Secreto de hermanas (25 page)

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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

Después de que tomara las fotografías, el doctor Page padre me invitó a que me uniera a él y a su hijo para el almuerzo. Discretamente me las arreglé para no tocar las carnes escabechadas y las salchichas, y para encontrar en su lugar la lechuga y los tomates. Sin embargo, el doctor Page se dio cuenta.

—Le pediré al cocinero que le traiga una sopa de verduras —me dijo.

Asentí agradecida. Se había tomado muchas molestias para asegurarse de que a Klára le sirvieran comidas sin carne en Broughton Hall. Cualquier otro médico se habría burlado de la mera idea.

La sirvienta entró y le susurró algo al doctor Page padre. Este se disculpó para ir a atender una llamada de teléfono. Cuando abandonó la habitación, le pregunté al doctor Page si le había contado a su padre cómo nos habíamos conocido.

—Quiero decir, ¿sabe lo de Klára?

El doctor Page negó con la cabeza.

—Le he contado que conocí a su tío en el museo. Padre no tiene por qué saberlo todo. A veces es mejor que no se entere.

—¡Muchas gracias! —exclamé—. Deseo dejar atrás lo que le ha pasado a Klára. Quiero darle la oportunidad de empezar de nuevo. Las enfermedades de la mente están estigmatizadas.

—Lo sé —aseguró el doctor Page—. Por cierto, llámame Philip. Ahora ya no nos encontramos en una situación formal.

—Philip —repetí—. Entonces, tú tienes que llamarme Adéla.

—Qué nombre tan encantador —comentó Philip—. Hace falta enrollar la lengua para pronunciarlo: «Adela».

Pronunció mi nombre a la perfección. Volvimos a concentrarnos en la comida.

La voz del doctor Page padre retumbó por todo el recibidor:

—¡Otra vez a Europa! —Después, tras una pausa, añadió con más tranquilidad—. Bueno, sí, supongo que si no se encuentra usted bien...

Philip agarró con fuerza el cuchillo y el tenedor. Supuse que su padre estaba hablando con la madre de su prometida. Parecía como si su prometida estuviera planeando otro viaje.

—Quería preguntarle a qué se refería usted la otra noche sobre la psiquiatría —le dije, tratando de distraerlo de la conversación telefónica—. ¿Por qué piensa que no puede ayudar a la gente? Ha hecho usted tanto por Klára...

Se le ensombreció el rostro.

—Tengo la esperanza de cambiar de especialidad —me explicó mientras empujaba una zanahoria por el plato—. Quiero trabajar con niños. Quizá si puedo ayudar a la gente mientras sea joven, no habrá necesidad de que existan lugares como Broughton Hall.

Pensé que aquella era una perspectiva muy hermosa.

—¿Dónde estudiará? ¿En la Universidad de Sídney? —le pregunté.

—Probablemente en Londres —me respondió.

Tuve la sensación de que Philip quería añadir algo más, pero antes de que tuviera la oportunidad, su padre irrumpió en la habitación.

—Bueno, pues parece que se marchan de nuevo —anunció el doctor Page padre—. Helen planea estar fuera unos meses. Quiere tomar aguas en Suiza, aunque acaben de regresar de Francia. No quiero más demoras esta vez, Philip. Te irás con ellas, y quiero que Beatrice y tú llevéis puestos los anillos de boda antes de marcharos.

Las mejillas de Philip se colorearon.

—No puedo abandonar Broughton Hall así sin más, padre.

El doctor Page padre agitó una mano.

—¡Psiquiatría! Eso es una broma de profesión. ¿Qué clase de médico no es capaz de curar con sus propias manos?

Philip fulminó con la mirada a su padre. Este no respetaba lo que Philip hacía y era evidente que eso a su hijo le dolía.

Aquel día abandoné perpleja el hogar de los Page. Comprendía que la brusquedad del doctor Page padre seguramente tenía algo que ver con la muerte de su esposa, y que no aprobaba la profesión que Philip había escogido. Pero lo que más me desconcertaba era la relación de Philip con Beatrice. Para un hombre que supuestamente estaba locamente enamorado, no parecía muy seguro.

Regresé a casa de los Page la semana siguiente para mostrarles las impresiones.

—Los tonos son cálidos e intensos —comentó el doctor Page padre—. Y las fotografías están muy bien compuestas...

Philip enfocó su valoración desde el punto de vista psicológico.

—Estas imágenes demuestran la positiva visión del mundo que tiene la fotógrafa —apuntó—. Padre, mire qué tranquilidad hay entre nosotros. Y Adéla incluso ha logrado retratar la serenidad intrínseca de la habitación.

Recordé la tensión que había surgido entre Philip y su padre después de tomar el retrato. Sin embargo, Philip no parecía sarcástico. Quizá prefería pensar que su relación con su padre era «tranquila».

—Bueno, ahora debemos pagarle a usted —me dijo el doctor Page padre.

—No puedo aceptar su dinero.

El doctor Page padre arqueó las cejas y comprendí que había hablado precipitadamente. Como «fotógrafa de retratos» debía cobrarle, pero Philip se había comportado de un modo muy bondadoso con Klára, mucho más allá de lo que se esperaba de él en Broughton Hall, y quería agradecérselo. Pero no podía decirlo abiertamente, así que me inventé otra razón por la cual no les cobraría por las fotografías.

—Tengo algo que confesarles —declaré—. No soy fotógrafa profesional. Ustedes me han hecho mi primer encargo, Hasta ahora solo había tomado fotografías de mi familia y de pájaros y perros. Pero me sentí muy halagada por su invitación y no quise rehusarla. Espero que me perdonen.

—¡Perdonarla! —exclamó el doctor Page padre—. Tiene que dejar que la ayudemos. Un talento como el suyo no puede desperdiciarse. —Se volvió hacia Philip—. Háblale a Beatrice sobre la señorita Rose. Me gustaría tener un retrato de ella también. De ese modo tendré algo para recordaros a ambos cuando os marchéis a Europa.

Philip apretó los puños. Noté que iba a tener lugar otra escena de tensión entre él y su padre.

—Por supuesto que lo haré —me apresuré a decir, antes de que volvieran a perder los estribos—. Simplemente, díganme cuándo.

Una semana después, el doctor Page padre vino a buscarme en su Bentley conducido por un chófer para presentarme a la que dentro de muy poco sería su nuera.

—Le va a encantar la hermosa Beatrice —me dijo, después de que el chófer hubiera metido mi equipo en el maletero y hubiera arrancado el motor—. Ha estado en Francia durante meses y he echado de menos su buen humor. Tiene un efecto positivo sobre mí.

—¿Se marchó allí para asistir a la escuela para señoritas? —le pregunté.

El doctor Page se echó a reír.

—Oh, Beatrice no haría nada de ese estilo. Además, su encanto es innato. No, desgraciadamente, su madre no se encuentra bien y fueron a tomar aguas y a respirar el aire de la montaña.

Un poco después, el chófer entró en el camino de gravilla de una casa en Rose Bay. El jardín era tropical con palmeras y helechos arborescentes. Los simples ladrillos de arenisca del exterior de la casa contrastaban con su interior, decorado suntuosamente. No sabía en qué detalle posar antes la mirada cuando el mayordomo nos invitó a pasar al vestíbulo principal: el papel pintado de seda francesa; los cupidos decorados a mano en los rosetones del techo; la lámpara de araña que enviaba destellos de luz por toda la habitación... El mayordomo nos mostró la sala de estar y mis sentidos se vieron inundados por las paredes forradas de madera, las cortinas persas y los adornos de oro de las sillas de teca.

Se abrió la puerta y entraron dos mujeres. Eran tan diferentes entre sí que si el doctor no las hubiera presentado como madre e hija, nunca habría adivinado que estaban emparentadas. Beatrice era enjuta y nervuda, y su cabello era del color de las fresas silvestres. Su pelo tenía un aspecto tan indomable que parecía como si estuviera a punto de escapársele del broche dorado que lo recogía y fuera a ocupar toda la habitación. No era la mujer que yo me había imaginado.

—¡Ah, ya estáis aquí! —exclamó, lanzándose hacia nosotros.

Saludó al doctor con un beso y se volvió hacia mí.

—Estoy emocionada de conocerte —me confesó acercándose tanto a mí que me pisó un pie.

Era casi tan alta como tío Ota y a su lado me sentí como una niña. Como pretendiera posar de pie para la fotografía, yo me tendría que encaramar sobre una caja.

Beatrice me presentó a su madre. La señora Fahey era una mujer frágil de cabello castaño claro y un rostro acerado. Por el modo en el que resollaba y se esforzaba por respirar, comprendí que se encontraba gravemente enferma. Pero el afecto entre ella y la vivaracha Beatrice era obvio por la mirada de cariño que albergaban los ojos de la mujer cuando su hija la ayudó a sentarse en una silla y le cubrió las rodillas con un chal.

—¿Cómo te encuentras, Helen? —le preguntó el doctor, sentándose junto a la señora Fahey.

—Oh, aún sigo aquí —contestó ella con una nota de cansancio en su voz.

Bajé la cabeza tratando de recomponerme. Beatrice estaba llena de vida y, aun así, me compadecí de ella. Iba a ver a su madre morir: quizá duraría todavía uno o dos años más, pero agonizaría más despacio de lo que yo había visto a la mía fallecer. Deseé poder decirle algo amable para ayudarla a sobrellevar aquel golpe. Pero no había palabras para situaciones así que pudieran decirse a amigos o extraños.

—Supongo que no podemos tener a la señorita Rose esperando —comentó Beatrice brincando hasta las ventanas y apartando de un golpe las cortinas.

Cuando le dio la luz en la cara, vi que debía de tener cerca de veinticinco años —demasiado mayor para la escuela para señoritas— y que su nívea piel estaba cubierta de pecas. La mayoría de las mujeres se las hubieran blanqueado con zumo de limón o se hubieran aplicado polvos de maquillaje sobre ellas, pero Beatrice no parecía interesada en tomarse tal molestia.

—Bueno, debo irme a visitar a algunos pacientes —anunció el doctor Page levantándose de su asiento—. Os dejo a las damas con vuestros asuntos. El chófer de los Fahey la llevará a casa, señorita Rose.

Cuando se marchó el doctor, Beatrice me puso la mano en el brazo.

—El doctor Page me ha contado que eres vegetariana, ¿es eso cierto?

—Sí, es verdad —le contesté.

—¿Así que nunca tomas carne? —preguntó Beatrice sentándose en un escabel de modo que sus rodillas sobresalían hacia arriba, confiriéndole el aspecto de una rana sobre un nenúfar—. ¿Nada de pollo o pescado? ¿Nada de nada?

Si Beatrice pretendía ridiculizarme, no tenía ni la menor intención de sentirme infravalorada por hacerles caso a otros que no fueran yo misma.

—He visto a las sirvientas descabezar a los pollos, a un vecino matar a una vaca desnucándola y al carnicero clavar una estaca entre los ojos de un caballo —le conté—. Aquellas pobres criaturas opusieron resistencia y se revolvieron aterrorizadas. Es casi como un asesinato quitarles la vida cuando no tenemos necesidad de ello.

Los verdes ojos de Beatrice se quedaron clavados en mi rostro. No era una muchacha hermosa, pero comprendí lo que el doctor Page había querido decir con que no necesitaba asistir a la escuela para señoritas y por qué Philip estaba enamorado de ella. Beatrice tenía algo que resultaba paralizante. Se palmeó las rodillas.

—Bueno, ¡eso es fantástico, maldita sea! —exclamó—. Desearía ser más fuerte, porque yo también pienso lo mismo. Pero nadie que yo conozca, excepto tú ahora, es vegetariano y madre dice sencillamente que eso no es «inglés».

Ambas miramos a la señora Fahey.

—No es natural —aseveró esta—. Estamos hechos para comer carne.

—Bueno, madre —dijo Beatrice, levantándose del asiento—, voy a invitar a la señorita Rose a nuestro próximo almuerzo especial y le voy a decir al cocinero que lo haga vegetariano. Quizá sea bueno para usted.

No había malicia en la voz de Beatrice, pero yo sabía que si le hubiera hablado alguna vez a mi madre así —por no hablar de maldecir—, me hubieran echado de la habitación. La señora Fahey simplemente se rio de su hija.

—Pide que te cocinen algunos platos de verdura si así lo deseas, querida —le contestó—. Philip y Robert se pondrán de tu lado. Pero Freddy y Alfred se quedarán horrorizados. Será mejor que preparen unas chuletas de cordero para ellos o no volverán nunca más.

Entonces se volvió hacia mí y se encogió de hombros, como diciéndome: «¿Se da cuenta de cómo me ha tratado la vida? ¿Qué puede hacer una con una hija tan terca?».

Beatrice se dejó caer sobre una butaca de palo rosa y meneó un dedo.

—Hay demasiados chicos en esta familia. Necesito chicas para poder luchar contra ellos.

Beatrice tenía una personalidad magnética. No me sorprendía lo más mínimo que los hombres la encontraran encantadora. Era efervescente, llamativa y con mucho carácter. Paseé la mirada por la habitación y me di cuenta de que el pretencioso papel pintado y los cojines de volantes no casaban con su despreocupada personalidad.

—Me pregunto si quizá no preferirías que te fotografiara en el jardín —le propuse—. La luz es buena. Me gustaría que posaras en un entorno natural.

Beatrice saltó de su asiento.

—¡Qué idea más condenadamente maravillosa! —exclamó—. ¡No me extraña que Philip tenga tan buen concepto de ti!

Me sorprendí y me sentí halagada al mismo tiempo. ¿Philip le había hablado de mí a Beatrice?

Muy pocas mujeres sonreían en los retratos y las que lo hacían casi nunca enseñaban los dientes. Beatrice sonrió abiertamente en todas las poses que adoptó, aunque yo no se lo pidiera.

—¿Y qué más da si se me forman arrugas o hace que mis dientes parezcan grandes? —dijo echándose a reír—. Si me pongo demasiado seria, la gente no me reconocerá.

Terminada la sesión, regresamos a la casa, donde la señora Fahey estaba esperándonos con la mesa puesta con bollitos y té.

—Entonces, ¿vendrás a nuestro almuerzo cuando logremos organizarlo? —me preguntó Beatrice haciéndome una señal para que me sentara—. Me aseguraré de que te preparen unos platos deliciosos.

Resultaba tan cautivadora y tan sincera al hacerme la invitación que no se me ocurrió ningún modo de rechazarla. «No me extraña que tenga a Philip en vilo —pensé—. No se le puede decir que no a nada.»

ONCE

Una noche, tío Ota regresó a casa con emocionantes noticias que contarnos. Nos pidió a Ranjana, a Klára, a Esther y a mí que nos sentáramos en el sofá antes de hacer su anuncio.

—¡El señor Tilly se va a jubilar y me ha ofrecido el puesto de gerente de su cine!

Tras quedarnos asombradas en silencio durante un instante, estallamos en gritos de euforia. Ascender de jefe de acomodadores a gerente era un significativo salto de responsabilidad. Estaba claro que el señor Tilly había comprendido que tío Ota tenía el olfato necesario para dirigir un cine. No podría haberme sentido más feliz por mi tío. Las veladas del martes por la noche le habían permitido experimentar sus capacidades empresariales. Ahora, al timón de un cine suburbano, podría poner en práctica todo su talento para organizar grandes espectáculos.

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