Me estremecí. Así que la historia del perro rabioso era una tapadera para ocultar la demencia de Emilie. La verdad sobre la muerte de mi tía me apenó profundamente.
—Cuando yo ya no esté con vosotras, debes proteger a Klára y mantenerla a salvo —me ordenó madre—. En sus delicados rasgos vuelvo a ver a Emilie de nuevo. No pierdas de vista a Klára como yo hice con mi hermana.
¿Pero qué podía hacer yo, por muy cariñosa y fiel que fuera, para proteger a mi hermana de las penurias de la vida? Una mañana encontré a Míster Rudolf flotando panza arriba en su acuario. No habíamos cambiado nada en su dieta, así que di por hecho que su muerte se debía a causas naturales. No tenía ni la menor idea de cómo contárselo a Klára. Pensé en comprarle otro pez, pero era prácticamente imposible engañar a mi hermana y sería difícil encontrar una carpa incluso la mitad de grande que Míster Rudolf estando tan lejos Navidad. Me resigné a mostrarle la triste realidad de la vida.
—No sufrió —le aseguré a Klára cuando mi hermana se paró frente al acuario—. Y tú le has proporcionado una vida más larga y feliz de la que él habría tenido.
Klára levantó la barbilla con gesto estoico, pero las lágrimas se le acumularon en los ojos y le cayeron por las mejillas.
La apreté contra mí.
—Puedes llorar —le dije—. «Adiós» es la palabra más triste del diccionario.
Klára y yo envolvimos en muselina el cuerpo de Míster Rudolf, que había adquirido un tono opaco. Después, caminamos por las serpenteantes callejuelas frente a las casas barrocas de Malá Strana hasta los bosques de la colina de Petrín. Cavé un agujero en un lugar en el que la luz se filtraba a través de la alameda de arces mientras Klára recogía piedras y flores para ponerlas sobre la tumba.
—Coloquémoslo mirando hacia el sendero —propuso Klára cuando llegó el momento de enterrar a Míster Rudolf—. Así podrá ver pasar a la gente. Le gustaba mirarnos cuando pasábamos junto a él de camino al salón.
Tomé una fotografía de Klára de pie junto a la tumba, y después paseamos por el parque hasta Hradcany. Era un día caluroso y soplaba una brisa agradable y lo menos que yo podía hacer era proporcionarle un recuerdo alegre a Klára del entierro de Míster Rudolf. Cuando años antes una amiga de madre, Anuse, había fallecido al dar a luz, yo había tenido pesadillas sobre el funeral durante semanas. Me había sentido confusa por el morbo que desprendían el enfermizo olor a incienso y la madera del ataúd, y por la expresión severa del rostro del párroco. Mi recuerdo de Anuse en vida era la de su gran sonrisa y el sonido de su risa estertórea.
Klára y yo caminamos por las calles de adoquines del barrio del castillo, deteniéndonos de tanto en tanto para que yo pudiera fotografiar los símbolos medievales de las casas. Tratamos de adivinar lo que representaban. Antes de que cada casa tuviera un número, los comerciantes y mercaderes solían emplear emblemas en lugar de una dirección. Había zapatos para los zapateros, coronas para los nobles, violines para los lutieres y llaves para los cerrajeros. Disfrutábamos caminando por allí desde que yo había cumplido la edad suficiente para llevar de paseo a Klára, y parecía que siempre encontrábamos nuevos símbolos en los interminables recovecos y callejuelas.
Klára esperaba paciente mientras yo tomaba mis fotografías. Aguardé hasta que las nubes en el cielo se encontraran en la posición adecuada antes de disparar. Pero cuando mi hermana comenzó a andar más despacio, comprendí que estaba cansada. Le compré unas cerezas y nos las comimos de camino a casa. Al pie del castillo nos detuvimos para admirar las vistas panorámicas de Praga. Parecía descansar en paz con el Moldava fluyendo bajo el puente de Carlos, la cúpula de San Nicolás y la torre gótica del ayuntamiento elevándose sobre los tejados rojizos. Praga era mi hogar y la vista desde el castillo era tan parte de mí como mis propios pies o mis propias manos. Cogí a Klára de la mano, cuyos dedos estaban pringosos por el jugo de las cerezas, y se la apreté. Volví a jurar en silencio que protegería su bienestar con mi propia vida.
Aquel año, mi cumpleaños marcó el final del verano y el principio del otoño. El día anterior había sido soleado y caluroso, pero la mañana del 21 de agosto, miré por la ventana de mi habitación y vi que la niebla había cubierto la ciudad. Me lavé la cara y las manos en la palangana y me apresuré a bajar para tomar el desayuno con madre y Klára. En el comedor, las sirvientas estaban colocando sobre la mesa bollos de pan y diferentes tipos de mermeladas. Incluso había una tarta de vainilla con glaseado de color rosa. Me sorprendió ver a Milos sentado a la mesa leyendo el periódico. Las cosas se habían tranquilizado entre él y madre, pues ahora se trataban con fría educación. Pero yo ignoraba si era porque Milos había decidido dejarlo con
paní
Benová o porque madre había decidido hacer oídos sordos a sus indiscreciones para mantener la paz.
—
Všechno nejlepší k narozeniñám
! —Klára me deseó feliz cumpleaños y me ofreció el asiento que estaba a su lado.
—Klára y Josephine me han ayudado a elegir tu regalo este año —me dijo madre, entregándome un objeto blando envuelto en papel de regalo con un lazo púrpura.
Abrí el paquete y en su interior encontré un pañuelo de seda de color nacarado tan grande como un chal, con flecos en el contorno y una flor de melocotonero bordada en cada esquina.
—Es precioso —dije, acariciando el tejido del pañuelo contra mi mejilla.
—Ya eres toda una jovencita —afirmó madre con una sonrisa de orgullo—. Únicamente debes ponerte cosas hermosas.
Tía Josephine evitaba venir a nuestra casa mientras Milos se encontraba en la ciudad, así que, en su lugar, nos invitó a las tres a la suya para tomar el té aquel día.
—¿No te ha escrito tío Ota en todos estos meses, tía Josephine? —preguntó Klára cuando nos sentamos en el salón.
Aunque nuestra sala de estar tenía ventanales acristalados y porcelana de Delft, el salón de tía Josephine era más cómodo. Los paneles de las paredes eran de elegante caoba, y las cortinas de color carmesí con borlas doradas bordeaban las ventanas que cubrían toda la pared.
Tía Josephine observó a nuestra madre.
—Sí, de hecho, acabo de recibir una carta —comentó—. Pero hemos estado todas tan ocupadas que no había tenido la oportunidad de decíroslo.
Klára abrió los ojos como platos de la alegría, pero yo sabía que tía Josephine, que normalmente era tan escrupulosamente sincera, no estaba diciendo la verdad. Lo primero que hacía siempre que recibía una carta de tío Ota era venir corriendo a leérnosla.
—Por favor, léela —le pidió madre, entrelazando las manos sobre el regazo—. Las cartas de Ota siempre alegran muchísimo a las niñas.
Tía Josephine se revolvió en su asiento. Quizá la inquietaba el hecho de que madre pudiera echarse a llorar de nuevo. Pero se tranquilizó cuando madre comentó que le gustaban las cartas de Ota porque «sus aventuras sobrepasan con mucho las emociones que están a nuestro alcance en Praga, a pesar de los conciertos y las galerías de arte».
—De acuerdo —concedió tía Josephine, levantándose de su asiento y abandonando la habitación.
Regresó con un sobre arrugado y se sentó. Frip apoyó el morro sobre su zapato. Tía Josephine desdobló la carta y comenzó a leer.
Mis queridas señoritas:
Tras un mareante viaje entre tormentas, Ranjana y yo estamos ahora en Australia. Es el país más desconcertante que he visto en mi vida. Su belleza es exuberante y árida al mismo tiempo. A sus gentes les sucede exactamente lo mismo. Ahora nos encontramos en Perth, en la costa oeste, y la bienvenida a la ciudad no nos la ha dado un grupo de gente, sino docenas de pájaros blancos y negros llamados «urracas australianas» que se posan en los muelles y sobre las vallas. Ranjana se ha enamorado de la fauna y la flora australianas, y consagra todo su tiempo a la botánica. Es maravilloso verla desecando diferentes especímenes de flores y semillas para incluirlas en su álbum. Incluso con su piel oscura y ataviada con su sari, es más refinada que cualquier dama europea que yo conozca.
Zarparemos hacia Sídney dentro de unos días, donde trataré de encontrar trabajo, pues los billetes para llegar hasta aquí han consumido todos mis ahorros. Ranjana y yo hemos decidido que si Sídney es de nuestro gusto, nos quedaremos allí. Los intelectuales no son muy valorados en esta tierra agreste, así que puede que deba buscarme un trabajo en el que tenga que emplear mi destreza manual. En su día dije que nunca dejaría de viajar, pero he decidido que si opto por vivir en un país extranjero, uno tan diferente de mi tierra natal, no cuenta. En este país a uno se le despierta la sensación primigenia de la aventura y sus mil posibilidades, por lo que creo que es el lugar ideal para nosotros. Y no es que nos haya resultado precisamente fácil que los funcionarios de aduanas nos aceptaran. Esa, queridas sobrinas mías, ha sido una hazaña aún mayor que aprobar los exámenes de la Universidad de Praga. Y no tanto para mí, ¡pues el color de mi piel es más aceptable que el de Ranjana! Los australianos preferirían que cualquiera proveniente de Asia —y la mayoría de los europeos no angloparlantes— se mantuvieran alejados de su país y, de hecho, lo lograrían de no ser por las objeciones británicas que esto supondría para sus súbditos de la India. Dado que los funcionarios australianos no pueden discriminar a nadie que no padezca una enfermedad infecciosa, no sea un delincuente o una amenaza para la sociedad de un modo u otro, se han inventado un examen dictado. Comprendo que se haga en inglés, que es la lengua del país. ¡Pero es que el examen pueden ponerlo en cualquier idioma que se les ocurra! A un solicitante maltés le pusieron la prueba en neerlandés; a un español se la hicieron en alemán; ¡y un alemán que hablaba con soltura varios idiomas acabó por suspenderla porque lo examinaron en gaélico! Al pobre hombre lo condenaron a seis meses de cárcel por inmigración ilegal. Os podéis imaginar a lo que se enfrentaba Ranjana. Afortunadamente, aprobó la prueba en inglés y francés, ¡y finalmente la dejaron en paz porque no encontraron a nadie para hacerle el examen en ruso!
Os enviaremos más noticias y una dirección cuando lleguemos a Sídney. Entretanto, Ranjana me ha pedido que os adjunte un libro sobre las aves de Australia. Tenemos entendido que la pequeña Klára está particularmente interesada en este tipo de cosas.
Con cariño,
Ota y Ranjana
La reacción de madre ante la carta de tío Ota fue totalmente opuesta a la que había tenido con la anterior.
—Ranjana parece encantadora —comentó— y muy adecuada para Ota.
Sirvió el té mientras tía Josephine cortaba el koláč.
—Espero que podamos conocerlos algún día —observé yo.
Madre volvió a tomar asiento.
—Ota os encantaría. Recuerdo que era muy agudo y tenía mucho ingenio. Pero no parece que pretenda volver a Praga dentro de poco.
Tía Josephine colocó un trozo de koláč frente a Klára, a la que le entusiasmaba aquel postre con textura de panecillo. Pero mi hermana estaba absorta en el libro de aves que Ranjana había enviado para ella y ni siquiera consiguió atraerla el aroma del relleno de queso, compota de ciruelas y albaricoques del pastel. Pronto comenzó a contarnos que la lengua de los loris arco iris contaba con apéndices en forma de pincel para poder libar el néctar, que los abanicos lavandera cantaban cuando la luna brillaba y que las cacatúas rosadas se emparejaban de por vida.
—Tú y yo nunca hemos sido de mucho viajar, ¿verdad que no, Marta? —comentó tía Josephine, estudiando la expresión de madre—. Oh, claro que hemos pasado temporadas en Florencia y París, pero teníamos suficiente con eso. Aprendimos idiomas para poder pronunciar el nombre de las comidas que servíamos en las cenas de gala, pero nunca encontramos nada en otros lugares que nos hiciera más felices que en casa.
Madre se sonrojó, pero le mantuvo la mirada a los escrutadores ojos de tía Josephine.
—Sí, es cierto —respondió—. Por eso esperé a que Antonín terminara su instrucción antes de casarme con él. Me sentía sola en su ausencia, pero no le habría servido de nada lejos de mi madre y de mi hogar.
Tía Josephine examinó el rostro de madre una vez más antes de volver a sentarse.
—Quiero cambiar estas cortinas —comentó cogiendo entre sus manos la tela de terciopelo—. Son demasiado pesadas. ¿Podrías darme algún consejo, Marta? Tú tienes muy buen gusto.
Percibí que tía Josephine estaba tratando de averiguar algo, pero que temía seguir indagando. Madre y tía Josephine eran tan diferentes entre sí como las manzanas y las naranjas, pero compartían una amistad que había durado veinte años. Hubieran dado su vida la una por la otra si se presentara la ocasión.
Me sentí tan confusa como tía Josephine ante el comportamiento de madre. Me preguntaba si habría estado enamorada de tío Ota en el pasado. Pero cualquiera que hubiera visto a mis padres juntos no habría tenido la menor duda del vínculo que los unía: el rostro de madre se iluminaba siempre que padre entraba en una habitación y nada podía distraer su atención mientras él hablaba. En cuanto a padre, quienes estuvieron presentes en el momento de su muerte aseguraban que falleció con el nombre de ella en los labios.
Recogí la carta de tío Ota y la volví a releer, tratando de descubrir al hombre que había detrás de aquella caligrafía apresurada. En las fotografías que había visto de él, tío Ota era lo contrario que padre: alto, con una tupida mata de pelo y ojos alegres y claros. Sin embargo, independientemente de las veces que leyera la carta o contemplara sus renglones, no lograba resolver aquel acertijo.
Poco después, llegó una nueva misiva de tío Ota.
Mis queridas señoritas:
Ranjana y yo ya estamos en Sídney. ¡Qué ciudad! Nos encantó desde el primer momento en que posamos la mirada sobre ella. Los imponentes edificios de arenisca dorada nos cortaron la respiración. Ahora ya nos sabemos sus nombres: la catedral de Santa María, la torre Lands Office, el ayuntamiento y el Edificio Reina Victoria. Es cierto, recuerda a Europa en sus estilos clásicos y renacentistas, pero en este lugar también hay algo diferente, algo más. Quizá sea su entorno natural: el puerto de aguas opalinas con sus calas y sus playas, las villas de color ocre ubicadas en medio de la maleza verde plateada. ¡Y qué árboles! Nuestra primera adquisición en la ciudad ha sido un libro de botánica y mi hermosa mujer ya ha clasificado las descripciones y los nombres botánicos de estas fascinantes especies. Hay algunos gomeros que nos entusiasman por sus troncos y ramas gigantescos que se extienden como los brazos múltiples de alguna diosa hindú, dando cabida a toda clase de especies de aves:
Gomero rojo de Sídney,
Angophora costata
Palo de sangre roja,
Eucalyptus gummifera
Gomero de montaña,
Eucalyptus racemosa
y
Eucalyptus haemastoma
Menta piperita de Sídney,
Eucalyptus piperita
Los pájaros producen un parloteo ensordecedor en los árboles por las mañanas y por las noches: loros blancos con enormes picos y garras, y otros más pequeños cuyas plumas tienen el color de frutas tropicales. Sin duda vuestra madre podría encontrar suficiente inspiración para miles de sus cuadros si llegara a ver toda esta belleza. Hemos alquilado una casa en la zona del puerto conocida como Watsons Bay. Se trata de una vivienda destartalada que se está cayendo a pedazos, pero es lo mejor que podemos permitirnos por ahora. Aunque Ranjana ha sustituido su sari por una indumentaria más occidental y habla un inglés más refinado que la mayoría de la población local, nuestra alegría se ve empañada por los prejuicios que tienen contra ella. Cuando nos hemos puesto en contacto con los caseros sobre viviendas que se anunciaban en alquiler, todo era amabilidad conmigo, pero el cuento cambiaba en cuanto veían a Ranjana. Hubo un hombre que pretendía alquilar lo que no era más que una casucha de hojalata en medio de un patio lleno de rollos de alambre y bloques de desechos de lana, que casi trató de llegar a las manos conmigo porque intenté regatear con él. Este comportamiento no se corresponde con el de los australianos en general, que en su mayor parte son igualitarios y despreocupados. Quizá es la ubicación —tan lejos de las islas británicas, de donde provienen casi todos ellos— lo que les hace tener tanto miedo de los orientales. Las únicas personas que nos recibieron con los brazos abiertos fueron los artistas de Kings Cross, pero no me he atrevido a obligar a Ranjana a vivir en un cobertizo infestado de ratas. Así que, después de buscar desesperadamente, hemos encontrado este lugar. Se lo hemos alquilado a una anciana ciega y a su hija. La consecuencia de todo ello es que, por primera vez en años, cuento con una dirección permanente, cosa que os facilitará el escribirme. Estoy deseando conocer vuestras noticias sobre vosotras y vuestra hermosa madre, aunque me doy cuenta de que mi hermana no menciona demasiado a vuestro padrastro. ¿Cómo le va últimamente? ¿Todavía sigue ocupadísimo con sus lámparas de araña y sus telas adornadas con motivos chinos?
Con todo nuestro cariño,
Ota y Ranjana