Read Seis problemas para don Isidro Parodi Online
Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares
Tags: #Cuento, Humor, Policíaco
—
Halte là!
—profirió Montenegro—. El borracho del artista se impone. Admire usted el cuadro, Parodi: ambos duelistas deponen gravemente las armas, heridos en quién sabe qué fibra hermana por la sensible pérdida común. Peculiaridad que subrayo: la empresa que los embarga es idéntica; los personajes tenazmente difieren. Presentimientos enlutados abanican tal vez la frente de Tai An; quiere, interroga, pregunta. Confieso que la tercer figura me atrae: ese
jemenfoutiste
que se aleja del marco de nuestra historia, en un coche abierto, es también una incógnita sugerente.
—Señores —prosiguió con dulzura el doctor Shu T’ung—, mi cenagosa narración ha llegado a la memorable noche del 14 de octubre. Me permito llamarla memorable porque mi estómago incivil y anticuado no supo comprender las dobles raciones de mazamorra que eran el decoro y el plato único de la mesa de Nemirovsky. Mi candoroso proyecto había sido: a) cenar en casa de Nemirovsky; b) desaprobar, en el cine Once, tres películas musicales que, según Nemirovsky, no habían saciado a Madame Hsin; c) paladear un anís en la confitería La Perla; d) volver a casa. La vívida y quizá dolorosa evocación de la mazamorra me obligó a eliminar los puntos b y c, y a subvertir el orden natural de vuestro reputado alfabeto, pasando de la a a la d. Un resultado secundario fue que no dejé la casa en toda la noche, a pesar del insomnio.
—Esas manifestaciones lo honran —observó Montenegro—. Aunque los platos nativistas de nuestra infancia resultan, en su género, impagables
trouvailles
del acervo criollo, estoy calurosamente de acuerdo con el doctor: en la cumbre de la
haute cuisine
el galo no reconoce rivales.
—El 15, dos pesquisas me despertaron personalmente —continuó Shu T’ung— y me invitaron a custodiarlos hasta la sólida Jefatura Central. Ahí supe lo que ustedes ya saben: el afectuoso Nemirovsky, inquieto por la brusca movilidad de Fang She, había penetrado, poco antes de la lúcida aurora, en la casa de la calle Deán Funes. Bien dice el Libro de los Ritos: si tu honorable concubina cohabita en el encendido verano con personas de ínfima calidad, alguno de tus hijos será bastardo; si abrumas los palacios de tus amigos fuera de las horas establecidas, una sonrisa enigmática hermoseará la cara de los porteros. Nemirovsky padeció en carne propia el golpe de ese adagio: no sólo no encontró a Fang She; encontró, semienterrado bajo el sauce local, el cadáver del mago.
—La perspectiva, mi estimable Parodi —bruscamente sentenció Montenegro—, es el talón de Aquiles de las grandes paletas orientales. Yo, entre dos bocanadas azules, dotaré a su álbum interior de un ágil
raccourci
de la escena. En el hombro de Tai An, el augusto beso de la Muerte había estampado su
rouge
: una herida de arma blanca, de unos diez centímetros de ancho. Del culpable acero, ni rastros. Trataba en vano de suplir esa ausencia, la pala sepulcral: vulgarísimo enser de jardinería, relegado (muy justamente) a unos pocos metros. En el rústico mango de la herramienta, los policías (ineptos para el vuelo genial y tercos parroquianos de la minucia) han descubierto no sé qué impresiones digitales de Nemirovsky. El sabio, el intuitivo, se mofa de esa cocina científica; su rol es incubar, pieza por pieza, el edificio perdurable y esbelto. Me sofreno: reservo para un mañana la hora de anticipar y burilar mis atisbos.
—Siempre a la espera de que su mañana amanezca —intercaló Shu T’ung— reincido en mi relato servil. La entrada ilesa de Tai An a la casa de la calle Deán Funes no fue advertida por los negligentes vecinos que dormían como una rectilínea biblioteca de libros clásicos. Se conjetura, sin embargo, que debió entrar después de las once, pues a las once menos cuarto lo vieron asomarse al inagotable remate de la calle Maipú.
—Adhiero —Montenegro corroboró—. Le susurro,
inter nos
, que la picardía porteña comentó a su modo la aparición fugaz del exótico personaje. Por lo demás, he aquí la ubicación de las piezas en el tablero: la dama (he aludido a Madame Hsin) deja entrever sus ojos rasgados y su delicioso perfil entre el bullicio multicolor del
Dragón que se aturde
, a eso de las once p.m. De once a doce atendió en su domicilio a un cliente que reserva su incógnita.
Le coeur a des raisons
… En cuanto al inestable Fang She, la policía declara que antes de las once p.m. se alojó en la célebre «sala larga» o «sala de los millonarios» del Hotel El Nuevo Imparcial, indeseable madriguera de nuestro suburbio, de la que ni usted ni yo, querido
confrère
, tenemos la más leve noticia. El 15 de octubre se embarcó en el vapor
Yellow Fish
, rumbo al misterio y a la fascinación del Oriente. Fue arrestado en Montevideo y ahora vegeta oscuramente en la calle Moreno, a disposición de las autoridades. ¿Y Tai An?, preguntarán los escépticos. Sordo a la frívola curiosidad policial, encajonado herméticamente en el típico ataúd de vivos colores, boga y boga en la plácida bodega del
Yellow Fish
, rumbo, en su viaje eterno, a la China milenaria y ceremoniosa.
II
Cuatro meses después, Fang She fue a visitar a Isidro Parodi. Era un hombre alto, fofo; su cara era redonda, vacua y tal vez misteriosa. Tenía un sombrero negro de paja y un guardapolvo blanco.
—El amigo Shu T’ung me dijo que usted quería hablarme —declaró.
—Muy justo
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—respondió Parodi—. Si no le parece mal, le contaré lo que sé y lo que no sé del asunto de la calle Deán Funes. Su paisano, el doctor Shu T’ung, aquí ausente, nos hizo un cuento largo y enrevesado, donde colijo que en 1922 algún hereje le robó una reliquia a una imagen muy milagrosa que ustedes saben venerar en su tierra. Los curas se hacían cruces con la novedad y mandaron un misionero para castigar al hereje y recuperar la reliquia. El doctor dijo que Tai An, según confesión propia, era el misionero. Pero a los hechos me atengo, dijera el sabio Merlino. El misionero Tai An cambiaba de apelativo y de barrio, sabía por los diarios el nombre de cuanto buque llegaba a la Capital y espiaba a cuanto chino desembarcaba. Estos floreos pueden ser del que está buscando, pero también del que se está escondiendo. Usted llegó primero a Buenos Aires; después llegó Tai An. Cualquiera pensaría que el ladrón era usted, y el otro, el perseguidor. Sin embargo, el mismo doctor dijo que Tai An se demoró un año en el Uruguay, con la ilusión de vender obleas. Como usted ve, el que primero llegó a América fue Tai An.
»Mire, yo le referiré lo que saco en limpio. Si me equivoco, usted me dirá “la embarraste, hermano” y me ayudará a salir del error. Doy por seguro que el ladrón es Tai An, y usted, el misionero: si no el enredo no tiene ni pies ni cabeza.
»Hacía tiempo que Tai An le mezquinaba el cuerpo, amigo Fang She. Por eso cambiaba sin parar de nombre y de domicilio. Al fin se cansó. Inventó un plan que era prudente a fuerza de ser temerario, y tuvo la decisión y el coraje de llevarlo a la práctica. Empezó por una compadrada: hizo que usted fuera a vivir a su casa. Ahí vivía la señora china, que era su querida, y el mueblista ruso. La señora también andaba atrás de la alhaja. Cuando salía con el ruso que también hablaba con ella, lo dejaba de campana a ese doctor de tantos recursos, que si la circunstancia lo exige se pone tranquilamente un florero en el traste y queda disfrazado de mueble. De tanto pagar el biógrafo y otros locales, el ruso estaba sin un cobre. Echó mano a la historia antigua y le prendió fuego a la mueblería, para cobrar el seguro; Tai An estaba de acuerdo con él: le ayudó a hacer esas lámparas que fueron leña para el incendio; después el doctor, que estaba más trepado al sauce que una salamandra, los pescó a los dos avivando el fuego con diarios viejos y aserrín. Vamos a ver qué hace la gente durante el siniestro. La señora lo sigue como una sombra a Tai An; está esperando el momento en que el hombre se decida a sacar la alhaja del escondrijo. Tai An no se preocupa por la alhaja. Le da por salvarlo a usted. Este auxilio puede aclararse de dos maneras. Lo fácil es pensar que usted es el ladrón y que lo salvan para que no se muera con el secreto. Mi opinión es que Tai An lo hizo para que usted no lo persiguiera después; para comprarlo moralmente, si hablo claro.
—Es cierto —dijo sencillamente Fang She—. Pero yo no me he dejado comprar.
—El primer supuesto no me gustó —continuó Parodi—. Aunque usted hubiera sido el ladrón, ¿quién podía temer que se muriera con el secreto? Además, de haber realmente algún peligro, el doctor hubiera salido como telegrama, con florero y todo.
»Al otro día todos se fueron, y a usted me lo dejaron más solo que a un ojo de vidrio. Tai An fingió una pelea con Nemirovsky. Yo le atribuyo dos motivos: primero, hacer creer que no estaba combinado con el ruso y que desaprobaba el incendio; segundo, llevarse a la señora y desapartarla del ruso. Después éste la siguió cortejando y entonces se pelearon de veras.
»Usted enfrentaba un problema difícil: el talismán podía estar escondido en cualquier lugar. A primera vista, un lugar parecía libre de toda sospecha: la casa. Había tres razones para descartarla: ahí lo habían instalado a usted; ahí lo dejaron viviendo solo después del incendio; la había incendiado el mismo Tai An. Barrunto, sin embargo, que al hombre se le fue la mano: yo, en su caso, don Pancho, hubiera desconfiado de tanta prueba demostrando un hecho que no precisaba demostración.
Fang She se puso de pie y dijo gravemente:
—Lo que usted ha dicho es verdad, pero hay cosas que no puede saber. Yo las referiré. Cuando todos se fueron, tuve la convicción de que el talismán estaba escondido en la casa. No lo busqué. Le pedí a nuestro cónsul que me repatriara, y confié la noticia de mi viaje al doctor Shu T’ung. Éste, como era de esperar, habló inmediatamente con Tai An. Salí, dejé el baúl en el
Yellow Fish
y regresé a la casa. Entré por el terreno baldío y me escondí. Al rato llegó Nemirovsky; los vecinos habían comentado mi partida. Después llegó Tai An. Juntos, simularon buscarme. Tai An dijo que tenía que ir a un remate de muebles, en la calle Maipú. Cada uno se fue por su lado. Tai An había mentido: a los pocos minutos volvió. Entró en la casilla y salió trayendo la pala con la que tantas veces yo había trabajado el jardín
[9]
. Encorvado bajo la luna, se puso a cavar junto al sauce. Pasó un tiempo que no sé computar; desenterró una cosa resplandeciente; al fin, vi el talismán de la Diosa. Entonces me arrojé sobre el ladrón y ejecuté el castigo.
»Yo sabía que tarde o temprano me arrestarían. Había que salvar el talismán. Lo escondí en la boca del muerto. Ahora vuelve a la patria, vuelve al santuario de la Diosa, donde mis compañeros lo encontrarán al quemar el cadáver.
»Después, busqué en un diario la página de los remates. Había dos o tres remates de muebles en la calle Maipú. Me asomé a uno de ellos. A las once menos cinco, ya estaba en el Hotel El Nuevo Imparcial.
ȃsta es mi historia. Usted puede entregarme a las autoridades.
—Por mí, puede esperar sentado —dijo Parodi—. La gente de ahora no hace más que pedir que el gobierno le arregle todo. Ande usted pobre, y el gobierno tiene que darle un empleo; sufra un atraso en la salud, y el gobierno tiene que atenderlo en el hospital; deba una muerte, y, en vez de expiarla por su cuenta, pida al gobierno que lo castigue. Usted dirá que yo no soy quién para hablar así, porque el Estado me mantiene. Pero yo sigo creyendo, señor, que el hombre tiene que bastarse.
—Yo también lo creo, señor Parodi —dijo pausadamente Fang She—. Muchos hombres están muriendo ahora en el mundo para defender esa creencia.
Pujato, 21 de octubre de 1942.
JORGE LUIS BORGES. Nació en Buenos Aires en 1899. Bilingüe por influencia de su abuela paterna, de origen inglés, aprendió a leer en este idioma antes que en castellano, hecho capital en el desarrollo de su escritura. En 1914 se instala con su familia en Ginebra, ciudad en la que cursa el bachillerato. Pronto comienza a publicar poemas y manifiestos ultraístas en España, donde vive entre 1919 y 1921. A su regreso a Argentina, el redescubrimiento de su ciudad natal lo mueve a urdir versos que reúne en su primer libro,
Fervor de Buenos Aires
(1923). Dentro de su vasta producción cabe citar obras narrativas como
Historia universal de la infamia
(1935),
Ficciones
(1944),
El Aleph
(1949),
El informe de Brodie
(1970) y
El libro de arena
(1975); ensayos como
Discusión
(1932),
Historia de la eternidad
(1936) y
Otras inquisiciones
(1952); y doce libros de poemas. Recibió numerosas distinciones y premios literarios en todo el mundo, entre los que destaca el Cervantes en 1980. Incontables estudios críticos dan testimonio de este creador extraordinario, traducido y leído en todo el mundo, un autor imprescindible del siglo XX. Falleció en Ginebra en 1986.
ADOLFO BIOY CASARES. Nació en Buenos Aires en 1914. En 1932 conoció a Borges, al que le unieron una afinidad literaria y una amistad poco comunes. Fue un maestro del cuento y de la novela breve. La agudeza de su inteligencia, el tono satírico de su prosa y su imaginación visionaria le permitieron unir la alta literatura con la aceptación popular. La publicación de
La invención de Morel
, en 1940, marcó el verdadero comienzo de su carrera literaria. Le siguieron, entre otros libros,
El sueño de los héroes
(1954),
Diario de la guerra del cerdo
(1969),
Historias fantásticas
(1972) y
Dormir al sol
(1973). En 1990 fue distinguido con el Premio Cervantes. Falleció en Buenos Aires en 1999.