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Authors: Kate Mosse

Tags: #Histórico, Intriga

Sepulcro (51 page)

A Léonie se le encrespó el ánimo.

—Yo no juzgo —afirmó cortante, recelosa por la reconvención—. Yo… Lo único que pasa es que no deseo tener una vida como la suya.

—El amor, el amor verdadero, es un tesoro muy preciado —siguió diciendo Isolde—. Es doloroso, puede ser incómodo, nos convierte a todos en unos imbéciles, pero es lo que da auténtico sentido a la vida, es lo que da color a la existencia. —Calló un instante—. El amor es lo único que eleva nuestras experiencias comunes a la altura de lo extraordinario.

Léonie la miró de reojo, y luego bajó la vista a los pies.

—No es sólo mi madre la que me ha llevado a dar la espalda al amor —dijo con recogimiento—. También he presenciado qué grandes han sido los sufrimientos de Anatole, y todo por amor. Yo incluso diría que eso… afecta mucho a mi manera de ver las cosas. —Isolde se dio la vuelta. Léonie notó toda la fuerza de sus ojos grises sobre su persona, y se dio cuenta de que no podría mirarla a los ojos—. Hubo una joven a la que él tuvo un grandísimo cariño. La amaba de verdad —siguió diciendo en voz baja—. Pero murió. Murió el pasado mes de marzo. Desconozco las circunstancias exactas de su fallecimiento. Sólo sé que fueron circunstancias tristes e inquietantes. —Tragó saliva y miró a su tía, pero al punto apartó la mirada—. Por espacio de muchos meses, después de ese suceso, temimos por él. Estaba desesperado, con los nervios hechos pedazos, tanto que se refugió en toda clase de maldades…, en malos hábitos, mejor dicho. Pasaba la noche entera fuera de casa, y…

En un gesto veloz, Isolde estrechó el brazo de Léonie contra su costado.

—Un caballero de su constitución es capaz de llevar una vida con distracciones que a nosotras podrían parecemos perniciosas. No deberías tomar esa clase de cosas por indicio de que exista una enfermedad del alma más profunda.

—Tú no lo viste —exclamó con fiereza—. Era un hombre perdido del todo, extraviado incluso para él mismo.

Y, desde luego, para mí.

—El afecto que tienes por tu hermano te honra, Léonie —dijo Isolde—, pero es posible que por fin haya llegado la hora en que no debas preocuparte tanto por él. Sea cual fuere la situación de estos meses pasados, ahora parece que está tranquilo y que tiene buen ánimo. ¿No estás de acuerdo?

A regañadientes, asintió.

—Reconozco que ha mejorado mucho desde la primavera.

—Eso es. Por eso, ha llegado el momento de que pienses más en tus necesidades y menos en las suyas. Aceptaste mi invitación porque eras tú, y solo tú, la que estaba necesitada de tomarse un descanso. ¿No es cierto? —Léonie asintió—. Y ahora que estás aquí, deberías pensar un poco más en ti misma. Anatole está en buenas manos.

Léonie recordó la precipitada huida de París, pensó en que ella le había prometido ayudarle, en la sensación permanente de amenaza, en la cicatriz que tenía Anatole sobre la ceja, recordatorio del peligro que había pasado, y en ese instante se sintió como si se hubiera quitado un peso de encima.

—Está en buenas manos —repitió Isolde con firmeza—. Igual que tú.

Se encontraban en la otra orilla del lago. El agua estaba en calma, verde, y el paraje quedaba aislado, si bien se encontraba a la vista de la casa. Los únicos sonidos que oían eran el crujir de las ramas bajo sus pies o la ocasional carrera de un conejo que escapaba en la maleza. Muy por encima de las copas de los árboles se oían, a lo lejos, los graznidos de los cuervos.

Isolde condujo a Léonie a un banco curvo, de piedra, situado en la elevación del terreno, en forma de luna creciente, cuyos bordes estaban suavizados por el paso del tiempo. Se sentó y dio una palmada en el asiento, invitando a Léonie a acompañarla.

—En los días inmediatamente posteriores a la muerte de mi esposo —dijo—, a menudo venía precisamente aquí. Es un lugar que me resulta muy apropiado para el descanso.

Se soltó las horquillas con las que llevaba sujeto el sombrero de ala ancha y lo colocó en el asiento, a su lado. Léonie hizo lo mismo, y se quitó también los guantes. Miró de reojo a su tía. Sus cabellos dorados, incluso en la penumbra que se formaba a la sombra de los árboles, parecían resplandecer mientras permanecía sentada, muy derecha, las manos en el regazo, las botas asomando por debajo de la falda de algodón azul claro.

—¿Y no fue… no fue demasiado solitario? —preguntó Léonie—. Quiero decir, pasar aquí tanto tiempo sola…

Isolde asintió.

—Estuvimos casados sólo unos cuantos años. Jules era un hombre de hábitos sólidos, de costumbres fijas, y durante la mayor parte del tiempo no residimos aquí. Al menos, yo no viví aquí.

—Pero… ¿ahora eres feliz en esta casa?

—Me he acostumbrado —respondió en voz baja.

Toda la curiosidad que Léonie había sentido previamente acerca de su tía, que se había ido desdibujando un tanto, o pasando a segundo plano con las emociones y los preparativos de la cena de gala, retornó a ella de pronto. Se le agolpó en la mente un millar de preguntas que quiso hacerle de pronto. Y no era precisamente la menos crucial el porqué, si Isolde no se sentía del todo cómoda en el Domaine de la Cade, de que prefiriera seguir viviendo allí.

—¿Echas mucho de menos al tío Jules?

Encima de ellas, las hojas se mecían con el viento, susurrando, murmurando, escuchando con descaro su conversación. Isolde suspiró.

—Era un hombre sumamente considerado —replicó con tacto—. Y fue un marido amable y generoso.

Léonie entornó los ojos.

—Pero lo que antes dijiste sobre el amor…

—No siempre es posible que una se case con la persona a la que ama —la interrumpió—. Las circunstancias, la oportunidad, la necesidad… Son cosas que tienen su peso.

Léonie insistió.

—Me pregunto cómo os conocisteis… Yo tenía la impresión de que mi tío rara vez salía del Domaine de la Cade, así que…

—Es cierto que a Jules no le gustaba viajar, marchar lejos de casa. Aquí disponía de cuanto podía apetecer. Era un hombre muy ocupado con sus libros, y se tomaba muy en serio sus responsabilidades para con la finca. De todos modos, tenía por costumbre viajar una vez al año a París, tal como había hecho cuando aún vivía su padre.

—Y durante una de esas visitas suyas a París supongo que os presentaron…

—Así fue —dijo ella.

A Léonie le llamó la atención no lo que había dicho Isolde, sino su forma de actuar. Su tía se había llevado la mano al cuello en un gesto furtivo; ese día lo llevaba cubierto por una blusa de cuello alto, a pesar del buen tiempo reinante. Léonie se dio cuenta de que era un gesto sumamente habitual en ella. Asimismo, Isolde se había puesto muy pálida, como si hubiera recordado algo desagradable, que sin duda habría preferido olvidar.

—Entonces, ¿no le echas mucho en falta? —insistió Léonie.

Isolde esbozó una de sus lentas y enigmáticas sonrisas.

Esta vez, a Léonie no le cupo ninguna duda. El hombre del que Isolde había hablado con tanto anhelo, con tanta ternura, no era el hombre con el que estuvo casada.

Léonie la miró de reojo, tratando de armarse de valor para proseguir la conversación, empeñada en que no decayera. Estaba ansiosa por saber algo más, pero al mismo tiempo no quiso parecer una impertinente. A pesar de todas las confidencias que Isolde parecía haber compartido con ella, lo cierto es que había explicado muy poco de su verdadera historia, y en particular apenas había dicho nada sobre su noviazgo y su matrimonio. Y Léonie tuvo la sospecha, varias
veces
a lo largo de la conversación, de que Isolde estaba a punto de plantear algo muy distinto, algo que todavía no se había comentado entre ellas dos, aunque no tenía ni idea de qué pudiera ser aquello que parecía a punto de aflorar entre ambas.

—¿Volvemos a la casa? —dijo Isolde, e interrumpió sus reflexiones—. Anatole se estará preguntando dónde nos hemos metido.

Se puso en pie. Léonie recogió su sombrero y sus guantes e hizo lo propio.

—Entonces, tía Isolde, ¿tú crees que seguirás viviendo aquí? —le preguntó cuando bajaban del promontorio y se encaminaban hacia el sendero de regreso a la casa.

Isolde aguardó unos momentos antes de responder.

—Ya veremos —dijo—. A pesar de toda su belleza, y es indudable que la tiene, éste es un lugar inquietante.

C
APÍTULO
52

Carcasona Lunes, 28 de septiembre

E
l mozo de cuerda abrió la puerta del compartimento de primera clase y Victor Constant bajó al andén de la estación de Carcasona.

Un, deux, trois, loup.
Como un juego de niños, como el lobo que sale en busca de los que se han escondido. Y el que no se ha escondido, tiempo ha tenido…

El viento soplaba con fiereza. Según el mozo de cuerda, la previsión era que en la región se produjeran en los próximos días las peores tormentas otoñales que se habían visto en muchos años. Otras informaciones meteorológicas anunciaban una tormenta aún más devastadora que la anterior, y se daba por supuesto que azotaría Carcasona mediada la semana siguiente.

Constant miró en derredor. Por encima de las vías del tren, del otro lado, los árboles se mecían, se agitaban como si fueran caballos salvajes. El cielo estaba gris como el acero. Las nubes amenazantes surcaban el cielo a gran velocidad por encima de los edificios.

—Así pues, ésta no es más que la obertura —dijo, y sonrió ante su propia broma.

Miró al otro lado del andén, donde su criado había desembarcado con el equipaje. En silencio, salieron a la explanada y Constant aguardó a que su criado se hubiera procurado un coche de punto. Observó con escaso interés a los barqueros del Canal du Midi, que en esos momentos aseguraban sus
péniches
con dobles amarres, sujetándolas incluso a los troncos de los tilos que jalonaban la orilla. El agua azotaba en oleadas convulsas las dos orillas. En el quiosco de prensa de la explanada vio que el titular de la
Dépéche de Toulouse,
el periódico regional, predecía una tormenta muy importante para esa misma noche, aunque aún habrían de sucederse precipitaciones de mayor envergadura.

Constant alquiló unas habitaciones adecuadas a su estatus en una calle estrecha, en la Bastide Saint-Louis, una zona construida en el siglo XIX. Dejó entonces que su criado iniciara al tedioso proceso de visitar todas las pensiones, todos los hoteles, todas las casas en las que había habitaciones de alquiler, mostrando a diestro y siniestro el retrato de Marguerite, de Anatole y de Léonie Vernier, que había robado en la vivienda de la calle Berlín, y de inmediato emprendió una visita a pie a la ciudad antigua, la ciudadela medieval que se encontraba en la otra orilla del río Aude.

A pesar del odio que sentía por Vernier, Constant no podía dejar de admirar la habilidad con la que había borrado sus huellas. Al mismo tiempo, tenía la esperanza de que el aparente éxito de Vernier en su calculada desaparición terminara por llevarle a cometer un acto de arrogancia, una simple imprudencia. Constant había pagado una bonita cantidad al conserje de la calle Berlin para que interceptara toda comunicación dirigida a la vivienda desde Carcasona, confiando en el hecho de que, debido a la necesidad que tenía Vernier de permanecer en paradero desconocido, aún no se hubiera enterado de la muerte de su madre.

Sólo pensar en cómo se iba tensando su red en París, por más que el propio Vernier siguiera ignorándolo, le procuraba a Constant un placer inmenso.

Constant cruzó a la otra orilla del río por el Pont Vieux. Mucho más abajo, el Aude se arremolinaba en las orillas encharcadas y ganaba velocidad al correr sobre las rocas planas y los cañaverales. El nivel del río había subido considerablemente. Se ajustó los guantes en un intento por aliviar la desazón que le producían las ampollas que tenía en carne viva entre el índice y el corazón de la mano izquierda.

Carcasona había cambiado muchísimo desde la última vez que Constant había visitado la ciudad. A pesar de la inclemencia del tiempo, había hombres con carteles colgados a la espalda y también por el pecho que repartían panfletos turísticos prácticamente en todas las esquinas. Rechazó el panfleto llamativo que uno de ellos quiso ponerle en las manos, paseando sus ojos implacables por encima de los anuncios de los jabones de Marsella y de La Micheline, un afamado licor de la localidad, y otros más de bicicletas y de pensiones. Terminó por aceptar uno. El texto en sí era una mezcla de elogio y propaganda de la propia ciudad, de historia embellecida. Constant arrugó el papel barato en el puño enguantado y lo arrojó al suelo.

Constant odiaba Carcasona y tenía motivos de peso para ello. Treinta años atrás, su tío lo había llevado a los arrabales de la Cité. Había recorrido a pie las ruinas, observado a los desastrados
citadins
que vivían dentro de aquellas murallas desmoronadas. Más avanzado el mismo día, ahito de licor de ciruelas y de opio, en una habitación adamascada, encima de un bar de la plaza de Armas, había tenido su primera experiencia con una prostituta por cortesía de su tío.

Ese mismo tío carnal se encontraba ahora internado en Lamalou-les-Bains, infectado por una
connasse
u otra, sifilítico y demente, convencido de que el cerebro le estaba siendo succionado de continuo a través de la nariz. Constant no fue a visitarle. No tenía el menor deseo de ver qué efectos podía llegar a causar la enfermedad, con el tiempo, también en él.

Fue la primera persona a la que mató Constant. No fue un acto intencionado, y el incidente le asombró. No sólo porque le hubiese quitado la vida, sino también por lo fácil que le había resultado hacerlo. Recordó la mano en el cuello y la emoción que sintió al ver reflejado el terror en los ojos de la muchacha cuando se dio cuenta de que la violencia con que copularon había sido tan sólo la predecesora de una posesión más absoluta.

De no haber sido por los bolsillos bien provistos de su tío, y por sus relaciones en el ayuntamiento, Constant no habría tenido más remedio que enfrentarse a la vida del galeote o la muerte en la guillotina. Según fueron las cosas, lo dejaron escapar con prontitud y sin ceremonias.

La experiencia le enseñó mucho, y no sólo que el dinero servía para rescribir la historia, para enmendar el final de cualquier suceso. Cuando el oro estaba implicado en algo, no existía eso que se llama «realidad» incontestable. Constant había aprendido bien la lección. Había pasado una vida entera supeditando a sus intereses tanto a sus amigos como a sus enemigos, por medio de una combinación de obligaciones, deudas y, si fallaban estas estrategias, con las cadenas del miedo. Sólo al cabo de algunos años entendió que todas las lecciones entrañaban un coste. La muchacha, al fin y al cabo, se cobró su venganza. Fue ella quien le contagió la enfermedad que lenta y dolorosamente iba arrancando la vida a su tío. La muchacha ya no estaba a su alcance, pues llevaba muchos años bajo tierra, pero en vez de a ella había castigado a muchos otros.

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