—Gracias —le dijo Ranjana, como una verdadera reina. Después, volviéndose hacia mí, susurró—: Freddy tenía razón.
Pensé en el día que Freddy había venido a nuestra casa de Watsons Bay para que le tomara su retrato y había citado a Nietzsche: «Ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo».
Quizá había mucho más en Freddy de lo que se percibía a simple vista.
Durante la construcción del cine hicimos tres pases por semana en la escuela de arte para familiarizarnos con nuestro público. A los vecinos del pueblo les encantaban las películas de todo tipo, desde los documentales serios hasta las comedias frívolas. Realmente, Thirroul tenía posibilidades de convertirse en una mina de oro.
Echaba de menos a Klára y me alegraba cuando ella y Esther se quedaban con nosotros los fines de semana. Los paisajes que rodeaban Thirroul eran imponentes y Klára se quedó prendada de ellos. Yo la acompañaba a dar paseos por el bosque porque quería pasar tiempo con ella. Mi hermana había heredado el espíritu aventurero de tío Ota, pero yo era más tímida.
—¿Acaso no hay serpientes en el campo? —le pregunté.
El tiempo cada vez era más cálido y había oído que esos animales salían de su hibernación en primavera.
—¡Hay muchas! —respondió Klára—. Hay serpientes tigre, serpientes marrones, serpientes cobrizas y serpientes negras de vientre rojo. Pero las tigre son las más mortíferas.
—¿Y eso no te preocupa? —le pregunté, contemplándola mientras se abría paso entre los arbustos colina arriba delante de mí.
Klára se volvió para mirarme.
—No pueden moverse más rápido de lo que tú o yo andamos. Si perciben la vibración de tus pies aproximándose, se apartarán. Por eso caminaremos despacio entre la maleza y compensaremos el tiempo perdido cuando lleguemos a los caminos señalizados.
—¿Y en caso de que nos muerdan a alguna de las dos? —le pregunté.
Klára le dio una palmadita a la cartera que llevaba sobre la cadera, junto con una cantimplora y una brújula.
—Cauterizaremos la herida y haremos un torniquete.
—¿Cómo es que sabes tanto sobre serpientes? —le pregunté.
—Robert me lo ha contado. Tenía de mascota una pitón diamante cuando era pequeño y le fascinan los reptiles.
—¿Robert Swan? ¿Dónde lo has visto?
—Es uno de los mecenas del Conservatorio de Música y de vez en cuando también viene a las representaciones de la Escuela Superior. Él y Freddy nos llevaron a Esther y a mí a ver a un grupo de jazz.
Me paré en seco. Robert parecía un joven muy correcto, pero Klára solo tenía quince años y aún estaba en la escuela. Sin embargo, mi hermana me acababa de decir que Esther la había acompañado cuando salió con Robert y Freddy, así que no pensé que estuvieran tratando de llevarla por mal camino.
—¿Te gusta Robert? —le pregunté.
Klára se miró los pies.
—No estoy segura —contestó—. Disfruto tanto charlando con él que no quiero que nuestras conversaciones se terminen. Sabe muchísimo sobre infinidad de cosas y le apasiona la música.
«Está enamorada de él», pensé. Hubiera sido una estúpida de no haberme dado cuenta de la buena pareja que hacían Klára y Robert. Pero no estaba lista para que Klára compartiera sus secretos con nadie más que yo. Quizá lo que deseaba era que siguiera siendo una niña. Pero aquello resultaba ridículo. Algún día se casaría y tendría hijos propios, como yo había deseado hacer con Philip. Pero ahora no quería pensar en aquellas cosas. Cambié de tema y le hablé de la forma de las nubes que flotaban sobre nuestras cabezas.
—Eso claramente es un barco de vela —comenté, señalando un cúmulo de nubes.
—No —me contradijo Klára—. Yo veo una balanza.
Un día que Klára y yo salimos a dar un paseo matutino y habíamos avanzado un poco por el sendero, Klára se detuvo y señaló algo. Escuché el familiar graznido parecido a la risa de una cucaburra antes de ver lo que mi hermana señalaba. Compartíamos la fascinación por aquellas aves achaparradas con un antifaz sobre los ojillos. Una familia de ellas se solía posar sobre nuestra cuerda de tender en Watsons Bay al inicio de la tarde. La cucaburra se lanzó en picado sobre otra rama y nosotras continuamos nuestro camino, con Klára sacándome una pequeña distancia. Apartó un helecho con su bastón de paseo e inmediatamente cayó de rodillas sobre la hojarasca. Creyéndome que mis peores temores se habían hecho realidad y que la había mordido una serpiente, corrí hacia ella. Pero no se trataba de ninguna serpiente. Klára estaba acariciando el pelaje de un animal del tamaño de un gato que se encontraba recostado de lado. Tenía una herida en la cabeza cerca de la oreja y le brotaba un hilillo de sangre del morro.
—Es un pósum —dijo Klára, dándole la vuelta al animal. Desde aquel ángulo, pude ver que la criatura tenía un bonito rostro con los ojos enmarcados por unas oscuras líneas como si estuvieran pintadas con lápiz de ojos—. Les disparan por su pelaje —me explicó mi hermana, estudiando el gomero que se cernía sobre nosotras—. Este debe haber caído donde no pudieron encontrarlo.
Toqué el pelaje del pósum. Era suave y denso, y seguramente muy atractivo para los peleteros. Su cuerpo estaba frío, pero no rígido. Debían de haberlo matado al amanecer. La muerte del pósum nos dejó muy afectadas y nos quedamos en silencio hasta que algo se movió dentro del vientre del animal. Lo primero que se me ocurrió fue que eran gusanos y me quedé horrorizada cuando Klára apretó los dedos contra la piel blanca del vientre. Dos patitas huesudas terminadas en garras aparecieron y volvieron a desaparecer. Klára levantó un colgajo de piel y sacó algo de su interior. Entonces, recordé que algunos animales australianos tenían marsupios.
—Es una hembra y tiene una cría dentro —me explicó Klára.
La criatura que apareció dentro de su mano no tenía nada que ver con su madre. Aún tenía los ojos cerrados y su calva cabecilla se parecía a la de un cachorrillo de perro. Se le notaban las costillas a través de una frágil piel.
—Todavía está caliente —dijo mi hermana tendiéndome la criatura—. Cógela, tú tienes la piel más cálida que yo.
Me quité el pañuelo de algodón que llevaba al cuello y formé con él un pequeño nido. Klára colocó al animalillo dentro y me lo metió en el interior de la blusa, fijando los extremos a los tirantes de mi combinación para que el animal se mantuviera sujeto contra mi pecho. Noté como se retorcía y a continuación se acomodaba contra mi piel.
—Es tan pequeño que apenas tiene pelaje. ¿Logrará sobrevivir sin su madre? —pregunté.
—No lo sé —respondió mi hermana—. A ver qué dice tío Ota.
Se colocó la cartera y ambas recogimos nuestros bastones antes de correr en dirección a casa.
Tío Ota examinó a la cría y señaló una hendidura en su vientre.
—Es hembra. ¿Veis? Ya tiene su propio marsupio minúsculo.
Ranjana apareció con uno de los gorros de lana de Thomas.
—¿La envolvemos en esto? Parece un marsupio.
Thomas se sintió orgullosísimo de que fuéramos a emplear su gorro para la cría, y me contempló mientras yo colocaba el pañuelo y el pósum en aquel marsupio simulado antes de meterlo con una botella de agua caliente dentro de una pequeña sombrerera, que nos dio Esther, con agujeros en la tapa.
—¿Cómo vamos a alimentarla? —preguntó Thomas.
Tío Ota apartó la mirada. Estaba pensando lo mismo que yo: aquella criaturilla que aún no había madurado no iba a vivir más que unas pocas horas. Pero yo todavía seguía sintiendo el cosquilleo en la piel donde la cría se había apoyado contra mí y recé para que sobreviviera.
Ranjana le había tomado tanto cariño a la cría como el propio Thomas, y tenía muchísimas sugerencias.
—A los gatitos huérfanos se les da leche evaporada con unas gotas de vitaminas —nos dijo—. Quizá podamos intentarlo con eso. Y la yema de huevo también puede que sea buena.
Tío Ota parecía estar debatiéndose con su propia conciencia. Pero hubo algo que hizo que se decidiera a entrar en el juego.
—Muy bien —exclamó, irguiéndose en su asiento—. ¿Y cómo vamos a llamar a nuestra huerfanita?
—Ángeles —respondió Thomas.
—Ángeles es un buen nombre —afirmó Esther—. Todos necesitamos un ángel.
Ranjana revolvió por los cajones y encontró una lata de leche en polvo. La abrió, le añadió unas gotas de vitaminas y echó la mezcla cremosa en una taza, diluyéndola con agua caliente de la tetera antes de entregármela.
—Está claro que a veces todos necesitamos un ángel —comentó tío Ota, dedicándome una sonrisa de complicidad—. Ahora esperemos que nuestra pequeña sobreviva.
La noche de la inauguración del Palacio del Cine Cascade se fijó para el 18 de diciembre. El teatro había sido construido con el suelo inclinado para que desde todas las butacas se pudiera ver la pantalla sin estorbos. El anfiteatro lucía acabados en rojo fuego con ribetes dorados y lámparas de araña cuyo brillo podía regularse a voluntad. Pero cuando llegamos a principios de mes todavía quedaba mucho por hacer. Las columnas del proscenio no estaban terminadas y solo había dado tiempo a pintar la mitad del mural. Teníamos a los escayolistas y a los pintores trabajando día y noche. El escenario se diseñó de modo que pudiera pasar de ser una pantalla de cine a una plataforma tradicional para números de cabaré, pero el mecanismo para abrir y cerrar el telón se bloqueaba cuando llegaba a la mitad. Freddy envió a unos técnicos de Sídney para que resolvieran aquellos problemas.
Una mañana en la que yo estaba supervisándolos, tío Ota entró a toda prisa en el teatro y me llamó.
—¡Estoy aquí! —le contesté desde la segunda fila de butacas.
Tío Ota meneó la cabeza.
—Me voy a quedar sordo con todo este ruido. Ven conmigo, necesito hablar contigo sobre el programa de la noche de la inauguración.
Pasé sobre la lona que se había colocado cubriendo el suelo para protegerlo.
—Estaré de vuelta en media hora —le dije—. Tengo que ir a casa a darle de comer a Ángeles.
—¡Ah, Ángeles! —exclamó tío Ota con una sonrisa en los labios—. Pues claro.
La primera noche que el animalillo estuvo entre nosotros, Klára y yo no dormimos. Los chillidos que profería por su madre eran tan lastimeros que teníamos que cambiarle la botella de agua cada tres horas para que mantuviera el calor. Klára y Esther regresaron a Sídney el domingo por la tarde, y Ángeles se quedó a mi cuidado. A pesar de mis esfuerzos por animarla, no conseguía que comiera nada. Bajó casi 15 gramos de peso. Cuando llegó el tercer día, quedó claro por lo mucho que le costaba respirar que estaba enferma.
—La pobrecilla es como un niño huérfano —se lamentó Ranjana—. Añora el olor de su madre.
—Su boquita no es demasiado grande —observó tío Ota—. Y además probablemente solo puede beber pequeñas cantidades de una vez.
Ranjana encontró un biberón y algunas tetinas que habían pertenecido a Thomas. Cogió un tubo de goma fina y lo introdujo en la abertura de la tetina. Yo comprobé la temperatura de la mezcla de leche e inserté suavemente el tubo en la boquita de la pequeña.
Comenzó a beber.
Le di de comer cada dos horas, día y noche, durante la semana siguiente. Ranjana se ofreció a ayudarme, pero Ángeles no aceptaba que la comida se la diera ella, y ni siquiera Klára, que vino el fin de semana siguiente. A medida que la pequeña pósum fue cogiendo peso, yo empecé a adquirir el aspecto de una resplandeciente pero desaliñada madre primeriza.
—Es exactamente igual que cuando yo tuve a Tommy —comentó Ranjana, echándose a reír.
Me encargaba de asearla y de frotarle el cuerpecillo con un poquito de lanolina. Un día que abrí el marsupio artificial en el que la habíamos metido, la encontré mirándome con ojillos brillantes.
En el momento en el que aquella criatura me miró, mi relación con la naturaleza cambió instantáneamente. Siempre me había gustado la belleza de los árboles y los bosques, pero entonces empecé a interesarme por todas las formas de vida que me rodeaban, independientemente de lo pequeñas que fueran: la urraca en su nido; el canguro pastando en la linde del bosque; los pececillos que me besaban las piernas cuando vadeaba las zonas poco profundas... Sentí una ligereza y una tranquilidad que no había experimentado en meses. La felicidad burbujeaba en mi interior cuando me cruzaba con alguna otra criatura viviente. Incluso cuando me topé con una serpiente marrón dormida en la leñera no le pedí al marido de nuestra casera que la matara, como habría hecho anteriormente. Cerré la puerta con cuidado y coloqué una nota en el picaporte: «Serpiente en casa».
—Los budistas tienen un dicho según el cual siempre que ayudas a otro ser vivo a crecer, descubres que la verdadera sanación se produce en tu interior —me contó Klára.
Pensé en aquello que me había contado Klára cuando le di a nuestra mascota su primera comida sólida: las yemas de unas hojas de gomero. Le hice cosquillas en las orejitas. Los demás pósums de cola de cepillo que yo había visto caminando a lo largo de la valla por la noche tenían las orejas puntiagudas, pero una de las de Ángeles estaba mellada. Eso le daba un aspecto peculiar.
Klára terminó el curso de aquel año, y ella y Esther se quedaron con nosotros durante las vacaciones para que Klára pudiera ensayar con la orquesta del cine para preparar la noche de la inauguración. Hugo, Giallo y Peter llegaron de Sídney en tren la víspera del acontecimiento. Tío Ota y yo fuimos a recibirlos a la estación.
—El revisor no quería dejarnos entrar en el tren con nuestro emplumado amigo aquí presente —nos contó Peter, señalando a su cacatúa—. Casi no logramos venir.
—Oh, ¡qué gente más tonta! —dije yo, alargando un dedo hacia Giallo para que pudiera darme un apretón de manos empleando su garra.
—Al final, todo se arregló —nos explicó Hugh—. Me hice el soldado tullido. He perdido una pierna por este país, así que está claro que tienen que dejarme montar en los trenes con mi pájaro.
Hugh pronunció aquellas palabras con amargura. Decidí presentarle a Freddy. Se habían conocido de pasada en el estreno de mi corto, pero Hugh no se quedó a la fiesta. Ranjana y Freddy eran curas instantáneas para la autocompasión: Ranjana querría propinarte una buena patada en el trasero y Freddy te avasallaría si no te reponías rápidamente.
Cuando llegamos a casa, descubrimos que Esther había preparado pastel de naranja para nuestros invitados. Llevaba puesto el vestido verde esmeralda que reservaba para las ocasiones especiales. Colocó el pastel sobre la mesa del comedor y se afanó en servir el té en las tazas y platillos con sumo cuidado. Le sirvió a todo el mundo, pero lo hizo de forma deferente con Hugh, preguntándole cómo le gustaba.