Secreto de hermanas (36 page)

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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

—Es como una terrible pesadilla —gimió—. Hasta que mi padre me dijo que Beatrice quería tener montones de bebés, yo no estaba seguro de que quisiera alguno. Tuvimos cuidado. —Me miró con los ojos llenos de lágrimas—. Después de ir contigo a la playa de Wattamolla... Bueno, le puse toda clase de excusas a Beatrice y durante el luto le dije que sería mejor que nos abstuviéramos. Pero fue demasiado tarde. Debió de suceder durante el mes en el que tú y yo acordamos no vernos.

El impacto de la verdad comenzó a calar en mi mente y la alegría que había sentido hacía unos minutos se desvaneció por completo. Si Beatrice estaba embarazada, Philip tendría que casarse con ella. No había otra elección. Tendría que ejercer de padre de su hijo. El futuro que yo me había imaginado para nosotros se desvaneció como una cinta cinematográfica saliéndose de su bobina.

Sacudí la cabeza.

—¡No!

Philip me puso las manos sobre los hombros. Estaba temblando.

—Yo quería que fueras tú. Deseaba tener hijos contigo.

Sí, eso era lo que también yo había deseado, pero no era yo la que estaba embarazada. Beatrice sería la madre de los hijos de Philip. Me aparté de él. Ya no era el mismo hombre. Ahora sería el marido de otra mujer. Y yo quedaría excluida, como un vagabundo contemplando por la ventana el interior de un hogar acogedor.

—Bueno, ahora que está embarazada, quizá decida sentar por fin la cabeza —comenté.

Philip me agarró del brazo.

—¡No digas eso! ¡Yo quería casarme contigo!

Me sorprendí a mí misma pensando cosas terribles. Quizá Beatrice podía tener un aborto; todavía era pronto. O puede que muriera durante el parto. Aquellos pensamientos eran odiosos, pues no nos traerían la felicidad ni a Philip ni a mí. No, el hado del destino nos había sentenciado.

Me desplomé en el suelo y Philip se arrodilló y me rodeó entre sus brazos. Las lágrimas me ardían en el fondo de la garganta, pero me sentía demasiado conmocionada para llorar. Estaba cansada. Deseaba poder quedarme dormida, poder encontrar un respiro al tormento que me atenazaba el corazón.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté a Philip—. No creo... No creo que pueda soportar verte con Beatrice.

Se estremeció y me aferró con más fuerza. Le latía el corazón a toda velocidad. No me contestó inmediatamente, pero tras unos instantes, me acarició el cabello y me dijo:

—Me la llevaré a Londres. Ella quiere vivir en Europa y yo trabajaré allí en el hospital.

Sujetó mi cara entre sus manos y me besó. Comprendí que me estaba diciendo adiós. Pero no podía retirarle mi corazón después de habérselo entregado. Lo amaría para siempre, incluso aunque no volviera a verlo jamás.

La lluvia se calmó durante un instante. Un rayo de luz brilló a través de las nubes, pero desapareció y el cielo adquirió un tono aún más oscuro. Deseé que pudiéramos quedarnos congelados en aquel abrazo y mantenernos así para siempre. Pero el día comenzó a desvanecerse, y quedó clara la futilidad de seguir prolongando aquel momento. Ya no había futuro para nosotros.

Philip me ayudó a ponerme en pie.

—Nunca te olvidaré, Adéla.

Asentí, con el corazón demasiado henchido de pena para contestarle. Me quité su chaqueta y se la entregué.

—Quédatela —me dijo.

Se volvió y bajó corriendo los escalones del cenador. Lo contemplé mientras caminaba a toda prisa junto al estanque y sobre el puente. Antes de internarse en la arboleda se detuvo y se volvió hacia mí. Después, un instante más tarde, lo perdí de vista.

Deseaba desplomarme de rodillas, pero de algún modo conseguí mantenerme en pie, erguida sobre el cenador, con mis sueños hechos pedazos. No tenía ningún hogar en Praga al que pudiera volver y Philip se iba a casar con otra. La lluvia cayó con más fuerza y el viento sopló con violencia, empapándome el rostro. Pero no me protegí.

«Adiós, Philip, yo tampoco te olvidaré», murmuré.

QUINCE

Philip y Beatrice contrajeron matrimonio y se marcharon a Inglaterra unas semanas después de aquel desdichado día en el jardín de Broughton Hall. Debido a que Beatrice acababa de terminar el luto, y dado que sabía que estaba encinta, la boda consistió en una pequeña ceremonia familiar y yo me sentí aliviada por no haber sido invitada. Por el bien de Philip y para disipar cualquier duda que pudiera surgir, les envié un mantel de encaje belga como regalo de boda.

El día que zarpó el barco fue como si mi vida se hubiera desintegrado y apenas me hubiera quedado una débil sombra. Estaba convencida de que mi amor por Philip no moriría, pero ¿y qué pasaría con el suyo por mí? ¿Me encontraría con él un buen día por la calle y únicamente me dedicaría una sonrisa amable o un beso platónico? Era mejor de ese modo, y aun así... No podía ni tan siquiera imaginármelo.

—Algún día volverá —le dije a Klára—. Su padre está aquí y los tíos de Beatrice también.

—No te preocupes por el futuro —me respondió ella—. Ahora tienes que pensar en cómo volver a recobrar la felicidad.

Tío Ota me tenía vigilada, aunque yo hacía todo lo posible por ocultar mi corazón roto. No les había hablado ni a él ni a Ranjana sobre mis sentimientos hacia Philip, pero ellos lo habían adivinado. Ranjana me demostraba su compasión gritándome cada vez que me encontraba vagando desanimada por la casa.

—¡Levántate de una vez, jovencita, y ve a ayudar a Esther en el jardín! ¡No quiero verte con esa cara tan larga!

Sus palabras parecían crueles, pero la intención era buena. No quería que me encerrara en mí misma ni que parara de moverme. Eso era lo que Esther había hecho y sabíamos demasiado bien cuál había sido el resultado.

Tío Ota era más suave.

—Adéla, acompáñame al jardín —me pidió un buen día.

Me senté junto a él en el banco debajo del arce japonés.

—Ya sé que estás triste y que no vas a decirnos cuál es la razón —me dijo—. Recuerdo muy bien cómo hiere la vida a la gente joven.

Yo apoyé la cabeza sobre su hombro. Me acarició el pelo y prosiguió:

—Mucho antes de que conociera a Ranjana había alguien..., alguien a quien yo quería mucho. Pero las circunstancias se volvieron contra nosotros y tuvimos que separarnos.

Se trabó al pronunciar la palabra circunstancias y me quedó claro que en realidad había querido decir personas. Sabía que estaba hablando de tía Emilie, pero ¿quiénes eran las «personas» a las que se refería?

—No te voy a decir lo típico de que el tiempo logra curar todas las heridas, porque no es así. La vida deja cicatrices. Pero tampoco es que carezcan de belleza o de sentido. Nunca olvidaré a la mujer a la que le entregué mi joven corazón y a la que perdí en circunstancias trágicas, pero soy sumamente feliz con Ranjana. A veces nuestro verdadero acompañante en la vida surge en los lugares más inesperados. Para mí fue así. Yo la encontré sobre una pira funeraria.

No pude más que sonreír. «Tú no puedes ser el sinvergüenza que arruinó la vida de Emilie», pensé, y me acurruqué más junto a él. Le hubiera preguntado a tío Ota qué había sucedido tantos años atrás, pues en aquel momento percibí que mi tío tendría la suficiente fortaleza como para recordarlo de nuevo. Pero era yo la que no me sentía con fuerzas de escucharlo. Estaba padeciendo mi propio dolor como para soportar las penas de otra persona. Pero algún día le pediría que me contara la historia..., cuando ambos estuviéramos preparados.

El verano transcurrió lentamente y no hice nada aparte de limpiar la casa, trabajar en el jardín y tomar unas cuantas fotografías. Traté de no pensar en Philip y en Beatrice juntos en Inglaterra. En marzo del año siguiente, Freddy nos envió una nota para decirnos que quería encontrarse con nosotros. La última vez que lo había visto había sido la noche del estreno y me resultó extraño que Freddy preguntara con antelación qué día y hora nos venía mejor: había supuesto que era una de esas personas que si quería ver a alguien se presentaba sin más. Llegó a la hora convenida en un coche nuevo: un Opel Sportwagen con acabados rojizos. Se sacudió el traje naranja que llevaba puesto y nos siguió hacia el interior de la casa.

—Hay un antiguo cine en venta en Thirroul —nos contó cuando nos sentamos en el salón con un vaso de la limonada preparada por Ranjana—. Thirroul es uno de los centros de ocio de la costa sur que aún está sin explotar. Atrae a las multitudes en verano como lugar de vacaciones, y tiene ferrocarril y también una mina de carbón. Es una oportunidad de oro.

—¿Qué es lo que propones? —le preguntó tío Ota.

—Como representante de Galaxy Pictures no puedo invertir públicamente en la industria australiana —contestó Freddy mientras me dedicaba una sonrisa—. Gano mucho dinero para la empresa, pero nadie se hace rico trabajando para otros, ¿verdad?

Freddy nos miró a mí y a tío Ota alternativamente.

—Quiero que vayas y compres ese cine para mí, y que obres la misma magia que en el Cine de Tilly. Si lo haces, no solo te nombraré director, sino que te haré mi socio.

Tío Ota no era de esa clase de personas que rechazaba un desafío así como así. Comprendí que la mente se le había puesto en marcha a toda velocidad. Había logrado transformar el Cine de Tilly en un negocio próspero, pero no había conseguido hacerse rico. Se me ocurrió pensar que él y Freddy formarían un buen equipo. Tío Ota contaba con la imaginación y el estilo; Freddy tenía el arrojo y la sagacidad financiera.

—Muy bien —concluyó tío Ota—. Lo examinaré y te diré qué me parece.

Freddy negó con la cabeza.

—Supongo que querrás que lo inspeccione antes de comprarlo, ¿no? —le dijo tío Ota—. ¿Qué pasará si es una ruina? ¿Cómo sabes que funcionará?

—No me importa saber si puede funcionar —le respondió Freddy—. Lo que quiero es que vayas allí y consigas que funcione.

Tío Ota se lo pensó durante unos instantes antes de contestar:

—Tendré que vivir allí con mi esposa y mi hijo mientras lo organizo todo —puntualizó.

—Te pagaré el alquiler —le contestó Freddy levantándose del asiento—. Piénsatelo y llámame mañana por la mañana. Antes de las diez.

Acompañé a Freddy hasta la puerta.

—Que tengas buenas tardes, Adéla —se despidió, cogiéndome el abrigo y el sombrero de las manos—. Todavía me siguen felicitando por el retrato que me hiciste.

—Me alegro —le respondí.

—¿Te gusta el jazz? —me preguntó.

—No lo sé. No lo he escuchado mucho.

Freddy arqueó las cejas.

—¿En qué siglo vives? Hay un par de sitios muy buenos en la ciudad. Te llevaré algún día. Tráete a Klára y a Robert, y también a Esther si le apetece venir. Y así, tú y yo podremos charlar sobre esa curiosa película tuya.

Freddy tocó la bocina de su coche deportivo antes de arrancar y separarse del bordillo. Nuestros vecinos se asomaron a las ventanas para ver qué pasaba. Los niños de los McManus, que vivían dos casas más allá, corrieron detrás del automóvil calle abajo.

Sonreí. Freddy era cáustico, pero su visita me había levantado la moral. La faceta social y la empresarial en él eran la misma cosa: avasalladoras. Pero percibí que emprendía negocios en los que otros temían embarcarse y lo admiraba por ello.

Regresé al salón y encontré a tío Ota tomando notas en el margen del periódico.

—O sea, que os vais a mudar a la costa sur, ¿no? —le pregunté.

—Hablaré de ello con Ranjana —me contestó. Después, mirándome, sonrió—. ¿Te gustaría venir con nosotros?

—¿Por qué te niegas a ir? —me preguntó Klára cuando se enteró de la propuesta de Freddy—. No te vendrá mal alejarte de Sídney durante un tiempo.

—¿Y quién cuidará de ti? —repliqué.

—Ya tengo catorce años, Adélka, y Esther está aquí. Podemos ir a visitaros los fines de semana. Thirroul tampoco está tan lejos.

Tenía razón, pero tío Ota había recibido noticias del doctor Holub anunciándole que Milos había regresado a Praga. Se había casado con paní Benová. Tío Ota pensaba que eso significaba que había renunciado a darnos caza. Pero eso se debía a que él nunca había llegado a ver la codiciosa mirada de paní Benová tal y como madre la describía en su carta a tía Josephine. A diferencia de mí, él tampoco había sido testigo de la obsesiva ambición de aquella mujer. No me podía creer que hubiera accedido a casarse con Milos sin estar segura de que algún día llegaría a residir en nuestra casa de Praga y a ocupar la de campo. No, debía de tener más confianza que nunca de que iban a ser suyas. Pero ¿por qué?

—Adélka, podrías tomar fotografías de los pueblos costeros —me propuso Klára despertándome de mi ensoñación—. He oído decir que la costa es escarpada y hermosísima.

—No —le respondí, moviendo la cabeza—. No voy a dejarte.

Klára apretó la mandíbula, como solía hacerlo cuando era niña y se empeñaba en salirse con la suya. Pero su tono de voz era el de una adulta.

—Philip se encuentra en Londres estudiando pediatría. Beatrice es su esposa. ¿Y qué pasa con tus sueños, Adélka? No voy a dejarte desperdiciar tu vida por cosas que no puedes cambiar. No voy a quedarme de brazos cruzados mientras tú pierdes la esperanza hasta que termines en un hospital, como me pasó a mí.

Beatrice me había asegurado que yo era su amiga, pero nunca habíamos compartido el lazo que tenía con Klára. Me dolió oír la verdad, pero mi hermana pronunció aquellas palabras desde el cariño. Yo no le sería de utilidad a nadie si no lograba animarme. En mi estado actual no podía protegerla. Tendría que confiar en que Esther la cuidaría por mí.

Tío Ota formó a otro director para el Cine de Tilly, y nos llevó a Ranjana, a Thomas y a mí con él a Thirroul en junio. El tren traqueteó a lo largo de kilómetros de naturaleza virgen. Las rocas angulosas con helechos entre sus grietas, los gomeros gigantes con sus enormes extremidades, y las palmeras abanico formaban parte de bosques totalmente distintos a los que había visto en Europa. La luz moteada y las flores doradas del sotobosque componían fotografías que merecía la pena tomar en cada curva del camino. El tren emergió de la maleza y contemplamos interminables bahías y colinas onduladas ante nosotros. Docenas de bungalows, con volutas de humo saliendo de sus chimeneas, se desperdigaban aquí y allá por todo el paisaje. Por el lateral del tren que daba al interior, la silueta de las montañas se recortaba sobre la vía y los campos.

El libro que había estado leyendo se me cayó del regazo. Pensé en Philip. Teniendo en cuenta el modo en el que Beatrice me había tratado como si yo fuera su mejor amiga, resultaba extraño que no me hubiera escrito desde su llegada a Londres ni me hubiera informado del nacimiento de su hijo. Aquello me ahorraba el tener que comportarme de manera hipócrita, pero también me resultaba desconcertante. No podía evitar pensar que Beatrice era consciente de lo que había entre Philip y yo. ¿Quizá Freddy se lo había contado? ¿O el propio Philip? O puede que sencillamente lo hubiera adivinado.

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