—¿Te molestan las cartas de tío Ota? —le pregunté a madre cuando nos quedamos solas en la sala de estar después de que Klára y tía Josephine se hubieran marchado a darle un paseo a Frip por el parque.
Su rostro no registró ningún cambio, pero le brillaron los ojos por la sorpresa.
—No —respondió, negando con la cabeza. Su voz sonó apagada cuando añadió—: Ota parece muy feliz.
Cuando recuerdo Praga trato de no pensar en mi padrastro, Milos. Si lo hago, se me forma un nudo en el estómago y sus palabras resuenan dentro de mi cabeza cuando se dirigía a madre:
—Marta, ¡quiero que despidas a esa sirvienta inútil esta misma tarde!
Lo veo en mis recuerdos, con su cabello rubio claro, como un príncipe de hielo, andando a grandes zancadas por la casa mientras reñía a mi madre porque Marie había almidonado demasiado el cuello de su camisa y no lograba abrochársela.
—No sé cómo ha podido tu madre casarse con él después de Antonín —me confió
paní
Milotová, la profesora de música rusa que le daba clases de piano a Klára, un día después de que madre y mi padrastro volvieran de su luna de miel—. No quiere que Klára toque nada que exija mucho esfuerzo, solo piezas ornamentales. Rompió una cuerda del piano solo porque yo le estaba enseñando a Klára
Le Voyageur
de Fauré.
La pregunta de por qué madre podía haberse casado con un hombre como mi padrastro estaba en boca de todo el mundo.
—Tiene siete años menos que tú y no disfruta de ningún tipo de posición social —le advirtió tía Josephine a madre el día que se anunció el compromiso—. Va detrás de tu dinero.
—Mis hijas necesitan un padre —replicó madre—, y él es un hombre cultivado.
La terquedad de madre en aquel asunto fue legendaria, quizá se trataba de una especie de locura que provenía de la terrible tristeza que había padecido cuando llegó el telegrama que nos anunció la muerte de padre durante el primer año de la guerra. En favor de tía Josephine había que decir que siguió siendo amiga de madre durante su segundo matrimonio, aunque nuestra tía nunca nos visitaba cuando mi padrastro se encontraba en la ciudad. Madre y Milos se casaron en 1917. Lo único que recuerdo de aquel día es que me sentí molesta porque la madre de Milos declaró que, como su hijo era rubio como yo, todo el mundo pensaría que yo era hija suya. Mi padre era tan oscuro de piel como si fuera árabe.
Cada vez que mi padrastro, socio de una firma de decoradores de interiores y escayolistas, regresaba de uno de sus viajes de negocios, nuestros distendidos almuerzos se sustituían por una mesa perfectamente puesta con mantel blanco, candelabros y fuentes de pato asado y chucrut, carne adobada y cuartos traseros de venado en salsa, cosas que Klára se negaba a comer.
—Si no comes carne, Klára —le decía mi padrastro, señalándola con el dedo—, no solo acabarás por desaparecer, sino que dejarás de ser checa.
La razón de que madre hubiera pensado que Klára y yo necesitábamos el tipo de cultura que Milos podía inculcarnos era algo que se me escapaba por completo. Aunque tocaba el violín y bailaba de un modo más elegante que ningún otro hombre en Praga, daba la impresión de que nunca había logrado deshacerse del estigma que suponía pertenecer a una clase burguesa. Un año después de celebrarse sus nuevas nupcias, quedó claro por las expresiones atormentadas y los silencios de madre que por fin lo había comprendido. Pero entonces ya no había nada que hacer. El divorcio suponía un suicidio social y ella se había gastado una fortuna para que Milos pudiera formar parte como socio en la empresa para la que trabajaba.
Klára normalmente no se dejaba afectar por las reprimendas de nuestro padrastro contra su vegetarianismo hasta que los altivos ojos de él se posaban sobre Míster Rudolf, que nadaba tranquilamente en un acuario sobre el aparador. Milos había amenazado con tirar la carpa que Klára tenía de mascota al Moldava, donde moriría de frío, y solo una mirada al pez era suficiente para que Klára se sirviera una tajada de carne de ternera en su plato y comenzara a mordisquearla. El rostro de mi hermana permanecía impasible, pero yo sabía que se le estaba revolviendo el estómago. Milos no comprendía cuál era la relación que podía haber entre Míster Rudolf y que Klára hubiera dejado de comer carne o pescado, pero percibía que existía una conexión y la empleaba como eficaz amenaza.
Los checos comemos pescado por Cuaresma y nuestros agricultores llevan siglos criando hermosas carpas de espina ancha. La carpa y la ensalada de patata son platos típicos de Navidad, y una helada tarde de diciembre, madre, Klára y yo, bolsa de la compra en mano, salimos con la intención de adquirir un sabroso pescado.
Era la primera vez que Klára nos acompañaba a madre y a mí al mercado de Navidad. Cogió de una mano a madre, la otra me la dio a mí, y fue dando saltitos por las calles. Cuando llegamos al mercado, abrió los ojos como platos, se soltó de nuestras manos y corrió hacia las casetas decoradas con alegres adornos.
—¡Mira, Maminka! ¡Mira, Adélka! —exclamó, señalando las filas de muñecos de madera y los adornos de paja y de papel.
Las luces de Navidad bailoteaban en sus ojos como minúsculas llamitas.
Tras unos sorbos de vino caliente especiado que madre le compró a un vendedor ambulante, Klára me cogió de la mano y me arrastró hacia el belén, donde ambas acariciamos las cabezas de barro de la mula, el buey y las ovejas. Madre nos recordó que debíamos apresurarnos porque teníamos que preparar otras cosas en casa. Los pescaderos se encontraban al otro extremo de la plaza. Los adoquines del suelo se volvían cada vez más resbaladizos a medida que nos aproximábamos a sus casetas, y el aire era especialmente helador en torno a las cubas de madera donde docenas de carpas plateadas se agitaban sin cesar. Klára acercó su carita a uno de los receptáculos, contemplando como boqueaban los peces para conseguir aire. La alegría desapareció de su cara.
—Adélka, se están ahogando —me dijo.
—¿Cómo la quiere? —le preguntó el pescadero a una anciana mientras introducía una red en la cuba y pescaba uno de los peces—. Lo mejor que puede hacer es dejarla nadar en la bañera hasta Nochebuena. Así estará más fresca.
La mujer se arrebujó en el chal que le cubría la cabeza.
—No tengo bañera. Mátemela, por favor.
Madre siempre se llevaba la carpa navideña a casa para que nadara en la bañera, tal y como había recomendado el pescadero. Yo nunca había visto cómo las mataban. De algún modo, para mí no había conexión entre el pescado vivo que nos llevábamos a casa y el frito que aparecía en una fuente en la cena de Nochebuena.
El pescadero dejó caer el pescado retorciéndose en un par de balanzas y después lo puso sobre un bloque de madera. El animal contempló al hombre con su ojo saltón, como rogándole clemencia. El pescadero lo sujetó con firmeza y levantó el mazo. Klára me apretó la mano con tanta fuerza que sus uñas traspasaron tanto sus guantes como los míos. Traté de extender la mano que tenía libre para taparle los ojos, pero fue demasiado tarde. El pescadero dejó caer de golpe el mazo. El estruendo que produjo me provocó una sacudida por todo el cuerpo. Cercenó la cabeza del pez y la envolvió junto al cuerpo en un paño que le entregó a la mujer.
Cuando la señora se marchó, madre le entregó la bolsa al pescadero.
—La nuestra irá a la bañera durante unos...
Se paró en seco cuando vio que el hombre no le estaba prestando atención y que, en su lugar, miraba fijamente algo tras ella. Madre se volvió y vio a Klára retrocediendo, mirándome a mí y luego a madre con ojos llorosos. Movía la boca como si quisiera decir algo, pero no profería ningún sonido. Me recordó al pez que acababa de morir, retorciéndose y apartándose de mí cada vez que trataba de cogerla de la mano.
—Klárinka, ¿qué te pasa? —le preguntó madre, apresurándose hacia ella, pero contemplándome a mí en busca de una explicación.
—El pez —dije yo, tartamudeando—. Lo ha visto matando al pez.
Míster Rudolf, la carpa que nos llevamos a casa del mercado, nadó en nuestra bañera durante las tres noches siguientes. Madre había prometido que nos lo quedaríamos como mascota, aunque esperaba secretamente que Klára centrara su atención en alguna otra cosa. Pero mi hermana vigilaba al pez constantemente, tomando por posibles asesinos a todos aquellos que fueran al aseo para lavarse las manos o la cara. Cuando queríamos darnos un baño, teníamos que hacerlo rápido, porque había que pasar a Míster Rudolf a un cubo, y solía saltar fuera de él y caerse al suelo. Finalmente, mi madre, exasperada, compró un acuario para el pez y sirvió como cena de Navidad otra carpa, menos afortunada, que compró en el mercado. Pero Klára no se dejó engañar con que el pescado cocinado hubiera sufrido menos que el que ella había visto morir. Madre y yo comprendimos entonces que Klára nos veía de forma diferente y que tendríamos que volver a ganarnos su confianza. Después de aquello, madre le permitió a Klára el capricho de no volver a tocar la carne o el pescado y, en su lugar, la alimentaba a base de nueces, dátiles, higos, uvas, pasas y champiñones como sustitutivos. Supuestamente, las carpas se mueren una vez que se las saca de su estanque, pero Míster Rudolf seguía creciendo alegremente dentro de su acuario.
Al mismo tiempo que atacaba los hábitos alimentarios de Klára, nuestro padrastro aprovechaba las horas de la comida para mejorar mi educación. Aquellas lecciones improvisadas me ponían tan nerviosa que no lograba probar bocado.
—Adéla, ¿qué es lo que hace que un barco pueda mantenerse a flote? —me preguntó Milos un día.
Siempre utilizaba mi nombre formal, nunca el diminutivo, Adélka, como hacía el resto de mi familia.
Contemplé fijamente el plato de sopa de carne y trozos de hígado que teníamos de comida aquel día, incapaz de pensar en una respuesta. Me lo había explicado el verano anterior mientras caminábamos por la ribera del río Moldava. Sabía que tenía algo que ver con que el barco empujaba hacia fuera del agua y con un griego antiguo que había descubierto el principio del movimiento. Pero aparte de aquello, no podía explicarlo con exactitud, y mi padrastro solamente aceptaría una respuesta precisa.
Se me acumuló el sudor bajo las plantas de los pies.
Milos cerró los ojos y repitió la pregunta tan despacio que me ardió la cara por la vergüenza. No era justo que afirmara que la ciencia era para hombres y luego nos la quisiera explicar con cuentagotas. Klára todavía asistía tres veces por semana al colegio para señoritas, pero madre era la principal responsable de nuestra educación. Ella nos animaba a continuar desarrollando nuestras capacidades naturales. En el caso de Klára era la música, y en el mío, la literatura. Yo había leído de todo, desde los poetas checos hasta las obras de Chéjov, y las cartas de tío Ota era educativas en sí mismas. Si mi padrastro me hubiera preguntado por la geografía que había aprendido gracias a los viajes de tío Ota, habría sido capaz de contestarle. Pero él no sentía interés por otros países y sus culturas.
—¿Así que no lo sabes? Entonces te sugiero que lo consultes y me des una respuesta mañana —dijo suspirando, antes de volverse hacia Klára—. Y tú, señorita, ¿sabes cuál es la diferencia entre una mariposa y una polilla?
Klára lo pensó durante un instante antes de contestar.
—Las polillas vuelan por la noche y descansan durante el día. A las mariposas les encanta la luz del sol. La mariposa descansa con las alas cerradas, pero la polilla duerme con ellas abiertas.
Klára estaba en su elemento. Tenía facilidad para las maravillas de la naturaleza: la luz que se atenuaba en un paisaje, el susurro del viento a través de los árboles... Le encantaba contemplar a las criaturas vivientes y podía pasarse una tarde entera estudiando un ejército de hormigas o toda una noche escuchando a los ruiseñores. Pero a Milos le interesaban los datos, no la poesía.
—¿Y algo más? —preguntó.
—Las polillas no son tan coloridas como las mariposas y tienen una forma más redondeada.
Milos profirió una carcajada de satisfacción y volvió su atención a la comida. Miré a madre. Su rostro no traslucía expresión alguna, pero pude ver el brillo de las lágrimas en sus ojos.
La mano de madre sobre mi hombro me despertó más tarde esa misma noche.
—Adélka —susurró.
Me esforcé por abrir los ojos y mirarla: estaba de pie, junto a la cama, vestida con su camisón y sosteniendo una lámpara cerca de la cara.
—¿Qué sucede? —pregunté, mirando a Klára, que dormía junto a mí—. ¿Hay alguien enfermo?
Madre se llevó el dedo a los labios y negó con la cabeza. Se desplazó hasta la puerta y entonces se volvió, indicándome que la siguiera. La casa se encontraba en silencio excepto por los crujidos de las tablas del suelo bajo nuestros pies y algún que otro quejido ocasional de las vetustas paredes. Había pertenecido a nuestra familia durante casi un siglo y madre la había heredado de sus padres. Padre también poseía una casa familiar, donde tía Josephine vivía ahora, pero él se había mudado a la de madre porque, aunque no era la más grande de Praga, era una de las más hermosas. Las paredes exteriores estaban pintadas de color azul claro con portales blancos y lucernas decoradas con pájaros y flores esculpidos. La casa parecía un jarrón de jaspe, y el patio trasero era un jardín secreto de fuentes y bancos cubiertos de hiedra. Una vez que habías vivido en la «casa azul de la esquina de la plaza», ya no podías conformarte con vivir en ningún otro lugar.
Seguí a madre por el recibidor y me pregunté si nos encontraríamos con alguno de los fantasmas de la familia durante nuestro paseo. Estaba el bisabuelo Francis, que tosía antes de deslizarse de una habitación a otra para después desaparecer; y la bisabuela Vera, que aparecía cada vez que se hacía algún cambio en la casa. Daba portazos para mostrar su descontento o dejaba pétalos en los rellanos para comunicarnos su alegría. El fantasma de tía Emilie, que se me aparecía cada varios años, era el más fascinante. Tenía un rostro joven y sereno, y no había marcas en él que demostraran que su vida había llegado a su fin de forma trágica. Unas Navidades me encontré con Emilie cuando pensaba que había oído a Klára cantando villancicos en la sala de música. Abrí la puerta y descubrí a una mujer al piano. Se desvaneció en un instante, pero supe que era tía Emilie por el relicario que madre llevaba alrededor del cuello, en cuyo interior también guardaba un mechón de pelo de padre. Madre, que no era capaz de ver fantasmas, se sintió feliz cuando le conté que había descubierto a su hermana pequeña en la casa. Experimentó un gran alivio por que Emilie pareciera haber encontrado la paz que le había sido esquiva en vida.