Read Seis problemas para don Isidro Parodi Online
Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares
Tags: #Cuento, Humor, Policíaco
El joven Savastano se sentó en cuclillas, para atender mejor. Parodi lo miró distraídamente y le rogó que tuviera la fineza de retirarse, porque tal vez no convenía que él escuchara lo demás. Savastano, alelado, apenas atinó con la puerta. Parodi prosiguió sin apuro:
—Días antes, este joven que nos acaba de favorecer con su ausencia había sorprendido no sé qué enredo entre el ruso Fainberg y una señorita Josefa Mamberto, de la mercería. Escribió esa pavada en unos corazoncitos y en lugar de los nombres puso iniciales. Su señora mujer, que los vio, entendió que J. M. quería decir Juana Musante. Hizo que el cocinero que ustedes tienen lo castigara al pobre infeliz, y encima le guardó rencor. Ella también había maliciado un propósito detrás de las humillaciones de Limardo; cuando oyó que se había venido con el revólver «para matar a un hombre», supo que ella no estaba amenazada y temió, como era natural, por usted. Sabía que Limardo era cobarde; pensó que estaba juntando ignominias para ponerse en una situación imposible y verse obligado a matar. Veía justo, la señora; el hombre estaba resuelto a matar; pero no a usted: a otro.
»El domingo era un día muerto en el hotel, como dijo su compañero. Usted había salido; estaba en Saavedra corriendo un gallo del cura Argañaraz. Limardo se ganó a la pieza de ustedes, con el revólver en la mano. La señora Musante, que lo vio aparecer, creyó que él había entrado a matarlo a usted. Lo despreciaba tanto, que no había tenido asco en sacarle un cortaplumas de hueso, cuando lo expulsaron. Ahora usó de ese cortaplumas para matarlo. Limardo, que tenía un revólver en la mano, no se resistió. La Juana Musante puso el cadáver en el catre de Savastano, para vengarse del cuento de los corazones. Como usted recordará, Savastano y Fainberg estaban en el teatro.
»Limardo logró al fin su propósito. Era cierto que había traído el revólver para matar a un hombre; pero ese hombre era él. Había venido de lejos; meses y meses había mendigado el deshonor y la afrenta, para darse valor para el suicidio, porque la muerte es lo que anhelaba. Yo pienso que también, antes de morir, quería ver a la señora.
Pujato, 2 de septiembre de 1942.
A la memoria de Ernest Bramah
I
«¡Lo que faltaba! Un japonés cuatro ojos», pensó, casi audiblemente, Parodi.
Sin perder el sombrero de paja y el paraguas, el doctor Shu T’ung, habituado al
modus vivendi
de las grandes embajadas, besó la mano del recluso de la celda 273.
—¿Usted permitirá que un cuerpo extraño abuse de este prestigioso banco? —indagó en perfecto español y con voz de pájaro—. El cuadrúpedo es de madera y no emite quejas. Mi censurable nombre es Shu T’ung y ejerzo, ante el escarnio unánime, el cargo de agregado cultural de la Embajada china, gruta desacreditada y malsana. Ya he taponado, con mi narración asimétrica, las dos orejas tan sagaces del doctor Montenegro. Este fénix de la investigación policial es infalible como la tortuga, pero también es majestuoso y lento como un observatorio astronómico admirablemente sepultado por las arenas de un desierto infructuoso. Bien dicen que para detener un grano de arroz no es superflua una dotación de nueve dedos en cada mano; yo, que sólo dispongo de una cabeza por acuerdo tácito de los peluqueros y sombrereros, aspiro a coronarme con dos cabezas de reconocida prudencia: la del doctor Montenegro, considerable; la suya, del tamaño de una marsopa. Hasta el Emperador Amarillo, a pesar de sus aulas y bibliotecas, tuvo que reconocer que un besugo privado del océano difícilmente logra una edad provecta y la veneración de sus nietos. Lejos de ser un besugo viejo, soy apenas un hombre joven. ¿Qué puedo hacer ahora que el abismo se abre, como una suculenta ostra, para devorarme? Además, no se trata meramente de mi dañina y desaforada persona; la prodigiosa Madame Hsin abusa, noche a noche, del veronal, a causa del desvelo infatigable de los pilares de la ley, que la desesperan y la incomodan. Los esbirros no parecen tener en cuenta que ha sido asesinado su protector, en circunstancias nada tranquilizantes, que ahora la dejan huérfana y sin amparo, a la cabeza del
Dragón que se aturde
, salón florido que ocupa su local propio en Leandro Alem y Tucumán. ¡Abnegada y versátil Madame Hsin! Mientras el ojo derecho llora la desaparición del amigo, el ojo izquierdo tiene que reír para excitar a los marineros.
»Ay de su tímpano. Esperar que la elocuencia y la información hablen por mi boca es como esperar que la oruga hable con la mesura del dromedario, o siquiera con la variedad de una jaula de grillos labrada en cartón y exornada con los doce matices razonables. No soy el prodigioso Meng Tseu, que, para denunciar al Colegio Astrológico la aparición de la luna nueva, habló veintinueve años seguidos, hasta que lo relevaron sus hijos. Inútil negarlo: poco tiempo ha quedado para el presente; ni yo soy Meng Tseu ni sus muchos y ponderados oídos exceden literalmente el número de las aplicadas hormigas que socavan el mundo. No soy un orador: mi arenga será breve como si la pronunciara un enano; no tengo un instrumento de cinco cuerdas: mi arenga será inexacta y monótona.
»Usted me supeditará a los más exquisitos instrumentos de tortura que atesora este palacio versátil, si yo despliego una vez más, ante su nutrida memoria, los pormenores y misterios del culto del Hada del Terrible Despertar. Se trata, como usted está a punto de articular, de una secta mágica del taoísmo, que recluta devotos en el gremio de los mendigos y de los intérpretes, y que sólo un sinólogo como usted, un europeo entre teteras, conoce como su propia espalda.
»Hace diecinueve años ocurrió el hecho aborrecido que aflojó las patas del mundo y del cual han llegado algunos ecos a esta consternada ciudad. Mi lengua, que más bien parece un ladrillo, ha recordado el robo del talismán de la Diosa. Hay en el centro del Yunnan un lago secreto; en el centro de ese lago, una isla; en el centro de la isla, un santuario; en el santuario resplandece el ídolo de la Diosa; en la aureola del ídolo, el talismán. Describir esta joya, en una sala rectangular, es una imprudencia. Tan sólo recordaré que es de jade, que no da sombra, que su tamaño conciso es el de una nuez y que sus atributos fundamentales son la sabiduría y la magia. Hay espíritus pervertidos por los misioneros, que fingen refutar estos axiomas, pero, si un mortal se apoderara del talismán y lo retuviera veinte años fuera del templo, sería el rey secreto del mundo. Sin embargo esta conjetura es ociosa: desde la primera aurora del tiempo hasta el último ocaso, la joya perdurará en el santuario, aunque en el presente fugaz la tiene escondida un ladrón, hace ya dieciocho años.
»El jefe de los sacerdotes encomendó al mago Tai An la recuperación de la joya. Éste, según es fama, buscó una conjunción favorable de los planetas, ejecutó las operaciones debidas y aplicó el oído a la tierra. Nítidamente oyó los pasos de todos los hombres del mundo y reconoció en el acto los del ladrón. Estos lejanos pasos recorrían una ciudad remota: una ciudad de barro y con paraísos, desprovista de almohadas de madera y de torres de porcelana, cercada por desiertos de pasto y por desiertos de agua sombría. La ciudad se ocultaba en el Occidente, detrás de muchas puestas de sol; Tai An, para alcanzarla, no desdeñó los riesgos de un vapor movido por el humo. Desembarcó en Samerang, con una piara de cerdos narcotizados; disfrazado de polizón, estuvo sepultado veintitrés días en el vientre de un barco dinamarqués, sin otra comida ni bebida que una inagotable sucesión de quesos de bola; en la Ciudad del Cabo, se afilió al honorable gremio de basureros y no escatimó su aporte a la huelga de la Semana Fétida; un año después, la turba ignara se disputaba en calles y bocacalles de Montevideo las frugales obleas de maicena que expendía un joven trajeado a la extranjera; ese nutritivo joven era Tai An. Tras cruenta lucha con la indiferencia de esos carnívoros, el mago se trasladó a Buenos Aires, que adivinó más apto para recibir la doctrina de las obleas y donde no tardó en establecer una vigorosa carbonería. Ese establecimiento renegrido lo arrimó a la mesa larga y vacía de la pobreza; Tai An, harto de esos festines de hambre, se dijo: «para la concubina insaciable, los abrazos del pulpo; para el paladar exigente, el perro comestible; para el hombre, el Celeste Imperio», y entró impetuosamente en un consorcio con Samuel Nemirovsky, ponderado ebanista que, en el centro mismo del Once, fabrica todos los armarios y biombos que los admiradores de su destreza reciben directamente de Pekín. El piadoso local de ventas prosperó; Tai An pasó de una casilla carbonífera a un departamento amueblado, situado exactamente en el número 347 de la calle Deán Funes; la incesante emisión de biombos y armarios no lo distrajo del propósito capital: la recuperación de la joya. Sabía con seguridad que el ladrón estaba en Buenos Aires, la remota ciudad que le habían mostrado en la isla del templo los círculos y triángulos mágicos. El gimnasta del alfabeto repasa los diarios para ejercitar su habilidad; Tai An, menos expansivo y feliz, se atenía a la columna de marítimas y fluviales. Temía que el ladrón se evadiera o que un barco trajera un cómplice a quien le pasaran el talismán. Tenaz como los círculos concéntricos que se aproximan a la piedra lanzada, Tai An se aproximaba al ladrón. Más de una vez cambió de nombre y de barrio. La magia, como las otras ciencias exactas, es apenas una luciérnaga que guía nuestros vanos tropezones en la noche considerable; sus veraces figuras delimitaban la zona donde se ocultaba el ladrón, pero no la casa ni el rostro. El mago, sin embargo, persistía en el infatigable propósito.
—El veterano del
Salón Doré
tampoco se fatiga y también persiste —exclamó con espontaneidad Montenegro, que había estado espiando en cuclillas, el ojo en la cerradura y el bastón de ballena entre los dientes; ahora, irreprimible, irrumpía con un traje blanco y un
canotier
maleable—.
De la mesure avant toute chose
. No exagero: no he descubierto aún el paradero del asesino, pero sí el de este consultor indeciso. Tonifíquelo, mi querido Parodi, tonifíquelo: refiera, con la autoridad que soy el primero en concederle, cómo ese detective por derecho propio, que se llama Gervasio Montenegro, salvó en un tren expreso la amenazada joya de la princesa a quien muy luego otorgara su mano. Pero dirijamos nuestros potentes focos al porvenir, que nos devora.
Messieurs, faites vos jeux
: apuesto doble contra sencillo que nuestro diplomático amigo no se ha apersonado a esta celda, impelido por el mero placer (muy encomiable, desde luego) de presentar sus respetos. Mi ya proverbial intuición me dice por lo bajo que este acto de presencia del doctor T’ung no carece de toda relación con el original homicidio de la calle Deán Funes. ¡Ja, ja, ja! He dado en el blanco. No duermo en los laureles; descargo una segunda ofensiva, a la que auguro desde ya el éxito de la primera. Apuesto que el doctor ha condimentado su narración con todo ese misterio de Oriente, que es la marca de fuego de sus interesantes monosílabos y hasta de su color y su aspecto. Lejos de mí la sombra de una censura al lenguaje bíblico, grávido de sermones y de parábolas; me atrevo, sin embargo, a sospechar que usted preferirá mi
compte rendu
(todo nervio, músculo y osatura) a las adiposas metáforas de mi cliente.
El doctor Shu T’ung encontró su voz y prosiguió dócilmente:
—Su copioso colega habla con la elocuencia del orador que ostenta una doble fila de dientes de oro. Retomo la maligna correa de mi relato y digo con trivialidad: Semejante al sol, que ve todo y a quien hace invisible su propio brillo, Tai An, fiel y tenaz, persistía en la busca implacable, estudiaba los hábitos de todas las personas de la colectividad y casi era ignorado por ellas. ¡Ay de la flaqueza del hombre! Ni siquiera es perfecta la tortuga, que medita bajo una cúpula de carey. La reserva del mago tuvo una falla. En una noche del invierno de 1927, bajo los arcos de la Plaza del Once, vio un círculo de vagabundos y de mendigos que se burlaban de un desdichado que yacía en el suelo de piedra, derribado por el hambre y el frío. La piedad de Tai An se duplicó al descubrir que ese vilipendiado era chino. El hombre de oro puede prestar una hoja de té sin perder el conocimiento; Tai An alojó al forastero, cuyo expresivo nombre es Fang She, en el taller de ebanistería de Nemirovsky.
»Pocas noticias refinadas y eufónicas puedo comunicarle de Fang She; si los diarios de mayor riqueza de abecedario no se equivocan, es oriundo del Yunnan y arribó a este puerto en 1923, un año antes que el mago. Más de una vez me recibió con su natural afectación en la calle Deán Funes. Juntos practicamos la caligrafía a la sombra de un sauce que hay en el patio y que delicadamente le recordaba, me dijo, las iteradas selvas que decoran las márgenes terrestres del acuoso Ling-Kiang.
—Yo que usted me dejaba de caligrafías y adornos —observó el investigador—. Hábleme de la gente que había en la casa.
—El buen actor no entra en escena antes que edifiquen el teatro —replicó Shu T’ung—. Primero, describiré absurdamente la casa; después, intentaré sin éxito un débil y grosero retrato de las personas.
—Mi palabra de estímulo —dijo Montenegro fogosamente—. El edificio de la calle Deán Funes es una interesante
masure
de principios de siglo, uno de tantos monumentos de nuestra arquitectura instintiva, en el que invenciblemente persiste la ingenua profusión del capataz italiano, apenas refaccionada por el severo canon latino de Le Corbusier. Mi evocación es definitiva. Usted ya ve la casa: en la fachada de hoy, el celeste de ayer es blanco y aséptico; adentro, el pacífico patio de nuestra infancia, donde hemos visto corretear a la esclavita negra con el mate de plata, sobrelleva mal de su grado la pleamar del progreso, que lo inunda de exóticos dragones y de lacas milenarias, hijas del cepillo falaz de ese industrializado Nemirovsky; al fondo, la casilla de madera indica el habitáculo de Fang She, junto a la verde melancolía del sauce, que acaricia con su mano de hojas las nostalgias del exilado. Vigoroso alambre chanchero de metro y medio separa nuestra propiedad de un hueco vecino: uno de esos pintorescos
baldíos
, para emplear el insustituible vocablo criollo, que aún perduran invictos en el corazón de la urbe y donde el gato del barrio acude tal vez a buscar las hierbas curativas que mitigarán sus dolencias de huraño
célibataire
de las tejas. El piso bajo está consagrado al salón de ventas y al
atelier
[6]
; el piso alto (me refiero,
cela va sans dire
, a épocas anteriores al incendio) constituía la casa de familia, el intocable
at home
de esa partícula de Extremo Oriente, trasplantada con todas sus peculiaridades y riesgos a la Capital Federal.