Secreto de hermanas (41 page)

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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

—Cuando yo era niña, esas hermosas aves estaban por todas partes —me contó la mujer—. Puede que mis nietos no lleguen a ver ninguna.

La mujer me dio la idea de preguntar a otros clientes habituales del Café Vegetariano. ¿Qué motivaciones tenían para no dañar a los animales? «¿Por qué dejaste de comer carne?», les preguntaba.

Muchos de ellos me contestaron que lo hacían porque creían que comer carne causaba toda clase de enfermedades. La mayoría, no obstante, hablaba sobre «los derechos de los animales». Un hombre me contó que había crecido en una granja donde tenía como mascota a una lechoncilla. Cuando la lechona creció, la enviaron al carnicero.

—Molly me miró a los ojos cuando la cargaron en el carro. Sabía lo que le iban a hacer. Y traicioné la confianza de mi amiga de la infancia.

Me pasé horas en la Biblioteca Nacional leyendo las intervenciones parlamentarias referentes a los proyectos de ley que se habían aprobado para proteger la vida salvaje, y los argumentos en contra: «No albergo ni la menor duda de que en lugar de elaborar un proyecto de ley para proteger a los animales autóctonos, habría sido mucho mejor, en pro del interés general de los colonos, proponer uno para exterminarlos a todos». Los granjeros de las zonas de costa en donde yo había encontrado a Ángeles solicitaban que se erradicaran sistemáticamente a los pósums: «No solo suponen una molestia en los jardines, sino que se introducen por debajo de la techumbre de metal de los corrales». Pero de vez en cuando se alzaba alguna voz en defensa de los «inútiles brutos»: «Este proyecto de ley no se ha presentado a favor de la protección de animales autóctonos, o para prevenir su extinción, sino para fomentar y mantener el comercio de sus pieles». Encontré cartas a editores escritas por miembros de la Sociedad Australiana para la Preservación de la Vida Salvaje que me enternecieron: «Es algo perverso cazar animales tan hermosos. Deberíamos enorgullecernos de nuestra fauna única si sentimos algún orgullo por nuestra excepcional nación, en vez de llevarla al borde de la extinción. Debemos educar a nuestros hijos para amar y valorar estas criaturas del mismo modo que deberían amar y valorar su país». Comencé a comprender que no estaba tan sola como pensaba, aunque las personas con mentalidades similares a la mía eran una minoría. «¿Para qué sirven estos animales? —decía una carta—. No sirven para nada [...]. Espero que se rechacen todos los proyectos de ley que pretenden protegerlos, porque son una auténtica molestia.»

A pesar del vínculo que me unía a Ángeles, cambié el pósum de mi guion por un koala. El mensaje era más importante que la especie elegida. A los pósums se les atribuía toda clase de fechorías contra las cosechas, mientras que los koalas se consideraban una especie inofensiva. Además, pensé que tenían un aspecto más parecido al de las personas, con rasgos faciales menos afilados. Tumbado boca abajo con las patas extendidas, un koala casi parecía un bebé humano.

Imelda, la hermosísima modelo de artistas del Café Vegetariano, resultó llamarse Mabel. Ella me proporcionó una perspectiva de inestimable valor.

—He sido vegetariana casi toda mi vida —me contó—. Nunca le haría daño a un animal.

Cuando le pregunté por qué, se levantó la falda y se quitó una bota. Le faltaba la mitad del pie.

—Yo quería ser bailarina, pero perdí la oportunidad de serlo después de lo que me sucedió. Cuando los artistas me retratan, me cubren el pie con un trozo de raso.

Contemplé la herida, esperando que me contara que era debida al mordisco de un tiburón.

—Tenía siete años cuando metí el pie en un cepo metálico para animales. Mi padre los utilizaba para cazar conejos y zorros, pero la mayoría de las veces capturábamos walabís y canguros. Yo andaba fantaseando sobre unas hadas que vivían allá arriba en la montaña, así que salí a hurtadillas de casa cuando mis hermanas no me vigilaban. Tardaron dos días en encontrarme, no creían que hubiera llegado tan lejos. Dragaron las presas y miraron en el fondo de los pozos, pero yo estaba allí, en la montaña, agonizando, quemándome al sol durante el día y helándome durante la fría y solitaria noche. Al forcejear para tratar de aliviarme el dolor se me rompieron los huesos y se me desgarró la carne. Cuando me encontraron, estaba cubierta de hormigas bulldog.

La imagen de una niña pequeña con el pie destrozado por una trampa me dejó sin habla. Mabel me miró a los ojos.

—He conocido lo destructora que es la garra de esos cepos con los cuervos volando en círculos sobre mi cabeza dispuestos a arrancarme los ojos. ¿Quién puede someter a un animal a algo así?

Me fui a casa aquel día con la certeza de lo que debía hacer en mi guion. La protagonista no le diría a su prometido que se detuviera cuando atropellaran al koala con su coche. Tampoco lo recogería y lo envolvería en su carísimo abrigo de pieles. Klára habría hecho algo así, pero una mujer cualquiera no pensaría en ayudar a un koala, del mismo modo que tampoco se dedicaría a acunar a una rata enferma entre sus brazos. La mujer tendría un destello de conciencia, pero nada más. Unas noches después, tras pelearse con su prometido, se marcharía de casa. Yendo por la carretera, un automóvil lleno de juerguistas borrachos la arrollaría. La mujer gritaría para que la ayudaran, pero cuando los ocupantes del coche vieran que había una persona tendida en la carretera, volverían al automóvil y continuarían su camino, temerosos de las consecuencias que ello les podría causar. La mujer yacería sobre la carretera toda la noche solo con su abrigo de pieles como protección. Mientras estuviera allí tendida, recordaría al koala y sus chillidos de agonía.

Le envié el nuevo guion a Freddy. Al día siguiente se presentó en nuestra casa.

—Ahora sí que estamos hablando de algo serio —me dijo con una sonrisa—. Tenemos algo poderoso entre manos. Triunfará o se hundirá. Veamos cuál de las dos.

Cuando estuvo listo el guion, hicimos las audiciones para los actores. Hugh y yo nos encargamos de las primeras rondas y Freddy se nos unió en la selección final. Las pruebas tuvieron lugar en la sala de estar de Freddy, que era tan macabra como su estudio. Una cabeza de venado colgaba de la pared sobre la chimenea y había un búho disecado posado en una esquina. Pero esta vez, en lugar de hacer caso omiso a mi desasosiego, Freddy pareció avergonzado.

—Eran de mi padre —me explicó, mirando los trofeos como si fuera la primera vez que los viera—. Le entusiasmaba la caza.

Al día siguiente llegué decidida a preguntarle a Freddy si podíamos instalarnos en otra habitación, pero el venado y el búho habían desaparecido. En su lugar había colgado un bonito bodegón y una acuarela de un perico australiano.

—Son preciosos —le comenté a Freddy.

Freddy se atusó el cuello de la camisa y sonrió.

—Estamos influyendo el uno en el otro.

Los dos actores que elegimos para representar a los personajes principales masculinos, Andy Dale y Don Stanford, llevaban subidos al escenario desde niños. El papel de nuestra protagonista resultó más difícil de encontrar. Hicimos pruebas a actrices y modelos antes de decidirnos por una bailarina de ballet llamada Dolly Blackwood. En lugar de recitar el guion y hacer muecas, Dolly caminaba por la habitación tocándolo todo: pasó el dedo por la chimenea de mármol; acarició los sillones; contempló su imagen en un espejo... Había algo misterioso en ella que casaba con el papel. Freddy la describió como la «Louise Brooks australiana».

Durante el primer día de ensayos, Hugh filmó algunas de las escenas más importantes. Cuando nos sentamos a ver los copiones a la mañana siguiente, se me heló la sangre. Dolly irradiaba luminosidad, pero Andy y Don estaban grotescos. Todo lo relacionado con ellos era desproporcionado y retorcido. Lo intentamos de nuevo al día siguiente, pero el resultado fue el mismo.

Me desperté aquella noche incapaz de respirar. «¿Qué te ha hecho pensar que podrías dirigir una película?», me pregunté a mí misma. Mi única experiencia como directora había sido terminar el desganado intento de película de Peter y dirigir a mi familia en
El Bunyip
. Esta vez tenía dos nombres famosos en mi producción y financiación no solo de Freddy, sino de inversores como los grandes almacenes Farmer. Pensé en el desastre que se desencadenaría cuando todo el mundo comprendiera que yo no tenía ni la menor idea de lo que estaba haciendo. Entonces recordé la fe que tía Josephine tenía en mí y decidí actuar como una profesional y no como una cría rompiendo a llorar ante la primera dificultad que se le presentaba.

Escribí a Raymond Longford, con quien me había puesto en contacto el señor Tilly cuando mostré interés por hacer películas. Le conté que admiraba su trabajo y le pedí que nos reuniéramos para que me diera algún consejo sobre técnica cinematográfica. Esperé a que me contestara, pero no recibí respuesta alguna. Cada vez me sentía más desesperada y perdía horas de sueño. Entonces, dos días antes del comienzo del rodaje, recibí una nota suya invitándome a tomar el té.

Acordamos encontrarnos en un salón de té de Neutral Bay. Reconocí al señor Longford en cuanto entré en el establecimiento, que tenía cortinas de encaje y sillas forradas de pana. Estaba sentado junto a la chimenea, con una copia del periódico matutino entre las manos. Era exactamente como en la fotografía que había visto de él en
Everyone’s
: tenía una suave piel de color marfil y una mueca en la boca que presagiaba una sonrisa. Cuando se puso en pie para saludarme, destacó sobre todo lo demás y tuvo que agacharse para no golpearse con la pantalla de la lámpara que colgaba sobre la mesa. Su mirada suave, enmarcada por unas cejas picudas, le confería una expresión de gran tristeza. No tuve necesidad de preguntarle la razón.

—A Lottie le hubiera encantado estar aquí para conocerla —me confesó Longford, acercándome una silla—. A ella le gusta estar en compañía de mujeres inteligentes y con talento. No obstante, está ocupada revisando algunas de las escenas de nuestra última película.

El señor Longford se hallaba en una fase de autoengaño. Según me había contado Hugh, que tenía amistad con su cámara, la compañera de Longford, Lottie Lyell, estaba demasiado enferma como para seguir trabajando, y
Fisher’s Ghost
, que se había estrenado el año anterior, sería la última gran colaboración LongfordLyell. Lyell se encontraba en la última fase de su tuberculosis.

—Si tuviera la mitad de talento que Lottie Lyell, realmente me sentiría muy afortunada —le aseguré a Longford.

Las lágrimas se le acumularon en los ojos y volvió la cabeza para hacerle un gesto al camarero, que rompió la incomodidad del momento trayéndonos una bandeja de té y bizcochos a la mesa.

—Bueno, ¿qué puedo hacer por usted? —me preguntó Longford.

Le conté que estaba haciendo mi primera película y que había experimentado ciertos problemas con los actores. Lo que yo quería que fueran en pantalla no aparecía en los copiones. Había optado por ponerme en contacto con él en lugar de con otros directores porque esperaba que tuviera más respeto por una directora mujer, dada su colaboración con Lottie Lyell.

El señor Longford me escuchó atentamente.

—La técnica que los actores necesitan sobre un escenario y lo que se les pide en el cine son cosas bastante diferentes —me explicó—. Me da la sensación de que sus actores están sobreactuando. No debe usted hacerles repetir el guion una y otra vez, como haría un director de teatro. No deben ser conscientes de que están actuando. Más bien deben meterse en la piel de sus personajes y ser realmente ellos, más que representarlos. Si quiere que un actor transmita que ama a una mujer, su mirada debe seguirla cuando ella salga de una habitación en lugar de hacer una serie de dramáticos aspavientos. Esa es la razón por la que
The Sentimental Bloke
obtuvo tan buenas críticas. Todo el mundo apreció la naturalidad de los actores.

Pensé en su respuesta y comprendí que había puesto el dedo en la llaga. También me dijo que debía tratar a todo el reparto como si fueran estrellas. «Todas y cada una de las interpretaciones forman parte de un todo.»

Cuando el camarero nos ofreció otra ronda más de té, ambos aceptamos de buen grado. Me alegró ver que Longford estaba disfrutando de la conversación conmigo tanto como yo.

—Sin embargo, ¿sabe usted, señorita Rose? —comentó, alisándose la servilleta en el regazo—, el mayor problema con el que se enfrentará en su película no serán los actores, ni su juventud representará ningún inconveniente, ni siquiera su sexo. No, el mayor desafío que tendrá que encarar será que está usted haciendo una película sobre Australia. ¿Ha oído usted hablar del «Combinado»?

Negué con la cabeza y Longford me explicó que el Combinado era la fusión de dos compañías: Australasian Films, que dominaba la producción y la distribución, y Union Theatres, que controlaba el ochenta por ciento de los cines de Sídney.

—De no ser por los esfuerzos del Combinado por aniquilar la industria cinematográfica australiana, les sacaríamos una buena ventaja a los estadounidenses.

El señor Longford debió de notar mi sorpresa, porque añadió rápidamente:

—No se engañe: el Combinado actúa a favor de los intereses de la industria estadounidense —me aclaró—. Es mucho más barato importar las películas que hacerlas. Antes de la guerra las producciones australianas eran bastante rudimentarias, pero cuando Lottie y yo comenzamos a rodar obras como
The Fatal Wedding
y
Margaret Catchpole
con presupuestos bajos y conseguimos obtener beneficios tanto aquí como en Inglaterra, empezaron a considerarnos una amenaza.

Escuché con interés mientras Longford proseguía explicándome que el Combinado había saboteado
The Silence of Dean Maitland
, negándose a estrenarla en los principales cines.

—Me vi obligado a acudir a una sala independiente —me contó—. El Combinado entonces amenazó al dueño del cine con dejarle sin suministro de películas si volvía a proyectar alguna otra producción australiana.

Me quedé aún más asustada al conocer los problemas económicos a los que se enfrentaban los productores nacionales.

—Dado que Union Theatres no proyectaría
The Sentimental Bloke
, el cine de Hoyts me ofreció la tarifa más baja posible —me dijo Longford—. Después de una semana proyectando la película en tres pases diarios, llenos hasta la bandera, ellos se hicieron de oro y yo solamente recibí treinta libras.

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