La puerta de la consulta se abrió y desperté de mi ensoñación. Salió una enfermera con un niño que andaba con muletas.
—¿Puedo ayudarla en algo? —me preguntó.
De algún modo, la frialdad de su tono me hizo comprender lo estúpido que era lo que estaba haciendo.
—No, gracias —le dije, dándome la vuelta y alejándome de allí a toda prisa.
Después de aquello me prometí a mí misma que no volvería a acercarme jamás a la consulta de Philip.
A la mañana siguiente, mientras Klára dormía, Freddy y yo tomábamos el desayuno en la terraza. El disgusto del día anterior me había abierto el apetito y se me hizo la boca agua al ver los huevos revueltos, las tostadas recién hechas y la mantequilla.
Tomé asiento, y la sirvienta, Regina, me sirvió una taza de té. Cogí un pomelo y le espolvoreé azúcar por encima. Mientras lo hacía, me fijé en Freddy. Su rostro había adoptado una expresión de suficiencia.
—¿Qué sucede? —le pregunté.
—Esta mañana he estado leyendo mi correspondencia —me dijo—. Y los intercambios cinematográficos han demostrado lo que yo ya sabía sobre
En la oscuridad
. —Se detuvo un instante y me sonrió—. Eres toda una triunfadora, querida.
En la oscuridad
se ha vendido no solo en Estados Unidos, sino también en Francia y Alemania.
Dejé caer el pomelo. Freddy había nombrado los mercados cinematográficos más grandes del mundo, aparte de Gran Bretaña y Australia. No se me ocurrió nada que decir. No era tan presuntuosa como para pensar que mi primer intento de largometraje sería un éxito como
La muerte de Sigfredo
, de Lang, pero había superado todas mis expectativas.
—Eso es maravilloso, Freddy... No habría podido hacerlo sin ti.
A pesar de haberme dado aquellas sorprendentes noticias, Freddy parecía estar guardándose algo.
—Me estás tomando el pelo —me quejé—. Vamos, suéltalo. Hay algo más, ¿verdad?
—Ajá —musitó Freddy cogiendo una tostada y untándole mantequilla.
—¡Vamos, Freddy! —le imploré—. ¡Esto es demasiada tensión para estas horas de la mañana!
Echó hacia atrás la cabeza y profirió una carcajada.
—Bueno, de acuerdo —concedió—. Te lo diré. He vendido tu corto de
El Bunyip
para proyectarlo junto con la película.
—¿De verdad? —pregunté, tensando la espalda y tratando de ocultar mi irritación.
Claramente, Freddy se sentía muy orgulloso de sí mismo, y yo no deseaba desanimarlo. Sin embargo, no esperaba que mi primer corto fuera a proyectarse fuera de las fronteras de Australia. No tenía tan buen nivel como
En la oscuridad
. Después de todo, lo había rodado con retales de cinta y con menos de doscientas libras. No es que me sintiera avergonzada de él, pero no quería que se viera a lo largo y ancho del mundo.
—El distribuidor alemán lo ha enviado al mercado europeo —dijo Freddy con una sonrisa de oreja a oreja—. Y adivina... ¡Lo han vendido en Checoslovaquia! ¡Lo van a proyectar en tu país natal, cariño!
Un escalofrío me recorrió los huesos mientras la mente se me ponía en marcha a toda velocidad para recordar los detalles. Para
En la oscuridad
había empleado mi nombre de casada, Adéla Rockcliffe, en los créditos finales. Pero ¿y para el corto de
El Bunyip
? ¡Dios mío! ¡Pero si Klára era la protagonista!
Checoslovaquia y Australia estaban tan alejadas geográfica y culturalmente que nunca me habría podido imaginar que mis películas se fueran a proyectar en mi antiguo país. Qué tonta había sido al exponerme de aquella forma en público. ¡Tendría que haberme contentado con quedarme entre bastidores!
Me levanté de un salto y la jarra de leche salió volando por encima de la mesa.
—¡Tienes que impedir que la proyecten! ¡Tienes que romper el contrato!
Freddy esperaba que yo me alegrara y se quedó perplejo ante mi arrebato.
—¿Por qué? —me preguntó.
—Porque mi padrastro podría verla. Entonces sabrá dónde estamos.
Freddy se sonrojó ante la energía de mi recriminación, pero seguía sin comprender qué había motivado mi comportamiento.
—¿Y qué importa si se entera?
Nunca le había contado la verdadera razón por la que Klára y yo huimos de Praga, ni siquiera después de casarnos. Quería olvidar lo que había sucedido. También me asustaba la obstinación de Freddy. Si le contaba toda la historia, probablemente iría a Praga a acabar con Milos. Y lo único que conseguiría sería terminar muerto o ir a la horca por matar a un hombre sin pruebas.
—Porque mi padrastro asesinó a mi madre y ahora quiere deshacerse de Klára y de mí. Vinimos aquí huyendo de él —le expliqué.
Freddy se quedó estupefacto. Me miró fijamente y me dijo:
—Pensaba que habíais dejado Praga tras la muerte de tu madre. Creía que no teníais ningún otro sitio al que ir y que por eso vinisteis para quedaros con tus tíos.
Me presioné las manos contra la cara. Había sido maravilloso sentirse seguras en Australia y ahora todo se había echado a perder. Levanté la mirada hacia Freddy. Sus ojos refulgían por la ira.
—¡Yo soy tu marido! —me espetó—. ¡Se supone que debes contármelo todo! ¿Cómo has podido ocultarme esto?
Freddy nunca me había hablado con tanta brusquedad. Me sentía tan abrumada por mi propia insensatez que no podía añadir nada más. Nos quedamos sentados en silencio durante un instante, ninguno de los dos miró en la dirección del otro. Finalmente, Freddy se puso en pie.
—Voy a enviar un telegrama a Alemania inmediatamente —anunció.
Freddy canceló el contrato y volvió a comprar
El Bunyip
al intercambio cinematográfico correspondiente, pero ya se había proyectado en un cine de Praga. ¿Cuántas posibilidades había de que Milos lo hubiera visto? Cuando madre vivía, él siempre había afirmado que el cine era para las clases bajas. Pero las cosas habían cambiado rápidamente desde entonces. Casi todo el mundo iba al cine en aquella época. Lo único que podíamos hacer era esperar más noticias del doctor Holub.
Por el aniversario de bodas de Ranjana y tío Ota, Klára, Esther y yo decidimos llevar a Thomas a la playa de Bondi durante todo el día. No solamente lo hicimos porque quisiéramos jugar en la arena con él, sino también porque creíamos que tío Ota y Ranjana necesitaban pasar tiempo juntos. Klára, que se consideraba una experta en romances, nos convenció de que tío Ota y Ranjana habían dejado de intercambiarse las miradas insinuantes que habían compartido en el pasado y que se trataban mutuamente como a dos viejos sofás cómodos.
—Es por el cansancio —sentenció con tal autoridad que me convenció totalmente de su razonamiento—. Ambos han trabajado duro y nos han apoyado. Necesitan un día para ellos.
Nos pusimos de acuerdo para darles tiempo libre a Ranjana y tío Ota. Después de todo, el inicio de su relación había sido realmente romántico: no muchos hombres podían decir que habían arrancado a sus esposas de un ataúd en llamas y que se habían enamorado en el momento en el que habían posado sus ojos sobre ellas. Mientras Ranjana y tío Ota aún estaban durmiendo, les hicimos el desayuno con panecillos recién horneados.
—¿Qué es ese delicioso aroma? —escuché que le preguntaba tío Ota a Ranjana en el dormitorio.
Colocamos unas camelias en un jarrón sobre el centro de la mesa y comprobamos que los platos y la cubertería estaban en su lugar sobre el mantel de encaje. Cuando escuchamos a tío Ota y a Ranjana bajando las escaleras, cogimos rápidamente nuestros abrigos y huimos antes de que nos vieran. Klára pegó una nota nuestra en la parte interior de la puerta principal:
Feliz aniversario, Ota y Ranjana. Volveremos a las cinco. Todo el amor de vuestras sobrinas, Klára y Adéla, de vuestra amiga Esther y de vuestro adorable y amantísimo hijo, Thomas.
P. D.: Freddy y Robert se encargan de cuidar hoy el cine.
Freddy me estaba enseñando a conducir, pero todavía no me sentía con la confianza suficiente para llevar pasajeros, así que cogimos el tranvía hasta la playa de Bondi. Aunque estábamos a finales de otoño, el tiempo era bueno y el sol brillaba con fuerza sobre el mar. Thomas, que normalmente no habría dudado en quitarse los zapatos y correr por la arena, caminaba arrastrando los pies. Klára trató de animarlo proponiéndole que construyeran juntos un castillo de arena. Una invitación así normalmente habría hecho que la mente de Thomas se pusiera rápidamente en marcha con complicados planes para hacer fosos y torreones decorados con conchas y guirnaldas de algas. Se sentó junto a Klára para ayudarla a moldear la estructura, pero tras unos minutos, dejó caer las manos con apatía a ambos lados del cuerpo y yo comprendí que no le hacía ilusión construir el castillo.
—Estoy cansado —nos dijo mirándonos con ojos lánguidos.
Aquella fue la primera señal de que algo iba mal. Thomas normalmente se entusiasmaba por todo. Mientras que otros niños contaban hasta cien si los obligabas, Thomas contaría hasta mil si se lo permitías.
—Vamos a tomar un poco de té y tarta —propuso Esther—. De todos modos, hace demasiado viento para construir castillos de arena.
Aunque la mayoría de los salones de té estaban cerrados preparándose para el invierno, encontramos uno de cuyo interior emanaba un atractivo olor a vainilla, a chocolate caliente y a bollos de canela. Thomas contempló el pudín de pan y mantequilla que pusieron ante él.
—¿No tienes hambre? —le preguntó Klára.
Thomas negó con la cabeza.
—Me noto caliente.
Esther le apoyó la mano sobre la frente.
—Tiene fiebre —dijo—. Será mejor que lo llevemos a casa.
Thomas se quedó dormido sobre mi regazo tan pronto como nos montamos en el tranvía, y lo llevé en brazos, envuelto en mi abrigo, todo el camino desde la parada hasta casa. Ranjana y tío Ota estaban sentados en la sala de estar cuando llegamos.
—¿Habéis logrado agotar al pequeño Tommy? —preguntó tío Ota echándose a reír.
El rostro de tío Ota resplandecía y tenía el aspecto más relajado que le había visto en años. Me sentí fatal por lo que estábamos a punto de decirle.
Ranjana supo inmediatamente que algo andaba mal. Presionó la mejilla contra la frente de Thomas y luego lo cogió de entre mis brazos.
La sonrisa de tío Ota desapareció.
—Tiene fiebre —le dijo Ranjana—. Rápido, ve a buscar al médico.
Ayudé a Ranjana a meter a Thomas en la cama mientras Klára preparaba un cuenco de agua y una toalla para hacer las veces de compresa. Tío Ota regresó con el mensaje de que el médico de la zona estaba atendiendo el parto de un bebé que venía de nalgas, pero que acudiría a nuestra casa a primera hora de la mañana siguiente.
—Me ha dicho que tenemos que conseguir que le baje la fiebre.
Cuando Freddy vino a buscarnos a Klára y a mí, le dije que nos íbamos a quedar. Los tres nos dejamos caer sobre el sofá, pero no logramos conciliar el sueño. Yo miraba por la ventana con la esperanza de ver a Ángeles y a Querubina, mis amuletos de buena suerte, pero no aparecieron.
La fiebre de Thomas bajó a primeras horas del alba. Estaba dormido y no se revolvió cuando, por turnos, todos nos acercamos a acariciarle la carita. Ranjana quería echarse en un sillón junto a él, pero tío Ota le dijo que estaría mejor si se acostaba un rato en la cama.
Por la mañana fui a ver cómo estaba Thomas y lo encontré mirando fijamente al techo. Cuando me vio, se echó a llorar.
—Adélka, no puedo mover la pierna.
Aparté la sábana y vi que tenía una de sus piernas tapada por la rodilla de la otra.
—Te ha dado un calambre, eso es todo —lo tranquilicé—. Has dormido sobre esa pierna y se te ha cortado la circulación.
Le estiré la pierna que tenía torcida. Noté la piel fría al tacto.
—Ya está —le dije—. ¿Notas una especie de cosquilleo?
Sacudió la cabeza en señal de negativa.
—No siento nada.
—Vuelve a dormirte —le dije, besándole la frente—. El sueño lo cura todo.
Thomas cerró los ojos con la confianza que solo un niño puede depositar en las palabras de un adulto. Cuando los demás se despertaron, les aseguré que todo iba bien y que Thomas estaba durmiendo. Hice lo que pude por controlar el pánico que me crecía en el interior del pecho. No tenía sentido causar conmoción, que solamente lograría asustar a Thomas, sobre todo cuando el médico estaba a punto de llegar. A Klára no la engañé. La vi mirando fijamente el temblor de mis manos mientras yo preparaba los huevos para el desayuno.
Cuando el médico llegó, examinó la pierna de Thomas y después le tomó el pulso y lo auscultó. Su solemne expresión no nos proporcionó ningún consuelo.
—Voy a pedir una ambulancia —anunció, metiendo de nuevo el estetoscopio en su bolsa—. Será mejor que lo llevemos al hospital infantil sin demora.
Ranjana se quedó boquiabierta y palideció al instante.
—¿Qué sucede?
El médico hizo una mueca. Comprendí que ya había comunicado demasiadas veces aquel devastador diagnóstico a muchos padres preocupados.
—Es poliomielitis.
Aquella palabra me atravesó como un cuchillo. La parálisis infantil. «¡Lo dejará tullido!» Era la enfermedad más siniestra que se le podía diagnosticar a un niño.
El rostro de Ranjana se contrajo por la incredulidad.
—¿Cómo es posible que Thomas haya contraído la polio?
El médico negó con la cabeza.
—No sabemos exactamente cómo se transmite el germen. Pero lo que sí sabemos es que es una enfermedad bastante común en familias acomodadas. Ustedes no le han hecho nada malo a su hijo.
La ambulancia llegó y permitieron que Ranjana acompañara a Thomas en ella. Los demás les seguíamos en el coche de Freddy. Los carros tirados por caballos y los peatones parecían moverse a cámara lenta a nuestro alrededor. Me zumbaba la cabeza con imágenes de miembros atrofiados y encogidos y de sillas de ruedas. «No, Thomas no, por favor», rogué.
Thomas ingresó como caso crítico. Debido a la gravedad de su enfermedad le asignaron los cuidados de un especialista y permitían que lo velara un acompañante. El especialista, un hombre enjuto y nervudo de frente arrugada y anteojos redondos de metal, examinó los reflejos de Thomas y su respiración.
—La polio es como un derrumbamiento —nos explicó—. Lo único que podemos hacer es vigilarlo y esperar para ver cuándo y dónde se detendrá. Puede que solamente afecte a su pierna izquierda, pero quizá mañana también le ataque a la otra, y al día siguiente a los brazos...