Señora de rojo sobre fondo gris (10 page)

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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Drama, #Relato

Hablaba muy deprisa, excitada y reía en las pausas, a destiempo, como si hubiera tomado algo. Empezó a abrazar a Mar y a Gus y yo me fui a telefonear a Óscar, alarmado. A él no le preocupó su reacción: Es natural, dijo. Habrá tomado un estimulante. Se enmascara para no desfallecer.

Por las mañanas, insomne y angustiado, solía tumbarme en el diván del estudio y en la duermevela del primer Valium y la primera copa, pensaba que mi incapacidad se debía a que ella era mi motor y el motor se había averiado.

Miraba mis manos, pesadas e impedidas, tiznadas de pintura, la cicatriz de infancia en la yema del pulgar, las uñas decoloradas por el aguarrás. Eran manos agotadas, sin presente ni futuro, inútiles. Me cubría los ojos con ellas y evocaba los días fecundos, cuando pintaba horas enteras sin esfuerzo, ensimismado, como si alguien, antes de dar una pincelada, ya me hubiera sugerido la siguiente. Una voz misteriosa me soplaba la lección entonces y yo lo atribuía a los ángeles, pero ahora advertía que no eran los ángeles sino ella; su fe me fecundaba porque la energía creadora era de alguna manera transmisible. A veces barruntaba que se trataba de un sueño paradójico pero, en cualquier caso, allí, tumbado en el diván, embotado por los sedantes y el alcohol, llegaba a la conclusión de que la actividad creadora es imposible si alguien no te empuja por detrás, no te lleva la mano.

De este modo fui adquiriendo manías: yo era un médium, no un pintor, empecé a morderme las uñas y abrigaba mi estómago con la palma de la mano, allí donde creía recibir los golpes. Se me envenenó el humor, despedía a los importunos sin miramientos y si ella me preguntaba por qué me había vuelto tan hosco con la gente, yo callaba, porque no podía decirle que me enfurecía porque ella se estaba muriendo y nunca podría volver a pintar. ¿Era, tal vez, esto último el motivo de mi angustia? ¿De quién me compadecía entonces, de ella o de mí? En cualquier caso, yo deseaba ayudarla, aunque no dejara de advertir que era inútil tratar de restituir de golpe lo que uno ha recibido a lo largo de una vida. Concentré toda mi atención en las noches, las pasaba en vela, buscando los primeros arbustos donde ella, como la codorniz, escondía su agonía. Escuchaba a la puerta de su dormitorio circunstancial. No se oía nada; no rebullía, no roncaba, ni siquiera se la oía respirar. Una noche me asaltó la idea del suicidio y no me pude controlar; de una manera impensada, abrí la puerta y di la luz. No había nadie. La cama no estaba usada, aunque tal vez la colcha conservara la huella de su cuerpo. Corrí a la cocina, luego al salón, al dormitorio de Mar y de la niña, junto al nuestro, al de los chicos, sin resultado. Entonces, subí al estudio. Desde el rellano la descubrí ahí, en el diván, bajo la pálida luz del piloto pasando un cuadro tras otro, maquinalmente, como quien mira fotografías. Eran viejos cuadros deslucidos por el tiempo y el retoque. Estaba descalza, sentada sobre sus pies desnudos, y en el suelo, al alcance de la mano, el inevitable vaso de agua. Entre sus labios temblaba una sonrisa melancólica, tan pequeña que era más bien un esbozo. No había advertido mi presencia, pero cuando subí otro peldaño, dirigió los ojos a la escalera sin el menor sobresalto; sonrió al verme: No bajan los ángeles ¿verdad?, dijo. Me miraba resignada, con una pálida piedad. Yo asentí con la cabeza. ¿Hace mucho tiempo? Hice un esfuerzo: Desde que enfermaste, dije. Dobló la cabeza como solía hacer, buscando una perspectiva más favorable para mirarme: Pero supongo que no tendrá nada que ver una cosa con la otra, añadió. Fue algo imprevisto. Iba a responderle que no, que mi sequía actual era una crisis más, que pasaría como habían pasado otras, pero, repentinamente, titubeé, se me aflojó la garganta y rompí a llorar.

Nunca había llorado ante ella y, entonces, me cogió de las manos y me sentó a su lado, en el sofá, dejando que mi cabeza reposara sobre su hombro. Me acarició la frente: No te aturdas; déjate vivir, decía. Súbitamente le confesé que no eran los ángeles, sino ella la que pintaba por mí, que yo me limitaba a ser un médium, un eco de su sensibilidad. Aproximó la cabeza para mirarme fijamente a los ojos: Eres tú quien pinta; métetelo en la cabeza, dijo. Señalé los cuadros arrinconados: Ya lo ves, añadí descorazonado. Me besó espontáneamente en la mejilla y dijo: Primo dice que el artista es un Guadiana que aflora y se sumerge alternativamente. Rodeé con mi brazo sus frágiles hombros y la atraje hacia mí. Veía sus ojos tan próximos que me ofuscaban:

Estás un poco trastornado con mi operación, eso es todo. La besé. Debes serenarte, añadió. Nos besamos otra vez, luego muchas, cada vez más honda y frenéticamente, y acabamos amándonos allí mismo, sobre el diván, como habíamos hecho otras veces. Fue nuestra despedida.

A partir de ese momento desistí de buscar los primeros arbustos del poema. No existían. Ella no necesitaba un escondrijo para morir sino arrojo para no vivir del lamento como un jilguero cegado. Busqué de nuevo el libro de Ungaretti y no me sorprendí cuando vi que, en efecto, había subrayado los dos últimos versos del poema. Al día siguiente telefoneé a Verónica para preguntarle cómo la veía: Muy valiente, ¿no? A Ana no la parte un rayo.

Ignoraba yo hasta qué punto Verónica sabía: ¿Te ha dicho lo del facial? Abrió mucho los ojos, comprensiva: Claro. Dice que mejor eso que engordar quince quilos. García Elvira también estaba de su parte: ¿Quieres decirme qué sería de Ana con esas adiposidades? Yo callaba. Hasta tal punto dudaba de mi juicio que terminé por admitir que el resto del mundo tenía razón, que la estética era lo primero. Además, en aquellos días, veía a tu madre vivir con tanta placidez, que llegué al convencimiento de que no tenía derecho a perturbarla. Alguna vez sí, se derrumbaba en un sillón, la cabeza en el respaldo, una compresa de agua de colonia sobre la frente, pero sin ninguna afectación: Ese dichoso reconocimiento me ha dejado la cabeza como una escopeta de aire comprimido, decía. En una ocasión se refirió vagamente a un futuro en el que ella no participaría: Esta mañana he visto a Inés Villena; me ha preguntado por ti; es tu fan más apasionada. Adoptaba un aire candoroso pero no conseguía enmascarar su deseo de dejar las cosas arregladas. Yo, como de costumbre, lo tomé a broma: ¿La soltera de oro?; pero ella iba a lo suyo: Está más atractiva que hace veinte años. De improviso, al ver mi indiferencia, aludió al enojoso episodio que tanto temía: A lo mejor mañana cambias de opinión, dijo.

Su pelo era para mí algo tan esencial que demoré su sacrificio hasta última hora. Nos acompañó Alicia, y su peluquera, de la que me había hablado como una muchacha irresponsable, se enfrentó a su cabeza con una solicitud extrema. No sé si porque mi presencia la cohibía, pero no acertaba a hablar.

Simplemente respondía a tu madre con monosílabos y una vez que tu hermana se sentó juntó al balcón y abrió una revista se encerró en un mutismo absoluto. Yo la miraba hacer, apoyado en el quicio de la puerta, sin resolverme a entrar. Todos pretendíamos imprimir un aire de cotidianidad al acto, cuando lo cierto es que existía tal tensión como si estuviéramos asistiendo a los preparativos para decapitarla. La chica levantó tímidamente los cabellos de la nuca: ¿Corto aquí? Le brillaban los ojos cuando tu madre la animó: Corta; no te preocupes. Dio el primer tijeretazo y en el silencio de la pequeña habitación se oyó el blando impacto del mechón al golpear la tarima.

Tu madre sostenía en su regazo el postizo que comprara el día anterior. Se lo había probado docenas de veces en casa: unas, sobre la frente; otras, encasquetado en la nuca; como un solideo, después. En cualquier caso, acompañaba la prueba de un comentario irónico y apuntaba un parecido. ¿Te importaría peinarme luego esta peluca? Es horrible, de una pieza, como un casco; no la puedo soportar, dijo de pronto. La chica iba separando mechones de pelo y metiendo la tijera en la base. Inopinadamente ella levantó una mano e interrumpió la operación: ¿Por qué no te vas a dar un paseo? No haces falta aquí, me dijo. ¿Cómo voy a dejarte sola? Jugaba la baza de hacerme imprescindible, el papel del hombre fuerte: Ya me acompaña Alicia; es suficiente, añadió. Me apresuré a desertar. Me sentí justificado y huí, bajé las escaleras de tres en tres, sin aguardar al ascensor. Pero la fuga me dejó incómodo. Abordé a Alicia tan pronto llegó a casa: No ha pasado mal rato; en absoluto. Ha estado serena, me dijo. Tenía un aire falsificado con aquel postizo en la cabeza, pero no paraba de discurrir, de proyectar cosas; incluso habló de llevarte la niña a la cárcel antes de ingresar en la clínica, pero me opuse.

Prefería verla tranquila, seguramente porque, de alguna manera, relacionaba la excitación con el riesgo. Me hallaba frente a ella, en la sobremesa, el sol de membrillo en las ranuras de la persiana y, quizá por un efecto de luz o porque aquel casquete la desfiguraba, el caso es que la expresión de su mirada cambió súbitamente por segunda vez en pocos días, y mientras su ojo derecho refulgía luminoso y dulce, el izquierdo quedó hueco, desorbitado, como la boca de un pozo. Eché la cabeza hacia atrás hasta topar con el respaldo del sillón, pero la horrible visión no desapareció. Sentí el gemido del estómago al contraerse pero no dije nada, esperé, angustiado, y cuando ella cambió de postura para beber un sorbo de agua el equilibrio retornó a su rostro. Me esforcé por encontrar mi propia voz en lo hondo del pecho: En Madrid nos hemos citado con Primo para ver su nuevo apartamento, dije. Me refería al viaje del día siguiente. Habrá que oírle cuando me vea con este adefesio, comentó ella. Pero Primo tuvo la delicadeza de no aludir a su peinado y ella, mientras recorríamos el piso, habló apasionadamente de aciertos y posibilidades, absorta en la contemplación del viejo Madrid que se divisaba desde la terraza. Disponía de unas llaves muy precisas para controlar el pasado y el futuro; sabía disfrutar del presente en toda su intensidad. Y, luego, al abandonar el piso, oí cómo decía a Primo que me atendiera, que estaba consternado, y él, obedientemente, se rezagó y se puso a mi lado. Tu madre caminaba delante con tus hermanos, reían con cierta futilidad y, en un punto, nos separamos. Ellos se repartieron entre tu casa y San Julio y yo quedé con ella en la clínica, en un catre instalado bajo la ventana. Me sofocaba aquel ambiente de hospital donde casi podía divisar las miasmas pululando en el aire recalentado, pero ella no objetó nada: Una habitación decorosa, dijo.

Con la palabra decorosa designaba las cosas desnudas, despojadas, funcionales, ni feas, ni bonitas, hechas para servir. Una habitación decorosa, repitió frunciendo los hombros. Y, al poco rato, llegó un doctorcito para extraerle sangre y ella extendió el brazo dócilmente y, a la mañana, tras una noche de insomnio, volvió el mismo doctor a preguntarle si había padecido hepatitis. ¿Hepatitis? No, que yo recuerde. Le divertían estos errores, como si viera tropezar en la calle a un hombre presuntuoso: ¿Por qué me pregunta eso?, dijo. Mi hijo la padeció este verano. Problemas de coagulación, respondió el doctorcito, un hombre tímido, apueblado, sin sonrisa, a quien únicamente la bata verde redimía. Me miró con sus ojos castos, un poco extraviados, y me explicó que había que demorar la intervención por la propia seguridad de la enferma. Sufrí esa desazón característica del hombre que se ve frenado después de haber cerrado los ojos y decidido afrontar una situación arriesgada. ¿Cuánto tiempo? Depende; hay que prepararla, cuatro, cinco días, no puedo precisarle, respondió.

Tu madre aceptó el aplazamiento alborozada, como un escolar ante unas vacaciones suplementarias. Nos organizamos de acuerdo con sus deseos. Las mañanas, después de pasear una hora por los jardines de la clínica, transcurrían en el Prado, yo con el Goya negro, ella con el Greco. Es más espiritual; no estoy para dramas, se justificaba. Dos horas más tarde nos reuníamos con tus hermanos para comer en tu casa, ella se echaba un rato y después nos íbamos al cine, a la primera sesión, merendábamos en casa del tío Juan, con mis hermanos, y a las ocho volvíamos a la clínica, ella a su cama, yo a mi catre penitencial. Este plan de vida fuera de casa, con el espejito a mano, sin obligaciones que atender, suscitó en ella una euforia pueril; me hizo acompañarla al zoo y al Museo de Cera, se abrió al pasado, y en nuestros paseos matinales, entre las hojas secas, reconstruía nuestra vida en común, la pequeña historia de nuestros amores adolescentes, la penuria franciscana de entonces, la Universidad, el primer beso, la Medalla del Salón de Otoño, la boda, la beca en París, el semestre en Washington, los hijos, los nietos, vuestro encarcelamiento. Tenía el privilegio de ver las cosas por su lado optimista y yo le seguía la corriente, pese a que aquella súbita evocación me parecía de mal agüero. Y aunque ella se atenía a disfrutar sus vacaciones sin contar los días, yo regresaba a la clínica cada noche con el temor de que fuera el último. Mas, en contra de lo predecible, la víspera no dramatizó, vivió la jornada como otra cualquiera e incluso resucitó los años de estudiante con una coquetería y una ilusión que no cuadraba con el momento. Estaba echada en la cama, con un camisón azul abierto, la almohada doblada bajo la cabeza postiza, y a cada rato bebía un sorbito de agua del vaso de la mesilla. ¿Puede saberse por qué te fuiste de la Universidad si tanto te gustaba? Ella no dejaba de reír, coqueteando con sus recuerdos: Una cosa eran las personas y otra los libros. Había profesores muy guapos que recomendaban libros muy feos, en modo alguno recomendables. Continuó hablando largo rato hasta que, de madrugada, le invadió repentinamente el sopor y se quedó dormida. No se despertó hasta que el capellán le llevó la Comunión a las 7 de la mañana. La había visitado la tarde anterior para ofrecerle sus servicios: Aquí curan a casi todos, dijo, pero, si lo desea, puedo venir a la hora que usted me indique.

Tenía cara de mandarín, aunque su rostro no era amarillo sino rojizo, un poco congestionado. Fue discreto, empero. Tus hermanos ya estaban allí cuando comulgó y luego, llegado el momento, Nicolás empujó la camilla hasta el ascensor mientras Martín y Pablo la escoltaban tomándole cada uno de una mano. Y antes de entrar en el montacargas me sonrió e hizo un ademán de despedida. Me puse la bata blanca y las calzas desinfectadas y subí al antequirófano con tus hermanos y traté de abstraerme en la resolución de un crucigrama. Sin embargo no lo logré; seguía consciente del paso de las horas, pendiente de Ovidio Pozas, el amigo de Martín, médico del equipo, que subía de vez en cuando a darnos las novedades: Todo va bien. No ha habido sorpresas. A mediodía nos indicó que la operación había terminado y que el doctor Calvo nos esperaba en la habitación para informarnos. Primitivo Lasquetti había llegado en tanto; era la única persona ajena a la familia allí presente y me conmovió su fidelidad. El doctor Calvo se presentó al frente del equipo, con un no sé qué de marcial en su corpulencia: La operación ha sido un éxito. El tumor era, en efecto, benigno, un neurinoma y su localización la prevista. La enferma está recuperando la conciencia y ha iniciado en la UVI el período postoperatorio, dijo. Yo asentía sin entusiasmo, porque todo aquello lo había dado por descontado, me parecía natural, y, en cambio, el doctor no había hecho referencia al problema del nervio. De ahí que cuando concluyó su informe y tus hermanos y tíos comentaban la noticia alborozados, le pregunté en un aparte por él. Me miró de arriba a abajo como si bajase del limbo: Ha habido que sacrificarlo, claro. Era necesario para disecar el tumor, dijo. No sé si le di las gracias, pero cuando, segundos después, subí a la UVI y vi su carita levemente sofocada, la cabeza vendada, sin rastro de sangre ni de violencia, preguntando semiinconsciente si era lo que se esperaba, pensé que el doctor se había equivocado. Ovidio Pozas empero, me aclaró que la intervención estaba reciente aún, que el desequilibrio no se produciría mientras no cediese el traumatismo operatorio.

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