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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Sierra de oro / El exterminio de la «Calavera» (16 page)

—De ese a quien llaman
El Coyote
. ¿Es posible que no se sospeche su verdadera identidad?

—Sospechas tenemos muchas… —sonrió Mateos—; pero en el caso del
Coyote
hace falta algo más concreto que unas simples sospechas.

—¿De quién sospechan? —preguntó la joven.

—De mucha gente —replicó, evasivamente, el jefe de policía.

—Con lo cual quiere decir que no sospecha de nadie —bostezó Echagüe—. Pero la policía tiene siempre la posibilidad de adoptar la expresión de lechuza erudita y afirmar que tienen sospechas muy bien fundadas, o que anda sobre la pista segura y que la más elemental prudencia exige silencio absoluto. ¿No es así, mi buen Teodomiro?

—Es usted terrible, don César. Hay momentos en que de buena gana le retorcería el cuello; pero, en cambio, al momento se siente uno desarmado por su carácter. No se toma nada en serio y se burla de todo y de todos, empezando por usted mismo.

Volviéndose hacia Isabel, el jefe de Policía continuó:

—¿Cómo se puede uno enfadar de un hombre cuyas burlas más duras son las que hace de él? Sólo le he visto serio cuando, no hace mucho,
El Coyote
se nos presentó ante todos para brindar por unos recién casados. Entonces, don César no estaba para bromas, ¿verdad?

—Desde luego; pero es que en aquellos momentos yo llevaba encima casi medio millón de pesos en joyas y dinero. Las botonaduras de mis calzoneras eran de perlas y estaban valoradas en una fortuna.

—¿Vieron juntos al
Coyote
? —preguntó Isabel.

—Lo vio la mitad de Los Ángeles —replicó el jefe de policía—. Precisamente en uno de los comedores de esta casa.

—¿Y no lo detuvieron? —inquirió Isabel—. Siendo tantos…

—Pero a una boda no se va armado de revólver —contestó el señor Mateos—. Alguno llevaba espadín; pero la mayoría no teníamos otra arma que el cuchillo de postres.

—Y aunque la hubiéramos tenido no la hubiésemos utilizado —rió don César—. Estando
El Coyote
delante con la mano cerca de la culata del revólver, no hay en todo California quien sea capaz de protestar y, mucho menos, de empuñar un arma —sonrió César—. Claro que usted ya sabe algo de eso, ¿no? ¿Es cierto que se ha visto frente al
Coyote
?

—Claro que sí —dijo con indignada expresión Isabel—. ¿Cree que lo inventé para alabarme?

—Nunca he creído semejante cosa —replicó César de Echagüe—; pero es que en los últimos tiempos, nuestro querido amigo
El Coyote
parecía haberse regenerado un poco.

—Tal vez el asesinar a sangre fría sea una regeneración —dijo, irónicamente, Isabel.

—Precisamente
El Coyote
no solía matar a nadie a sangre fría —observó Teodomiro Mateos.

—Entonces quizá no fuese el verdadero
Coyote
… —admitió Isabel—. Me gustaría verme frente a frente del
Coyote
legítimo. Así podría observar si se parece o no al hombre que me robó. ¿No podría ponerme usted en relación con él, señor Mateos?

Riendo, el jefe de policía replicóle:

—No podré llevarle ante
El Coyote
; pero si usted quiere haré correr la voz de que usted desea verle para saber si fue él o no quien la robó,
El Coyote
es muy cortés y seguramente se apresurará a complacerla.

—Dudo mucho de esa famosa cortesía.

—Hace usted mal en dudar de ella, señora —intervino César de Echagüe—. Nadie mejor que usted puede certificar la cortesía del
Coyote
. Otro bandido seguramente la hubiese registrado a fondo para convencerse de si llevaba o no más dinero encima. He oído decir que las mujeres tienen la costumbre de esconderse las joyas y el dinero dentro del traje, lo más cerca posible de la carne, a fin de que si las asalta algún bandido no pueda robarles todo lo que llevan. Si yo, que soy un simple hacendado que jamás ha sentido tentaciones de robar a nadie, conozco ese detalle, mejor lo conocerá quien ha hecho oficio de asaltar diligencias. Por lo tanto, o bien el autor del asalto fue un novato que se conformó con lo que pudo encontrar a mano, confiando en que su disfraz de
Coyote
bastaría para asustar a sus víctimas, o, realmente, fue
El Coyote
quien, aun sospechando que su hermosa víctima guardaba dinero y joyas entre sus ropas, no quiso ofenderla y prefirió perder lo mejor del botín; pero en ese caso tenemos el asesinato a sangre fría, hecho incomprensible en
El Coyote
.

—Tal vez no quiso que se descubriera su identidad —sugirió Mateos.

—En ese caso no hubiera dejado viva a la señora —replicó Echagüe—. Si lo que deseaba era ocultar su intervención en el asalto, habría matado también a la señora Perkins.

—Creo que yo puedo darles la solución a ese misterio —sonrió Isabel—. Era
El Coyote
, en efecto, con todos sus defectos y virtudes. Mató, realmente, a dos hombres. Al primero lo mató para defenderse, y al segundo para evitar que pudiera repetir que había sido
El Coyote
el autor del asalto. Pero al hacer aquello ese bandido ignoraba que en la diligencia viajaba una dama, y al verme desmayada confió en que yo no podría descubrirle y, por lo tanto, no era imprescindible matarme.

—Tiene usted una gran inteligencia y un juicio muy certero —declaró Mateos—. Usted nos haría falta en la policía.

—Tal vez acuda a usted algún día, señor Mateos —dijo la joven—. Es posible que necesite su ayuda.

—¿Y la mía? —preguntó César—. Me complacería mucho poderla ayudar en lo posible, señora.

—¿Solo en lo posible? —sonrió, coquetamente, Isabel.

—Ofrecerla lo imposible me ha parecido excesivo, señora. Nuestra cortesía nos obliga a veces ofrecer flores en lugar de regalar brillantes o perlas.

—Don César, he oído hablar mucho de la cortesía de los hispanoamericanos. Me gustaría ponerla a prueba…

—Nada me placerá tanto como esa prueba —aseguró César de Echagüe, clavando una profunda mirada en los turbadores ojos de Isabel Perkins—. ¿Qué quiere?

—Ya que ha hablado de flores, me gustaría mucho un ramillete de crisantemos amarillos. Creo que sólo crecen en el Japón.

—¿El Japón? —murmuró César, pensativo—. Está un poco lejos. Creo que mi mensajero tardará por lo menos una semana en ir al Japón y volver. ¿Le parece suficiente ese tiempo?

—Bien, puedo esperar una semana —rió Isabel—. Pero si tarda más no admitiré excusas y creeré que los californianos no están a la altura de su fama.

Había terminado la cena, y Mateos, Echagüe e Isabel se pusieron en pie para retirarse. En aquel momento Yesares acudió, preguntando:

—¿Han quedado contentos de la cena?

Isabel miró con intensa fijeza al posadero, y las aletas de su nariz se dilataron levemente.

—Muy contentos —replicó Césa—. ¿No es cierto, señora Perkins?

—La cena ha sido maravillosa —aseguró la joven; pero en su voz había una nota quebrada.

—Como de costumbre —comentó Mateos—. Las cenas de la posada del Rey Don Carlos son siempre magníficas.

—Con su permiso, subiré a acostarme —dijo Isabel—. Estoy rendida por el viaje y las emociones.

Reunidos al pie de la escalera, Mateos, Echagüe y Yesares la vieron subir lentamente. Cuando desapareció, Mateos comentó:

—Una mujer deliciosa.

—Mucho —coreó don César.

—Extraordinaria —agregó Yesares.

—Les dejo, amigos míos, pues he de terminar un trabajo —anunció Mateos.

Yesares y Echagüe le vieron alejarse por la plaza. Después, don César volvióse hacia su amigo y comentó, con distraída expresión y acento indiferente:

—Estamos frente a una mujer excepcional, Ricardo. Nos va a dar mucho trabajo.

—Creo que exagera —sonrió Yesares—. En su equipaje no había nada sospechoso. Parece el de una mujer coqueta, casi me atrevería a decir que el de una profesional del amor.

—Ricardo, has de aguzar tu ingenio —dijo, seriamente, don César—. Llevas poco tiempo en el peligro y no te das cuenta de cuándo te encuentras en él. Te prevengo que desde este momento tu vida no vale ni dos centavos.

—¿Por qué? —preguntó, extrañado el dueño de la posada.

—Antes de presentarte en el comedor, después de registrar el equipaje de la señora Perkins, debiste tomar un baño caliente, cambiar de ropa y perfumarte con algo muy fuerte.

—¿Para qué?

—Para borrar el olor a incienso japonés. Estás impregnado. Como si durante media hora te hubieras movido en una habitación de mujer coqueta que ama el perfume y que, cual si esperase regresar acompañada a su cuarto, hubiese dejado encendidos en unos pebeteros unos carboncillos de incienso que llenaran la estancia de un aroma propicio al amor. Por eso has creído que Isabel Perkins era una profesional, ¿no?

Yesares miró asombrado a su jefe.

—¿Cómo sabe…?

—Sé que había incienso porque hueles a él. Y no sólo yo me he dado cuenta de que tus ropas están impregnadas de ese perfume. También la señora Perkins lo ha advertido. Lo noté en su mirada. Fue asombro y alegría a la vez.

—¿Cree que lo del incienso fue una trampa?

—Claro. Esa mujer ha venido con un fin determinado. Quiere saber quién es
El Coyote
. Para ello ha cargado sobre él las culpas del asalto a la diligencia, que tal vez fue llevado a cabo por otro bandido, pues no creo que sea ella la autora de los asesinatos. Al llegar a Los Ángeles ha repetido la historia del delito del
Coyote
. Lo ha hecho con la esperanza de atraer la atención del
Coyote
sobre ella y obligarle a entrar en acción y a que tratase de averiguar qué clase de mujer era la que le acusaba de haber asaltado una diligencia. Lo ha conseguido todo. Ya sabe quién ha registrado su equipaje. Hasta ahora casi nadie nos había cazado tan pronto.

Yesares estaba abrumado.

—¡He sido un estúpido! —exclamó.

—No —sonrió César—. Te falta experiencia. Pero aún no se ha perdido todo. Esa mujer puede creer que tú eres
El Coyote
; pero también puede creer que no eres más que un posadero celoso del buen nombre de su establecimiento. Procura estar prevenido y evitar otro nuevo lazo.

—¿No podría simultanear una aparición del
Coyote
estando yo presente?

—No, Ricardo. Eso serviría con otra persona; pero Isabel Perkins es muy astuta. Se dará cuenta en seguida del juego y sólo se conseguiría hacerle suponer que existen dos
Coyotes
, en cuyo caso quizá sus sospechas se dirigieran hacia el verdadero
Coyote
. ¿Por dónde entraste?

—Por el pasadizo secreto. Pero ella no puede saberlo.

—Esperemos que no lo sepa —murmuró César de Echagüe, preparándose para salir de la posada en dirección a su casa.

Capítulo III: La astucia de una mujer

En aquel mismo instante, Isabel Perkins, en su cuarto, contemplaba, sonriendo, un punto del suelo, junto a la pared. Este punto se distinguía de los demás por una mancha cremosa y polvorienta. Casi junto a la pared se veía otra mancha similar, pero mucho más reducida.

—Señor
Coyote
, no le creí tan torpe —sonrió Isabel—. Cuando vine a luchar con usted pensé que tendría enfrente a un enemigo más sagaz. ¡Pero el que cayera en las tres trampas que le tendí no me habría atrevido a esperarlo nunca!

Como todas las personas que saben que no pueden confiar en nadie, Ginevra Saint Clair se había habituado a hablar a solas y a confiarse a sí misma los secretos que no se hubiera atrevido a depositar en otra persona.

—Primera trampa, y la más burda: superabundancia de incienso, para que las ropas y el cabello, y hasta los poros del cuerpo, queden saturados y desde una legua se pueda saber quién ha entrado en determinado lugar. Segunda trampa: bolitas de polvo de arroz, que se deshacen al ser pisadas y que indican el sitio por donde se ha entrado, o si ha entrado alguien. Suponiendo que la vieja casa podía tener algún pasadizo secreto, tuve el buen acierto de sembrar de bolitas los alrededores de las paredes. Por aquí debió de entrar el señor
Coyote
. Luego veremos si nos es posible encontrar la puerta secreta. Y tercera trampa, tan vieja como el mundo: la de tres moscas encerradas en el equipaje. Cuando salí de este cuarto no quedaba en él ninguna mosca viva. Ahora veo dos en el techo y la otra no debe de andar lejos. Quien abrió el equipaje no se dio cuenta de quién lo ocupaba. Por ahí vuela la tercera mosca.

Riendo, Isabel agregó:

—Señor Yesares, propietario de esta posada, su disfraz ya ha caído. Es usted
El Coyote
, el hombre a quien, según parece, se ha perseguido en vano durante muchos años. Si yo fuera vanidosa, podría decir, como César: «Llegué, vi y vencí».

Acercóse a la pared y, en el punto que correspondía a la bolita aplastada, comenzó a tantear. Al cabo de casi media hora de minucioso trabajo, tropezó con un resorte que apretó en seguida. Un trozo del recio muro de piedra giró lentamente hacia el interior de la pared, dejando al descubierto una abertura rectangular. Tomando una de las velas que iluminaban su cuarto, Isabel Perkins adentróse por el pasillo y fue siguiéndolo, observando, atentamente, las distintas puertas que correspondían a otras tantas habitaciones. Por fin, después de descender por una empinada escalera, llegó ante una puerta que marcaba el final del pasadizo.

Isabel vaciló unos instantes. Luego empezó a buscar en la puerta de piedra una mirilla similar a las que había advertido en las otras puertas. La encontró al fin y, abriéndola, miró a través de ella. Pudo ver en toda su extensión un pequeño despacho mal alumbrado por la mortecina llama de una gruesa vela.

La joven dominó, mediante un esfuerzo, el temblor de sus manos; después dejó en el suelo la palmatoria y empezó a abrir la puerta que daba al despacho particular de Yesares. En aquel mismo instante oyó abrirse la puerta del despacho y, a través de la mirilla, vio a Ricardo Yesares que, visiblemente preocupado, permanecía en el centro del despacho, como no decidiéndose a hacer nada.

Con el mayor cuidado, Isabel cerró de nuevo la puerta, que había empezado a abrir, y al inclinarse a recoger la vela, para escapar de allí, su mirada descubrió una oscura cavidad abierta en la pared. Por un momento la sangre se heló en sus venas y el aliento estrangulóse en su garganta. En aquel agujero algo negro se agitaba ominosamente.

Apretando los dientes y cerrando el paso al chillido que pugnaba por escaparse entre sus labios, Isabel aguardó el ataque del ser viviente que se ocultaba en aquella cavidad. Cuando, al cabo de un interminable minuto no ocurrió nada, Isabel cobró valor y, recogiendo la palmatoria, acercó a la cavidad la luz de la vela.

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