Secreto de hermanas (7 page)

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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

Tal y como la había redactado, por fin quedaba claro que las destinatarias de las cartas de tío Ota éramos Klára y yo. Nunca antes había mencionado directamente a madre y a Milos. Me pregunté qué diría nuestra madre sobre aquello. Durante los últimos meses había adoptado una actitud letárgica y retraída. Incluso sus últimos cuadros eran más bien mediocres, consistían en variaciones de la vista desde nuestra ventana. Pero aquella última carta ejerció un efecto positivo sobre ella. A la mañana siguiente se levantó al alba para copiar los pájaros del libro que Ranjana había enviado. Más tarde ese mismo día, se puso un vestido color violeta de
crêpe de Chine
y le pidió a
paní
Milotová que nos hiciera compañía mientras salía a hacer unos recados. Regresó por la tarde con una caja de trufas de chocolate y una de acuarelas. A la mañana siguiente la encontramos sentada a la mesa del comedor, rodeada de papel, pinturas y botes llenos de agua, trabajando en una imagen de un maluro soberbio.

Klára se sentó junto a ella leyendo en alto las costumbres de aquella ave con un inglés bastante bueno, teniendo en cuenta que hacía muy poco tiempo que madre nos había empezado a enseñar el idioma. «El plumaje de la garganta de los maluros soberbios macho es azul y negro. Estos pájaros profieren una serie de chillidos agudos con los que el macho logra elaborar una melodía completa. Se suelen encontrar en los parques y jardines de las ciudades de Australia oriental.»

Madre se comportaba como alguien que hubiera soportado un gran peso y de repente se lo hubiera quitado de encima. Era como si le hubieran dado una segunda oportunidad en la vida.

Unas noches después del décimo cumpleaños de Klára en septiembre, madre comenzó a padecer unos agudos dolores de estómago. Llamamos al médico de la familia, el doctor Soucek.

—A ver, ¿qué es lo que enferma a vuestra querida madre para que hayáis tenido que perturbar el descanso de este anciano? —Fue la primera cosa que el doctor Soucek dijo con voz ronca cuando llegó a nuestra puerta.

Aunque sus modales resultaban hoscos, sus manos eran delicadas. No tenía ningún hijo varón que pudiera sustituirle, y las pausas que hacía al hablar y la curvatura de su espalda denotaban que hacía tiempo que había sobrepasado la edad de jubilación, pero él era el único médico en el que madre confiaba, pues no solo nos había traído al mundo a Klára y a mí, sino a ella misma también.

—Puede que se comporte como un mozo de cuadra, pero cura como si lo guiara la mismísima mano de Dios —decía.

Tras examinar a madre, el doctor Soucek nos habló a Milos y a mí en la sala de estar.

—No logro encontrar la causa física de sus dolores —confesó mirando fijamente a Milos—. Me da la sensación de que se deben a la ansiedad y a la falta de ejercicio.

—¡Siempre que no logran encontrar una causa física se lo atribuyen a los nervios! —protestó Milos cuando el doctor Soucek ya se había marchado.

Si madre se sentía ansiosa, no me cabía la menor duda de cuál era la razón. Pero Milos me sorprendió. Comenzó a hacer un frío glacial, por lo que madre no podía salir a pasear al exterior. Así que todas las mañanas y todas las tardes Milos la cogía del brazo y paseaba con ella por la casa.

—Me siento como una turista en mis propios dominios —comentó madre riendo.

Milos también se echó a reír. Nunca me agradaría, por no hablar de quererle como había adorado a mi padre, pero me alegré de que las cosas hubieran mejorado entre ellos.

Por Navidad, madre se sentía mejor y Milos seguía prestándole atención. También enseñó a Klára a jugar al ajedrez y a mí a bailar el vals vienés sin marearme.

—No os fieis de él —me advirtió tía Josephine cuando fuimos a visitarla el día de Año Nuevo—. Por fin se ha dado cuenta de qué es lo que le conviene y ha decidido ser más amable.
Paní
Benová no podría mantenerle con el mismo tren de vida que tu madre, y él lo sabe. Klára y tú heredaréis la casa y la fortuna de tu madre. Puede que todavía no tengamos derecho a voto en esta nueva república, pero aún somos las dueñas de nuestros propios bienes, casadas o no.

Me aparté de ella. Nunca me había gustado hablar de herencias o testamentos. No podía imaginarme la vida sin mi madre. Deseaba que pudiera vivir para siempre.

Tía Josephine, en sus esfuerzos por introducirme en el mundo de las mujeres independientes, se las arregló para que ambas asistiéramos a clases de mecanografía en primavera. Era un ejercicio extraño, pues ninguna de las dos necesitábamos trabajar, pero tía Josephine se sentía fascinada por las mujeres que sentían la ambición de mejorar su posición en el mundo por otros medios ajenos al matrimonio. Así que una vez por semana, con la excusa de coser juntas, tía Josephine y yo cruzábamos el puente de Carlos y atravesábamos las callejuelas medievales de Staré Mesto, donde nos reuníamos con las alumnas de la clase de mecanografía en la parte trasera de una tienda de marroquinería. Mientras Klára creaba hermosísima música bajo la dirección de
paní
Milotová, tía Josephine y yo nos sentábamos en una habitación abarrotada, junto con las ambiciosas hijas de comerciantes y encargadas de oficinas de correos, y aprendíamos a escribir a máquina. Me divertía que mi tía, que había vivido la privilegiada existencia de una señorita de clase alta, sintiera tanta fascinación por las mujeres que trabajaban para ganarse el jornal.

Yo disfrutaba de las clases y la charla de las muchachas antes de empezar, incluso aunque nuestra instructora,
paní
Sudková, fuera una tirana. Al principio, su mirada glacial me ponía tan nerviosa que cada vez que me vigilaba por encima del hombro, los dedos se me resbalaban de las teclas y acababa por presionar varias de ellas a la vez, dejando un borrón sobre el papel.

—¡Debes entrenar los dedos para presionar y levantar las teclas de manera independiente! —me sermoneaba arqueando sus gruesas cejas y golpeándome la muñeca con una regla—. ¡Y presiónalas más fuerte!

Sin embargo, una vez que adquirí una velocidad de veinte palabras por minuto, descubrí que esperaba con impaciencia a que llegara la hora de la clase. Tenían algo de hipnótico el rítmico chasquido de las teclas golpeando el rodillo y el «ding» de las campanillas cada vez que las alumnas llegaban al final de cada línea. No transcurrió mucho tiempo hasta que pasé de los ejercicios de prueba a mecanografiar cartas.

El verano de aquel año fue más agradable que el del anterior. No había ni rastro de
paní
Benová, aunque tía Josephine seguía insistiendo en que Milos únicamente se estaba comportando de una forma más discreta. No obstante, madre era mucho más feliz. Sus dolores de estómago habían desaparecido, y ella y Milos asistían juntos a fiestas y bailes estivales. Tía Josephine y yo conseguimos el título en la escuela de secretariado y Klára sobresalía en sus clases con
paní
Milotová. Pero hacia el final del verano madre volvió a padecer dolores más fuertes que nunca. Tenía que guardar cama durante varios días seguidos. Entonces sucedió lo impensable. Volvía de camino a casa de la de tía Josephine cuando doblé la esquina de la plaza y vi a Klára sentada en los escalones de la entrada principal. Estaba apoyando la cabeza contra la balaustrada de piedra.

—¡Klára! —exclamé, corriendo hacia ella—. ¡Madre se pondrá como loca si te ve sentada aquí como un golfillo callejero!

Klára levantó el rostro y el terror de su mirada hizo que me tambaleara hacia atrás.

—Madre... —dijo, señalando hacia la ventana del segundo piso.

Las cortinas estaban corridas. Una sensación escalofriante me subió desde el estómago.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

El pecho se me encogió de tal manera que apenas logré pronunciar aquellas palabras.

Klára tembló.

—Madre se desmayó poco después de que tú te marcharas. Milos dijo que el doctor Soucek es un inútil y llamó a otro médico para que la reconociera. El doctor Hoffmann examinó a madre y dijo que su apéndice estaba a punto de explotar. No quiso correr el riesgo de llevarla al hospital. La está operando ahora mismo. Hay una enfermera con él, y
paní
Milotová también los está ayudando.

La tierra se movió bajo mis pies. Los colores rosados, amarillos y verdes de las casas de la plaza se fundieron entre sí. Cuando yo me marché, madre se hallaba sentada en la salita de estar, escribiendo cartas. Yo llegaba tarde, así que le di un beso de pasada antes de dirigirme hacia la puerta. Me llamó y cuando me asomé a la habitación, sonrió y me dijo: «Te quiero».

Cogí a Klára de la mano.

—Vamos dentro —le ordené.

La quietud fantasmagórica de la casa contrastaba con el martilleo ensordecedor de mi corazón.
Paní
Milotová salió a toda prisa de la cocina con una olla de agua hirviendo entre las manos. Llevaba un mandil de cocina blanco manchado de sangre. Estuve a punto de desmayarme.

—Rezad por vuestra madre —nos dijo antes de correr escaleras arriba.

Conduje a Klára al salón y me desplomé de rodillas. Mi hermana se echó a mi lado. La cabeza me daba demasiadas vueltas como para rezar, pero Klára cerró los ojos y le rogó a Dios por la vida de madre, ofreciéndole lo que más quería en el mundo si la dejaba vivir. Incluso prometió abandonar la música si ese era el sacrificio que Dios exigía.

Media hora más tarde, Milos bajó pesadamente las escaleras. Llevaba los hombros encorvados y tenía los ojos inyectados en sangre. Sin sus aires arrogantes casi estaba irreconocible.

—Vuestra madre está gravemente enferma —nos dijo justo cuando llegó el sacerdote—. El médico tratará de salvarla.

Condujo al párroco escaleras arriba, pero no nos pidió que los siguiéramos.

Klára y yo nos aferramos a la débil esperanza de que madre sobreviviría a la operación con tanto fervor como nos estábamos abrazando la una a la otra mientras esperábamos a que nos dijeran algo más. Alguien llamó a la puerta y Marie se apresuró a abrirla. Proferí un grito cuando vi a tía Josephine de pie en el vestíbulo.

—Marie me ha mandado llamar —dijo abrazándonos—. ¿Alguien os ha hecho la cena?

—¡No puedo comer nada! —dijo Klára entre sollozos.

—Yo tampoco tengo hambre, tía Josephine —afirmé yo.

Tía Josephine volvió a abrazarnos. Se había quedado pálida y las arrugas alrededor de su boca parecían más profundas que cuando la había visto unas horas antes. Estaba muy afligida. Pero en lugar de obedecer a su impulso de correr escaleras arriba y averiguar qué estaba pasando, hizo exactamente lo que madre le habría pedido que hiciera: cuidó de nosotras.

Tras obligarnos a beber algo de té y a comer dos galletas de mantequilla cada una «para darnos fuerzas», tía Josephine nos llevó de vuelta al salón.

—Vamos a rezar —dijo.

Me sentí más tranquila en su presencia. La oración de tía Josephine era un ruego más tranquilo que la desesperada exhortación que Klára y yo habíamos proferido antes. Mi tía rechazaba la Iglesia porque le parecía hipócrita y por eso seguía su propio camino. «Soy espiritual, pero no religiosa», solía decir. En aquella ocasión, le dio gracias a Dios por la persona tan maravillosa que era nuestra madre y le rogó que la cuidara a ella y a sus hijas. Se me ocurrió que mi tía le hablaba a Dios como quien le habla a un amigo, aunque su voz se quebró al final, cuando dijo: «Amén».

Poco después, el médico bajó las escaleras. No tenía nada que ver con el anciano doctor Soucek que solía atender a madre. Era más joven y tenía el pelo negro y largas patillas. Tía Josephine se sorprendió al no ver al doctor Soucek y yo rápidamente le expliqué que Milos había elegido a alguien nuevo.

—Será mejor que las niñas suban ahora —anunció el doctor Hoffmann.

El olor a yodo y a sangre flotaba en el ambiente del dormitorio de madre. El sacerdote había terminado de administrarle los últimos sacramentos y la expresión de compasión en su rostro hizo que me temblaran las rodillas. Había una enfermera en una esquina lavando y secando los instrumentos quirúrgicos.
Paní
Milotová rondaba a su alrededor, sollozando. Cuando nos vio, extendió los brazos hacia nosotras.

—La abrieron, pero era demasiado tarde —gimió—. No han podido hacer nada más que volver a coserla.

En la penumbra vi a madre tendida en su cama, tapada con una sábana hasta la barbilla. Estaba tan pálida que parecía una estatua de mármol en la cripta de una iglesia.

—¿Madre? —dije entre sollozos acercándome a ella.

No estaba segura de si me había oído, pero entonces murmuró:

—Adélka, ven aquí.

Presioné mi mejilla a la suya. Estaba fría.

—Caja —me susurró—, mira en la caja.

Madre se volvió hacia tía Josephine y trató de decirle algo, pero perdió la fuerza. Se estaba desvaneciendo ante nuestros ojos.

El médico se sentó en la cama junto a madre y le auscultó el pecho.

—El latido del corazón es débil —dijo—. La muerte está cercana.

Los ojos de madre se cerraron como si se hubiera quedado dormida. Repentinamente, volvieron a abrirse.

—¡Emilie! —dijo—. Mirad, Emilie se encuentra aquí. Está tan hermosa como siempre.

Madre jadeó tratando de respirar, pero el espasmo terminó tan rápido como había empezado. Se le quedaron los ojos vidriosos y exhaló por última vez lo que parecía un largo suspiro.

Me temblaron las piernas y me presioné las palmas de las manos contra la frente, tratando de evitar desmayarme.

—¿Qué ha pasado? —exclamó Klára.

Tía Josephine se desplomó sobre una silla y enterró la cabeza entre las manos. Volví a centrar la atención en el rostro de madre, buscando desesperadamente cualquier signo de vida. El doctor Hoffmann presionó con los dedos la garganta de madre en busca de pulso. No lo encontró y le cerró los ojos.

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