Secreto de hermanas (19 page)

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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

—¿Quién es el director de la película que hemos visto? —le preguntó tío Ota a Tilly.

—Wilfred Lucas, un estadounidense —le respondió Tilly—. CarollBaker Productions los trajo a él y a su mujer, que es guionista, a Australia. Esperaban que, al utilizar un talento procedente de Estados Unidos, eso garantizaría el interés del mercado norteamericano en la película.

—¿Y ha sido así?

El señor Tilly se encogió de hombros.

—La industria cinematográfica no es la misma que era antes de la guerra. Las películas australianas eran más baratas de hacer entonces y los australianos querían ver su propio país. Teníamos una industria nacional mayor que la de Francia o Estados Unidos. Ahora contamos con cines permanentes, que producen gastos de mantenimiento, y con la población que más va al cine del mundo. Los gerentes de los cines tenemos una necesidad constante de películas y los únicos que pueden proporcionárnoslas son los estadounidenses.

—Algún día me gustaría hacer una película sobre Australia —anuncié.

Me sorprendí de mis propias palabras. ¿De dónde había sacado aquella idea? Disfrutaba tomando fotografías con mi cámara, pero ignoraba totalmente lo que suponía rodar una película.

—¿Y por qué no? —dijo Klára—. Siempre has sido buena contando historias, Adélka.

El señor Tilly me sonrió.

—Pues entonces haga usted una buena película, señorita, y yo se la proyectaré.

Tras anunciar mi intención de hacer una película me sentí obligada a proseguir con aquella idea, especialmente después de que Klára hubiera mostrado su fe en mí. No se nos había ocurrido que tener diecinueve años y ser extranjera obstaculizaría mis progresos. El señor Tilly me proporcionó una lista de directores australianos y les escribí para preguntarles dónde habían comprado sus cámaras y por cuánto, y cómo habían encontrado a sus actores. Anotaba sus sugerencias en un cuaderno con índice. La mayoría de ellos me aconsejaron que empleara los decorados con moderación para ahorrar dinero y que rodara en exteriores para aprovechar la brillante luz del sol australiano, en lugar de emplear unos costosos focos de estudio. Raymond Longford me escribió que si lograba que mi equipo técnico no superara los cuatro integrantes, podría lograr hacer una película aceptable por dos mil libras. Beaumont Smith consiguió disminuir esa cifra con sugerencias sobre cómo crear un éxito de taquilla por mil libras. En Praga, habría tenido acceso a esa cantidad de dinero, pero no podía permitirme una frivolidad así aquí en Australia.

«¡Mil libras! —me dije para mis adentros, suspirando—. Bueno, pues aquí acaba esta historia.»

Los carteles del señor Tilly que anunciaban a «la joven virtuosa del piano, Klára Rose» atrajeron a la multitud no solo de los barrios del este, sino también de otras poblaciones.
The Daily Telegraph
sacó una fotografía de Klára. Sus actuaciones eran tan populares que Tilly le pidió que tocara más noches, pero yo no quise ni oír hablar de ello.

—Todavía es demasiado joven. Necesita descansar —afirmé.

En invierno de aquel año, Klára comenzó a quejarse de dolores de cabeza y me pregunté si quizá necesitaría ponerse gafas. Una tarde llegó muy pronto de la escuela con aspecto pálido.

—Necesitas aire fresco —le dije.

Accedió a ir conmigo y con Esther al parque Nielsen.

Cuando llegamos allí, nos encontramos a los jardineros plantando higueras australianas y bojes cepillo a lo largo de los senderos. Anteriormente habían limpiado el parque de flora y fauna autóctonas, y los cuidadores se habían dado cuenta demasiado tarde de que el resultado de todo aquello era que no habían dejado árboles que dieran sombra. Extendimos nuestro mantel de
picnic
cerca de una de las pocas cupanias de hoja de anacardo que quedaban. Klára y yo nos quitamos los zapatos y paseamos hasta el agua mientras Esther se recostó de lado sobre la manta. Una mariposa azul se le posó en la cadera. Me intrigaba el hecho de que Esther fuera como un imán para las mariposas, y recordé que era raro ver a aquellos insectos en esa época del año.

Esther había cambiado desde la muerte de su madre. Todavía seguía siendo muy tranquila, pero disfrutaba viniendo al cine con nosotros. Hablaba con entusiasmo sobre los jeques árabes, le chiflaban los romances en las islas del Pacífico y aplaudía animadamente a las bailarinas. Quizá precisamente porque a ella la hubieran despojado de su oportunidad de amar, Esther disfrutaba tanto poniéndose en la piel de aquellos personajes de ficción.

—Es bonito mirar al horizonte —le comenté a Klára cuando llegamos a la playa—. Yo tenía debilidad ocular a tu edad de tanto leer. Tía Josephine me explicó que si haces mucho esfuerzo al mirar de cerca, los músculos se agarrotan y que yo necesitaba relajarlos mirando a lo lejos.

La brisa que provenía del agua era fresca y no había ningún nadador, pero docenas de barcos flotaban sobre la superficie del océano. Escuchamos un armonioso gorjeo que provenía de los matorrales que había entre las rocas.

—¡Mira! —exclamé, señalando un pájaro azul que revoloteaba entre las ramas—. ¡Un maluro soberbio!

Pensé en madre, sentada a la mesa de nuestra casa en Praga, con sus pinturas y sus botes de agua. Aquella imagen de felicidad hogareña me animó inmediatamente. Entonces sentí un agudo dolor en la boca del estómago, el mismo que siempre me atenazaba cada vez que pensaba en madre. Milos no solo la había matado, sino que había destruido mis recuerdos alegres. Cada vez que me acordaba de ella, mi alegría se veía empañada al recordar las circunstancias de su muerte.

—¡Sangre! —chilló Klára, levantando la mano.

La cogí de la muñeca, pensando que quizá se había cortado con una valva de ostra mientras yo me había distraído.

—¡Sangre, sangre! ¡Puedo verla! ¡Puedo ver su cara! —gritó mi hermana.

—¿La cara de quién? —le pregunté.

Klára dio un paso atrás y me contempló con la misma mirada ausente que aquel día en el barco, cuando pensó que había visto a Milos.

Esther corrió hacia nosotras.

—¿Hay algún problema? —nos preguntó.

—¡Sangre! —gritó de nuevo Klára.

La agarré por los brazos.

—¡Klára! —le dije, sacudiéndola—. ¡Klára!

Mi hermana comenzó a sollozar.

—Vamos —dijo Esther, pasándole el brazo a Klára por los hombros y haciendo un gesto con la cabeza hacia el camino—. Será mejor que nos vayamos a casa.

No hubiéramos sido capaces de llevar a Klára de vuelta en aquel estado en el tranvía, así que Esther llamó a un taxi. Me alegré de que estuviera allí para pensar por nosotras. Ayudé a Klára a montarse en el automóvil y la envolví en mi abrigo.

«Yo era su hermana mayor, pero no la vigilé lo suficiente... Emilie comenzó a oír voces. —Recordé la descripción de madre sobre la locura de su hermana—. Cuando yo ya no esté con vosotras, debes proteger a Klára y mantenerla segura... No pierdas de vista a Klára como yo perdí de vista a mi hermana.»

Klára murmuraba frases inaudibles y se tiraba del pelo. «Esto no puede suceder tan repentinamente», pensé. Era como si el equilibrio del mundo se hubiera desestabilizado y mi hermana y yo estuviéramos de pie al borde del abismo, a punto de precipitarnos por él.

OCHO

La consulta del doctor Norwood en Macquarie Street estaba tan silenciosa como una iglesia. Tío Ota y yo contemplamos como iba transcurriendo, minuto a minuto, una hora completa en el reloj. De vez en cuando, la secretaria escribía algo a máquina. Los labios de tío Ota se movían en silencio mientras leía los diplomas enmarcados que colgaban de las paredes. La psiquiatría no era una especialidad muy conocida en Australia. Se había empezado a utilizar con más frecuencia durante la guerra, para tratar a los soldados con neurosis a causa del conflicto bélico.

A pesar de los complicados nombres que ahora se utilizaban para referirse a ello, la palabra
locura
me asustaba. En mis pensamientos aparecía la imagen del manicomio de Praga, con sus altos muros y sus ventanas de barrotes. Había oído rumores de calabozos infestados de ratas y desafortunados pacientes a los que ataban con cadenas y grilletes. Ahora que Klára estaba enferma, no podía ni pensar en ello.

—No fue allí donde enviaron a tu tía Emilie —me aclaró tío Ota cuando lo hice partícipe de mis miedos—. Tus abuelos la internaron en una residencia mental privada que estaba en el campo. Pero su mente debilitó a su cuerpo y acabó contrayendo una neumonía.

La expresión atormentada del rostro de tío Ota cuando mencionó a tía Emilie empeoró mi preocupación. «Seguramente, Klára no está loca», me dije para mis adentros, aunque eso fue lo primero que se me había ocurrido cuando sufrió el ataque. Desde entonces me había preguntado si no habría padecido simplemente una crisis nerviosa. Después de todo, nuestra madre había sido asesinada, nosotras habíamos tenido que huir de nuestro hogar y mi hermana había presenciado cómo nuestra familia había sido atacada por un grupo de matones.

Me sentí agradecida por que tío Ota y Ranjana accedieran a encontrarle a Klára la mejor ayuda posible. Ranjana y yo queríamos cuidar de Klára en casa, pero el médico local que nos atendió la tarde que tuvo el episodio no quiso ni oír hablar de ello.

—Si se dedicara a ir por ahí en su estado actual, la denunciarían a la policía —nos advirtió—. Después la internarían en un sanatorio mental y ustedes tendrían dificultades al intentar recuperarla.

El doctor Norwood nos hizo pasar a su despacho y nos invitó a tomar asiento en unas butacas Chesterfield. Las paredes forradas de paneles de roble y las cortinas de encaje le conferían a aquella habitación un aspecto frío, pero mi corazón latía a toda velocidad y rompí a sudar. A través de una rendija de la puerta que conducía a la sala donde el médico examinaba a sus pacientes, vi a Klára tumbada en una camilla y a una enfermera inclinándose sobre ella.

El doctor Norwood tenía cincuenta y pocos años y una piel de color marfil envejecido. Su forma de hablar era firme.

—Ha sido un repentino episodio de psicosis —nos anunció—. Una reacción retardada ante el shock.

Prosiguió explicándonos que si no conseguíamos atención hospitalaria para Klára su salud empeoraría.

—Les escribiré una carta de referencia para Broughton Hall. Sería mucho mejor que la señorita Rose fuera a una clínica voluntariamente en lugar de a un sanatorio mental. No creo que estar en compañía de enfermos incurables haga mucho bien al equilibrio mental de nadie.

Al día siguiente llevamos a Klára a Broughton Hall, en el barrio de Rozelle. El cielo estaba cubierto y grisáceo, cosa que casaba a la perfección con mis sombríos pensamientos. El doctor Norwood la había sedado para el viaje, que hicimos en taxi porque no queríamos arriesgarnos a que tuviera otro arrebato en el tranvía. La mayor parte del tiempo lo pasó durmiendo, reposando la cabeza sobre mi hombro. Cada vez que tío Ota la miraba, se le nublaban los ojos como si estuviera acordándose de algo muy doloroso.

Con la impresión que me había quedado del manicomio de Praga, me atemorizaba el aspecto que pudiera tener la clínica. Pero en Broughton Hall no había nada aterrador, al menos aparentemente, excepto su proximidad al hospital psiquiátrico Callan Park, donde se enviaba a los casos de internamiento forzoso. Los jardines que atravesamos de camino a la oficina de admisiones eran muy pintorescos, con sus parterres y sus estanques. Filas de palmeras y pinos daban sombra al camino y las onduladas praderas estaban moteadas de pavos reales que picoteaban el césped.

Nos dio la bienvenida una enfermera con un delantal blanco junto a las escaleras de aquella reconvertida mansión de estilo modernista, que ahora hacía las veces del edificio de admisiones.

—¡Buenos días! —nos saludó.

Le hizo un gesto con la cabeza a un auxiliar que empujó una silla de ruedas hacia nosotros y la sostuvo mientras tío Ota ayudaba a Klára a sentarse en ella. En el interior del edificio de admisiones, tío Ota rellenó los papeles por Klára.

—Lo siento —dijo Klára tirándome del brazo.

Me consternaba verla tan desorientada. Le acaricié el pelo.

—No tienes nada que sentir. No es culpa tuya.

Aunque el doctor Norwood había descrito el comportamiento de Klára como «psicosis», la admitieron en la clínica por «padecer melancolía a causa de un shock». Eso significaba que no estaría recluida y podría pasear libremente por los jardines en compañía de una enfermera.

—Pueden ustedes visitarla únicamente una vez por semana, según las órdenes del médico supervisor —nos informó la enfermera de admisiones—. La primera visita no puede tener lugar hasta dentro de quince días contando a partir de hoy.

—¿Por qué? —pregunté, molesta por que mantuvieran a Klára alejada de nosotros.

La enfermera adoptó un gesto que indicaba que no le gustaba que la cuestionaran.

—Muchos pacientes permanecen enfermos mientras su familia demuestra compasión por ellos. Una vez que la familia se mantiene al margen, suelen decidir curarse por sí mismos.

Cuando se acabó el papeleo, llegó la hora de que pesaran a Klára y le asignaran una cama. Ver cómo la alejaban de nosotros hizo que se me partiera el corazón en mil pedazos. Antes de traspasar la puerta del pabellón, se volvió. La mirada distraída abandonó su rostro y sonrió:

—Me pondré bien lo más rápido que pueda —nos dijo—. Os quiero mucho.

Durante un instante, Klára volvió a ser ella misma de nuevo. Era como ver un rayo de sol en un día nublado. Aquello me animó. Sin embargo, al momento siguiente, tras el ruido de llaves y el giro de la cerradura, mi hermana desapareció de nuestra vista.

Tío Ota y yo regresamos a Broughton Hall quince días más tarde, esta vez con Ranjana, con la esperanza puesta en ver a Klára recuperada. Pero cuando la enfermera la sacó a la sala de visitas, llevaba el pelo lacio y apagado, y su piel había adquirido una tonalidad grisácea. Recordé el modo en el que Klára se deslizaba al entrar en las habitaciones, con una compostura que reclamaba la atención inmediata de los presentes. Pero aquel día lo mejor que pudo hacer fue llegar arrastrando los pies y dejarse caer en una silla.

Me arrodillé junto a ella y me besó la mejilla, pero fue más un acto reflejo que un gesto de cariño. Las manos le temblaban como las de una anciana.

Con motivo de la segunda visita, fui yo sola, pues Ranjana y tío Ota tenían que trabajar y Esther estaba cuidando de Thomas. Klára no se encontraba mejor que la semana anterior. Apenas me reconoció.

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