—¿Qué estás mirando? —me preguntó Freddy.
Mi mente regresó de los recuerdos de nuestra noche de bodas y volví a ver el sol de la mañana brillando sobre el valle. Freddy estaba despierto y se había incorporado apoyándose sobre un codo. Me alivió ver que no tenía el ojo morado.
—Si rodáramos una película aquí, no necesitaríamos un estudio para que «embelleciera» la naturaleza —comenté.
Freddy alargó la mano para coger su bata y se reunió conmigo junto a la ventana.
—Aquí es donde quiero rodar mi siguiente película —le aseguré—. Me encanta.
Freddy me estrechó entre sus brazos y me besó en la mejilla.
—Y a mí me encantas tú.
Le devolví el abrazo antes de volver a mirar hacia el valle. «Quiero vivir aquí algún día», pensé. De ese modo, podría levantarme y ver toda aquella magia cada mañana.
En la oscuridad
se estrenó en el Lyric Wintergarden Theatre el 8 de diciembre de 1925. La misma noche que Robert y Klára anunciaron su compromiso.
—No es que estemos intentando robarte protagonismo, Adéla —anunció Robert en su discurso a la familia, que se había reunido para la celebración en nuestra casa antes de acudir al cine—, sino que queríamos anunciar nuestro compromiso un día en el que estuvieran sucediendo cosas maravillosas.
Klára tenía un aspecto radiante con su vestido amarillo ranúnculo. ¿Quién podía negarle su felicidad a una persona tan encantadora?
Me volví hacia Freddy y lo cogí de la mano.
—Ya conoces el viejo dicho, querida —me susurró—. No pienses que pierdes una hermana. Piensa que ganas un cuñado.
«Por lo menos, últimamente veo a Klára mucho más», razoné. No solo vivía con nosotros, sino que Freddy y yo acudíamos con Robert y ella a las mismas fiestas y reuniones sociales.
Freddy había invitado a los críticos del
Sydney Mail
, el
Daily Telegraph
y la revista
Everyone’s
a la proyección, junto con Jack Lang, el primer ministro de Nueva Gales del Sur, y la estrella musical Gladys Moncrieff. Yo ya había visto la versión final de la película varias veces, pero ahora, ante el primer pase con público, descubrí que el corazón me latía a toda velocidad. ¿Se dejarían llevar por la historia? ¿Les conmoverían las escenas tristes y se reirían en las cómicas? ¿O se reirían donde no tocaba? Todavía seguía nerviosa por la temática de la película. Puede que hubiera gente que se sintiera ofendida. Me senté en el borde de la butaca, con los dedos entumecidos de tanto apretarlos.
—¡Relájate! —me dijo Freddy, arrancándome la mano del brazo de la butaca y dándole un apretón entre las suyas—. Tú ya has hecho todo lo que estaba en tu mano para hacer una gran película. El resto no lo puedes controlar.
Bajaron las luces. Cuando apareció en la pantalla la imagen, no pude mirarla ni observar a los que tenía a mi alrededor. Bajé los ojos hacia mi regazo. Pero a mitad de la proyección escuché un sollozo a mi lado y cuando levanté la vista descubrí a Klára y a Esther llorando. El koala acababa de morir. Ellas ya habían visto la película antes de aquella proyección y ya sabían lo que iba a suceder. Su reacción me proporcionó el valor para mirar hacia el público. Todos los ojos estaban clavados en la pantalla. Gladys Moncrieff tenía la boca abierta de par en par. Ni uno solo de los espectadores se movió en su asiento ni cuchicheó hasta que las luces volvieron a encenderse. Cuando esto sucedió, el aplauso del público fue ensordecedor. Les había robado el corazón y me sentía eufórica.
—¡Ponte de pie! —me animó Freddy, sacándome de mi asiento—. ¡Recibe el aplauso!
—¡Bravo, señora Rockcliffe! —gritó alguien de entre la multitud.
Otras voces se le unieron.
—¡Bien hecho! ¡Qué película!
Cuando me llegó el turno de pronunciar un discurso, hice hincapié en que yo solo podía llevarme parte de sus alabanzas. El magnífico trabajo de cámara era de Hugh, el trabajo de actuación había que agradecérselo a las estrellas y, por supuesto, la historia nunca hubiera visto la luz de no ser por Freddy.
—Debe usted sentirse muy orgulloso de su esposa —escuché que le dijo el primer ministro a Freddy en la recepción que se celebró a continuación—. Ha hecho una gran película australiana.
—Hemos hecho una gran película australiana —le susurré a Freddy—. Lo hemos hecho entre los dos.
En mitad de nuestra buena fortuna y felicidad, Klára y yo no podíamos olvidar que seguíamos siendo fugitivas. Lo considerábamos casi normal. Pero supe que algo había sucedido con Milos cuando recibimos una llamada de tío Ota en febrero del año siguiente.
—Adéla, tienes que venir a mi oficina de inmediato.
Cuando llegué allí, Esther me hizo pasar rápidamente al despacho de tío Ota y cerró la puerta tras ella cuando se marchó. Tío Ota lucía unas marcadas ojeras, como si no hubiera dormido en toda la noche.
—¿Qué sucede? —le pregunté—. ¿Ha llegado otra carta de Praga?
Asintió con gravedad.
—El doctor Holub escribe que Milos se ha visto envuelto en un intento de extorsión a un cliente. En lugar de denunciarlo a la policía, lo han convencido para que dimita y renuncie a su participación en la empresa.
Me senté y apreté los puños.
—Madre se gastó una fortuna en conseguirle esa participación a Milos, y la empresa era muy próspera —le dije a tío Ota—. Si se lo hubiera propuesto, ahora sería rico. Esperaba que algo así sucediera y así nos dejara en paz.
Tío Ota se apretó la barbilla.
—Por lo que parece, no es lo suficientemente rico para su extravagante esposa. Mira, escucha esto —me dijo, leyéndome en alto la carta.
«... Me temo que
pan
Dolezal ahora se encuentra en una situación tan desesperada en busca de fondos y está tan endeudado que se está volviendo descuidado. Hace dos días vino a mi despacho y exigió saber dónde se encuentran sus hijastras. Este cambio, tras su comportamiento frío y calculador, me resulta desconcertante. He contratado a un guardaespaldas que me acompaña a la oficina todos los días y estoy convencido de que sus sobrinas se encuentran, si cabe, en un mayor peligro que antes.»
Me estremecí y me tiré de las mangas.
—Klára y tú habéis vivido despreocupadamente aquí —me dijo tío Ota—. Habéis podido llevar adelante vuestras vidas con total libertad. No obstante, debo insistir en que, a partir de ahora, tengáis cuidado.
Asentí en señal de acuerdo.
—Todavía hay algo con lo que podemos consolarnos —comentó—, y es que Milos no tiene ni la menor idea de dónde os encontráis. Y el doctor Holub no se lo dirá.
Thomas ya era lo bastante mayor como para que Klára le enseñara a tocar el piano. Me encantaba que nuestro primo se quedara con nosotros una noche a la semana con la excusa de la clase de piano.
Ver a Freddy y a Thomas juntos me daba una idea del tipo de padre que sería mi marido. Uno de los cambios que yo había introducido en nuestro jardín consistía en que había mandado construir un estanque al final del terreno. Para mí, aquel estanque era un oasis para las ranas y los pájaros, con toda su superficie moteada por nenúfares y otras plantas acuáticas en flor. Pero para Thomas el estanque era todo un lago. Una mañana me levanté más tarde de lo habitual y salí al balcón para ver a Freddy y a Thomas asomados al borde del estanque. Thomas tenía entre las manos el barco de juguete que Freddy había encargado para él y le habían enviado desde Estados Unidos. Era un balandro de Bermudas con adornos dorados, vela mayor y foque. El barco era del mismo tamaño que mi primo, pero él lo sujetaba firmemente entre sus brazos. Iba vestido con una chaqueta marinera y un gorro a juego. Me aguanté la risa cuando vi que Freddy se había anudado al cuello un pañuelo de color brillante. Era una mañana tranquila y llegaron hasta mí sus voces que reverberaban desde el agua.
—¡Nos echaremos a la mar en cuanto se calme la marea! —gruñó Freddy, imitando el acento marinero, con voz ronca.
—¡Sí, sí, mi capitán! —le respondió Thomas.
Freddy levantó la nariz.
—Huelo la brisa marina. La perspectiva de aventura hace que me hierva la sangre, ¡sí, señor!
—¡Sí, sí, mi capitán! —repitió Thomas.
Freddy le preguntó a Thomas si estaba listo para zarpar del puerto y mi primo asintió entusiasmado. Freddy agarró a Thomas por la parte trasera de su chaqueta para que no se cayera al estanque.
Thomas echó el barquito al agua y aplaudió encantado mientras su juguete surcaba el estanque sin escorarse. Freddy se echó a reír.
El barco flotó hasta el centro del estanque y se encalló entre los nenúfares. Thomas se quedó cariacontecido. Freddy miró a su alrededor en busca de una rama para poder liberar el barco dándole un empujón. Pero nuestros árboles todavía eran jóvenes y no tenían el tamaño suficiente como para contar con ramas de una longitud adecuada. Freddy localizó un rastrillo que Rex había dejado apoyado contra la valla y lo cogió. Pero independientemente del lugar de la orilla del estanque en el que se colocara, el barco quedaba siempre fuera de su alcance.
—No importa, Freddy —le dijo Thomas con una nota de desilusión patente en su voz—. Quizá la brisa lo libere más tarde.
Freddy se rascó la barbilla, reflexionando detenidamente. Entonces se quitó el cinturón y los pantalones, los colgó sobre una mata de azaleas y se metió hasta el centro del estanque, donde el agua le cubría hasta el pecho. Me daba demasiado miedo seguir mirando. Freddy odiaba las playas o cualquier entorno natural sin azulejos de mármol y acabados en oro.
Thomas daba saltitos en la orilla y gritaba de alegría. Freddy logró rescatar el barco de vela y lo empujó hacia donde Thomas estaba esperando.
—Tengo otro plan, mi buen ayudante —le dijo Freddy, impulsándose para salir del estanque y escurriéndose el agua verdosa de sus calzones.
—¿El qué? —le preguntó Thomas. En su rostro estaba dibujada la admiración que sentía por su adulto compañero de juegos.
Freddy se sacó un trozo de cieno de la cinturilla e hizo una mueca.
—Antes de que volvamos a zarpar hacia la desconocida inmensidad del mar azul ataremos un trozo de cuerda a la proa del barco —le dijo.
Thomas lograba leer complicadas partituras, pero sus manitas eran todavía muy pequeñas, por lo que Klára le prohibió que las tocara hasta que fuera algo mayor, para que no se lesionara los tendones. En su lugar, le hacía practicar piezas sencillas para que adoptara una postura correcta y una buena técnica. Thomas asimilaba perfectamente sus lecciones, salvo por algún que otro momento de distracción.
—Klárinka, si las arañas utilizan sus redes para cazar a los insectos, ¿cómo puede ser que no se queden atrapadas en sus propias redes? —le preguntó Thomas en una ocasión.
Me divertía ver a Klára dándole clase a Thomas, así que me sentaba en la sala durante sus lecciones y cosía mientras Thomas tocaba.
—No se pueden quedar atrapadas en sus propias redes —le respondió Klára mientras marcaba la numeración para los dedos en las escalas del cuaderno de mi primo—, porque son más inteligentes que la mayoría de los insectos y miran por dónde van.
Thomas reflexionó sobre la respuesta.
—Igual que la gente —dijo—. Mamá me ha contado que una persona no debería engañar a otros, por si acaso se queda pillada ella en su propia trampa.
Tras las clases de piano, si Freddy trabajaba hasta tarde, Klára, Thomas y yo preparábamos juntos la cena y Thomas escogía el menú. Normalmente solía tomar buenas decisiones: calabaza asada con espinacas sobre una tostada, natillas de crema o peras escalfadas. Sin embargo, una noche pidió nata montada de chocolate con copos de avena. Klára y yo nos fuimos a la cama aquella noche con el estómago revuelto.
En otra ocasión, cuando Klára y Thomas acabaron la clase de piano, decidimos confeccionar una tarjeta para el inminente cumpleaños de tío Ota. Les escuché parlotear sobre el diseño y sobre qué colores utilizar mientras leía el periódico. No acababan de decidirse sobre si la tarjeta debía llevar un borde de papel dorado o plateado.
—¿Qué te parece, Adélka? —me preguntó Thomas.
—Pues los dos —le contesté, pasando la página del periódico.
Se me cortó la respiración cuando vi una fotografía de Philip.
—¿De los dos colores? —inquirió Klára—. ¡Qué buena idea! ¿Tú crees que...?
No oí el resto de su pregunta. Cogí el periódico y me marché a toda prisa a mi habitación, cerrando el pestillo al entrar. Caí de rodillas al suelo y contemplé la fotografía de nuevo. «El doctor Philip Page, de vuelta de Londres, ha abierto una consulta en Edgecliff», decía el pie de la foto.
El artículo que aparecía a continuación explicaba que Philip había escrito varios artículos importantes sobre la salud física y mental infantil, y que era un firme defensor de los tratamientos progresivos para enfermedades como la parálisis infantil y la varicela. El artículo no mencionaba a Beatrice ni al niño, ni ninguna de las otras cosas sobre él que yo ansiaba saber. Acaricié con el dedo el rostro de Philip. Su mirada luminosa era la misma, pero la inocencia que antes se asomaba en sus ojos había desaparecido. Había adquirido parte del aire autoritario de su padre.
Tras aquello, mi vida se convirtió en una atormentada existencia. Amaba a Freddy, pero me sorprendí a mí misma tratando de localizar a Philip. Siempre que cogía el tranvía, me sentaba junto a la ventana y contemplaba a la gente que andaba por la acera. Lo buscaba en todos los hombres que veía. Incluso pensé en ir a visitar a su padre con alguna excusa para averiguar algo más, pero mi propia prudencia me impidió hacer tal cosa.
Un día, abrumada por el deseo de ver a Philip, cogí el tranvía en dirección a Edgecliff. Había averiguado la dirección de su consulta y la llevé escrita en un papel en el bolsillo durante días. La parada del tranvía se encontraba en la esquina de la calle. Sentía que me ardía todo el cuerpo y las piernas me temblaban bajo mi peso. Me deslicé junto a una valla de tablones blancos cubierta de clemátides hasta llegar a una puerta con un farolillo rojo. «Doctor Philip Page: Pediatra», decía la placa plateada.
Me dio un salto el corazón. Philip había conseguido hacer realidad su sueño.
Apoyé la mano en la valla, sin saber qué hacer a continuación. ¿Qué era aquella loca esperanza que albergaba en mi corazón? ¿Qué esperaba al ver a Philip? ¿Mirarlo a los ojos para ver si todavía me amaba? Bueno, incluso aunque fuera así, nuestro amor ya era imposible.