—Me pregunto si quizá podría encontrar trabajo en una oficina —le comenté a tío Ota un día que él estaba leyendo el periódico en el salón—. Sé mecanografía.
Tío Ota me observó fijamente.
—Eso te aburriría, Adélka. Tú eres una soñadora. Y no es que eso sea un mal hábito en ti: eres muy creativa. Además, los teclados checos y los ingleses no son iguales.
—Podría adaptarme —le respondí.
Me dedicó una sonrisa.
—¿Por qué no buscas trabajo con tu cámara de fotos? Tus retratos son excepcionales.
—Me llevaría mucho tiempo establecerme en el negocio —le contesté—. Y necesitaría carretes, una cámara mejor, los productos químicos para el revelado, y tendría que encontrar clientes. El dinero para la educación de Klára hay que pagarlo a final del año, o si no, Klára perderá su plaza con los profesores que le interesan.
Tío Ota reflexionó durante un instante antes de contestarme.
—Hay estudios que necesitan señoritas que tomen las fotos de carné. O artistas que retoquen los colores de las fotografías. Con eso ganarás dinero y conseguirás clientes. Y puedes utilizar mi cámara para hacer los retratos.
La sugerencia de tío Ota me levantó la moral. A pesar de todas las cosas terribles que habían sucedido, me alegraba vivir bajo su techo. Tío Ota no se parecía nada a mi padre físicamente, pero sí en su generosidad. Además tenía razón: no se me darían bien las labores administrativas, porque siempre se me iba el santo al cielo.
Le dije que me disculpara y fui a hacer la comida. De camino a la cocina, Esther me llamó.
—Adéla, ¿puedes venir un momento?
Estaba de pie junto al dintel de la puerta de la sala de estar en la planta baja, retorciéndose nerviosa las manos. Seguía siendo una persona inquieta y silenciosa, pero se le había quitado el aspecto de ratoncillo huidizo. Unas noches antes, habíamos ido a ver
El Golem
, que estaba ambientada en Praga. De camino a casa me dediqué a elogiar la cinta, cuando Esther nos sorprendió a todos espetándonos que ella pensaba que aquella película era pretenciosa. Aunque su opinión discrepaba de la mía, me alegré de que nos hubiera dado su punto de vista. Sin embargo, seguía poniéndose ropa de colores apagados que la hacían parecer mucho mayor para su edad. Pensé en el hombre de la cacatúa del Café Vegetariano. La guerra dejaba cicatrices que no se borraban fácilmente.
Seguí a Esther al interior de la sala de estar, que parecía mucho más alegre que cuando la ocupaba la señora Bain. Esther había sustituido los pesados muebles por cómodos sillones de orejas y había instalado lámparas cuyas pantallas estaban ribeteadas de cuentas de colores. Una acuarela de una playa decoraba la pared del fondo. El piano de nudosa madera de nogal con su adorno en forma de lira y sus patas francesas era el único recuerdo de la decoración de su madre.
—¿Qué te parece el piano? —me preguntó Esther.
—Ahora que has cambiado el aspecto de la habitación, llama más la atención —le respondí—. Pero lo más importante es cómo suene.
—¿Podrías tocarlo para mí? —me pidió abriendo la tapa y ajustando la banqueta—. Yo nunca llegué a aprender. Madre decía que yo nunca conseguiría ser genial, así que ni siquiera merecía la pena que lo intentara.
No había tocado un piano desde que tenía catorce años. Habiendo alguien más virtuoso que yo en casa, no tenía mucho sentido. Aun así, me senté y toqué un par de compases de
Murmullos de primavera
, de Sinding, que era una de las piezas favoritas de madre. Me sorprendió que el piano estuviera afinado. El sonido que producía resultaba hermoso, a pesar de que yo no pasaba de ser una mera principiante. Sin embargo, el piano de cola Petrof de Klára sonaba mejor.
Esther estuvo de acuerdo conmigo.
—Este viejo Steinway no me trae buenos recuerdos. He decidido venderlo. Quiero pagar las clases de música de Klára.
Me quedé atónita. Que Esther vendiera el piano no me sorprendía, pues había vendido o regalado casi todos los muebles de su madre. ¡Pero aquella generosa oferta era demasiado!
—¿Qué otra cosa podría hacer con él? —me contestó en respuesta a mi balbuceante negativa—. No tengo familia. Me encantaría ver que una niña hermosa tiene la oportunidad que se merece.
Más tarde ese mismo día, me acerqué a Esther, que se hallaba sentada en el jardín, atareada trabajando en un tapiz. El jardín estaba muy hermoso después de que yo hubiera arrancado las malas hierbas y hubiera plantado arriates de flores autóctonas y macetas de lavandas, geranios y verbenas.
—Esther, quiero agradecerte tu amabilidad —le dije, sentándome a su lado—. Y si existe alguna manera en la que pueda compensarte, la encontraré.
Bajó la mirada.
—No es necesario —me contestó—. Tu hermana y tú habéis sido muy buenas conmigo.
Una mariposa azul con el borde de las alas negro se posó sobre su manga.
—Si Klára no me hubiera dicho que las mariposas solo viven unas semanas, hubiera jurado que esa de ahí anda siguiéndote —comenté, echándome a reír.
Esther me miró fijamente.
—¿Qué mariposa?
—La que está sobre tu manga —le dije—. La azul y negra. He visto una como esa a tu alrededor en varias ocasiones.
Levantó ambas mangas.
—¿Dónde? —preguntó entornando la mirada.
La mariposa estaba posada sobre su codo y se veía a simple vista. ¿Acaso Esther era miope?
—¡Ahí! —le indiqué—. Ahora está sobre tu hombro.
Negó con la cabeza. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¡Nunca la veo! —sollozó—. ¡Nunca la veo!
La mariposa echó a volar hacia el sol. Le puse a Esther la mano sobre la muñeca.
—Esther, lo siento. Es solo una mariposa.
Las lágrimas le humedecían el rostro.
—Él me dijo que si algo pasaba, volvería en forma de mariposa. Pero yo nunca la veo.
El aire titiló con una sensación de irrealidad.
—¿Tu prometido?
Esther asintió.
—Sabía que me encantaban las mariposas. Me dijo que se comunicaría conmigo de esa manera. El médico de madre solía ver la mariposa, y el director de la funeraria que la enterró la vio descansando sobre mi hombro mientras yo estaba de pie junto a la tumba.
—Me pregunto por qué, si está intentando comunicarse contigo, no puedes verlo —comenté.
Esther me observó.
—El lechero ha llegado a verlo en forma humana, de pie junto a la puerta del jardín, con su uniforme militar.
Recordé al hombre de mirada inocente que había visto nada más mudarnos con Esther. En Praga, los fantasmas solían aparecer cuando hacíamos cambios en la casa. Quizá el prometido de Esther quería ver quiénes éramos y asegurarse de que la tratábamos bien.
—Háblame sobre él —me atreví a decirle.
Me alivió que se le secaran las lágrimas y apareciera una sonrisa en su rostro. En ese momento percibí qué aspecto tenía cuando era una muchacha joven, antes de que la guerra hubiera acabado con la vida del hombre al que amaba.
—Se llamaba Louis —me dijo—. «Igual que Luis XIV, rey de Francia —solía decir cuando se presentaba—. ¡El monarca que nunca se lavaba!» —Esther se echó a reír—. Eso no iba por él, claro. Él era quisquillosamente limpio. —La sonrisa desapareció de sus labios y surgió una mirada de preocupación en su rostro—. Es terrible pensar que se muriera allí, en mitad del barro.
—¿Fue en Francia?
Asintió y se quedó en silencio, escuchando a los pinzones gorjear en la jacaranda. Aquellos pequeños pinzones no eran oriundos de Australia. Provenían de Europa. Esos eran los pájaros que debían de oír los soldados en las trincheras en los momentos de alto el fuego, o cuando los abatían y yacían moribundos.
—Cuando estalló la guerra, me dijo que tenía que marcharse —me contó Esther, con una mirada lejana en los ojos—. Todos los soldados del regimiento estaban muy elegantes con sus uniformes cuando desfilaban por la calle. «Puede que tu madre no me apruebe ahora, pero cambiará de idea cuando vuelva convertido en un héroe», me aseguró. Me contaron que murió como un héroe... Pero la muerte sigue siendo muerte, ¿verdad? Heroica o no.
Ahora comprendía mejor la existencia espectral de Esther. Había perdido la esperanza. Su vida se había detenido el día que recibió la noticia de la muerte de Louis, igual que madre había parado las agujas del reloj de pared la mañana que se enteró de la de padre. Esther me contó historias sobre Louis: la manera que tenía de hablar con los perros como si fueran sus amigos; como nunca cerraba las puertas completamente, sino que las dejaba abiertas una rendija...
—Con las cortinas hacía igual —me explicó con una sonrisa cariñosa—. No acababa nunca de cerrar nada. No encajaba el corcho de las botellas por completo y nunca ajustaba la tapa del bote de harina, y si alguien cogía el bote sin saberlo, acababa completamente cubierto del polvo blanco...
Esther me estaba contando todas las cosas que se había ido guardando en lo más profundo de su ser porque no había tenido a nadie con quien compartir su dolor.
Cuando Ranjana nos llamó desde la casa para avisarnos de que se marchaba al trabajo y de que Thomas estaba dormido, entrelacé mi brazo con el de Esther. Para mi sorpresa, me lo cogió y me dio un cariñoso apretón. Percibí que se había quitado un peso de encima. O al menos eso esperaba yo.
Unos días más tarde viajé a la ciudad para visitar estudios fotográficos y pedir trabajo en ellos. Los dueños de algunos establecimientos eran agradables, pero no podían ofrecerme trabajo; otros sí que podían contratarme, pero se comportaban de forma antipática a partir del momento en el que percibían que mi acento era extranjero. Quería hacer fotografías para ganarme la vida. Mi ropa desgastada se estaba pasando de moda en Sídney. Klára regresaría a casa en quince días y esperaba poder comprar vestidos nuevos para que las dos pudiéramos ponérnoslos en la fiesta familiar que habíamos planeado para su cumpleaños. Me imaginé que iría a la peluquería a arreglarme el pelo en una melena y que me pondría un par de zapatos nuevos con lentejuelas. Disfrutaba con el modo de vida bohemio de tío Ota y Ranjana, pero había heredado el gusto de madre por las cosas bonitas.
De camino a George Street pasé por el Café Vegetariano para tomarme un zumo de naranja. Allí me sentía en casa gracias al aroma de sopa de verduras y el ruido de las conversaciones resonando en el aire. El café estaba atestado de rostros familiares. Miré entre ellos en busca del hombre de la cacatúa, pero no lo vi.
La camarera me trajo el zumo y le eché un vistazo al periódico. Mi mirada se posó sobre un anuncio: «madame diblis: espiritista».
En Praga, todas las abuelas eran espiritistas, pero aquella práctica había adquirido popularidad en Australia después de la guerra. Mucha gente había perdido a sus seres queridos, y algunos de ellos eran muy jóvenes. Arthur Conan Doyle acababa de terminar una gira de conferencias. Era conocido por ser el escritor de los misterios de Sherlock Holmes, pero después de que su hijo, sus cuñados y su sobrino murieran en la guerra, se convirtió en uno de los mayores exponentes del espiritualismo.
Yo había visto muchos fantasmas a lo largo de mi vida, pero nunca había tratado de entrar en contacto con ellos. Me resultaba irreverente invocar a las almas para que regresaran al mundo una vez que lo habían abandonado. Más que una médium, yo era una observadora de espíritus. Pensé en Esther y en su mariposa. Después de lo que me había contado sobre Louis, habíamos decidido que la próxima vez que yo viera la mariposa la fotografiaría. Al día siguiente, cuando regresé a casa de visitar a Klára, Esther se encontraba en el jardín plantando tulipanes. Solo con mirarme a la cara, se paró en seco.
—La tengo encima, ¿verdad? —me preguntó.
Yo asentí. La mariposa se hallaba sobre su antebrazo.
—No te muevas —le dije.
Corrí al interior de la casa para sacar mi cámara. No tenía carrete. Rebusqué en el armario, encontré uno y lo metí en la cámara. Pensé que la mariposa ya habría desaparecido cuando regresé al exterior, pero allí seguía. Presioné el disparador. Quería tomar otra foto, pero antes de que tuviera la oportunidad, la mariposa ya se había marchado.
—La revelaré ahora mismo —le dije a Esther.
Conteniendo la respiración, contemplé cómo cobraba vida la imagen: la silueta de Esther, su rostro, su brazo... Pero no había ninguna mariposa.
Quizá madame Diblis pudiera ayudar a Esther a ver a Louis. Supuse que Esther no tendría el valor necesario para acudir a un espiritista ella sola, así que decidí acompañarla. Sería un modo de agradecerle su generosidad con Klára.
Madame Diblis nos indicó que acudiéramos por la tarde. No les conté a Ranjana ni a tío Ota a dónde nos dirigíamos. Ellos eran supersticiosos en muchos aspectos, pero también estaban convencidos de que los espiritistas no eran más que unos charlatanes que se aprovechaban de la gente. Les dije que Esther y yo íbamos a una exposición en la Galería de Arte de Nueva Gales del Sur. No me gustaba engañar a tío Ota y a Ranjana, pero me convencí de que aquello era lo mejor.
Incluso aunque mis tíos me hubieran dado permiso para ir a casa de madame Diblis con Esther, les hubiera parecido mal que fuéramos al barrio donde se encontraba. La médium habitaba en una zona de Sídney no demasiado recomendable. Esther y yo caminamos muy juntas por las lúgubres callejuelas de Darlinghurst, aferrando nuestros bolsos contra el pecho, armándonos de valor contra el insoportable hedor a orina que flotaba en el ambiente desde las alcantarillas. Contemplé las paredes deterioradas por el tiempo de lo que antaño habían sido mansiones, que ahora se habían subdividido en apartamentos. Los remanentes de tiempos más elegantes se adivinaban en las rejas de hierro forjado y en las palmeras que daban sombra a algunos de los jardines. De vez en cuando pasábamos por delante de una fuente con cabeza de león o de una estatua de la Venus de Milo, que resultaban incongruentes con las ventanas revestidas de papel de periódico.
El apartamento de madame Diblis se encontraba en el segundo piso de una casa adosada en Forbes Street. Subimos las escaleras, tapándonos la nariz para no respirar el olor a humedad. Nos sobresaltamos cuando vimos a un hombre tumbado en el rellano con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta. Al principio pensamos que estaba muerto, pero entonces escuchamos sus ronquidos y vimos que tenía en la mano una botella de cerveza firmemente agarrada. Nos deslizamos a su lado y continuamos adentrándonos por un pasillo que apestaba a cebolla. Escuchamos una voz de mujer tras una de las puertas cerradas: