Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (2 page)

—¡Peligro! ¡Peligro justo delante! —gritó Kaymid hacia cubierta con una voz aguda por efecto del repentino miedo—. ¡Tierra, bajíos rocosos!

En la cubierta el capitán agitó la mano, dándose por enterado, y soltó el catalejo que llevaba atado al cinturón, aunque más por costumbre que porque tuviera ninguna fe en la vehemencia del joven Kaymid. El capitán Blethis era hijo de marinero y nieto de pirata. El mar le corria por las venas; había sido su hogar durante casi sus cuarenta y pico años de vida, y era capaz de guiarse por las estrellas y los vientos mejor que cualquier otro. Según sus cálculos el
Legítimo Soberano
estaba en alta mar, a días de distancia de tierra. Tan seguro estaba de ello que apostaría su parte del tesoro de los elfos.

Blethis alzó el catalejo y entonces retrocedió, parpadeó y a continuación entrecerró los ojos para mirar más atentamente la imagen que revelaba. Verdaderamente había tierra delante de ellos, una barrera aún más peligrosa de lo que sugería el aviso de Kaymid. Los sesgados rayos del sol de ultima hora de la tarde encendían las islas: los bancos de arena eran de color rosa pálido y las rocas formaban un jardin mortal de crepusculares rojizos y anaranjados.

—¿Un arrecife de coral tan al norte? —murmuró Blethis incrédulo. El capitán giró sobre sus talones y ordenó a gritos a su tripulación que virara al norte.

—Anule esas órdenes.

Estas palabras fueron pronunciadas suavemente, pero por arte de magia se oyeron en toda la embarcación. Los marineros vacilaron y dejaron lo que estaban haciendo, divididos entre el peligro, visible ahora para todos, y el temor que les inspiraba quien había hablado.

De la bodega emergió una figura ágil y delgada, que se envolvía en una capa para proteerse del frío y de las salpicaduras del gélido mar.

—Sigue adelante —dijo con calma, dirigiendose al timonel, inmóvil en su puesto—. No hay ninguna necesidad de alterar nuestro rumbo.

—¿Ninguna necesidad? —repitió Blethis sin dar crédito a lo que oía—. ¡Ese coral puede atravesar un barco más rápidamente que un hacha enana un pedazo de queso!

—Usted mismo ha señalado la improbabilidad de toparse con un escollo de coral en estas frías aguas —replicó la figura embozada—. No es más que una ilusión.

El capitán alzó de nuevo el catalejo para echar otro vistazo a la formidable barrera, y afirmó:

—A mí me parece sólida. ¿Está seguro de que no lo es?

—Totalmente seguro. Seguiremos adelante. Que el contramaestre transmita el mensaje a los demás barcos.

El capitan Blethis dudaba, pero se encogió de hombros y siguió las indicaciones de la figura. El capitán se lo jugaba todo —su posición, su parte del botín e incluso su vida—, pero sospechaba que su impreioso pasajero tenía lo mismo en juego, o más.

Pese a ser el capitan del navío, Blerthis era poco menos que un asalariado, ya que el barco que capitaneaba pertenecía al elfo. Seguramente todos los barcos de la flota le pertenecían.

El elfo. Blethis no salía de su asombro de que un elfo mandara una fuereza de invasión contra los de su propia raza. Aunque, después de todo, los humanos guerreaban sin parar entre ellos, y no debería sorprenderle que los elfos fuesen iguales. Pero le sorprendía. Claro que, en su barco y en otras naves, había otros elfos y, por lo que Blethis sabía, todos ellos estaban decididos a derrocar a la reina elfa y hacerse con el poder. A Blethis le parecía de perlas, sobre todo porque esos elfos compartirían los despojos de la guerra, y la gloria de la conquista, con sus aliados humanos.

Siempre y cuando sobrevivieran al viaje.

El capitán se dirigió a la proa del barco y contempló en silencio cómo se aprocimaban al arrecife de coral. Algunos miembros de la tripulación prefirieron dar crédito a sus ojos antes que a las palabras del misterioso elfo noble y saltaron por la borda para tratar de llegar a nado a la costa.

—Déjalos —ordenó el elfo—. Muy pronto se darán cuenta de su estupidez y los barcos que nos siguen los recogerán.

Blethis asintió con aire ausente, los ojos fijos en los escollors que se acercaban. Instintivamente, se preparo para la primera sacudida, cuando la quilla rascara contra el coral sumergido, pero nada ocurrió. Casi sin atreverse a respirar, el capitán se mantuvo tenso y vigilante mientras el timonel iba sorteando las rocas de color sangre sin tocar ninguna. En realidad, no tocaba nada. Blethis no hubiera creído posible tal maestría en el arte de la navegación de no haber sido testigo de ella.

Pero había sido un esfuerzo inútil, pues en pocos segundos la primera de las islas se alzaba justo ante ellos; una costa rocosa que no dejaba lugar a la esperanza, dominada por una densa espesura. Estaban tan cerca que percibían incluso el penetrante olor de la tierra de marga y el profundo y entreverado perfume de la vegetación. Un insecto de gran tamaño voló a su lado sin hacer ruido alguno. Instintivamente, Blethis le dio un manotazo y falló.

De repente, un extraño aullido prolongado rasgó el tenso silencio; provenía del espeso bosque y les llegaba en espeluznantes oleadas. La llamada pronto fue coreada por otras criaturas de gran tamaño, a juzgar por sus bramidos, que resonaban con el timbre de quien se relame por anticipado.

Blethis se estremeció. Había oído antes esos gritos, mucho tiempo atras, cuando su barco se acercó demasiado a las costas de las selvas de Chult. Si el elfo se equivocaba, si el barco encallaba en esa escarpada costa, podían darse por muertos.

Para asombro y alivio del capitán, el barco atravesó la cala y las rocas y surco el «bosque» que poblaba la isla tan fácilmente como si cortara la niebla. Los colores de la formación de coral y el exuberante follaje se desvanecieron ante el barco y los atónitos marineros.

Blethis alzó una mano y contempló los dibujos que se proyectaban en ella. Eso le trajo a lla memoria un lejano día de su infancia en el que, de pie en la base de un arco iris, contempló los colores que se derramaban sobre sus pies desnudos. Pese a su impresionante apariencia, el arrecife de coral no era más sólido que un arco iris.

—De modo que ésas eran las defensas de Siempre Unidos —murmuró.

La única respuesta del elfo fue una débil sonrisa.

—¡Se acerca tormenta! —gritó el joven vigía—. ¡Viene hacia nosotros y muy rápido!

Esta vez el catalejo no era necesario. La tormenta se aproximaba hacia ellos a una velocidad sobrenatural. Pocos segundos después de que Kaymid diera la alarma, el cielo se descubrió de furiosas nubes de color púrpura, que arrojaban rayos a unas olas de pronto encrespadas.

Un torbellino descendió de las nubes hacia el mar, seguido de otros, hasta llegar a la veintena. Las aguas hervían, al tiempo que hambrientas nubes se abalanzaban sobre las olas y los embudos se iban haciendo más oscuros y poderosos con la fuerza de las embravecidas aguas que succionaban. Las trombas empezaron a rodear la flota, como una manada de lobos.

—Dime que esto es otra ilusión, elfo —imploró Blethis.

—La tormenta es muy real —respondió el elfo arrebujándose en los pliegues de su capa—. Sigamos adelante.

El primer oficial, un fornido pirata cuyo rostro había adquirido un tono verdoso que ocultaba su herencia calishita, se tambaleó hacia el capitán y aferrándolo por el brazo lo urgió:

—Ya hemos tenido suficiente, Blethis. ¡Da la orden de dar media vuelta!

—¡Recuerda el tesoro! —le exhortó el capitán, al leer los ojos del pirata la intención de amotinarse. Blethis sabía que su primera oficial apostaba a las cartas, a los dados, a las peleas de gallos y sólo los dioses sabían a qué más, y también que tenía mala suerte en todos esos juegos. Por esa razon debía cantidades ingentes de dinero a personas dispuestas a emplear cualquier medio para cobrar. El capitán sabía que ese viaje era su última oportunidad.

—Los tesoros no sirven de nada a un hombre muerto —replicó el primer oficial. Sus palabras no eran únicamente la admisión de que se encontraba en un buen apriento, sino también una amenaza de muerte. El hombre soltó el brazo del capitán, se saco un cuchillo curvo del fajín y lo levantó.

Mientras la hoja descendía hacia la garganta del capitán, el elfo pronunció una extraña palabra e hizo un leve gesto con uno de sus dorados dedos. Instantáneamente, todo el cuchillo, desde la punta al mango, se puso al rojo. El pirata, tras retroceder, erró el blanco. Al punto soltó el arma encantada con un aullido de dolor y agitó sus dedos chamuscados.

Blethis estrelló su puño en la cara del traidor y fue recompensado con un curjir de huesos. Entonces se dispuso a golpear de nuevo. Esta vez lanzó un gancho con el que le incrusto los huesos rotos en el cráneo.

El primer oficial murió al instante y cayó pesadamente en la cubierta. Blethis estuvo tentado de propinarle un par de puntapiés, por si acaso, pero el barco empezó a cabecear y bambolearse, y no estaba seguro de poder hacerlo sin caerse de espaldas.

—La tormenta no nos hará ningun daño —afirmó el elfo con calma, como si el intento de motín nunca hubiera existido—. Se debe a la mano de una diosa, una manifestación de Aerdrie Faenya, Señora del Aire y el Viento. Los barcos elfos pueden atravesar el temporal sin sufrir ningún daño.

Justo entonces, como para rebatir esas palabras, un relámpago iluminó el cielo y un ruido ensordecedor se impuso al rugido del viento, que iba en aumento. Blethis alzó el catalejo justo a tiempo de ver el mástil de un barco lejano que se astillaba y caía. Las velas engrasadas, que habían sido arriadas al primer signo de la tormenta, ya ardian. En pocos instantes el buque se convertiría en una antorcha. Blethis lanzó una mirada interrogadora al dueño del barco.

—Los barcos hechos por humanos nos han ayudado a llegar hasta aquí —explicó el elfo después de alzarse de hombros—. Ni siquiera los piratas más voraces de Nimbral atacarían una flota de estas proporciones. Algunas humanos se han convertido en alimento para las hambrientas criaturas del mar ya algunos barcos han sido entregados a Umberlee a modo de peaje, pero ahora nos aproximamos a nuestra meta y es hora de hacer una criba. La mayoría de las embarcaciones humanas seran destruidas mucho antes de llegar a Siempre Unidos.

Blethis se aferró a la batayola y trató de asimilar esa cruel declaración, asi como el hecho de que iba a perder casi la mitad de la flota.

—Pero incluso asi nos quedarian casi sesenta barcos elfos —insistió el capitán, levantando la voz para hacerse oír en medio de la tempestad—. ¡Es una fuerza de invasión! Sean o no barcos elfos, los habitantes de Siempre Unidos se daran cuenta de nuestras intenciones. ¡Ahora nuestras posibilidades de vencer son menores que cuando me contrató!

—Es usted más astuto de lo que parece, capitán Blethis —contestó fríamente el elfo con su extraña sonrisa—. No se preocupe. No todos los barcos se dirigen al mismo puerto. El
Legítimo Soberano
sera una de las tres embarcaciones que atracarán en Leuthilspar, y le aseguro que la reina Amlaruil nos recibirá.

—Pues no iba tan desencaminado —soltó acaloradamente Blethis, al tiempo que empujaba al primera oficial con la bota—. Y no seré el ultimo en levantarme en armas para poner fin a este viaje. Si tiene alguna buena noticia, éste es el momento de comunicármela.

—Escuche, pues, y asi podra apaciguar los temores de la tripulación y concentrarse en su misión —respondió el elfo—. Uno de los elfos que van a bordo de este barco es Lamruil, el hijo menor de la reina Amlaruil y del difunto rey Zaor. Si todo ha salido como nuestros aliados planearon, es el único príncipe real vivo y, por lo tanto, el unico heredero al trono de Siempre Unidos. —El elfo hizo una pausa y una sombra de desagrado cruzó su rostro dorado—. Pese a que el príncipe Lamruil no es más que un insignificante jovenzuelo, su presencia en este barco nos confiere un enorme poder.

»A la reina no le quedará otro remedio que recibirnos —concluyó el elfo con sombría satisfacción—. El futuro de Siempre Unidos, sea cual sea, está en manos de su despreciable mocoso.

—Majestad, vuestros consejeros os aguardan en la sala del trono.

La reina Amlaruil asintió, pero sin apartar la mirada del rostro inmóvil de su hija primogénita.

—Ahora mismo voy —dijo con voz desprovista del más leve indicio de cansancio o dolor.

El cortesano hizo una reverencia y dejó sola a la reina con la princesa yacente.

Ilyrana, ése era el nombre que Amlaruil había impuesto a su hija muchos años atras, un vocablo que en lenguaje elfo culto significaba «ópalo de insólita belleza». Ilyrana era una niña preciosa, tanto como la piedra preciosa que le daba nombre: cabello blanco con reflejos de verde más pálido, cutis luminoso tan claro que al ruborizarse adquiría un tono azulado y grandes ojos solemnes que, segun la luz y su estado de ánimo, iban del color de las hojas de primavera al azul profundo del mar en verano. La reina se percató con añoranza de que Ilyrana seguía siendo bella incluso en el sueño de muerte que se había apoderado de ella desde la batalla, dos noches atras.

Al igual que la mayor parte de los clérigos del Seldarine, Ilyrana había ido a luchar contra el aterrador ser que el dios maligno Malar, Señor de las Bestias, había liberado en la isla de los elfos. Muchos sacerdotes y sacerdotisas cayeron en la batalla. Ilyrana simplemente se había marchado, aunque había dejado atrás su cuerpo. A Amlaruil no le sorprendió, pues su primogénita siempre había un no sé qué de sobrenatural. Conociendo la total dedicación de Ilyrana a Angharradh —la diosa a la que servia—, la reina sospechaba que su hija había proseguido la lucha hasta su fuente original, y que en esos precisos momentos prestaba su apoyo a Angharradg. Si era asi, la diosa contaba co una ayuda formidable.

Y si era así, era muy improbable que Ilyrana regresara. Pocos eran los elfos que podían conformarse con el mundo mortal después de vislumbrar Arvandor, incluso en circunstancias tan funestas comolas presentes.

Amlaruil susurró una plegaria y un adiós, y entonces se alejó de la cabecera de su hija. Todo Siempre Unidos la esperaba y no había tiempo para las tragedias personales.

La reina se dirigió rauda a la sala del trono. Una gran concurrencia la aguardaba: las supervivientes del Consejo de Matronas, representantes de todos los clanes nobles, líderes de los guerreros elfos, incluso algunas de las otras criatruas fantásticas que se habían establecido en Siempre Unidos y que luchaban del lado de los elfos. Todos se arrodillaron en presencia de la reina.

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