva película. Nos había encantado su primera obra,
The Moth of Moonbi
, y estábamos deseando escuchar lo que fuera a contarnos.
Greenhide
era una película muy bien estructurada, por lo que me sorprendí cuando Chauvel dijo ante el público que había tenido que viajar por los pueblos del Outback de Queensland para conseguir proyectarla, pues las principales salas de cine no estaban interesadas en ella.
—E incluso en el Outback tuve que pagar a los dueños de los cines para que retiraran la película estadounidense que tenían en cartel para esa noche y hacer yo mismo toda la publicidad —nos contó.
Chauvel no solo era guionista y director de cine, ¡sino que también hacía las veces de empresario, productor, publicista y distribuidor! Me hizo valorar lo fácil que me resultaba dirigir a mí películas gracias a Freddy.
—Si esto continúa así, la industria cinematográfica australiana morirá en cuestión de un año —le dije a él cuando ya estábamos en casa y nos habíamos sentado en la cocina a beber nuestro vaso de crema de leche antes de irnos a la cama.
Freddy arqueó una ceja.
—¿Por qué eres tan pesimista? Australasian Films ha construido un nuevo estudio, y ha invertido más de cien mil libras en equiparlo.
Tío Ota me había hablado sobre aquel nuevo estudio. Australasian Films no pretendía producir películas australianas, sino que lo que querían era hacer cine con sabor norteamericano en Australia, donde los costes eran más baratos. Habían contratado a un director estadounidense, Norman Dawn, para dirigir la producción de
For the Term of His Natural Life
. El argumento estaba basado en una historia clásica australiana, pero las estrellas eran norteamericanas y parecía que la producción iba a ser un gran espectáculo al estilo Hollywood. El presupuesto ascendía a la asombrosa cifra de cuarenta mil libras. El hecho de que Australasian Films repentinamente estuviera invirtiendo en la industria nacional quizá tenía que ver con que estaban a punto de investigarse los intereses del Combinado y la industria cinematográfica estadounidense en Australia.
—¿No te preocupa la Comisión Real, Freddy? —le pregunté—. Van a convocaros a ti y a otros distribuidores estadounidenses para que expliquéis vuestras prácticas.
—¡Ah! —exclamó Freddy—, pero yo he apoyado a una de las mejores directoras de este país. Y he ayudado a su tío a que mantenga los cines locales en manos australianas. E incluso lo he protegido para que no acabara en una lista negra cuando ha proyectado películas australianas antes que estadounidenses.
—Sí, querido —le respondí—, pero eso lo has hecho a hurtadillas. Esa no ha sido tu labor en Galaxy Pictures y claramente no es para lo que te enviaron aquí. Te animaron a que bloquearas la industria nacional para abrirla a los productos estadounidenses. ¿A quién vas a representar cuando te convoquen ante la comisión? ¿A Hollywood o a Southern Pictures?
—Lo decidiré ese mismo día dependiendo de dónde sople el viento —respondió Freddy, bebiéndose el resto de la leche y colocando el vaso sobre la mesa.
Después, al ver mi mirada de desdén, se echó a reír y añadió:
—Si
El Valle de la Esmeralda
funciona como espero, dejaré de trabajar para Galaxy Pictures y empezaré a trabajar para ti.
La semana anterior, Freddy y yo habíamos ido a ver la película de las hermanas McDonagh,
Those Who Love
. La historia contaba con una caracterización, una actuación y una historia hermosísimas. Aquellas inteligentes hermanas australianas habían hecho una película con menos de mil libras y habían logrado venderla hasta en Inglaterra. El presupuesto para
El Valle de la Esmeralda
era de diez mil libras, una cifra con la que la mayoría de los directores australianos no podían ni soñar.
Besé a Freddy en la mejilla. No tenía excusa para no hacer la mejor película posible. «Yo tendría que ser más como mi marido —pensé— y no dejar que este deprimente discurso sobre la industria cinematográfica nacional me afecte tanto.»
Klára y Robert regresaron de su luna de miel en Hepburn Springs a mitad de diciembre. Klára ya lucía un pequeño bulto en el vientre y había cogido peso, cosa que se le notaba en la cara.
—Ha sido por las tortitas que comíamos de desayuno todas las mañanas —comentó, apartándose su mata de cabello oscuro del rostro y acariciándose el vientre con las palmas de las manos.