Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (3 page)

Como de costumbre, Amlaruil se inclinó profundamente ante su pueblo y les pidió que se levantaran para ocuparse de lo que tenían que tratar. Después de sentarse en el trono llamó a Keeryth Yelmobruno, el guerrero de la luna que comandaba las defensas de la isla, para que diera su informe.

Pero el destino no quiso que Keryth tomara la palabra.

La explosión fue repentina, silenciosa, y devastadora. No hubo un fragor sordo ni vibración que hiciera temblar por empatía a las torres de cristal de la ciudad, ni siquiera tembló el mosaico de piedras semipreciosas que todos pisaban. Pero no hubo ni un solo elfo en la sala, ni en Siempre Unidos, que no lo noara ni dejara de comprender lo que significaba.

Los Círculos habían sido destruidos. La magia singular de Siempre Unidos había desaparecido.

La encarnizada batalla por el dominio de la isla de los elfos se había prolongado durante cinco días. Ejércitos de monstruos emergieron del mar y descendieron de los cielos, magos humanos de poder indescriptible habían desafiado la red de magia elfa, barcos cargados con guerreros a caballo habían atacado la isla desde todos lados. Y lo que era peor, criaturas del averno habían hallado un camino hacia la isla, mancillaron el refugio que era Siempre Unidos y mataron a muchos de sus mejores defensores. Sin embargo, a pesar de estar exhaustos, los sitiados mantenían el ánimo.

Pero este último golpe era más de lo que podían soportar.

Moviéndose como en un sueño, la reina Amlaruil se levantó del trono y se acercó a una ventana. El panorama que se ofreció a sus ojos era de lo más extraño: las calles de Leuthilspar, que momentos antes hervían de guerreros que se reunían para contrarrestar la enésima amenaza procedente de la costa, guardaban un completyo silencio. Los elfos se habían quedado inmóviles por un ataque de angustia.

Amlaruil levantó la vista hacia el norte. Allá a lo lejos, en los bosques más densos y antiguos de Siempre Unidos, solían erigirse hacia el cielo las agujas gemelas de las Torres del Sol y la Luna. Ahora habían desaparecido, y los archimagos de Siempre Unidos con ellas. Amlaruil se permitió un momento de duelo por la pérdida de quienes habían sido sus amigos durante siglos.

La reina se volvió hacia sus consejeros, quienes por una vez, se habían quedado sin habla. Todos sabían lo que significaba. Lo único que podía destruir las Torres era otro poderoso Círculo de archimagos y en aquella época en la que los poderes eran limitados y la magia desaparecia, solo podía crearse tal magia en Siempre Unidos. Acosados por todas partes, se habían mantenido firmes. El golpe devastador, el único para el que no estaban preparados, era esa traición.

Finalmente Zaltarish, el viejo escriba de la reina, puso palabras a la tragedia.

—Siempre Unidos está perdido, majestad —susurró—. El crepúsculo de los elfos ha llegado.

Primera Parte
Los hilos que tejen la leyenda

«Si me pides consejo —y lo has hecho— te diría que dejaras esa tarea en manos de tu tío Khelben. De vosotros dos, es el que más se lo merece. No obstante, puesto que no pareces ser de naturaleza vengativa, puedes empezar esta historia por el principio. En mi opinión, no puedes contar la historia del pueblo elfo sin hablar de los dioses; yo he conocido a muchos elfos que te harian creer que hay muy poca diferencia entre ellos y los dioses.»

Extracto de una carta de Elminster del valle de las Sombras

1
Las guerras de los dioses

Antes del principio de los tiempos, antes de que el legendario reino conocido como Faerie iniciara su ocaso, existía el Olimpo.

El Olimpo, hogar de los dioses, era un lugar vasto y maravilloso; con mares límpidos de cuyas profundidades brotaba nueva vida, seres que a su debido tiempo poblarían los mundos que nacían bajo miles de soles; con verdes pastos tan fantásticamente fértiles como las mentes de los dioses que hollaban; jardines como vastas y espléndidas puestas de sol; y Arvandor, el bosque en el que vivían los dioses elfos.

Y en Arvandor buscaba refugio, herido, abatido y más cerca de la muerte de lo que nunca había estado un dios elfo.

Era Colleron Larethian, líder de los dioses elfos. Era ágil, dorado y hermoso pese a los estragos de la batalla. Aunque estaba gravemente herido, corría con una gracia y velocidad que un gato montés envidiaría. Pero su rostro mostraba una tensa expresión de frustración. Per su rostro mostraba una tensa expresión de frustración, y con una mano apretaba con fuerza una vaina vacía que llevaba a la cintura.

Corellon era un guerrero —el padre de todos los guerreros elfos—, y no deseaba otra cosa que quedarse y luchar hasta el final de la batalla. Sin embargo, su arma estaba hecha pedazos y él había jurado que no usaría su magia divina contra su enemigo. No tenía más remedio que huir, ya que si Corellon caía —él, que era la esencia de la fuerza, la magia y la belleza de los elfos—, el pueblo elfo estaría condenado.

Su único consuelo era que, por cada gota de su sangre que se vertiera, nacería un niño elfo. Así había sido en el pasado. No era la primera batalla que libraba con Gruumsh, y sospechaba que no sería la última

El combate se prolongaba desde el alba y pronto llegaría el ocaso. Ensordecido por los latidos de su propio corazón, el Señor de los Elfos buscó un lugar donde refugiarse y descansar unos momentos. Pero tales lugares no abundaban en el Páramo, donde sólo había colinas que se perdían en el infinito, mares poco profundos de turba y unos pocos árboles empecinados. Cerca de él crecía un ciprés bajo y contrahecho, cuyas ramas retorcidas y casi desnudas colgaban hasta el suelo.

Corellon se agachó para que lo acogiera la exigua combra y se dejó caer para descansar. Mientras lo hacía, sus ojos recorrían las colinas y trazaba planes para una batalla en la que aín no podía verse implicado. Desde luego, el Páramo poseía una cierta belleza austera, pero no era el lugar más adecuado para un dios elfo; Corellon estaba fuera de lugar, y lo sabía.

El Olimpo no tenía límites finitos y englobaba los diferentes conceptos de lo que era el paraíso para cada pueblo. El Páramo había sido elegido como cortesía a otro dios, uno al que Corellon había llamado a parlamentar: Gruumsh, el principal dios de los dioses orcos.

Gruumsh estaba en su elemento en los escabrosos páramos, colinas y montañas de un centenar de mundos. El Señor de los Orcos nunca habría podido vencer a su homólogo entre los árboles de Arvandor, pero allí la ventaja era suya. Y el entorno familiar parecía haberlo envalentonado; desde su primer golpe Gruumsh se había mostrado cada vez más seguro y había hecho gala de mayor decisión que nunca. Ahora, perseguía empecinadamente al dios elfo.

Corellon divisó a su enemigo, que salvaba rápidamente una distante colina. Gruumsh casi doblaba en altura los retorcidos árboles del Páramo, tenía un cuerpo musculado y llevaba una armadura de cuero gris casi tan resistente como una malla de factura elfa. Su hocico, semejante al de un oso, tembló mientras husmeaba el aire en busca del rastro del Señor de los Elfos, y la lanza de hierro le rebotaba en un hombro al caminar. El brutal dios sangraba casi tan profusamente como Corellon, pues el combate entre ambos había sido largo y feroz. La diferencia era que el Señor de los Orcos aún conservaba sus armas, mientras que los trozos de la espada de Corellon yacían diseminados entre los brezos.

Mientras contemplaba el avance del dios orco, Corellon comprendió por primera vez lo estúpido que había sido. Había invitado a Gruumsh al Olimpo para hablar de cómo poner fin a la devastadora guerra entre los orcos de Gruumsh y sus elfos, una guerra que amenazaba con rasgar el mismísimo Tejido del antiguo reino de Faerie. Corellon lo invitó, Gruumsh aceptó, y luego lo traicionó.

El Señor de los Elfos asumía su responsabilidad. Pese a que le hubiera gustado decir que había tratado a Gruumsh como a un enemigo honorable, demostrándole buena fe y esperando lo mismo de él, lo cierto es que no le sorprendió lo más mínimo que el Señor de los Orcos rompiera la tregua. De hecho, Corellon había renunciado a cualquier ventaja, porque nunca se le había pasado por la cabeza que podía perder una batalla.

Era orgulloso, quizá demasiado, tal como lo eran sus hijos elfos. Corellon conocía perfectamente la astucia y la ferocidad de su adversario orco y, no obstante, había confiado en su superioridad agilidad y en
Sahandrian
, su fabulosa espada. Aún no comprendía cómo el dios orco se las había ingeniado para atravesar el metal y vencer la magia de
Sahandrian
con una simple hacha oxidada que manejaba con una sola mano.

Finalmente, llegó a la conclusión de que había sido una traición; era la única explicación, ya que
Sahandrian
no era una espada normal y corriente. Él mismo la había forjado; había trabajado muchos siglos para hacerla y encantarla. Y él no había sido el único dios que intervino en su creación. Sehanine Moonbow, la diosa elfa del claro de luna y los misterios, había dotado a su resplandeciente hoja de magia lunar, y puesto que la belleza es poderosa por sí sola. Hanali Celanil había convertido la empuñadora de una obra de arte repleta de gemas y trabajadas tallas. En la hoja había grabado runas que representaban, ya acaso capturaban, la fuerza imperecedera del amor elfo. Su amada Aurashnee, la diosa de los artesanos y del destino elfo, había tejido con sus propias manos la funa de seda de complejo diseño que iba dentro de la vaina de Corellon y lo envolvía en una red mágica.

Todas estas diosas tenían adoradoras entre el pueblo, y era posible que un alto clérigo se hubiera dado cuenta de la esencia mágica de su amada, y que hubiera vuelto este conocimiento en contra del dios de los elfos.

Pero ¿por qué? ¿Qué podría impulsar a un elfo a volverse contra sus propios dioses? Era una pregunta que Corellon nunca antes se había planteado, porque no había sido necesario. Pero ahora, mientras contemplaba el cielo púrpura del crepúsculo y el avance del Señor de los Orcos, lo obsesionaba.

La solitaria luna del Olimpo, una esfera ámbar que palidecía y adquiría una tonalidad plateada mientras ascendía, llegó a la cima de las colinas. La luz que emitía proyectaba una descomunal sombra que se extendía por delante del Señor de los ORcos. Al notarlo, Gruumsh dejó al descubierto sus colmillos en una salvaje mueca. Tanto la brilllante luz de la luna como el terreno abierto eran sus aliados, pues le facilitaba la busca de su rival.

Un leve movimiento en el horizonte llamó la atención del dios orco. No era más que un resplandor, semejante a las luces multicolores que danzaban en los fríos cielos septentrionales en uno de los mundos favoritos de Gruumsh, pero reconoció de dónde provenía y sonrió. Sehanine.

Gruumsh odiaba a todas las deidades elfas y aborrecía sus hijos e hijas mortales —aunque no tanto—, pero abrigaba una especial animadversión por esa moza. Pese a ser menuda como una chiquilla, pálida como la luz de la luna y tan insípida como la carne sin sangre, la diosa Sehanine era un poderosa rival. Eso ofendía a Gruumsh. Las hembras orcas solían ser más bajas y más débiles que los machos y, por lo tanto, poseían mucho menos poder. Uno de los preceptos que aprendían los jóvenes orcos era: «Si Gruumsh hubiera querido que las mujeres mandaran, les hubiera dado músculos más grandes». Desde luego, no las habría equipado con la magia sobrentarual de Sehanine ni con esa sutil mente que ningún guerrero orco podía sondear. Corellon ya era bastante fastidioso, pero al menos Gruumsh sabía qué podía esperar de él: lucha directa, sangrienta y estimulante. Eso era lo que el Señor de los Orcos somprendía y respetaba.

El orco contempló con aprensión cómo las luces danzantes se unían y formaban una esbelta figura femenina. Sehanine avanzó hacia él como una nube de luz, haciéndose más sólida a cada paso. La noche era su elemento, y ella parecía alimentarse de la luz de la luna y extraer poder de ella. En las manos portaba una brillante espada, con la punta hacia arriba.

Un algo inherente a los dioses dijo a Gruumsh que no era un arma normal y corriente. No, esa espada estaba viva. Estaba tan viva y resultaba tan problemática como cualquier mundo elfo, y todos los seres vivos que lo habitaban, y su poder era tan grande como el sol que calentaba ese mundo y los cielos que lo sostenían. El asombrado orco se dijó en las miles de diminutas estrellas que se arremolinaban en la maravillosa hoja y notó la magia que latía en ella y que la recorria como olas de un océano.

Era
Sahandrian
, la espada de Corellon. ¡Nueva e intacta por arte de magia!

La sorpresa se tornó al punto rabia, y Gruumsh lanzó un furioso bramido que resonó por el Páramo como un trueno. El momento de mayor orgullo del Señor de los Orcos fue cuando hizo añicos esa espada y vio cómo los refulgentes fragmentos palidecian y finalmente desaparecían. Pero una esmirriada elfa le había estropeado su gran triunfo. El odio que Gruumsh sentía hacia la diosa de la luna se multiplicó por mil, y lanzo a gritos un aterrador juramenteo de venganza contra ella y todos los elfos.

Pero Sehanine siguió caminando, sin dignarse siquiera a mirar al furioso Gruumsh. La diosa subió la colina, paso por su lado y empezo a descender hacia el valle, moviéndose a una distancia fácilmente alcanzable por una lanza.

El dios orco arrugó el ceño ante ese insulto tácito, cogió rapidamente la lanza que llevaba a la espalda y tomó impulso para arrojarla.

El leve sonido debió de alterar a su objetivo, pues la diosa se volvió hacia él con una expresión de ligero desdén. Entonces, a una velocidad increíble, apuntó a Gruumsh con la espada elfa como si se tratada de la vara de un mago. El arma lanzó una única pulsación de luz plateada, que envolvió al dios orco en una reluciente esfera. Cegado y gruñendo de rabia, Gruumsh cerró una mano y se golpeó los ojos con el puño para tratar de desterrar las estrellas que flotaban y giraban detras de sus párpados.

Cuando el Señor de los Orcos recuperó la visión, la diosa ya estaba muy lejos del alcance de su lanza. Sehanine estaba de pie junto a un retorcido cprés cuyas raíces se aferraban a la cima de la siguiente colina. El orco vio con consternación que no estaba sola; un guerrero dorado que le era muy familiar avanzaba rápidamente hacia ella. Sehanine se arrodilló ante él y le ofreció
Sahandrian
. Las luces que se arremolinaban dentro de la espada elfa llamearon y brincaron cuando su legítimo propietario la empuñó.

Gruumsh agitó su lanza, que ya no le servia de nada, y se puso a danzar de rabia.

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