Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (53 page)

Xharlion y Zhoron eran pequeñas réplicas de su padre. Robustos y testarudos, habían heredado las marcadas fac­ciones de su padre —incluido el hoyuelo en el centro de la barbilla—, así como los característicos rizos azul zafiro de Zaor. Amlaruil no podía evitar sonreír nostálgicamente cada vez que los veía, algo que, por desgracia, sucedía muy poco a menudo.

—Lord y lady Craulnober os han acogido —les recordó con fingida severidad—. Debéis obedecerlos como me obedeceríais a mí y estudiar aplicadamente todo lo que te­néis que aprender.

—¿También a bailar? —exclamó Xharlion, pronun­ciando la palabra «bailar» con un agudo desprecio—. ¿De qué les sirve bailar a los guerreros de Siempre Unidos?

—Es tradición de los Craulnober enseñar a todos los jó­venes elfos que tienen bajo su cargo los adornos de la corte además de la destreza en el campo de batalla. Y debo aña­dir que es una costumbre que apruebo de todo corazón. La vida no nos exige una única tarea, por lo que un elfo noble debe ser capaz de comportarse como es debido en muchas circunstancias. A ver, ¿qué tenéis contra el baile? ¡Para un elfo es algo tan importante y tan natural como la magia!

—Bueno, ambas cosas no son tan malas cuando las po­nes juntas —observó el pequeño Zhoron, y sus ojos azules brillaron maliciosamente. Los hombros de los gemelos se agitaron al rememorar con regocijo los acontecimientos de la mañana.

Amlaruil tuvo que hacer un esfuerzo por no compartir su hilaridad. Pero la imagen de la tranquila Chichlandra Craulnober chillando y agarrándose las faldas estuvo a punto de dar al traste con su resolución.

—No deberíais haber lanzado ese hechizo para que lady Chichlandra bailara en el techo —los riñó.

—Lady patas de pollo —improvisó Zhoron, y ambos gemelos volvieron a retorcerse de risa—. ¡Tendría que lle­var unos bombachos más largos!

—Y, además, baila como un pollo —añadió Xharlion. El muchacho se puso las manos bajo las axilas y movió los brazos como si fueran alas, al tiempo que ejecutaba con amaneramiento los primeros pasos de una danza en círculo. Su imitación de la sonrisa tensa y repipi de lady Chichlandra era tan perfecta que resultaba inquietante.

Finalmente Amlaruil sucumbió y lanzo una risa aho­gada, lo que le valió un par de idénticas sonrisas de com­plicidad.

—No penséis ni por un momento que apruebo lo que habéis hecho —advirtió a los pilludos—. Da igual qué opi­néis del baile de lady Chichlandra o de sus piernas, pero debéis mostrarle el debido respeto. Aterrorizar y avergon­zar a vuestra anfitriona no es el comportamiento que es­pero de vosotros.

El tono de auténtica decepción de su voz acabó pene­trando en el ánimo bromista de los gemelos. Ambos mur­muraron sus disculpas y, cuando Amlaruil los despidió, no saltaron por la ventana como tenían por costumbre, sino que salieron andando de la habitación y continuaron an­dando por el pasillo que conducía al jardín. No obstante, pocos segundos después ya habían encontrado sus espadas de madera y luchaban con gran entusiasmo, lanzando gritos de batalla tan fuertes que amedrentarían incluso a un ogro bien armado.

Amlaruil suspiró mientras los miraba jugar, lamen­tando que su trabajo en las Torres la impidiera pasar más tiempo con ellos.

—Aquí los educan bien, señora —le aseguró un Rennyn Aelorothi salido de las sombras, que se colocó junto a ella. El elfo dorado era un asiduo visitante del alcázar y se con­sideraba ya un segundo tutor de los gemelos—. No hay en todo Siempre Unidos mejor maestro de armas que Elanjar Craulnober.

—¡Caramba! —exclamó la maga, volviéndose hacia Rennyn para dirigirle una sonrisa—. ¡Jamás pensé que llegaría a oír de tus labios tal elogio hacia un elfo pla­teado!

—En los últimos diez años he visto muchas cosas —res­pondió Rennyn, encogiéndose de hombros—. Las cosas no son tan sencillas como yo creía y, al contrario de lo que pensamos los elfos dorados, sí tenemos parangón. Hay cul­turas elfas muy diferentes de la de Siempre Unidos, pero igualmente respetables.

—Eso me decías antes. Cuéntame más cosas de los el­fos de las Moonshaes —le urgió. Rennyn acababa de re­gresar de esas islas y deseaba extenderse sobre el tema.

—Son feroces guerreros y magníficos jinetes. La verdad, a lomos de sus caballos parecen auténticos centauros —con­tó con entusiasmo—. Su magia también es diferente de la nuestra y está íntimamente unida a la tierra. Incluso a un elfo le costaría mucho encontrar el valle en el que moran, pues la magia lo oculta a las miradas de extraños. —Aquí hizo una pausa, y continuó—: De hecho, ese valle resguar­dado podría ser un lugar muy adecuado para que unos jóve­nes e inquietos príncipes salieran al mundo.

Amlaruil asintió pensativamente mientras observaba a los gemelos enzarzados en su combate. Lo que empezó siendo un exaltado juego se había convertido en feroz duelo. Amlaruil vio cómo lanzaban al suelo las espadas y se lanzaban el uno contra el otro. Cayeron juntos y rodaron sin dejar de golpearse con puños y pies. Por suerte para la atribulada madre, estaban haciendo más daño a los maci­zos de flores de lady Craulnober que uno al otro.

—Se parecen demasiado a su padre; necesitan buscar reinos o formar los suyos propios —pensó Amlaruil en voz alta—. Me temo que en Siempre Unidos no tienen mucho futuro, pues Ilyrana parece destinada a reinar.

—Es posible que el valle de Synnoria necesite el tipo de guerreros que Xharlion y Zhoron llegarán a ser —sugirió Rennyn—. Ahora los elfos están bastante seguros, pero temo por ellos cuando los humanos sean más numerosos en la isla. Tal vez la presencia de los jóvenes príncipes ayude a persuadir a los elfos de allí a que abran una puerta entre Siempre Unidos y su valle.

—Buena idea —lo elogió Amlaruil—. Has hecho un buen trabajo creando lazos de amistad con otras comuni­dades elfas y entrenando a los elfos Ahmaquissar para que sigan tu ejemplo.

—Gracias por vuestras palabras, milady —dijo Rennyn con una inclinación de cabeza—. Pero eso me recuerda que es posible que estemos a punto de perder a uno de nuestros agentes: Nevarth Ahmaquissar.

—¿Y eso?

—Desea quedarse en el bosque Elevado, en compañía de una doncella elfa.

—Ah. —Amlaruil asintió comprensivamente, aunque le costaba imaginárselo. Nevarth era un despreocupado pi­llo que cambiaba casi tan frecuentemente de moza como de camisa—. ¿La conoces? —preguntó.

—Sí —contestó Rennyn con cara de preocupación—. Es muy hermosa y cautivadora. Supongo que es compren­sible que Nevarth haya perdido la cabeza por ella.

La maga comprendió la vacilación de su agente. Aun­que era perfectamente consciente del poder del amor cuando uno es joven, también sabía que Nevarth se había entrenado duro durante mucho tiempo para llegar a ser agente de la Gran Maga. No era algo a lo que pudiera re­nunciar fácilmente.

—Quizá debería llamarlo y preguntarle cuáles son sus intenciones.

—Sería conveniente. Si me lo permitís, prefiero no es­tar presente cuando habléis con él. —Rennyn hizo una pausa y pareció otra vez preocupado—. No me agradece­ría que haya hablado contra su enamorada. Está muy ce­loso y ya me ha acusado de tratar de interponerme entre ellos para ganarme favores de su amada.

Amlaruil arrugó el ceño. Eso no parecía propio de Ne­varth. Era un comportamiento más propio de un hechi­zado que de un enamorado.

—Voy a comunicarme con él enseguida a través de la runa que lleva. Puedes irte, Rennyn, y te prometo que seré discreta sobre mi fuente de información.

El elfo dorado le dirigió una inclinación de cabeza y abandonó la habitación. Una vez sola, Amlaruil tocó el ani­llo que llevaba en el dedo meñique y pronunció el nombre de su agente, seguido por una frase arcana.

Transcurrieron varios segundos antes de que Nevarth respondiera. Su voz sonaba distinta, abstraída y casi impa­ciente. Amlaruil, cada vez más intranquila, insistió en que tenía que verlo al instante en el pequeño pabellón situado junto al lago de los Sueños, donde la Gran Maga y sus agentes solían reunirse.

Cuando la luz del anillo se apagó, después de que Ne­varth accediera aunque de mala gana, Amlaruil se reco­gió las faldas y salió corriendo al jardín, convertido en el improvisado campo de batalla de los gemelos. Sólo hubo tiempo para un rápido abrazo y un breve recordatorio del comportamiento que se esperaba de ellos antes de que, una vez más, su deber la apartara de sus seres que­ridos.

—¿Por qué debes irte?

Nevarth Ahmaquissar dejó por un momento de tirar de sus botas, para lanzar una mirada nostálgica a la elfa acu­rrucada entre los cojines de seda del lecho que habían compartido. Incluso recién despertada, la joven era asom­brosa: era la elfa de la luna más hermosa que jamás hubiera visto. Aún tenía la densa melena negra azabache alboro­tada por las caricias de Nevarth, y su cuerpo desnudo po­seía un tono cremoso cálido e intenso. Como si percibiera una súbita debilidad, Araushnee hizo un lindo mohín y re­pitió la invitación dando golpecitos en los cojines.

—¿Qué significa para ti Amlaruil? Cuando yo te llamo, no te das tanta prisa —dijo con una voz que a Nevarth le pareció al mismo tiempo vino elfo y terciopelo negro.

—¿Prisa? —El elfo sonrió—. ¡Eso nunca! Quiero sabo­rearte despacito, amor mío. —Pero me abandonas.

—Sólo un ratito —respondió con dulzura—. Tengo asuntos que atender en Siempre Unidos, pero enseguida volveré. Y cuando lo haga, ya no tendré que marcharme nunca mas.

—¡Bonitas palabras, nada más! —se burló Araushnee—. ¿Cuántas doncellas elfas han oído la misma canción del afamado trovador Nevarth?

—Mi corazón es sólo tuyo —repuso el elfo, con una dignidad muy distinta de sus habituales bromas. Al mismo tiempo le cogió una mano y se la llevó a los la­bios—. Sabes que digo la verdad.

—Entonces déjame algo en prenda hasta que regreses. —Araushnee levantó la otra mano y acarició con un dedo el anillo que Nevarth llevaba en el meñique—. Por ejem­plo, este anillo.

—No puedo. —El elfo vacilaba, como si estuviera de­cidiendo qué podía revelar. Entonces las palabras le salie­ron precipitadamente—: Por mí, te daría esto o cual­quier otra cosa, pero no puedo. El anillo está encantado y nadie más que yo puede llevarlo. Ni siquiera puedo qui­tármelo mientras viva, y cuando muera, su magia morirá conmigo.

—Eres poseedor de una magia muy poderosa para ser un trovador —comentó la doncella, enarcando una ceja negra.

—Sí —contestó él, y aunque ella esperó, no dio más ex­plicaciones. Araushnee suspiró y se quitó una sortija.

—¡Si no quieres dejarme nada en prenda, al menos llé­vate una mía! Lleva esto a Siempre Unidos contigo, y piensa en mí cada vez que lo mires.

Nevarth tendió la mano de buena gana. Contempló la sortija que la joven deslizaba en su dedo corazón y se dio cuenta de que se ensanchaba para adaptarse al mayor ta­maño de su mano. La piedra, un rubí, parecía mirarlo como un malintencionado ojo rojo. Nevarth parpadeó y sacudió la cabeza, como si quisiera conjurar la extraña imagen. Al volver a mirar, la sortija no era más que una hermosa piedra roja, tan brillante, vital y encantadora­mente intensa como la elfa que compartía su lecho y que le había robado el corazón.

Araushnee se arrodilló y enroscó los brazos alrededor del cuello de Nevarth, al tiempo que alzaba el rostro para un beso de despedida. El elfo la besó con ansia. Cuando se marchó, su sonrisa decía que no necesitaría su prenda para recordarla siempre.

La elfa miró cómo Nevarth se escabullía por el sendero plateado de magia y esperó hasta que la sombra de calor que dejó tras de sí se esfumó por completo. Entonces em­pezó a transformarse. El intenso color azabache de su pelo palideció, derramándose sobre su piel como tinta vertida. Súbitamente se hizo más alta y poderosa. Su cuerpo era ahora más exuberante y relucía a la luz de la lámpara como obsidiana pulida. Araushnee se levantó de la cama y se des­lizó hasta un arcón cerrado, del que sacó un cuenco de adi­vinación rojo sangre. Cuando se arrodilló y clavó la vista en él, sus grandes ojos azules cambiaron para convertirse en un reflejo del malévolo ojo carmesí que Nevarth llevaba en su honor.

El ser conocido mucho tiempo atrás como Araushnee examinó el cuenco con atención, mientras los últimos ves­tigios de su disfraz mortal se desvanecían. Ni siquiera con la aguda vista de un drow, el avatar de la diosa Lloth pudo percibir algo. Tampoco lo había esperado. La magia que protegía Siempre Unidos era poderosa y sutil, y ella no po­día atravesarla ni siquiera con todo su poder. Ninguno de sus intentos, ni los de sus agentes, había sido capaz de atra­vesar el escudo que Corellon había tejido alrededor de sus hijos mortales.

Bueno, Araushnee —o Lloth, como ahora se la cono­cía— también tenía hijos y nadie tejía redes mejor que ella. Bajo las tierras que hollaban los hijos de Corellon, bajo los mares que surcaban, los hijos de Lloth vivían en un laberinto de túneles tan intrincados y enrevesados que ni siquiera ellos conocían todos sus secretos.

Durante cientos de años los drows habían buscado una vía bajo el mar para llegar a Siempre Unidos. Hasta ahora habían fallado, pues los conjuros de desorientación que protegían la isla eran muy potentes. Más de una vez los es­fuerzos de muchos años habían sido arruinados por una repentina y terrible inundación de los túneles construidos con precipitación. Por el momento, Siempre Unidos es­taba fuera del alcance de las garras de Lloth.

Pero Nevarth, ese jovenzuelo que estaba loco por ella, iba a cambiar las cosas. Al igual que tantos y tantos elfos de Siempre Unidos, estaba totalmente al servicio de esa adve­nediza, esa Amlaruil.

Lloth odiaba a la Gran Maga de Siempre Unidos con una vehemencia equiparable a la aversión que sentía por Corellon. No obstante, casi estaba agradecida a la elfa de la luna, ya que, después de todo, era ella quien había abierto ventanas entre Siempre Unidos y el resto de Aber-toril.

Esas ventanas, si se usaban correctamente, permitían mirar en ambas direcciones.

A Lloth no le había resultado nada sencillo adoptar una forma avatar tan distinta de su naturaleza y tampoco inter­pretar el papel de una seductora elfa de la luna. Pero si su táctica daba resultado, el premio la compensaría por todas esas molestias.

Y cuando Nevarth regresara para reclamar a su «amada», Lloth se daría el gusto de matarlo lentamente, dedicándole una atención exquisita para hacerle sentir todos los mati­ces posibles de dolor.

La diosa oscura esbozó una sonrisa casi de satisfac­ción. Incluso comparada con las pasiones que la domi­naban —un devorador odio hacia los elfos, ansia de po­der y una implacable sed de venganza—, la devoción de Nevarth hacia su preciosa Amlaruil era algo poderoso. Sería un placer para ella comunicarle que no sólo había sido traicionado, sino que él había traicionado a Siem­pre Unidos.

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