Pero el verano pasado, a poco de manifestarse los primeros síntomas, advertí dos cosas: que durante el juego empezaba a mostrar cierta impaciencia y que el juego carecía de colofón (ahora se trataba de resolver un asunto urgente). La mayor de las Villena, Inés, haría una buena compañera, me dijo una tarde. Yo lo tomé a broma: Prefiero la segunda. ¡Pero la segunda está casada! Tampoco creas que es un obstáculo insalvable. Se animaba al no encontrar en mí una oposición rotunda. A lo largo del verano, planteó a menudo la cuestión sin que llegáramos a un acuerdo. Gus, enfermo de hepatitis, solía interrumpir nuestros coloquios con sus voces. Le irritaba que los sanos platicáramos tranquilamente en el salón mientras los enfermos se pudrían en el lecho. Protestaba, daba voces y ella se levantaba para atenderlo.
Era difícil en una casa de tanta gente sostener una conversación privada.
Gustavo, ya le conoces, siempre fue un mal enfermo. Se impacientaba con el reposo y, para hacérselo más llevadero, tu madre le sacaba de paseo en automóvil, y, aunque aún era un niño, le enseñaba a conducir en los carriles del páramo. Metiendo y sacando marchas, reculando, maniobrando, se desfogaba. Gus es un niño original, diferente. Desde que tenía un año, se negó a admitir que, en aras de la salud, violentaran su cuerpo. Que le barrenaran una muela o le pusieran una inyección le parecían agresiones brutales que un ser civilizado no tenía por qué aceptar. Con la hepatitis, se resistía a las extracciones de sangre, necesarias para conocer el proceso de la enfermedad, pero tu madre, que previamente se leyó dos libros sobre el control de la mente, le convenció, al fin, para que accediera al recuento periódico de transaminasas.
Esta paciente actitud ante los enfermos adoptaba formas preceptivas con los viejos. En su trato con ellos nunca pretendió ser clemente. Primitivo Lasquetti simplificaba despiadadamente su abnegación: A Ana, decía, le divierten los viejos. Pero ¿cómo interpretar su conducta como un simple divertimiento? Tú no alcanzaste a conocer a los López Manrique, dos ancianos pintorescos, él enfermo, ella con 84 años y la cadera rota. Lázaro López Manrique era un gafe reconocido. Recién casado, en Orihuela, cuando acompañaba al equipo de fútbol del que era directivo, el cohete anunciador de las fiestas le vació un ojo; le dejó tuerto. En torno al cenizo de López Manrique circulaban infinidad de anécdotas, algunas verdaderas y otras falsas. Lo que resultaba incontestable era lo del cohete, ya que a partir del famoso viaje le faltó el ojo izquierdo, que más tarde se puso de cristal (un ojo impertinente y obsesivo). A mí, fatalista de vocación, me inquietaban sus visitas a los López Manrique, le recomendaba prudencia y que abreviara, pero no me hacía caso: los acompañaba al médico, los abastecía para que fueran sobreviviendo, les hacía la tertulia y, una tarde a la semana, la pasaba con ellos jugando al palé.
Pero el día que falleció Lázaro, al ir a llamar a la funeraria, se desprendió la araña del salón al pasar ella y casi la aplasta. Fue la última broma de Lázaro en este mundo.
Otro de sus protegidos era García Elvira, el pintor. A éste sí lo conociste.
Había triunfado en Francia pero, durante la ocupación alemana, pintó al mariscal Pétain coronado de laureles y los franceses nunca se lo perdonaron.
Regresó a España, a la ciudad donde había nacido, casado con una elegante parisina, Michéle, que cambió el bulevar de Saint Germain por una casita provinciana española sin hacer aspavientos. Una mujer valerosa. Nunca se lamentó de su destierro ni del temperamento de su marido. Con sus tiestos, los desfiles de los cadetes a caballo y el románico de la provincia tenía bastante. Tu madre y ella se reunían con frecuencia; se llevaban bien. Pero un día, inesperadamente, amaneció muerta en la cama. Le falló el corazón. Al llegar a su casa encontramos a un García Elvira furioso. En el reverso de algunos cuadros, ella había colgado unas etiquetas que decían: «En cas de mort, le donner a Ana». Fue un original testamento que García Elvira no respetó. Había nacido para princesa, protestaba. Regaló a tu madre un quinqué francés del
XVIII
, como recuerdo, quemó las etiquetas en la cocina y dijo que se encontraba muy solo, que a los 86 años no podía valerse y que necesitaba una mujer que le atendiera. Tu madre le recomendó algunas residencias acogedoras pero él respondió que las residencias de ancianos, acogedoras o no, eran morideros y que él, al hablar de una mujer que le atendiera, se refería concretamente a la cama. A partir de entonces, tu madre le acompañaba los sábados al Casino y le presentaba viudas de mejor o peor ver, pero que a él nunca le satisfacían: Ésa está muy fondona. ¡Por amor de Dios, Ana, si es una cacatúa! A mí la que en realidad me gusta eres tú. ¿Por qué no damos esquinazo a tu marido y te vienes conmigo a París? Tu madre asentía: Déjame un tiempo para pensarlo. Fue en esa etapa cuando le pintó el famoso retrato con el vestido rojo, un collar de perlas de dos vueltas y guantes hasta el codo. El vestido, de cuello redondo y sin mangas, lo diseñó él para la ocasión. Mi gran curiosidad por ver cómo resolvía el fondo del cuadro no se vio defraudada: lo eludió, eludió el fondo; únicamente una mancha gris azulada, muy oscura, en contraste con el rojo del vestido, más atenuada en los bordes.
César Varelli, cuando lo vio, dijo: Un tipo que es capaz de conseguir estos grises es un pintor. Al oírle me asaltaron unos celos absurdos, un escocimiento que no experimentaba desde mi época juvenil. Acosé a tu madre: ¿Qué le decía García Elvira mientras la pintaba? ¿Se le insinuaba tal vez? Tu madre me miraba con los ojos muy abiertos, pasmada, atónita: Por amor de Dios, Nicolás, tengo casi cincuenta años. Pero para mí ella no tenía esa edad. La veía en el cuadro, bella, grácil, desenvuelta, las perlas en el cuello, los brazos morenos, tan sensuales. Ya caigo, dijo ella de pronto, tú lo que tienes son celos del cuadro. Y yo creo que era cierto, pero no me di cuenta hasta que un día se lo pidió para exponerlo en Madrid. Me humilló que no contara conmigo, pero al menos tuvo la delicadeza de no identificar a la protagonista en los programas de mano. Señora de rojo sobre fondo gris, anotó simplemente, y fue el éxito de la exposición. Entonces sí, entonces sentí celos del cuadro, de no haberlo sabido pintar yo, de que fuese otro quien la hubiese captado en todo su esplendor. El maestro había regresado a su patria chica para pintar a mi mujer y de este modo humillarme. Me sentí tan vano ante él como cuitado ante ella. El hecho de que un forastero hubiese entrado en mi casa para conseguir lo que yo no pude, con el modelo a mano, me empequeñecía. Pero me resistía a reconocerlo: ¿Celos del cuadro? ¿Es que piensas, acaso, que el cuadro es bueno? Ella omitió su opinión aunque era la que más me interesaba:
A César Varelli y a Primo les ha gustado, dijo. Fue el remate; la guinda a la tarta. Y allí me dejó recomiéndome, no sé si de envidia, de celos o de impotencia.
Como era de esperar, el viejo García Elvira no pudo sobrevivirla. No encontró otra alma piadosa dispuesta a escuchar sus latosas confidencias sobre sus exigencias sexuales a los 90 años. Cuando le supe enfermo llamé a una ambulancia y le trasladamos al hospital y, con tu hermana Alicia, le velé la noche entera. Estaba amarillo por la ictericia, un poco hinchado, y murió de madrugada, con la mano de tu hermana entre las suyas, imaginando, tal vez, que era tu madre la que velaba su agonía. Se apagó tan dulcemente, que mi horror a la muerte física se relativizó desde entonces.
Estos viejos locos, solitarios, nunca faltaron en la vida de tu madre: tu abuela, mi padre, Tirso Urueña… Todos eran ancianos irreparables, a quienes la insolidaridad de la vida moderna había cogido desprevenidos. Se sentían perdidos en la vorágine de luces y ruidos, y daba la impresión de que ella, como un hada buena, iba tomándolos de la mano, uno a uno, para trasladarlos a la otra orilla. Pero esto, lejos de humanizarlos, los envilecía y, conscientes de su conmiseración, abusaban de ella, se inventaban dolores o necesidades con objeto de retenerla, iban devorándola poco a poco. No te oculto que yo también, sin darme cuenta, participaba de ese acto de antropofagia. En realidad, todos en casa nos considerábamos con derecho a ella, nadie renunciaba a su parte de ella. Y, fuera, ocurría otro tanto. Atendía a todos, lo mismo a los viejos, con sus cominerías, que a los adolescentes con sus equívocas intimidades. No regateaba su entrega. A veces daba la impresión de que entre todos la estábamos disecando. Algunas noches la veía derrumbarse sobre la cama, dejar caer el libro que había empezado a leer sin llegar a pasar página y quedarse dormida con la luz proyectada sobre su cabeza. Hace años que no duermo; pierdo el conocimiento, me decía en broma algunos días.
Las visitas a la cárcel no parecían afectarla. Yo creo que si iba a veros con alegría era porque no podía daros cosa mejor. ¿Qué hubiera sido de ti si en lugar de encontrar entre los barrotes su abierta sonrisa te hubieras topado con un gesto patético, de amargura o de fatiga? ¡Y qué gozo el tuyo cuando te hablaba de la niña, de sus balbuceos, de sus gracias, de sus primeros pasos vacilantes! La recordaré siempre, la última primavera, bajo el primer sol de la mañana, en el gran patio de cemento de Carabanchel, ante la puerta del penal, entre cientos de familiares angustiados, encabezando la fila hacia aquel energúmeno que iba voceando nuestros nombres: ¡Ana, Nicolás, Alicia, Martín, Pablo, Basilio…! Pero si somos nosotros, advertía divertida. Y, uno detrás de otro, salvábamos el rastrillo, mostrábamos furtivamente nuestros carnés de identidad, precedidos por su sonrisa, que parecía abrir todas las puertas y, cerrando filas, tu cuñado Basilio, hombre de fe, saludando desde el centro de la sala a los reclusos, dando los buenos días a todos.
El problema más desmoralizador era el juicio. Discurrían las semanas, los meses y nadie hablaba de juzgaros. El número de detenidos aumenta cada día. El Tribunal no da abasto, comentaban los de San Julio. Y, en efecto, las cárceles estaban abarrotadas pero no se hablaba para nada de libertad condicional. Yo recordaba el caso de César Varelli: once meses encerrado para, finalmente, ser declarado inocente. ¿Quién respondía de ese atropello?
No obstante, yo temía al juicio. Nicolás y sus amigos pronosticaban condenas muy duras. Yo era cobarde; prefería dejar pasar el tiempo, que no se removiera el caso, que se olvidara. Desconfiaba, en particular, de lo que pudiera ocurrirle a Leo. Ella, en cambio, nunca esperó nada de la vía judicial:
Ana y Leo saldrán de la cárcel con la cabeza alta, mediante una amnistía política, dijo siempre. Su fe en que la vida de aquel hombre tenía un límite corto, aumentaba por días. Y, como respondiendo a sus previsiones, por aquel entonces se encontraba enfermo. Mas, aunque no eterno, aquel hombre lo parecía; se restablecía una y otra vez, la ciencia no le dejaba morir, prevenía sus recaídas, las conjuraba y luego le enviaba a descansar al mar o a la montaña. No acababa de estar claro que su enfermedad de entonces fuera a ser la última. Sin embargo, ella tuvo razón, ya lo ves, no ha sido un juez sino el propio gobierno el que os ha puesto en la calle con todos los pronunciamientos favorables.
Las únicas desazones de la niña durante los meses que vivió en casa fueron motivadas por las ausencias de su abuela. Era una cosa rara, porque desde el primer momento tu madre se dio cuenta de las delicadas circunstancias en que se encontraba, y resolvió, en una de sus rápidas decisiones, no mimarla demasiado para no echarla a perder. Pero, aunque simulaba un relativo distanciamiento, la niña se percataba de que era la reina allí. Tu hija es intuitiva y sonríe con el mismo gesto que su abuela, con las comisuras altas, en tensión, incondicionalmente.
La primera noche que regresé solo la niña me miraba sin llorar, pero se negaba a acostarse. No reía, no jugaba, no lográbamos distraerla con nada, simplemente me seguía a todas partes y me miraba. Intuía algo, la primera falla en su breve vida. Alicia y Juan, que acababan de casarse, la llevaron a su cuarto, pero la niña empezó a llorar entonces. Durmió conmigo, un sueño agitado, y su cabecita morena, bajo la tulipa azul, tenía la misma disposición que la suya cuando, vencida por el cansancio, dejaba caer el libro que leía y se quedaba dormida.
No es fácil dar una idea aproximada de tu madre, de su cara oculta, la faceta que no habéis conocido. Estaba su atractivo, es cierto, pero también su intuición, su admirable capacidad para crear ambientes. Recuerdo ahora nuestra gira por América hace diez años: las clases, las charlas a mediodía, bajo el sol de mayo, los edificios neoclásicos, los amplios campus verdes, las recepciones con los profesores endomingados. Velázquez, Goya, la escuela de Madrid, eran temas sólidos, sin duda, pero nuestra relación terminaba ahí. Se echaba en falta un rompedor, alguien que fundiese el hielo, que flexibilizara el inevitable acartonamiento académico. Ella acabó con aquella tiesura ceremoniosa y no me preguntes de qué manera. Simplemente lo hizo. Y aquellos profesores, agarrotados en principio, terminaron colgando las americanas del respaldo de las sillas y sus esposas batiendo palmas con calor.
En la Universidad de Yale aún llegó más lejos. Tocó las castañuelas, como en París, y aquello adquirió una temperatura altísima. Recuerdo que el profesor Curren, el decano, en tirantes, le preguntó entusiasmado dónde había aprendido y ella se echó a reír: Esto no es tocar las castañuelas, profesor; es sólo hacerlas sonar, dijo. Pero el caso es que suenan bien, contestó él. Bueno, eso es tan fácil como silbar El Danubio azul.
No valoraba su talento. Le ocurría lo mismo con el cóctel, con su dominio de la técnica festiva; tampoco lo apreciaba. Para ella cambiar de interlocutor cincuenta veces en una tarde era normal. Algo tan sencillo como respirar.
Afrontaba en cada caso a los desconocidos con una calidez tan específica que cada uno quedaba con la ilusión de haber sido distinguido por ella. Dominaba ese arte tan difícil de abandonar a una persona y dirigirse a otra sin humillar a la primera; conectaba y desconectaba sobre la marcha, deportivamente, la sonrisa en los labios, y a la hora de las despedidas, todo el mundo se hacía lenguas de su afabilidad. Yo envidiaba su facultad de acomodación, y aun trataba de imitarla, pero su don no era transmisible. La técnica del picoteo no estaba a mi alcance. Me mostraba torpe, ponía en juego una condescendencia derretida, demasiado atropellada para ser sincera. Y de esta forma no era infrecuente que terminara la fiesta con el primero que me asaltó a la llegada, de ordinario el más cargante de la reunión. Mis intentos de fuga rara vez prosperaban y si, en ocasiones, conseguía despegar, era a costa de dejar a mi interlocutor con la palabra en la boca. De ahí mi indecisión. Pero en estos titubeos, llegaba ella, triunfante, y, a requerimientos de otros, me requería a mí, con tal donaire que, incomprensiblemente, mi secuestrador quedaba prendado de ella e incomodado conmigo. ¿Cómo te explicas esto? Recuerdo que una tarde, en Amherst College, me dio un consejo insolente, esto es, que a los impertinentes de cóctel había que tratarlos como a los perros zalameros, con una cierta dureza encubierta: acariciarles la cabeza, rascarles el entrecejo, pero impedirles a toda costa que te pusieran las patas encima. Eso me dijo.