Serpientes en el paraíso (14 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

4

Pasé el domingo entero tumbada en un sofá. Sólo me levanté para abrirle la puerta al repartidor de pizzas a domicilio. Me dolía la cabeza, las costillas y todos los músculos del cuerpo, supongo que también algún hueso. Las peleas barriobajeras tienen un coste, pensé. Pero no había estado mal. Quizá un poco decepcionante, creí que disfrutaría más aún con el barullo. La resaca era peor, aunque acabó remitiendo gracias a los analgésicos mezclados con el café. Al día siguiente volvería a encontrarme como nueva.

Eso creí, pero no fue verdad. El lunes, después de ordenar los papeles que yacían en la mesa de mi despacho, me vi obligada a sentarme en el suelo y practicar unos estiramientos. Tenía tan machacada la zona intercostal izquierda que respiraba con dificultad. Encima no podía quejarme, puesto que no me habían vapuleado en un acto de servicio.

Un guardia se quedó patidifuso al entrar y verme en posición flor de loto. Procuró que no se trasluciera su turbación al decir:

—Inspectora, un tal Mateo Salvia dice que tiene una cita con usted.

—Es verdad, dígale que pase.

—¿Espero un poco?... Me refiero a que a lo mejor quiere usted levantarse del suelo.

—Ya he terminado. Hágale pasar.

Aquel pobre guardia velaba por el prestigio de la institución policial. Si hubiera sabido algo de mi combate del día anterior, no habría vuelto a tenerme jamás respeto. Volví a la postura convencional tras mi mesa, que fue como Mateo Salvia me encontró.

—¡Hola, inspectora Delicado!, ¿qué tal está?

Salvia era un hombre de mundo a quien la comisaría no parecía sobrecoger en absoluto. Me saludaba como si nos hubiéramos encontrado en un local de moda o en un tren.

—¿He llegado puntual?

—Muy puntual. Y créame que lamento hacerle perder tiempo. Sé que incluso ya ha firmado su declaración.

—Pues usted dirá qué quiere de mí.

—Es sólo cuestión de matices. Tenemos testimonios sobre lo que ocurrió la noche del crimen, pero estamos intentando reconstruir la personalidad de Juan Luis Espinet.

—Quizá yo sea el que sé menos de él. Inés era su esposa, Jordi su socio. Mi mujer y yo no manteníamos un contacto tan directo. Además, las otras dos parejas tienen niños y nosotros no, a veces eso nos llevaba a hacer planes distintos.

—De todos modos, me gustaría oír su versión.

—¿Mi versión? Pues una versión normal y corriente. Juan Luis era amable, formal, un buen tío. El hijo que cualquier papá y mamá querrían tener. Un chico de familia.

Me cogió por sorpresa esa definición. Hasta donde yo sabía, también él era un hijo de papá. Creo que notó mi desconcierto porque en seguida añadió:

—Bueno, yo tampoco soy precisamente un rebelde. Ya sabe que trabajo en la fábrica de la familia, pero es diferente, yo no soy tan perfecto.

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, a mí me gusta jugar al polo y al golf, perder un poco el tiempo, tomar el aperitivo en el bar, navegar en un barquito que tengo... digamos que no me paso el día pendiente de mis obligaciones.

—¿Y él sí?

—Sí, él era la perfección en todo: trabajador, responsable, buen padre, buen marido...

—¿Lo era, era un buen marido?

—Sí, claro, ya ha visto cómo ha reaccionado Inés, está como loca.

—Por supuesto, Mateo, eso ya lo sé, pero ¿era él completamente fiel a su esposa?

Sonrió imperceptiblemente.

—No era un tipo que anduviera por ahí con mujeres; de eso puede estar segura. Aunque, bueno, supongo que algún lío puntual pudo tener.

—¿Lo dice por algo en concreto?

Sonrió más abiertamente. La expresión de su cara me pareció desde la primera vez que lo vi algo burlona, pasada de todo, escéptica y descreída.

—¿Es importante contestar a eso?

—Importante y confidencial.

—Bien, seguramente se trata de una tontería, pero me quedaré más tranquilo si se la cuento. Hace ya casi un año ocurrió algo que me dejó un tanto sorprendido. No sé si sabrá que los tres amigos solíamos jugar al golf.

—Lo sé.

—Pues bien, una de las chicas de la recepción en el club, Susana, muy mona, no más de veinticinco años, nos saludó una mañana al llegar. Juan Luis y yo entramos juntos, habíamos coincidido en el aparcamiento. Vi que se quedaba un momento hablando con ella sobre recibos y cuentas bancarias, de modo que yo seguí hacia los vestuarios. Un instante después me di cuenta de que me había dejado la bolsa de ropa limpia en el coche y volví a salir. Entonces advertí que Juan Luis y la chica estaban besándose en los labios.

—¿Lo vieron ellos a usted?

—No, di un paso atrás y esperé hasta que se separaron.

—Se arriesgaron mucho besándose en plena recepción.

—Lo mismo pensé yo, en especial tratándose de Juan Luis.

—¿Le comentó usted algo?

—Desde luego que no.

—¿Se lo contó a alguien?

—Mucho menos.

—¿Ni siquiera a Rosa, su mujer?

—Al principio iba a hacerlo, pero luego cambié de opinión. Tendrá que disculparme, pero no confío demasiado en la discreción femenina. Las mujeres tienen tendencia a hacerse confidencias las unas a las otras. No podía permitirme generar un problema con Inés cuando a lo mejor no existía motivo.

—¿Solidaridad masculina?

—Llamémosle sentido común. ¿Lo habría contado usted?

—Creo que no, sólo pretendía devolverle la pelota.

Se echó a reír, zumbón. Tenía unos bonitos ojos pícaros. Era sin duda un
bon vivant
con bastante estilo.

—¿Recuerda algún otro episodio que pudiera interpretarse como una aventura galante de Espinet?

—¡Oh, no! Espero que por lo que acabo de decirle no vaya a considerar a Juan Luis como un donjuán. Sinceramente, no lo era. Dudo que hubiera tenido tiempo de llevar una doble vida con lo mucho que trabajaba. Si hubiera sido yo a quien han asesinado... le aseguro que yo suelo tomarme más licencias de las que se tomaba él. Y lo que ha ocurrido me ratifica en mi modo de pensar, ¿para qué tanto trabajo y tanta formalidad si la muerte nos espera en cualquier esquina? ¡Hay que vivir con toda intensidad! Supongo que una inspectora de policía debe de vivir a tope, ¿no?

—¡A tumba abierta!

Reímos los dos.

—A lo mejor debería invitarme algún día a acompañarla en sus investigaciones.

—Lo pensaré.

Se levantó, no sin antes arreglarse la preciosa corbata de seda italiana. ¿Estaba coqueteando conmigo? Probablemente era su costumbre hacerlo con cualquier mujer que tuviera delante. Tenía la seguridad de ser un seductor. En su descargo podría decirse que, sin duda, debe de ser duro vivir con un crack como su esposa. Tan duro como vivir con un hombre perfecto como Espinet. ¿O acaso empezaba a fallar el retrato impecable de su perfección? Íbamos bien por aquel camino.

Telefoneé a Garzón tras el nuevo dato que acababa de recibir.

—Subinspector, ¿no me había dicho que indagó a fondo en el club de golf?

—Lo hice.

—Pues lo hizo mal. Hay una recepcionista de nombre Susana que solía besuquearse con Espinet.

—¿Quién la ha informado de eso?

—Mateo Salvia los sorprendió in fraganti sin que ellos lo advirtieran.

—Es raro que un buen amigo del muerto decida contarle eso.

—Le recuerdo que se trata de coger a un asesino.

—Aun así, habrá que mirar a Mateo Salvia con ojos críticos, quizá quiera despistarnos.

—¿Por haber faltado al principio de solidaridad masculina?

—No me joda, inspectora. Dígame qué tengo que hacer.

—Vuelva al club de golf, hable con la tal Susana y sonsáquela.

—¿No sería mejor que lo hiciera usted? Al ser también una mujer...

—Déjese de coñas, Fermín. Si se muestra remisa a hablar por una cuestión de sexo, llámeme. Mientras no sea así confío mucho en su habilidad para tratar a las mujeres. Siendo usted el hombre más divertido de Barcelona...

—Le pasaré por alto el cachondeo porque su plan con las Enárquez creo que ha dado resultado. No me han vuelto a llamar.

—Es pronto aún para cantar victoria. De todas formas, creo que está cometiendo usted el error de su vida. Debería casarse con Emilia. ¿Tiene idea de lo que eso representaría para usted? Están forradas de pasta. Viviría como un marajá. Y además tendría dos por el precio de una. Lo cuidarían, lo mimarían... ¡hasta le comprarían corbatas de Giorgio Armani!

—Giorgio Armani me la suda un montón. ¿Qué me dice del amor?

—¡El amor! ¡Cualquiera diría que el amor está destinado a cosas sublimes! ¿Qué hace la gente como máxima expresión de su amor? Se van a vivir juntos; es decir, comparten cosas de orden material: llaman a un fontanero cuando hay una avería, preparan la cena... Lo que le pido que piense empieza justo al revés: primero una convivencia agradable y el amor ya vendrá.

—¡Joder, inspectora, me da espanto oírla hablar con tanta frialdad!

—Piénselo, Fermín, piénselo. Aún estamos a tiempo de organizar una cenita en su casa. Puede usted aprovechar para decir que ha cambiado de opinión con respecto a retirarse en Nueva York.

—Adiós, inspectora. Nos veremos después.

Colgó renegando, escandalizado como una damisela. En el fondo se compadecía de mí. Una mujer con el corazón de hielo, incapaz de valorar el lado humano de la vida.

Decidí salir a dar una vuelta. Necesitaba un poco de aire libre y un café bien cargado que acabara de disipar los restos de la resaca del sábado.

Di una vuelta por los alrededores de la comisaría. De pronto recordé que habían comenzado los preparativos en la plaza de la Catedral para la gran misa del papa. Me acerqué a curiosear. Lucía un sol tenue y agradable, que lo inundaba todo de una luz otoñal. En la plaza había un follón considerable. Miles de tablones se amontonaban sobre el asfalto. Operarios vestidos con mono descargaban más madera de un camión. Los carpinteros habían iniciado la construcción del andamiaje sobre el que supuse que descansaría el altar. Todo parecía tener dimensiones colosales. Estuve un rato mirando cómo trabajaban junto a una buena cantidad de curiosos como yo: jubilados, vejetes que tomaban el sol, turistas sorprendidos por la novedad, algún adolescente ocioso...

Era muy indignante que el ayuntamiento gastara dinero en una ceremonia de tal envergadura. Cerré los ojos para que el sol me diera en la cara mientras oía los martillos golpeando, el canto súbito de algún trabajador, que se arrancaba con sentimiento como en un antiguo tajo de esclavos.

De pronto noté cómo una sombra oscurecía mis párpados. Casi al tiempo que los abría oí la voz del cardenal Pietro di Marteri.

—Buenos días, inspectora. ¿Supervisando las obras?

Me sonreía con su rictus filosófico de estar más allá del bien y del mal.

—Algo así.

—Yo también estaba echando una ojeada a esta maravilla. Como ve, aunque usted se empeñe en lo contrario, seguimos coincidiendo.

—No creo. Yo jamás le llamaría maravilla a esta construcción.

—Pero si trabajan muy bien.

—Monseñor, dejémonos de tonterías. Me parece una burla que el papa, un hombre que predica la humildad, permita que se organice en su nombre un montaje como éste.

—Querida inspectora, hay mucha gente que necesita la presencia del papa, no sé a qué se refiere, pues.

—Sabe muy bien a qué me refiero. Todos estos fastos tan aparatosos me recuerdan un desfile militar. Mucho peor, ¡me recuerdan a Hitler!

No esperaba una entrada tan brusca y su rostro lo acusó, tensándose.

—Inspectora Delicado, me pregunto qué hay en el fondo de su corazón que lo hace tan duro.

—Dos aurículas y dos ventrículos, tejido muscular, una válvula mitral... Todo materia, monseñor, como en el resto de los corazones humanos.

Me miró aparentando o quizá sintiendo tristeza auténtica por mí, conmiseración por no haber sido llamada al rebaño de los elegidos. ¡Joder y mil veces joder! ¿Acaso no podía descansar en paz un momento, dar una tranquila vuelta inofensiva sin que alguien viniera a mostrarme el camino de la salvación? ¡Ah, no!, una cosa era que tuviera que cumplir mi obligación como policía, la cual incluía cosas tan peregrinas como la seguridad del papa, y otra muy distinta que me viera forzada a renegar de mis ideas y hacer diplomacia barata con el representante de una institución que detestaba.

—Y ahora discúlpeme. Tengo que volver a comisaría, donde me espera un caso de asesinato.

Procuró que su expresión sólo trasluciera resignación cristiana. Me despidió con un cabezazo respetuoso. Emprendí la vuelta a mi despacho con las mismas ínfulas que si hubiera desencadenado una herejía y su cisma consiguiente yo sólita. ¡Al cuerno con la tranquilidad que había ido a buscar! ¡Ah, mi cabaña en Suecia, feliz junto al lago, quién pudiera volver allí, donde nadie me perseguía con sus necesidades de polémica! Por si faltaba algo, tres gitanos del caso de Garzón estaban apostados frente a la puerta de comisaría, probablemente esperando a que él regresara de sus gestiones. Sin embargo, debieron de considerar que yo también podía servir como interlocutora, porque en cuanto me avistaron iniciaron una maniobra de acercamiento en absoluto disimulada. Tomé impulso y en cuatro zancadas saltarinas me planté en el edificio policial huyendo con descaro. Le dije al guardia de la puerta:

—Si alguien pregunta por mí, dígale que he ingresado en un convento.

El pobre, que ya conocía mis salidas de tono, preguntó sin inmutarse:

—¿De clausura, inspectora?

—Sí, de esos en los que no te dejan hablar ni que los demás te hablen.

Se quedó riéndose por lo bajo. «¡Ah, la inspectora Delicado! —debía de pensar—, siempre con ganas de chunga.» No podía imaginar que estaba en realidad preparada para asesinar a cualquiera que me preguntara la hora.

Tiré la gabardina sobre el perchero. Había llegado el momento de ponerse a trabajar de verdad. ¿Por dónde empezar? Había dos gestiones pendientes. Cogí el teléfono con la impetuosidad de un general de caballería.

—¿Morales? ¿Yo no te pedí que me buscaras todos los detalles de una inmigrante filipina llamada Lali Dizón? ¿Y tú no le prometiste a Garzón que le darías un informe?

El inspector Morales, aunque estaba en su despacho, parecía haber sido despertado de un sueño profundo y llevar todavía el pijama puesto.

—¡Hombre, Petra, te me has adelantado! Justamente iba a llamarte yo, pero con todo este follón del papa...

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