Sexualmente (17 page)

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Authors: Nuria Roca

Tags: #GusiX, Erótico

También depende de qué época del año sea para que tengas más o menos ganas de sexo. Para mí la Navidad es la peor; no me apetece nada. No sólo por el frío, porque ha habido Navidades con temperaturas suaves y tampoco he estado muy activa. No sé si serán los Reyes Magos, o el belén con la Virgen, o ver a la familia junta, o todo a la vez lo que me quita las ganas. El permanente deseo de paz en el mundo y de amor entre las personas, y los niños esperando que vengan los Reyes por la ventana, y tú ahí follando como una loca. Me da como cosa.

El verano es también una época peligrosa para las relaciones sexuales, y no sólo por las altas temperaturas. Puede que el chico ese que te ha gustado tanto este invierno pierda su atractivo al verle en bañador y descubrir que tiene pelos en la espalda o que su piel es tan blanca como la de un calamar. Las manchas de sudor en la ropa también son un inconveniente y echan un poco para atrás. Las que menos, será por la costumbre, las de las axilas, porque las manchas de sudor en cualquier otra parte de la anatomía humana son muy desagradables, sobre todo las del sitio ese que estás pensando.

En verano, de todas formas, apetece más que en invierno. Al subir de la playa o de la piscina la pareja se da una ducha fresquita y sin vestirse van directos a la cama, todavía húmedos. Lo malo es que esa sensación de frescor dura tres minutos, porque nada más rozarse los cuerpos el calor se hace presente y de nuevo se empieza a sudar por todo el cuerpo, también por el sitio ese que estás pensando. En ese momento te arrepientes de haber empezado, pero ya que estás habrá que acabar aquello de la mejor manera posible.

En las relaciones sexuales en verano se mezcla todo, porque por muy excitada que estés no puedes tener empapado hasta el cuello. Cuando el calor se hace insoportable es cuando se decide poner el aire acondicionado, pero ya es demasiado tarde. Ahora los cuerpos están húmedos y lo único que te espera es un monumental constipado. Te vas dando cuenta de que lo has cogido antes incluso de terminar, cuando a punto de llegar al clímax os ponéis los dos a estornudar, con lo poco erótico que es un estornudo. Ese momento da mucha rabia al saber con certeza que el virus te ha atrapado y no hay nada que pueda evitarlo.

Yo en el sexo soy muy de extremos en casi todo menos en la temperatura. Me gusta que todo sea duro, menos la climatología. Que, salvo en el termómetro, haya excesos en todo lo demás. Que si estoy empapada no sea de sudor. Yo en el sexo, ni frío, ni calor.

51. Soy de pueblo

He mantenido relaciones con hombres de muchos tipos. Altos y bajos, morenos y rubios, más o menos delgados, con más o menos imaginación, incluso ninguna; con más o menos pelo, incluso en la cabeza, que la tenían más o menos grande, también la cabeza. Hay dos tipos de hombres, por el contrario, con los que nunca he mantenido relaciones sexuales, de momento. Será por casualidad, pero nunca me he acostado con nadie que no fuera de raza blanca, ni con nadie con el que no pudiera entenderme hablando. Quizá lo mío en el sexo tenga más que ver con la reflexión que con el instinto. ¿Quién lo iba a decir? El motivo de mi nula variedad étnica debe de ser que he tenido menos oportunidades de encontrar a algún negro o algún oriental que me gusten. No pierdo la esperanza de cruzarme con alguno, pero todavía no me ha sucedido en persona, porque los que salen en las películas no cuentan.

Dicen que antes de los tres años nuestro cerebro define con más o menos precisión las características físicas que tienen las personas que nos atraerán sexualmente a lo largo de nuestras vidas. Nuestro cerebro, dicen, va registrando imágenes en esos primeros años de vida para elaborar el patrón de persona que de mayores preferiremos en la cama. Esa es más o menos la explicación de que muchas de nuestras parejas tengan características físicas similares, algunas veces hasta cierto parecido. Y es que yo soy de Montcada y en mi pueblo no había ningún negro hasta que yo tuve tres años, y menos un chino, porque el restaurante Pekín Aquí, que así se llamaba, lo abrieron cuando ya era yo mayor. Es lo que tiene ser de pueblo.

Una no es indiferente al mito de que los negros tienen un tamaño superior al resto de razas y me provoca curiosidad. Mi amiga Esther me ha asegurado que, salvo excepciones, la fama que tienen está muy fundada. También me ha contado que una vez estuvo con un japonés que no sabe si sería él precisamente la excepción, pero estaba muy bien dotado. Ella lo describió muy a su manera: «¡Mare de Deu, que pollón que tenía el chino!». Ella, como todo el mundo, llama chinos a todos los que tienen ojos rasgados, sean del país que sean. «Era un chino de Japón», me dijo.

Por cierto, ahora que lo pienso, Esther también nació en Montcada, así que la teoría anterior con ella no termina de cuadrar.

Respecto al idioma, lo he hecho en valenciano, castellano e inglés. No veo forma de poder irme a la cama con nadie con el que previamente no haya podido establecer una comunicación, un mínimo juego de seducción mediante la palabra, y para eso se necesita hablar el mismo idioma. Aunque una vez estuve a punto.

Me presentaron en una cena de fin de programa a un francés que no hablaba ninguna otra lengua que la suya propia. Era de Toulouse y era muy atractivo. La mesa donde cenábamos era larga, más o menos veinte comensales. El francés venía acompañando a un guionista y le sentaron lo suficientemente lejos de mí como para no poder cruzar una palabra. No hizo falta para que nos sintiéramos atraídos el uno por el otro. El francés miraba como a mí me gusta que miren los hombres y no me quitaba ojo. Los dos, se intuía, estábamos deseando que llegara el momento del café, en el que la gente cambia de sitio y se junta cada uno con quien más le apetece. A mí me apetecía el francés. Llegó el momento, me acerqué al guionista y éste me presentó a su amigo Pierre, que me dijo algo en su idioma que por supuesto no pude comprender. Me di cuenta de que de castellano no tenía ni idea, así que me dirigí a él en inglés, pero el guionista me cortó en seco con un frustrante «Pierre sólo habla francés». El guionista estuvo un rato con nosotros haciendo de traductor, pero cuando se cansó y nos dejó solos, el francés y yo nos quedamos sin saber muy bien qué hacer. Él me sonreía y se encogía de hombros como preguntándose qué hacer y yo imitaba su gesto de desconcierto. A nada que yo hubiera chapurreado algo de francés o Pierre un poquito de castellano o de inglés, estoy segura de que hubiéramos acabado esa noche en la habitación de un hotel. Aun sin entendernos estuvimos a punto, pero el francés lo fastidió todo con un gesto ridículo. Sus dedos índice y pulgar de la mano izquierda hicieron un círculo por el que introdujo el índice de la derecha simulando una penetración, como hacen los niños de cinco años cuando empiezan a tener conciencia de lo que hicieron sus papás para tenerle a él. Supongo que sería por la impotencia de no poder expresar sus deseos, pero aquel gesto tan infantil me dejó sin opciones. Después de eso no podía decir que sí. Faltaría más. Puede que no se hable el mismo idioma, puede que cueste más la seducción, pero simplificar una propuesta con ese gesto le restó todos los puntos que tenía. Si no hubiera sido por el dichoso gestito hubiera podido ser un buen encuentro sexual, porque bien mirado tiene su punto estar en una cama con alguien con el que no puedes mediar ni una sola palabra. Me apetece la experiencia. Tampoco estaría mal encontrar por fin a algún negro que me atraiga o a algún chino, aunque sea de Japón. Volviendo a la teoría de que en la infancia se crea el patrón de hombre que nos gusta de mayores, he de reconocer que en mi caso sí es bastante cierto. Claro que me los he tirado bajitos y rubios, como el mexicano de la hamaca, pero a mí el tipo de hombre que me gusta generalmente es alto, moreno y delgado. Si además tiene los dientes perfectos, una sonrisa maravillosa, unos ojos verdes que te miran siempre seductores, pues mejor que mejor. Así es el hombre que me gusta. Igualito que uno que yo me sé.

52. Antes de acabar

Cualquier parecido que el contenido y los personajes que aparecen en este libro tenga con la realidad no es en absoluto una coincidencia. Todo lo que cuento en este libro es completamente cierto, aunque no haya pasado. Todas las preguntas que te hayan surgido sobre mí mientras lo leías tienen como respuesta un SÍ. Es posible que si conoces mi biografía hayas encontrado en el texto alguna incoherencia con lo que se conoce de mi vida a través de los medios, pero es que a mí me encantan las contradicciones. Si nuestros sentimientos, nuestras vivencias, nuestro deseo, nuestras relaciones fueran siempre exactas, siempre cuadraran, la vida sería demasiado aburrida. Quédate con lo que has leído en este libro, porque la que sale aquí soy yo. Así es como pienso y así es como soy.

Hace unos meses que Espasa me propuso escribir un libro de sexo, aprovechando el éxito del
Consultorio Sexymental
que hacía en el programa matinal de Pablo Motos en M80, y explotando que soy un personaje público, que ahora según parece es el principal reclamo para vender libros. Lo dudé. Estuve valorando si era o no conveniente exponerme, abrirme en un aspecto de la vida de las personas que debe permanecer en el ámbito de lo privado. Además, si me decidía a hacerlo, me tendría que mojar, porque para escribir de sexo hay que mojarse y hay que abrirse.

Desde el principio descarté hacer un libro de consulta o de consejos, porque ni estoy cualificada ni soy quién para decirle a nadie lo que tiene que hacer. Eso me daba mucha pereza, así que pensé en escribir sobre mis experiencias sexuales, las vividas, las soñadas, las deseadas, las que he tenido y las que sin duda pienso tener. Si contaba todo eso me tenía que implicar, y habría a algunas personas a las que no gustaría nada mi manera de pensar. Eso me parece fenomenal, que para eso se escribe un libro, para que le guste a algunos y que le disguste a otros.

Cuando finalmente me decidí, pensé en hacer un libro de sexo en el que el libro se pareciera al sexo, por lo menos como yo lo entiendo. Me explico. El sexo tiene que ser entretenido y sin tabúes y el libro he pretendido que me quedara igual. Eso sí, me lo he tomado muy en serio para intentar transmitir que el sexo es sobre todo divertido. Hacer sexo es algo muy importante, pero nada trascendente. Respeto mucho la abstinencia, aunque no me parecen respetables los que quieren imponerla. Que cada cual haga con su sexo lo que quiera.

Y hablando de sexo y de querer, a mí antes de entregar SEXUALMENTE sólo me quedaba una cosa por hacer. Tenía que escribir el último capítulo del libro y el primero de no sé qué cosa.

53. Por Fin

Esa mañana no tenía muchas cosas que hacer, así que me levanté tarde. Cuando encendí el móvil había, entre otros doce, un mensaje escrito que decía así: «¿903?... Si quieres, nos vemos esta misma mañana».

Siempre veo las audiencias de la tele en Internet mientras desayuno. Todos los días —es como un ritual— salgo de la cama, me ducho y antes de vestirme, secarme el pelo y pintarme, todavía con el albornoz, me pongo un cortado con leche fría, un zumo de naranja, una tostada de pan integral y enciendo el ordenador para ver las audiencias. Las repaso con tranquilidad y una vez vistas leo por encima las páginas
web
de casi todos los diarios a ver qué ha pasado. Con el estómago lleno y conocidas con detalle las noticias de la tele y un poco por encima las demás, regreso al baño para terminar de arreglarme. Me seco el pelo, me echo todas las cremas de cara y cuerpo —las seiscientas—, me pinto un poco, más o menos dependiendo de lo que vaya a hacer esa mañana, y me visto. Después de todo este proceso es cuando, por fin, enciendo el móvil.

Desde hace unos años he logrado mantener cierta distancia con ese aparato. Antes me provocaba mucha ansiedad no llevarlo; si me lo dejaba en casa regresaba a por él como si se me hubiera olvidado una parte de mí. Ahora me da igual. Casi nunca contesto si no conozco el número que llama y nunca si aparece número oculto. Quien quiera algo que deje un mensaje y luego ya le devolveré la llamada.

Esa mañana no había prisa para nada y me recreé frente al ordenador, el desayuno, la ducha, las cremas. Todo lo hice despacio y cuando me acordé del móvil eran las tres menos cuarto de la tarde. El mensaje de Eduardo había sido enviado a las 9.58 y en ese momento me arrepentí del poco apego que le tengo al teléfono. Intenté solucionarlo.

—¿Sí?

—Hola, soy Nuria. Es que acabo de ver tu mensaje.

—Pensaba que no me habías contestado porque no te apetecía verme. Ahora estoy trabajando.

—Estoy deseando verte.

—¿Puedes a las ocho?

—Puedo cuando quieras.

—Pues a las siete en el Capitol. Acuérdate, habitación 903.

—Tranquilo, que no se me olvida.

—¿Seguro que irás?

—Seguro.

Estaba nerviosa. Tenía unas ganas locas de estar con Eduardo. Llevaba pensando en ello desde el día que le vi aparecer por la puerta de aquella sala de juntas. Acelerada fui a la habitación, abrí el armario y escogí los vaqueros más ajustados y una camisa de hilo blanco, con la que me veo especialmente guapa. Cogí el bolso grande y metí en él todo lo necesario.

Cuando me monté en el taxi estaba tan acelerada que di al conductor una dirección equivocada, concretamente la de casa de mi madre. Iba mirando por la ventanilla pensando en mi editor y en todo lo que me imaginaba que iba a pasar en esa habitación de hotel. Al llegar al portal de casa de mi madre pegué un grito que sobresaltó al taxista.

—¿Pero dónde coño estamos?

—Sánchez Martínez-Izquierdo, 17. Donde usted me dijo, señorita.

—Disculpe, es que me he equivocado. Vamos al Hotel Capitol, en Callao.

—¡Cómo están las cabezas, cielo santo, cómo están! —farfulló el taxista.

Siempre he pensado que el primer encuentro sexual con una persona nunca es el más placentero. Es difícil, porque para la plenitud de una relación es necesario conocer mínimamente los gustos del otro y que él conozca un poco los tuyos.

El corazón se me salía del pecho cuando llamaba con los nudillos a la puerta de la habitación 903, en el último piso. Eduardo me abrió descalzo, una camiseta blanca y unos vaqueros que le quedaban como le deben quedar los vaqueros a un hombre. Me besó en los labios. Pasé, cerró la puerta detrás de mí y me cogió por la cintura para empujarme hacia el salón de la
suite
. Encima de la mesa había un gintónic recién preparado y una botella de vino sin abrir. La habitación tenía dos estancias; la de la cama tenía una terraza desde la que se veía toda la Gran Vía madrileña. El saloncito, por su parte, tenía un ventanal en el que impedía la vista uno de los carteles luminosos más emblemáticos de Madrid, uno de los símbolos de la plaza de Callao. Pues justo detrás de ese cartel luminoso está el salón de la habitación 903.

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