Secreto de hermanas (44 page)

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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

—Podemos tener esa clase de celebración para el estreno de
En la oscuridad
—le dije—, pero no en nuestra boda.

En mitad de la noche anterior a la boda me desperté sobresaltada. Klára temblaba con tanta violencia que la estructura de su cama repiqueteaba. Encendí la luz. Tenía el rostro congestionado y mechones de cabello húmedo pegados a la frente.

—¿Has cogido un resfriado? —le pregunté, arropándola con las mantas.

Klára se frotó el cuello.

—Solo son temblores nocturnos —me respondió—. Me sucede a veces.

No me había percatado de que mi hermana temblara por la noche hasta entonces, y habíamos compartido la misma cama prácticamente toda la vida. La palidez de su semblante me preocupó. Me había dejado llevar por los preparativos de la boda y comprendí que la había descuidado.

—¿Quieres una taza de leche malteada Horlicks? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

—Vuelve a dormirte, Adélka. Mañana es el día de tu boda.

Los temblores de Klára remitieron y se quedó adormilada cogiéndome de la mano. La contemplé durante una hora. Klára había padecido terrores nocturnos de niña y solía soñar que había monstruos bajo su cama. En Praga, muchas noches la había cogido de la mano hasta que se había tranquilizado y podía volver a dormirse. ¿Había tenido una pesadilla y no quería contármelo? Quizá mi hermana estaba inquieta por haberme proporcionado todo su apoyo en relación con mi unión con Freddy. Me había sentido feliz de que todo el mundo estuviera de acuerdo con que, una vez que Freddy y yo regresáramos de nuestra luna de miel, Klára viniera a vivir con nosotros en Cremorne.

—Os echaremos de menos a ambas —me dijo Ranjana—. Pero Klára se sentiría perdida sin ti.

—Siempre cuidaré de ti, Klára —le susurré—. Se lo prometí a madre.

Apoyé la cabeza en la almohada, pero tenía los nervios de punta. Era inútil tratar de conciliar el sueño. Me puse la bata y bajé de puntillas las escaleras. Quizá lograra calmarme si veía a Ángeles y a su cría, Querubina. Me deslicé al exterior por la puerta trasera, pensando en sentarme en el jardín y contemplarlas durante un rato. Me aproximé a la escalinata y allí me topé con alguien. Ahogué un grito cuando me di cuenta de que la figura de la chaqueta y el gorro de dormir era tío Ota.

—¿Tú tampoco consigues conciliar el sueño? —me preguntó sonriéndome.

Negué con la cabeza y me senté junto a él. Me pasó el brazo por los hombros. Contemplamos la luna llena con las nubes moviéndose sobre ella antes de que tío Ota susurrara:

Debajo de un roble, al atardecer,

sentada está una linda zagala

en una roca, tratando de ver

lo más lejano, encima de una cala.

Se trataba de aquel poema,
Mayo
, de nuevo. ¿Cuál era la relación entre aquella triste historia y madre, tío Ota y tía Emilie? Contemplé el semblante de tío Ota. Iluminado por la luz de la luna, su rostro parecía el de un joven.

—Madre lloró cuando nos escribiste que te habías casado con Ranjana —le conté—. Pero tras tu segunda carta, comentó que tu esposa parecía encantadora y que debíais de hacer muy buena pareja. Le alegraba que fuerais felices.

Tío Ota se volvió hacia mí. Algo pasó por su mirada. ¿Un recuerdo? Se sujetó la barbilla entre las manos como si estuviera rezando.

—Tu madre y yo cometimos un error —dijo pasado un instante—. Ambos supusimos que teníamos todo el tiempo del mundo. Pensábamos de esa forma porque éramos jóvenes y creíamos que nosotros y todos los que nos rodeaban viviríamos para siempre.

—Tú amabas a Emilie, ¿verdad? —le pregunté.

Asintió.

—Te conté que tu padre y yo vimos a tu madre y a tu tía en la ópera, ¿verdad? Eso es cierto. Pero me enamoré de Emilie cuando nuestra familia fue invitada a asistir a una velada en casa de
paní
Navrátilová y Emilie leyó en alto
Mayo
, de Karel Hynek Mácha.


Mayo
es un poema trágico.

—Y también lo es la vida. Debería haber interpretado aquello como una advertencia. Pero no podía hacer otra cosa que escuchar su voz. Y me enamoré de ella.

Vi a Ángeles bajando por el tronco del gomero plaetado. Querubina, que ahora era independiente, la siguió. Ambas me miraron preguntándose qué golosina les habría traído. Pero tendrían que esperar. Quería escuchar la historia de tío Ota. Ahora sí que estaba preparada.

—Por entonces yo ya había viajado por Francia y por Italia —me contó tío Ota—. La aventura me corría por las venas. Emilie se sentía fascinada por la idea de ver mundo, pero...

Ángeles acudió correteando por el césped y se subió al lili pili junto a mí. Querubina contemplaba todo desde su atalaya en una rama. Su madre se colgó de la cola y me pasó la pata por el pelo. La aparté con cuidado, por lo que trepó a un naranjo y se puso a mordisquear una de las naranjas maduras.

—¿Pero qué? —le pregunté a tío Ota.

—Pero tu madre no quería que su hermana se marchara. Por eso puso a su familia en mi contra.

Sus palabras me hirieron profundamente. Así no era como yo me imaginaba a madre: siempre amable y cariñosa. Siempre tan hermosa. ¿Cómo podía haber hecho algo así?

—Pero aun así... se casó con padre —comenté—. ¿También lo volvió a él contra ti?

Tío Ota suspiró.

—Fue él quien me convenció de que me marchara en lugar de destruir el vínculo que había entre ambas hermanas.

—Y eso fue lo que hiciste —dije yo, comprendiendo por fin la angustiada expresión de madre cuando tía Josephine nos leía las cartas de tío Ota—. Y aquello destruyó a Emilie.

Madre quería a Emilie. Independientemente de lo que hubiera hecho, seguramente su motivación era el cariño que sentía por ella. Pero debió de comprender lo equivocada que estaba. Pensé en la manera en la que había reaccionado cuando tío Ota preguntó por ella en su carta. Fue como si la hubiera aliviado de una pesada carga. Tío Ota era un hombre honrado, hubiera cuidado de Emilie. Madre debía de haberse arrepentido amargamente de su intromisión.

—A Emilie se le partió el corazón —me contó tío Ota—. Pero lo que acabó por destruirla fue su descarriada rebeldía. Se echó en brazos de un granuja que, cuando terminó con ella, no le dejó ni reputación ni nada por lo que seguir viviendo.

—Madre te escribió una carta —le conté—. Milos la destruyó antes de que yo pudiera mandártela. En ella citaba parte de
Mayo
.

La expresión meditabunda regresó al rostro de tío Ota.

—Creo que te escribía para pedirte que la perdonaras —le dije—. Pero tú ya la habías perdonado, ¿verdad?

Una lágrima brilló en el ojo de tío Ota.

—Odié a tu madre durante mucho tiempo. En primer lugar, por separarme de Emilie, y en segundo, por dejar que su hermana se relacionara con aquel tipejo. Pero cuando Antonín murió en la guerra, no pude seguir odiándola. Tu madre ya había sufrido lo suficiente. Deseaba escribirles a las hijas de mi hermano. Quería saber de vosotras. —Tío Ota sonrió y me tocó la mejilla—. Me alegro de haberlo hecho.

—Madre nos confió a ti.

—Aquel fue el mayor cumplido que podía haberme hecho —respondió tío Ota, abrazándose las rodillas y apoyando la barbilla en ellas.

—¿Sigues sintiéndote triste por Emilie? —le pregunté.

Asintió.

—Siempre será así, Adélka. Amo a Ranjana. Quiero a Thomas. Pero nunca olvidaré a Emilie.

«Igual que yo nunca olvidaré a Philip —pensé—. Pero lograré querer a Freddy.»

Al día siguiente, durante el banquete de bodas, no podía apartar mi atención de Klára y Robert. Mi hermana no le quitaba la vista de encima y él mantenía el contacto con ella constantemente, ya fuera pasándole el brazo por los hombros o tocándole el codo con la mano. Robert era encantador y perfecto para mi hermana. Además, tenía que enfrentarme al hecho de que debía admitir que también lo consideraba una amenaza. La vida de Klára se había convertido en un torbellino de invitaciones para tomar el té, estrenos de teatro, almuerzos, bailes y conciertos. Robert era una de esas personas que podía dormir dos horas y después levantarse para seguir con el mismo ritmo al día siguiente. Pero ¿Klára sería capaz de hacer otro tanto? La recordé temblando la noche anterior. ¿Qué pasaría si volvía a caer enferma?

Comprendí cuál era la postura de mi madre de joven con respecto a Emilie. Madre creía que estaba protegiendo a su hermana. Y, sin embargo, me estremecí al pensar lo terribles que fueron las consecuencias. Un buen día tendría que dejar a Klára marchar hacia los protectores brazos de Robert. Mientras tanto, cuidaría de mi hermana con la misma atenta mirada con que Ángeles vigilaba a Querubina.

Freddy y yo pasamos nuestra luna de miel en el hotel Hydro Majestic en una habitación con vistas al valle de Jamieson. La mañana tras nuestra primera noche allí, mientras él disfrutaba de poder dormir un poco más, yo contemplaba la vista por la ventana. Paseé la mirada desde los jardines del hotel y los arbustos plantados en macetas hasta la exuberante maleza azulada. Todo lo que veía era mágico: las formas de las nubes, los valles amurallados por paredes de piedra perpendicular, los escarpados acantilados de arenisca, las cascadas de agua, las hondonadas y los barrancos. Aquel era el bosque de mi película ideal.

Freddy suspiró y se dio la vuelta. La noche anterior cuando salí del cuarto de baño, lo encontré cómodamente tumbado en la cama con el pijama puesto. Había una rosa roja sobre mi almohada y una botella de champán en una cubitera de hielo sobre la mesilla de noche. Habíamos celebrado una maravillosa boda, y cuando bailamos el vals nupcial, fue como si me bañara una luz celestial. Pero me bastó una mirada a los ojos insinuantes de Freddy para que la aprensión se apoderara de mí.

—Espera un momento —le dije, desapareciendo en el cuarto de baño de nuevo.

Cerré la puerta y me apoyé contra ella. Me estremecí al pensar en Freddy tumbado en la cama, tan expectante. Me pareció... aberrante. Me vinieron a la cabeza infinidad de recuerdos del día en el que Philip me había llevado a la playa de Wattamolla. Nos habíamos atraído de forma natural. Los ojos se me llenaron de lágrimas. «Esto es un terrible error», pensé. No era el acto físico lo que me asustaba, pues Freddy y yo ya habíamos hablado de ello: él tomaría precauciones para que yo no me quedara embarazada durante al menos dos años.

—Primero tienes que hacer otra película —me había dicho—. Porque si no te arrepentirás de tener hijos, y yo quiero que seas feliz.

Era la idea de compartir aquella intimidad emocional lo que, de repente, me resultaba tan aborrecible.

Me senté en el borde de la bañera.

—No puedo hacerlo —dije, respirando bocanadas de aire—. No puedo ser la esposa de Freddy.

Traté de calmar mis pensamientos y nos imaginé siendo amigos, sin consumar el matrimonio. Sin embargo, recordé que una cosa así sería terreno abonado para el divorcio. Pero quizá Freddy no se divorciaría de mí. Podría tener un harén de jovencísimas actrices que lo entretuvieran y yo lo ignoraría con benevolencia, como una reina dándoles la bendición a las queridas del rey. La bruma que me empañaba la mente se despejó y sacudí la cabeza. No, las reinas toleraban aquellos tejemanejes porque estaban hartas de tener hijos. Yo quería tenerlos. Quizá no inmediatamente, pero sí que deseaba ser madre.

Me levanté de la bañera y me humedecí la cara con agua fría. Fui hasta la puerta. Todo parecía en silencio al otro lado. ¿Acaso se había quedado dormido? ¿Quizá podría retrasar aquel terrible momento hasta más tarde?

—¿Adéla? —me llamó Freddy.

Me mordí el labio. No estaba dormido. Tendría que dar la cara en ese momento.

—¿Sí? —le contesté.

—¿Te encuentras bien?

Puse la mano en la puerta y cogí aire antes de abrirla. Freddy había apagado las luces y había encendido unas velas sobre la repisa de la chimenea. El brillo de las llamas creaba unos rayos de luz dorada que parpadeaban por toda la habitación. También flotaba un olor vivificante en el ambiente: hamamelis y sándalo, su loción para después del afeitado. El nudo se me aferró al estómago de nuevo.

Freddy me contempló.

—Estás preciosa —me dijo tendiéndome la mano.

Yo crucé la alfombra de puntillas y entrelacé sus dedos con los míos. Él tiró de mí hacia la cama.

—¿Estás nerviosa? —me preguntó.

Asentí.

Me acurrucó entre sus brazos.

—No voy a hacerte daño —me aseguró.

Sentí un gran dolor en el corazón: Freddy, normalmente tan descarado y tosco fuera del dormitorio, era sensible y cuidadoso en él. Yo no era digna de él, pero haría lo posible por hacerlo feliz. Alargué el brazo para colocarlo alrededor de su espalda, pero de algún modo logré levantar tanto el codo que lo golpeé a él en el ojo. Se puso la palma de la mano en la cabeza y se desplomó sobre la almohada. Yo tenía los codos bastante afilados, y lo había golpeado en la cuenca del ojo. Tenía que haberle dolido muchísimo.

—¡Freddy! —exclamé—. ¡Lo siento muchísimo!

Él levantó la mano. La piel alrededor del ojo se le había puesto colorada y estaba hinchada. Probablemente se le pondría negro al día siguiente.

Los hombros de Freddy comenzaron a temblar. Pensé que estaba llorando, pero una enorme carcajada resonó por toda la habitación. Siempre me había gustado su risa. Le salía del corazón.

—No tenía ni la menor idea de que fueras tan violenta —me dijo—. ¡Procuraré mantener las distancias!

Se me contagió la comicidad del momento y yo también me reí. Antes de que me diera cuenta de lo que estaba haciendo, me incliné y lo besé en el párpado. Apoyé la mejilla contra su hombro y él deslizó sus brazos a mi alrededor. Se me cortó la respiración por la sorpresa, pues el deseo me recorría de abajo arriba como una ola del océano. Freddy se dio la vuelta para ponerse de cara hacia mí y me besó en la frente. Le aparté el mechón de pelo que se le había caído sobre los ojos. El miedo paralizante que me había atenazado apenas unos minutos antes se desvaneció. Volví a reírme. Freddy abrió de un golpe mi camisón y recorrió mi estómago y mis caderas con la punta de sus dedos.

—Preciosa, hermosísima, exquisita —susurró.

Yo deslicé las manos por su pecho. Allá donde me tocaba, sentía un cosquilleo vivificante. Continuó sus exploraciones hacia abajo por mis piernas, y hacia arriba por el torso y mis pechos, acariciándome hasta que todo me dolía por el anhelo. Se introdujo en mí, contemplando mi rostro en busca de alguna señal de molestia. No había dolor, solo un placer tan intenso que no podía recordar nada similar.

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