Sexualmente (3 page)

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Authors: Nuria Roca

Tags: #GusiX, Erótico

El vestuario de chicas es otra cosa. Las mujeres entre nosotras no nos comportamos de manera tan natural, tan desinhibida. Nosotras nos miramos unas a otras los cuerpos buscando defectos, y cuando encontramos los de las demás nos sube la autoestima. Si la de la taquilla 18 tiene mucha celulitis, parece como que una tiene menos, y si descubrimos que a la rubia esa tan hortera se le están cayendo las tetas, las nuestras parecen más firmes.

Lo malo es que esa fingida seguridad se desmorona de la misma manera que las tetas de la rubia hortera cuando aparece en el vestuario la típica
superwoman
que o nació en el gimnasio, o el ejercicio le cunde más que a nosotras, a juzgar por el cuerpazo que tiene la muy...

Que digo yo que con ese cuerpo no sé para qué va al gimnasio, si ya lo tiene todo hecho. Va nada más que para fastidiar, la muy...

Esas mujeres se exhiben por el vestuario, se pasean desnudas de un lado a otro, caminan hacia la ducha muy despacio con la toalla en la mano; después se pasan media hora dándose crema hidratante en los pechos y en el culo, mostrándonos a las demás que no tienen ni un gramo de celulitis, que tienen todo en su sitio, que no se les cae nada. No las puedo soportar a las muy...

El resto fingimos que no nos hemos fijado en ellas, que seguro que son tontas y que pasan mucha hambre para estar así, que tampoco es para tanto y que si nosotras nos machacáramos tantas horas en el gimnasio estaríamos igual que ellas, o incluso mejor. Así que no sé de qué van. Las muy...

En los gimnasios, además de vestuarios, hay más cosas, como máquinas de pesas, bicicletas estáticas, máquinas que no sé para qué sirven y cintas para correr. En los gimnasios hay todo tipo de personas que van a hacer todo tipo de cosas. He visto a señores cerrar negocios importantes, hay aspirantes a actores que se promocionan, modelos preparándose para el próximo
casting
, e incluso gente que va allí a hacer ejercicio. La mayoría, sin embargo, creo que va a ligar. Es como un bar de copas, pero en sano. La gente dedica más tiempo a arreglarse para ir al gimnasio que para salir a cenar. Ellas con sus mallas y sus
top
perfectos, ellos con su camiseta dos tallas menos para marcar bíceps y pectorales. Entre pesa y pesa, ¡uy, mira cómo me doblo!; entre abdominal y abdominal, ¡uy, mira cómo me estiro! Como en cualquier discoteca, hay miradas de seducción, caiditas de ojos, sonrisitas cómplices. Todo va bien, hasta que se cruza por el medio alguna de las típicas
superwomen
, que desvían todas las miradas y hacen que el chico ese tan mono te ignore por completo. Las muy...

Para no sufrir este tipo de incómodas rivalidades, te das un lujo que habitualmente no puedes permitirte y decides contratar un carísimo entrenador personal que vaya a tu casa a explicarte los ejercicios y, lo que es mejor, a ayudarte a hacerlos de la manera adecuada. Ese es el colmo de las fantasías sexuales femeninas, en cuanto a las deportivas se refiere: un deportista en casa, un entrenador solito para mí. No sé si podré contenerme. Como el salón es mínimo, llevas casi todos los muebles a la habitación para hacer los ejercicios sin apreturas y sacar todo el partido que sea posible a esa hora que, queda dicho, cuesta una fortuna. Tú te has puesto monísima para hacer gimnasia, con tus mallas y tu
top
, cuando el entrenador llama al timbre. Fantaseas sobre el pedazo de hombre que habrá detrás de la puerta y la cantidad de cosas que vais a hacer en la próxima hora, que recuerdo que vale una pasta. Te miras una vez más en el espejo de la entrada, compruebas que sigues estando monísima y abres. Y se te viene el mundo encima. El entrenador es un tío casi enano, musculado como un
geyperman
, totalmente depilado, totalmente calvo y totalmente gay. Así que pasas la siguiente hora, que cuesta un dineral, haciendo flexiones y hablando de hombres con ese tío tan bajito y tan ancho.

Estoy valorando muy seriamente dejar definitivamente el deporte.

7. Tengo una cita

Por fin he quedado con el chico que me gusta. Desde que vino a trabajar aquí llevamos dos meses tonteando en el pasillo, en la máquina de café, en el ascensor, en la pausa para el cigarrito. Dos meses preparando el terreno para un encuentro que irremediablemente tenía que producirse.

La cita es el próximo viernes y sólo tengo dos días para los preparativos. Depilarme, manicura, pedicura, elegir lo que me pongo —que no tengo nada y habrá que comprar algo—, limpieza de cutis, pruebas de peinado, pruebas de maquillaje, dejar de comer inmediatamente y esperar que este maldito grano que empieza a despuntar en el centro de la nariz no vaya a más.

Lo primero es ir de compras y elegir un modelazo que tire de espaldas, algo sexy, pero elegante. Así que por esta vez nada de Zara, que un día es un día. Me voy de compras al barrio de Salamanca y después de visitar veinte tiendas por dentro y el escaparate de otras doscientas, por fin doy con la mía. Y encuentro el modelazo, que consiste en unos vaqueros ajustadísimos, que me quedarán mejor con dos kilos menos, que serán los que pierda de aquí al viernes con un poco de fuerza de voluntad y una dieta a base de ensalada de canónigos. Arriba, un
top
de seda a rayas horizontales de color verde que no es ni corto, ni largo. Que no parezca que quiero enseñar demasiado, pero que no vaya a pensar que quiero ocultar algo. Cuando ya estaba en la caja a punto de pagar el pastón que valían el
top
y el pantalón, mi vista se fija en una esquina de la tienda en la que hay una cazadora vaquera verde que me produce esa sensación de felicidad e ilusión que sentimos las mujeres por una prenda cuando nos ponemos frívolas, que en mi caso es casi siempre que voy de compras. Ya tengo pantalón,
top
, cazadora, y cuando salgo de la tienda, justo en la esquina, una zapatería con unas sandalias espectaculares de diez centímetros de tacón, y enfrente mismo un escaparate con un conjunto de ropa interior haciéndome imaginar que con él puesto seré absolutamente irresistible. Total, que el
top
, el pantalón, la cazadora, los zapatos y el conjunto le han dado un mordisco a la Visa del que tardaré en recuperarme medio año.

Por fin es viernes y sólo faltan cuatro horas y media para la cita, así que habrá que empezar a arreglarse. Antes de ducharme, me pruebo los pantalones para descubrir sobre el terreno los avances que han hecho en mi cuerpo tantos canónigos, y descubro que esos maravillosos vaqueros que me parecieron ideales en la tienda me hacen un culo horrible, aplastado, y en los muslos me salen dos bultos que en el probador no tenía. Comienza la desesperación. Saco del armario otro pantalón, y luego otro, y luego todos. Y no me convence ninguno, y el que me convence no pega con el
top
de rayas, así que busco otro
top
y tres camisas y seis jerséis, que nunca combinan como debieran con la cazadora verde, ni con las sandalias, ni con nada. Encima de mi cama hay una montaña de ropa y yo empiezo a desesperarme. Voy a ducharme.

Enfundada en mi toalla comienzo a hacerme el pelo con mi secador ultrapotente y mi cepillo alisador. Después de diez minutos dale que te dale, algo no va bien en el flequillo en general y con esa maldita onda en particular que es imposible de quitar. Con el maquillaje habrá que lucirse, porque, como era de esperar, aquel grano de la nariz que hace dos días era una promesa hoy es toda una realidad, y además le acompañan otros dos más, uno en cada lado de la barbilla. Si los uniera con una línea imaginaria obtendríamos un perfecto triángulo equilátero.

No sé en qué se habrá ido el tiempo, pero son las diez y cuarto y ya llego tarde. Así que me pongo lo primero que me iba a poner y salgo con mi culo aplastado y mis dos bultos a toda leche hacia el restaurante.

Él está esperando en una mesa apartada y me recibe de pie con dos besos. Parece pronto, pero nada más verle me pongo como una moto. El camarero trae la carta y empieza a enumerar todas las entradas posibles. Cuando termina la lista, yo digo la frase que decimos todas las mujeres en nuestra primera cita:

—Yo, la verdad es que no tengo mucha hambre.

Llevo dos días a base de ensalada de canónigos y me muero por un chuletón con patatas fritas. Sin embargo, pido lo que las mujeres, no se sabe bien por qué, creemos que hay que pedir en la primera cena con el tío que nos gusta:

—Yo, si eso, voy a tomar un pescadito.

De todas formas, ese ejercicio de contención queda en evidencia cuando, antes de que el camarero haya apuntado los platos, yo me he comido a pellizcos tres bollos de pan de los cuatro que había en la cestita.

Me cuesta controlarme después de la primera copa de vino, y mientras habla pienso en todo lo que le haría y sobre todo lo que me dejaría hacer. Qué calor. Además, después de dos días con el estómago medio vacío, el vino hace un rápido efecto y a media cena me doy cuenta de que alguna risa a destiempo se me empieza a escapar incontrolada. Él tiene una conversación interesante, pero yo más bien estoy pensando en lo mío. Y lo mío es que tengo un calentón más propio de una adolescente que de alguien tan contenida como yo que soy capaz de comerme un pescadito a la plancha estando muerta de hambre. Ha caído la botella entera, él pide la cuenta y yo estoy completamente eufórica. Será el vino, los canónigos o la mirada de este tío lo que me tiene desatada, pero yo no aguanto más.

—Conozco aquí cerca un sitio fantástico para ir a tomar una copa —me propone mientras firma la nota.

—Yo quiero ir al servicio —respondo.

—Vale, te espero —dice él.

—No quiero que me esperes, quiero que vengas.

—¿Adónde?

—Al servicio.

—¿Qué?

En ese momento me asusté de mí misma. Le estaba proponiendo a un tío en mi primera cita que fuéramos al servicio de un restaurante a echar un polvo. Yo jamás había hecho eso.

Después de unos segundos de un silencio cortante:

—¿Que qué has dicho? —insistió él.

—Nada.

—Ven conmigo.

Se levanta de la mesa, me coge de la mano y me lleva con una seguridad irresistible por un estrecho pasillo camino de los servicios. Llegamos, abre la puerta del de chicas y nos metemos en un váter. Yo no sé si ese tío se pasaba la vida haciéndolo en los servicios, pero tanta destreza en un espacio tan reducido no es normal. Mi excitación era bastante animal, así que me dejé de ñoñerías y me dejé llevar. Aquello no duró demasiado, porque él no duró demasiado y porque yo duré aún menos. Bastaron cinco minutos para disfrutar de una de las relaciones sexuales más intensas que jamás he tenido.

Después pasamos la noche en un hotel, aunque ya no fue lo mismo. Quedamos un par de días más, pero tampoco fue lo mismo. Al poco tiempo le ofrecieron un trabajo en Argentina y desapareció sin dejar rastro.

Transcurrido el tiempo de aquella relación sólo recuerdo aquellos cinco minutos en aquel servicio. Y los recuerdo orgullosa por haber podido hacer sin complejos justamente lo que me apetecía, salvo comerme el chuletón con patatas fritas.

Ahora tengo claro que siempre me como lo que me apetece.

8. La dependienta del «sex-shop»

Fui con una amiga a La Juguetería, un
sex-shop
que nos recomendaron, y como conclusión he de decir que me puse como una moto en ese lugar. Al principio iba tensa, porque cuando tienes cierta popularidad vas un poco con miedo a que te reconozcan en algún lugar comprometido. Sobre todo ahora, tal cual están las cosas con los programas del corazón —pero ese es otro tema del que os cuento más tarde—. Nada más entrar por la puerta, la dependienta, una negrita brasileña muy simpática, muy pequeña y muy guapa, se nos acercó y nos invitó a que tocáramos todos los objetos de las estanterías. Después de un ratito mirando aquellas monerías de plástico, mi amiga y yo comenzamos a relajarnos y empezamos a tocar sin tanto pudor aquellas pollas ficticias. La dependienta brasileña, que desde el principio nos había tomado por una pareja, se acercó a nosotras con un vibrador en la mano.

—Toca aquí —me dijo, señalando un vibrador chiquitito con forma de supositorio.

—No, si yo he venido para documentarme para un libro que estoy escribiendo —respondí.

—Sí, claro. Pero toca aquí.

Puse mis dedos en la punta de aquel pene, que comenzó a vibrar como un abejorro.

—Este es ideal para estimular el clítoris...

Desde ese momento la dependienta brasileña comenzó una visita turística por el
sex-shop
que para mí fue uno de los discursos eróticos más excitantes que he escuchado en mi vida. Tanta naturalidad en la explicación de aquella negrita tan sensual era impactante.

... mirad este otro, que es para el punto G; o este que te va a servir para estimularla analmente... Tengo esta crema de frío-calor que os aseguro que es fantástica. Póntela en los labios y verás lo que sientes. Ese ardor, mezclado con el intenso frío que ahora sientes en la boca, imagínatelo en el clítoris. Además, se puede chupar sin ningún problema, que sabe a menta... Pasad a este cuarto, que os voy a enseñar unas esposas por si queréis jugar más duro...

Así siguió un rato, y cada vez que hablaba, dando por hecho que éramos pareja, yo me iba excitando más y más. Miré a mi amiga y descubrí que ella estaba igual. De repente me cogió la mano, creyéndose el papel de pareja que estábamos interpretando, y yo acepté encantada.

—Nos llevamos la crema y el vibrador grande —dijo mi amiga, tomando claramente la iniciativa.

—Suerte con el libro, y sigue documentándote —me dijo la dependienta.

—A eso vamos —contestó mi amiga con un descaro desconocido para mí.

A la salida del
sex-shop
caminamos un rato por la Gran Vía. Al llegar a la puerta de un hotel mi amiga se detuvo.

—¿Te has acostado alguna vez con una mujer? —me preguntó.

—Yo no, ¿y tú?

—Claro. A mí me gustan las mujeres; ¿y a ti?

—A mí no, pero fantaseo con ellas.

Me cogió de la mano y subimos a una habitación de aquel hotel de la Gran Vía, donde tuve mi primera experiencia lésbica. Mi amiga sabía mucho de mujeres heterosexuales que fantaseaban con otras mujeres. Se notaba que por su cama habían pasado unas cuantas y conocía perfectamente lo que me apetecía, mis dudas, mi nerviosismo y mi excitación. Esa era evidente. Me dijo: «Déjate llevar», y eso hice. Fue fabuloso, diferente; me gustó.

Mi amiga aseguraba que todas las mujeres tienen fantasías lésbicas, y las que no las tienen no están vivas. Ella sabrá.

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