Noté un cosquilleo de alegría en mi interior.
—¿Tienes pensado volver a las montañas tan pronto? —le pregunté, incapaz de contener una sonrisa—. ¿Acaso estás buscando una guía?
Las comisuras de la boca de Philip se curvaron para esbozar una sonrisa como respuesta a la mía.
—No. Estoy buscando una copiloto.
—¿Y qué es lo que tiene que hacer una copiloto? —le pregunté.
—Tendría que buscar explanadas desprovistas de árboles altos, líneas de tensión o ganado en caso de que yo tuviera que hacer un aterrizaje de emergencia.
—Creo que yo sería capaz de hacerlo —le respondí, echándome a reír.
Una vez en la cabina, Philip se ajustó el cinturón y me saludó con la mano. Contemplé el aeroplano elevándose y lo seguí con la mirada hasta que desapareció en el horizonte.
Sopló una ráfaga de viento desde el valle y corrí a guarecerme en casa. Las noches podían llegar a ser heladoras en las montañas incluso al final del verano, y esa noche sería lo bastante fría como para encender un fuego. Abrí la puerta de la casita y me encontré a MP acurrucado detrás de un cojín en el sofá. Estaba tumbado de lado y había adoptado una postura de media luna, con la cola entre las piernas y la cabeza metida hacia la barriga. Le di un cachete en el trasero, pero ya estaba prácticamente dormido.
—Bueno, será mejor que te des prisa en encontrar a tu chica, como te he estado diciendo —le advertí—. No creo que yo vaya a estar sola mucho tiempo más.
Unos días más tarde me encaminé hasta el pueblo para enviarle una carta a Klára. Mi hermana no la recibiría hasta que llegara a Praga, pero quería escribirle de todas maneras. Había estado dándole vueltas a si debía mencionar en ella a Philip, pero finalmente decidí no hacerlo. Tenía la supersticiosa idea de que si le anunciaba a mi hermana prematuramente mi felicidad, atraería a la mala suerte. Había estado enamorada de Philip y lo había perdido a manos de Beatrice. Había llegado a adorar a Freddy y también lo había perdido a él. La felicidad que embargaba mi corazón era suficiente de momento.
Me paré frente a la tienda de la modista y miré mi reflejo en el escaparate. Por un efecto óptico de la luz, yo aparecía por partida doble. Justo fuera de mi reflejo había otra imagen de mí, con el contorno ligeramente borroso y etéreo. Había sido mucha gente diferente a lo largo de mi vida: Adéla Ruzicková, Adéla Rose, Adéla Rockcliffe... ¿Quién iba a ser a partir de ahora?
Recordé la conversación con Myles Dunphy cuando había accedido a unirme a él en la lucha para salvar el bosque de gomeros azules.
—Las oportunidades se crean, señora Rockcliffe —me había asegurado—. No surgen por sí mismas. No deseo leer sobre los éxitos cosechados por personas con ímpetu, yo lo que quiero es ser una de ellas. No es suficiente con tener inteligencia y consideración. También hay que ser valiente.
Aquella habría sido exactamente la forma de pensar de Freddy.
Mucha gente a la que quería seguía estando ahí. No había perdido a Klára, a Thomas o Hugh, aunque todos ellos se habían encontrado a las puertas de la muerte. Tío Ota, Ranjana, Esther, Robert y las gemelas eran felices y se encontraban bien. Incluso MP, a pesar de faltarle una pata, parecía haber logrado huir de los depredadores.
«Hay que ser valiente», me había dicho Myles Dunphy.
Quizá había llegado el momento de que yo lo fuera.
Cuando Philip me ayudó a ponerme la chaqueta para el vuelo del sábado siguiente, ya no sentí ningún miedo. Las mariposas dentro de mi estómago se debían a la emoción de estar con él. Apenas podía esperar para alzar el vuelo. Pero Philip se comportaba de una forma menos despreocupada que la semana anterior. Parecía nervioso.
El vuelo de aquel día fue tranquilo. El río Hawkesbury y sus afluentes rodeaban la zona circundante a Sídney y me quedé asombrada por su belleza: las aguas refulgentes, la vegetación y las colinas. Pero también, de vez en cuando, veía claros en los bosques y árboles talados, y se despertaba en mi interior la necesidad de cuidar y proteger la naturaleza.
Philip aterrizó en un terreno cercano a una playa. Le contemplé mientras sacaba raciones primorosamente empaquetadas de sándwiches, ensalada y fruta exactamente en el orden en el que íbamos a tomárnoslas. Usamos tazas y platos metálicos en nuestro almuerzo, pero Philip lo mejoró poniendo un mantel de encaje sobre la manta y servilletas de lino.
—Aparte de tío Ota, no conozco a ningún otro hombre que sea capaz de realizar las labores domésticas —comenté.
—Mi madre no podía ni oír hablar de que hubiera un hombre inútil en su casa —me explicó—. Aunque teníamos varias sirvientas, enseñó a mi padre a plancharse las camisas simplemente para que supiera hacerlo.
—Parece que era una mujer muy moderna —comenté, recordando cuando Milos pataleaba por toda la casa en Praga exigiéndoles a Marie y a madre que lo ayudaran a prepararse.
—Mi madre tenía veinte años menos que mi padre y él la describía como «una saludable sacudida para el sistema establecido» —dijo Philip—. Tú me recuerdas a ella. Últimamente está muy de moda ser independiente, pero la mayoría de las mujeres se mueren por atraer la atención de un hombre. Tú no intentas ir a la moda, Adéla. Eso me gusta. Simplemente, tú eres así.
Guardamos silencio. Fue entonces cuando comprendí la preocupación de Philip, pues todavía había algo que se interponía entre nosotros y la felicidad de estar juntos: Beatrice. Ella era la barrera implícita de nuestro amor. Más tarde o más temprano tendríamos que hablar de ella.
Contemplé la atractiva silueta de Philip. Ya pensaría en Beatrice más tarde. Solamente había una cosa que deseaba en ese momento: ser totalmente feliz. Puede que fuera una pretensión falsa o ilusoria —porque, a pesar del comportamiento de Beatrice, Philip seguía siendo un hombre casado—, pero lo único en lo que podía pensar era en recrearme un poco más en aquella dulce felicidad.
Regresamos a la casita más tarde de lo que habíamos previsto. El cielo se estaba oscureciendo.
—Ven adentro a tomar una taza de té antes de marcharte —le dije a Philip—. Necesitas calentarte antes del viaje de vuelta.
Philip negó con la cabeza.
—Tengo que aprovechar que todavía queda un poco de luz.
Miró en dirección a la cabina del avión, pero no se dirigió hacia ella.
—¿Qué sucede? —le pregunté.
Exhaló un suspiro y estrechó las manos delante de él.
—¿Recuerdas esos lugares de los que te he hablado? ¿El río Katherine y Alice Springs?
—Sí.
—Algún día me gustaría enseñártelos, igual que tú quieres enseñarme el bosque de gomeros azules.
Una ola de felicidad me recorrió la columna vertebral.
—Sí, me encantaría.
Philip me sonrió y me cogió de la mano, besándome la punta de los dedos. Me atrajo hacia sí y me besó en los labios. Su boca era suave y me calentó a pesar de la brisa que me helaba las piernas.
—¡Hasta el sábado que viene! —me dijo, tomando aliento y dirigiéndose a la cabina de su avión.
—¡Quédate! —exclamé.
Philip se volvió hacia mí. Hizo una mueca.
—Beatrice... no me concederá el divorcio, ya lo sabes —me confesó, contemplando el suelo y luego volviendo a mirarme—. Tiene una confusa idea de que estar casada la hace una mujer decente, aunque vivamos en diferentes partes del mundo. Incluso tiene la desfachatez de decir que un divorcio sería una ofensa a nuestra religión.
Yo ya había adivinado que Beatrice no estaría dispuesta a concederle el divorcio. Ahora comprendía mejor su carácter. Nadie podía ser feliz sin su permiso. Ella no quería que yo tuviera lo que ella no podía tener. Esa era la razón por la que había engañado a Philip para que se casara con ella, y no porque lo quisiera realmente.
—Quédate —le repetí, alargando la mano hacia él.
—No puedo casarme contigo, Adéla.
—Pero ¿tú me quieres?
La mirada de Philip se dulcificó.
—Sí. Siempre te he amado.
Me cogió de la mano y ambos nos encaminamos hacia la casita. El amor que compartiríamos no sería aquel inocente y cándido amor de nuestra juventud, pero resultaría igual de preciado. Íbamos a desobedecer las convenciones sociales, pero ¿qué nos había aportado el acatarlas excepto el haber logrado separarnos durante años? Philip era uno de los médicos más brillantes del país. Yo había mostrado al mundo Australia en todo su esplendor. ¿Qué más teníamos que hacer para demostrar nuestra valía ante los demás? Había llegado el momento de vivir para nosotros.
—Tengo que lavarme las manos —me dijo Philip cuando llegamos a la casa—. Las tengo llenas de grasa.
Le entregué una toalla del armario y se dirigió al baño. Yo me quedé de pie en el salón y me imaginé una acogedora escena: Philip recostado en el sillón, marcando rutas de vuelo en mapas mientras yo escribía cartas a los funcionarios gubernamentales sobre por qué los árboles eran más preciosos que el «progreso». Un intenso fuego crepitaría en la chimenea. Me deleité con placer en aquella escena sabiendo que por fin había alcanzado la felicidad absoluta. Finalmente, había encontrado mi propósito en la vida y a aquel que me acompañaría durante ella.
Escuché un estrépito en la cocina. Corrí por el recibidor y encendí la luz. Una cesta de verduras estaba del revés y las zanahorias, remolachas y patatas se encontraban desperdigadas por todo el suelo. MP asomó la cabeza por debajo de la cortinilla bajo el fregadero con un tomatito entre sus patas.
—¡Pero bueno! —exclamé, contenta de verlo a pesar del alboroto que estaba armando en mi cocina—. ¿No te he dicho ya que no es bueno que estés todo el tiempo solo?
Algo duro me cayó en la cabeza. Miré hacia abajo y vi una vela a mis pies. Guardaba una caja en la parte superior del armario de la cocina para casos de emergencia. Miré hacia arriba y vi otro pósum ligeramente más pequeño sentado en el armario contemplándome fijamente.
—¡Por fin! —le dije a MP—. ¡Buen chico!
Dejé la ventana de la cocina abierta para que MP y su compañera pudieran marcharse cuando hubieran terminado de devorar mi comida y cerré la puerta al salir de la cocina. Ya limpiaría el desorden por la mañana.
Caminé hasta la terraza para echar un último vistazo al sol poniéndose sobre el valle. El aire frío resultaba tonificante. Una urraca solitaria planeó en la dirección del viento. Algo se movió entre los arbustos junto a los escalones, quizá un equidna o un wombat.
—¡Adéla! —me llamó Philip.
Regresé al interior de la casa. Philip se encontraba en el salón con la toalla en las manos. Se le había arrebolado el rostro y olía a jabón de rosas.
—¿Qué ha sido ese ruido? —me preguntó.
—No importa —le contesté, cogiéndolo de la mano y llevándolo hacia el dormitorio.
Vaciló cuando llegamos a la puerta.
—¿Estás segura de esto, Adéla?
—Nunca he estado más segura de nada. Te quiero —le respondí.
Me cogió entre sus brazos y me besó. De repente desaparecieron todos los sinsabores que había ido acumulando a lo largo de los años. Me había equivocado al pensar que Philip y yo no podíamos ser inocentes o volver a emocionarnos a causa de todo lo que habíamos pasado. Todo aquello resultaba nuevo y refrescante. Nos vi, jóvenes de nuevo, sentados juntos en la arena de la playa de Wattamolla, y nuestro futuro desplegándose de forma maravillosa ante nosotros.
Terminar una novela es como llegar a casa tras un trascendental viaje al extranjero. Nuestra maleta está llena a rebosar de recuerdos felices de las experiencias y la gente que hemos ido encontrando por el camino.
Secreto de hermanas
fue un viaje que transcurrió prácticamente por entero en mi propio país y tengo tanta gente a la que agradecer que hiciera de él un viaje maravilloso que me temo que no voy a tener suficiente espacio para mencionarlos a todos aquí.
La historia se desarrolla en múltiples capas y afecta a varios personajes; fue prácticamente un proyecto que transcurría a lo largo de los siete días de la semana. Por esta razón, en primer lugar tengo que agradecer a mi familia por su apoyo, en particular a mi marido, Mauro, a mi padre, Stan, y a mis tres hijastros: Michael, Brendan y James. También quiero dar las gracias a mis amigos por su comprensión de mis horarios, ¡y espero que no se hayan olvidado de mi aspecto a la luz del día!
Quiero dar las gracias especialmente a mi inspiradora agente, Selwa Anthony, y a mi magnífica directora editorial, Linda Funnell, que me animaron a lo largo de los numerosos borradores que me llevó escribir la novela. Su atención, interés y experto consejo se hicieron hueco por derecho propio en la trama. También tengo que hacer una mención especial a mi inteligente editora, Nicola O’Shea, con quien es un placer trabajar, y a Kate O’Donnell, diligente editora en HarperCollins, que hizo muchísimos esfuerzos por adaptarse cada vez que yo le pedía más tiempo. Entre otras personas de HarperCollinsPublishers a las que me gustaría darles las gracias figuran: Shona Martyn, directora editorial, por su inquebrantable apoyo hacia mí como escritora; la ayudante de dirección Denise O’Dea; y los fabulosos equipos de
marketing
, publicidad y ventas que han puesto tanta energía en enviar mis novelas a lo largo y ancho del mundo, tanto es así que me maravillo al pensar lo afortunada que soy de que me publique una empresa tan dinámica y con tanto talento.
Con respecto a la documentación, me siento especialmente agradecida a la hermosa Jana Rich y su marido, Dennis, que hicieron absolutamente todo lo que estaba en su mano para ayudarme a confirmar que mis referencias checas eran correctas y que las recetas que aparecen en la novela son auténticas. Me ha producido tanto placer conocer a Jana y a Dennis ¡que ha merecido la pena escribir la novela solo por eso!
Para ayudarme con mi documentación sobre naturaleza, me gustaría darles las gracias especialmente a Sonya Stanvic, Cilla Norris, David Williams, Gary Taylor, Nick Edards y Paul Ibbetson, de los Parques Nacionales y el Servicio de Protección a la Naturaleza de Nueva Gales del Sur. También tengo que hacer una mención especial a Sue Small y Ela Achtel, que amablemente me suplieron en mi puesto de coordinadora de los pósums de cola de cepillo para la Sección de la Costa Norte del WIRES con el objeto de que yo pudiera entregar a tiempo la novela.
También tengo que darles las gracias a Debbie Sander, de la Escuela Australiana de Radio, Televisión y Cine, y a Les Parrott por su valiosa información sobre las técnicas cinematográficas de los años veinte.