Sexpedida de soltera (30 page)

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Authors: Pandora Rebato

Tags: #Erótico, relato

Una vez me contó Patricia, mi amiga psicóloga, que había visto un caso clínico de un tipo que se dedicaba a grabar cada relación sexual que tenía con cámaras de vídeo camufladas.

Al parecer, el sujeto (que debía de ser socio de honor de La Tienda del Espía) tenía toda su casa acondicionada por si la ocasión le sorprendía en el salón, en la cocina o en el baño, en lugar del dormitorio, y atesoraba varios discos duros llenos de imágenes en los que se le ve practicando el sexo con distintas mujeres.

Lo peculiar de la situación es que a todas las convencía para disfrazarse antes de entrar en faena.

—En serio, Pandora: de caperucita roja, de monja, de criada, de colegiala, de superwoman, de María Antonieta… Tenía un armario lleno de disfraces. No te lo podés ni imaginar.

Pero tranquilas todas aquellas a las que les suene sospechosamente personal esta historia: parece que, al menos, el tipo disfrutaba de los vídeos pajeándose en soledad o en compañía de otros, pero no consta que colgase ninguno en Internet.

Precisamente, en cuanto a esto, creo que Laurita ha aprendido la lección de una forma mucho menos drástica que nuestra bella Elena, que, tras un fin de semana de amor y sexo con su nuevo novio, a la sazón fotógrafo aficionado, alojó las pruebas gráficas en el álbum web en su servidor de correo, con todas las precauciones de confidencialidad posibles. Muy prudente ella…

Lo malo es que su madre le pidió que le enviara una foto suya reciente para enmarcar y Elena, pensando que seleccionaba la que probablemente era la única imagen que tenía vestida de aquel fin de semana, le envió sin querer el álbum completo: 102 fotografías en las que se les veía juntos y por trozos (al parecer había incluso primeros planos del «mástil de la bandera» y una artística aproximación a sus labios menores), enseñando más carne de la que la pobre mujer estaba dispuesta a soportar.

Moraleja: las cámaras, como las armas, las carga el diablo y las dispara un imprudente.

Supongo, en cualquier caso, que Elena se acuerda de aquella historia del álbum web, porque hace prometer a las otras dos que convencerán a Laurita para que encuentre la forma de colarse en ese portátil y eliminar cualquier imagen comprometedora sea de quien sea.

En el AVE Henry y yo intentamos, sin éxito, trazar una estrategia. Pepe nos dio la dirección de la tal Dorothy y el número de móvil de un tipo, el jardinero de su urbanización, que nos podrá decir si ella está en casa o si se acerca alguna visita inesperada. Sin embargo, somos incapaces de escribir el guión de la conversación que, presuntamente, podremos tener con la mujer de Javier. ¡La esposa de mi novio!

Cuanto más lo pienso más creo que esto es un sueño o una mala broma del destino.

Está claro que, si le tenía que pasar a alguien, tenía que ser a mí.

—Esto me parece un telefilme de serie B. Henry nos va a mandar a la mierda. Lo más probable es que sea una de esas mujeres que no saben ser otra cosa que víctimas. Seguro que piensa que tenemos razón pero no va a hacer nada. Ni aunque se lo pongamos en bandeja.

Pero él no me contesta y sigue enfrascado en un libro de legislación escrito en inglés que le tiene más absorto que una novela negra. Intento imaginar la escena que nos espera, pero por más que barajo todas las reacciones que creo posibles, no me acerco ni de lejos a lo que nos espera.

Y lo primero que nos encontramos es a Narciso el Bulboso, en la puerta de la urbanización, con un ramo de flores en la mano.

Aunque Pepe me lo había descrito pormenorizadamente, no sé por qué me sorprende el tatuaje de su brazo, que empieza en la muñeca y se pierde por debajo de la manga (recogida a la altura del codo) de su mono de trabajo. En el dorso de la mano, tres palabras sueltas parecen escritas por una pluma poco afortunada con muy mal gusto para la caligrafía: «Amor de madre». Un clásico.

Narciso se ha acicalado para la ocasión. Su cabello, ya un poco ralo en lo alto de la cabeza, luce un aspecto ordenado y brillante gracias a la generosidad con la que se ha embadurnado de gomina.

La ropa de trabajo está limpia y se nota que ha puesto todo el cuidado que ha podido en no mancharse demasiado mientras nos espera. Sólo las botas están llenas de tierra y, al igual que los bajos de los pantalones, salpicadas de césped.

Cuando me ve salir del taxi traga saliva y ése es todo el movimiento que arranca de su cuerpo hasta que Henry le estrecha la mano. Yo no sé muy bien cómo saludarle (al fin y al cabo, se trata del primer ex convicto que conozco en mi vida), así que le tiendo la mano y él, ya dueño de sus actos, la ignora por completo, me coge del codo y pega un tirón de mí para atraerme hacia su pecho.

Huele a una versión añeja de Massimo Dutti, aquella que se echaban por litros todos los chicos cuando yo era adolescente, y veo brillar sus dientes postizos contrastando con las piezas que las drogas no le han destrozado del todo.

—¿A mí me vas a dar la mano? No, hombre… A mí dame dos besos, guapa, que te tengo yo muy presente desde que tu amigo el de las greñas estuvo aquí y me contó lo tuyo.

Teniendo en cuenta que es quien ha conseguido las fotos que prueban el matrimonio de Javier, me parece de justicia besarle, así que le dedico una sonrisa traviesa, le cojo de la barbilla y le doy dos besos que no le dejan indiferente.

—La… la señora Dorothy (
dóroti
, pronuncia él) está en casa.

Acaba de llegar de jugar al golf y está sola. Bueno, con la criada. A estas horas suele sentarse en el porche de atrás a tomarse un té y a leer el periódico —dice mientras se sopla dentro del mono para aliviarse el calor que mis besos le han provocado y nos señala un cochecito eléctrico al que subimos para recorrer la urbanización.

—El marido de la señora, el primero, era empresario allí en su tierra. Creo que tenía fábricas de galletas o dulces de ésos… pastas para el té, porque cada vez que venían, la mujer me traía un paquete. Es bien maja la señora… y guapa, ojo. La verdad es que al cabrón del Héctor ese no se le puede negar que tiene buen gusto para las mujeres…

En vista de que Narciso es bastante charlatán, Henry intenta averiguar si ha trabado amistad con alguien del servicio de Dorothy Donelan, pero aunque el jardinero ha intentado ganarse al chófer ocasional de la familia, éste es «un tipo creído que te mira como si el coche que conduce fuese suyo» y la empleada es una filipina regordeta y algo mayor, con el denso cabello negro salpicado de canas, que habla fatal español.

—A ésta se la trae de Inglaterra cada vez que viene. Pero cuando no está ella, la casa se queda cerrada y un servicio de guardeses pasa todas las semanas para echar un vistazo. A mí me paga un pellizco para que le tenga a punto el jardín. Es muy generosa la mujer… El marido viene muy pocas veces solo. Creo que sólo viene cuando está la señora, ahora que lo pienso.

Al cabo de un rato, me parece que el complejo de Edipo de Narciso es una cosa disparatada aunque inofensiva. Pepe me había comentado que tenía a la tal Dorothy en un altar y que, si por él fuera, le habría pegado un palazo a Javier en la cabeza cuando vio por primera vez a la mujer con los ojos enrojecidos de llorar, pocos días después de su boda.

Para evitar tener que entenderse con la criada, Narciso conduce el cochecito hacia la parte de atrás de la casa por si, como ha previsto, su adorada Dorothy se encuentra tomando el té allí. Y allí está.

Igual que me sucedió en Huesca con María Luisa, me sorprende tener frente a frente a una mujer que también ha dormido entre los brazos de mi novio. Da lo mismo cuántas veces te traicionen y lo fea que sea la traición, nunca estás preparada para encontrarte cara a cara con
la otra
. Sólo que, en este caso, me tengo que recordar que
la otra
soy yo.

Dorothy ve llegar a Narciso, flores en mano, y se levanta para saludarle y agradecerle el detalle con una gran sonrisa. Es una mujer de unos 60 años bien llevados, con el cabello blanco recogido en un moño que me recuerda al de la Reina de Dinamarca y un cuerpo, aunque fornido, estupendamente tonificado para su edad. Bien mirado, quizá no llegue a los 60 años, pero el sol ha hecho mella en su piel y el rostro parece salpicado de pequeñas manchas, o pecas.

No lo distingo muy bien a esta distancia. Es guapa. O al menos lo fue en otra época quizá no demasiado lejana. Lo que tiene, y eso es innegable, es el porte aristocrático de las mujeres con clase. Viste unos pantalones rectos color crudo, con una caída tan suave que parecen de punto de seda, y un jersey amplio con un gran escote en un tono rosa pálido que la hace parecer aún más morena.

Si Elena hubiese estado aquí, habría aprobado incluso sus cómodos zapatos de cordones, más bien zapatillas, con las que probablemente acaba de volver de jugar al golf. Sobre la mesa, dándome la razón, hay una visera blanca y unos guantes.

Cuando Henry y yo nos acercamos un poco más, siempre parapetados tras Narciso, me fijo en que sus ojos son de un azul claro poco común. Me cuesta reconocer a la mujer que era vejada en aquel infame vídeo del que llevo una copia dentro del bolso.

Pero sin duda es ella. Efectivamente, mi ex novio no es más que un imbécil incapaz de ver belleza en una mujer madura.

La sonrisa que Dorothy le regala a Narciso es algo totalmente maternal y puedo intuir entre ellos una corriente de complicidad poco común. Ella no tiene hijos, me han dicho, y él, al fin y al cabo, no es más que un ensayo de hombre edificado sobre la sombra de delincuente juvenil redimido.

Hablan en voz baja cuando Narciso nos señala a Henry y a mí. Dorothy nos mira inquisitiva unos segundos y luego nos hace un gesto para que nos acerquemos.

Tomo aire y doy un paso adelante.

—Dice Narciso que son ustedes unos amigos suyos que tienen algo interesante para mí, pero me parece que no se dedican a la jardinería…

La voz de Dorothy suena impostada en su español marcado de acento.


Actually, I am not just a friend, madam. My name is Henry Lowett III, the eldest
son of Lord Lowett, from Hertfordshire, England, though my grandmother’s roots are found
in Wales. I am working for the Foreign Office in Madrid. I would like to introduce you my
friend Pandora; she is a Spanish born writer, and she has something to tell you about your
husband, Mr. Héctor Álvarez
. (En realidad, no soy sólo un amigo, señora. Mi nombre es Henry Lowett III, hijo mayor de Lord Lowett, de Hertfordshire, Inglaterra, aunque las raíces de mi abuela proceden de Gales. Trabajo para el Foreign Office en Madrid. Me gustaría presentarle a mi amiga Pandora; es una escritora española y tiene algo que contarle sobre su marido, el señor Héctor Álvarez).

Sólo he oído a Henry hablar en inglés con Carmen (por cierto, me anoto preguntarle a mi amiga si sabe que su novio es casi un aristócrata y por qué demonios no nos lo ha contado), y me suena completamente diferente al inglés que utiliza con Dorothy. Supongo que ha intentado recuperar el acento de su abuela, para sonarle un poco más familiar a la mujer, pero lo que realmente impone es su porte elegante enfundado en un traje impecable hecho a medida, con sus zapatos negros y una corbata que ha insistido en ponerse en el taxi de camino a Marbella.

Dorothy Donelan le sonríe abiertamente y me mira con más curiosidad que interés. Agradezco a Henry el detalle de presentarme como escritora, en lugar de como periodista (no suele sentar muy bien que la prensa se presente por sorpresa en casa de uno para hablarle de su pareja), pero la tranquilidad me dura exactamente dos segundos, hasta que Dorothy nos señala los sillones que hay junto al suyo y me pregunta mientras me sienta.

—¿Y qué es lo que escribe usted?

No veo la manera de dulcificar la información.

—Escribo relatos eróticos. Cuentos. Se publican semanalmente en
elmundo.es
.

—Ah, qué interesante.

¿Son imaginaciones mías o se le ha congelado la sonrisa? Pero es tan elegante que nos ofrece un té, mientras Narciso se aleja discretamente para interesarse por los rosales de la finca.

—Mi marido no está en casa, así es que me temo que no podrán hablar con él.

—No es con él con quien quiero hablar, señora. Es con usted. No sé cómo decirle esto y créame que ha sido muy difícil para mí venir hasta aquí, pero creo que usted tiene derecho a saberlo…

Henry me interrumpe para asegurarle a Dorothy que todo lo que voy a decir es cierto y que él garantiza la veracidad de cada palabra. La mujer se remueve incómoda en su asiento, así que decido aprovechar mi inercia para soltarlo:

—Su marido me pidió en matrimonio hace unos meses. De hecho, teóricamente, dentro de unos días tenía previsto mudarse a mi casa en Madrid. Sólo que yo no sabía que estaba casado con usted cuando le conocí, básicamente, porque ni siquiera me dijo su nombre real, a mí me dijo que se llamaba Javier, no Héctor.

El leve pestañeo de Dorothy me anima a continuar.

—Así que, en realidad, yo, lo que quería es pedirle disculpas a usted y asegurarle que, por lo que a mí respecta, mi relación con su marido está terminada. Él todavía no lo sabe, pero no tengo intención de volver a verle…

—¿Y por qué no?

Confieso que esperaba cualquier cosa menos esa pregunta, así que, ante mi desconcertado silencio, Dorothy se echa a reír con una larguísima carcajada.

—Por lo que a mí respecta, ojalá se fuera con usted o con cualquier otra y se olvidara de mí para siempre.

Ahora los que parecemos nerviosos somos Henry y yo, que nos miramos de reojo sin saber muy bien si aquello es una pantomima o Mrs. Donelan habla en serio.

—Querida, mi matrimonio es un desastre o… ¿se dice un fraude? Como ve, Héctor aprovecha un día sí y otro también para irse con cualquiera, no me lo tome a mal, es usted muy bonita. Ya no busca excusas, simplemente se marcha y no sé dónde está, pero también hace mucho que no me importa. De vez en cuando vuelve, fundamentalmente cuando se le ha terminado el dinero, y le tengo que dar más para que se marche otra vez. Supongo que le dijo a usted que trabajaba en algo…

—Ehhh, sí. Me dijo que era enólogo.

—Sí, veo que no ha cambiado mucho el repertorio. Eso mismo me dijo a mí. Incluso trajo cajas de ese vino a nuestra boda… Pero no trabaja en nada. Es un vividor, creo que la palabra exacta es un gigoló.

—Si no es indiscreción, Mrs. Donelan, ¿puedo preguntarle por qué siguen casados todavía?

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