Sin Límites (29 page)

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Authors: Alan Glynn

Tags: #Drama, Intriga, Policíaco

Llamé a cinco números. Los tres primeros ya no existían. El cuarto no respondió, o saltó el contestador automático. El quinto cogió el teléfono después de dos tonos.

—¿Sí?

—Hola. ¿Puedo hablar con Donald Geisler, por favor?

—Él habla. ¿Qué quiere?

—Soy amigo de Vernon Gant. No sé si lo sabe, pero fue asesinado hace unas semanas y… Había colgado.

Sin embargo, era una respuesta. Y, obviamente, aquel tipo no estaba muerto. Esperé diez minutos y llamé de nuevo.

—¿Sí?

—Por favor, no cuelgue. Se lo ruego.

Hubo una pausa, durante la cual Donald Geisler no colgó. Tampoco abrió la boca.

—Estoy buscando ayuda —dije—. Un poco de información, tal vez. No lo sé.

—¿De dónde ha sacado este número?

—Estaba… entre las pertenencias de Vernon.

—¡Mierda!

—Pero no hay na…

—¿Es policía? ¿Es una investigación o algo así?

—No. Vernon era un viejo amigo.

—Esto no me gusta.

—De hecho, era mi ex cuñado.

—Eso no me tranquiliza.

—Mire, se trata…

—No lo diga por teléfono.

Me contuve de nuevo. Lo sabía.

—De acuerdo, no lo haré. Pero ¿cómo podría hablar con usted? Necesito su ayuda. Usted obviamente sabe…

—¿Que necesita mi ayuda? Lo dudo.

—Sí, porque…

—Mire, voy a colgar ahora mismo. No vuelva a llamarme. Es más, jamás intente ponerse en contacto conmigo, y…

—Señor Geisler, puede que me esté muriendo.

—Oh, Dios mío.

—Y necesito…

—Déjeme en paz, ¿vale?

Colgó.

Me palpitaba el corazón. Si Donald Geisler no quería hablar conmigo, yo no podía impedirlo. Quizá no podía ayudarme de todos modos, pero aun así era frustrante establecer un contacto tan fugaz con alguien que sabía lo que era el MDT.

Ya no estaba de humor para seguir, así que dejé la agenda negra a un lado. Luego, en un esfuerzo por distraerme, volví a mi escritorio y cogí un documento que había impreso de una página web sobre economía.

Era un artículo muy técnico sobre legislación antimonopolística y, a la altura de la tercera página, ya me había distraído. Al cabo de un rato dejé de leer, aparqué el artículo y me encendí un cigarrillo. Permanecí allí una eternidad, fumando y mirando a la nada.

Aquella tarde fui al banco. Gennadi acudiría a la mañana siguiente a buscar el segundo pago del préstamo y quería estar preparado. Retiré más de 100.000 dólares en efectivo, con la intención de pagar el resto de una tacada, intereses incluidos. Así me lo quitaría de encima. Si Gennadi se había tomado las cinco pastillas de MDT, y esa era la única explicación posible para su desaparición, no quería que se presentara en mi casa cada viernes por la mañana.

Mientras esperaba que me preparasen el dinero, el director, Howard Lewis, un hombre medio calvo y con sobrepeso, me invitó a que pasara a su despacho para hablar un momento. Aquel infarto con patas parecía preocupado por que, después de mi febril actividad con Klondike y Lafayette, que había generado unos depósitos considerables, las cosas habían estado «digamos, tranquilas».

Lo miré con incredulidad.

—Y ha retirado usted mucho dinero en efectivo, señor Spinola.

—¿Y qué? —dije en un tono que parecía insinuar: «No es asunto suyo».

—Nada, señor Spinola, faltaría más, pero… Bueno, a la luz de ese artículo aparecido en el
Post
el viernes pasado sobre…

—¿Sobre qué?

—Bueno, es todo muy… irregular. En estos tiempos que corren no puedes ser demasiado…

—Gracias a los días que he trabajado en Lafayette, señor Lewis —dije, sin apenas contener mi irritación—, estoy en negociaciones para un cargo de corredor sénior en Van Loon & Associates.

El director me miró, respirando lentamente por la nariz, como si lo que acababa de decir hubiera confirmado sus peores miedos sobre mi persona.

Sonó el teléfono y, al cogerlo, movió ligeramente un músculo de la cara en señal de disculpa. Mientras atendía la llamada, observé lo que me rodeaba. Hasta ese momento estaba bastante indignado, pero me calmé un poco cuando vi mi reflejo en la parte posterior de un portarretratos de plata que había sobre la mesa de Lewis. Era una imagen parcialmente distorsionada, pero nada podía ocultar mi aspecto desaliñado. No me había afeitado esa mañana y llevaba unos vaqueros viejos y una camiseta, algo inverosímil para un corredor de Van Loon & Associates, incluso en su día libre.

Howard Lewis finalizó la llamada, pulsó otro botón del teléfono, escuchó un momento y me miró inexpresivamente.

—Su dinero está listo, señor Spinola.

Al día siguiente, Gennadi llegó a las nueve y media. Me había levantado hacía veinte minutos y todavía estaba somnoliento. Mi intención era levantarme antes, pero desde las siete no dejaba de despertarme y soñaba de manera intermitente. Cuando por fin salí de la cama, lo primero que hice fue tomarme la pastilla de MDT. Luego cogí el bol de la estantería situada encima del ordenador. Preparé una cafetera y esperé, vestido con unos calzoncillos y una camiseta.

Había dos posibilidades: o que Gennadi se hubiese tomado las píldoras (y si había tomado una, se las habría tomado todas) o que, por alguna razón, no lo hubiese hecho. Estaba convencido de que, cuando lo viese, sabría bastante rápido cuál de las dos opciones era la correcta.

—Buenos días —dije, estudiándolo atentamente mientras entraba desde el pasillo.

Gennadi asintió, pero no abrió la boca, y se dedicó a escrutar mi casa. Al principio creí que buscaba el bol de cerámica, pero entonces me di cuenta de que estaba observando lo mucho que había cambiado aquel lugar desde la última vez que había estado allí. Siguiendo su mirada, yo también me fijé en los cambios. El piso era un caos. Había papeles, documentos y carpetas por todas partes. Había una caja de pizza vacía encima del sofá y un par de cartones de comida china junto al ordenador. Había latas de cerveza y tazas de café por doquier, y ceniceros llenos, compactos, cajas vacías de CD, camisas y calcetines.

—¿Eres un puto cerdo?

Me encogí de hombros.

—En estos tiempos que corren, no hay nadie decente que te pueda ayudar.

El ruso frunció el ceño, un tanto confuso, y supe al instante que no había tomado el MDT, al menos en ese momento.

—¿Dónde el dinero?

Después de preguntar aquello, lo vi mirar la estantería. Al no encontrar lo que andaba buscando, se acercó un poco más a la mesa y prosiguió su discreto registro.

—Quiero saldar toda la deuda ahora —dije.

Aquello le llamó la atención y se volvió hacia mí. Había dejado una bolsa con el dinero encima de una estantería. Gennadi meneó la cabeza cuando la vio.

—¿Qué? —dije.

—Veintidós mil quinientos.

—Pero yo quiero pagarlo todo.

—No puedes.

—Pero…

—Veintidós mil quinientos.

Iba a decir algo más, pero no tenía sentido. Suspiré, llevé la bolsa a la mesa, me hice sitio y empecé a contar los 22.500 dólares. Cuando terminé, le entregué el fajo a Gennadi y se lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta.

—¿Has podido leer el borrador? —pregunté.

El ruso suspiró y meneó la cabeza.

—No tiempo. Demasiado ocupado.

Desvió de nuevo la mirada hacia la mesa.

—A lo mejor la próxima vez —dijo, y se marchó.

Me esforcé en limpiar el piso cuando Gennadi se hubo ido, pero no tardé en perder el interés. Luego me senté en el sofá e intenté leer un artículo del último número de la revista
Fortune
, un estudio sobre lo último en comercio electrónico, pero al cabo de un párrafo o dos me quedé dormido y la revista se me cayó de la mano. A última hora de la tarde me di una ducha y me afeité. Me vestí, cogí dinero en efectivo de la bolsa que había dejado sobre la mesa del comedor y me fui, después de no haber salido, excepto por comida, en casi una semana. Me dirigí al West Village y me detuve a tomar Martini con vodka en un par de bares que solía frecuentar.

Hacia el final de la noche me encontraba en un tranquilo local de la Segunda Avenida con la Décima en un estado bastante lamentable. Estaba sentado junto a la barra, y un poco más allá había un televisor clavado a la pared, justo encima de la caja registradora. Daban una película, que a juzgar por los cortes de pelo y los atuendos, debía de ser de 1983 o 1984. Habían quitado el volumen, pero cuando empezó el avance informativo, el camarero lo subió.

La repentina intrusión del sonido del televisor mató cualquier conversación, y todo el mundo, diligente y alcoholizadamente, miró la pantalla y escuchó los titulares.

—Terminan las conversaciones de paz en Oriente Próximo celebradas en Camp David tras dos semanas de intensas negociaciones. El huracán
Julius
llega a la costa meridional de Florida y deja un rastro de devastación. Donatella Álvarez, que llevaba dos semanas en coma tras un brutal ataque en una habitación de hotel en Manhattan, ha fallecido esta tarde. La policía asegura que está efectuando una investigación a gran escala.

Miré conmocionado la pantalla mientras el presentador entraba en detalles sobre las conversaciones de paz. Me agarré a la barra con fuerza. Al cabo de un par de segundos, farfullé algo, quizá de manera audible, y me dispuse a levantarme. Permanecí allí un momento, agitándome en el taburete. La sala empezó a darme vueltas, y fui tambaleándome hasta la puerta, que estaba a escasos metros. No bien hube salido a la calle, vomité en la acera el vodka, el vermut y las aceitunas de toda la noche.

XX

Seguí bebiendo durante el fin de semana, sobre todo vodka, y casi siempre en casa. A fin de cuentas, ¿qué otra cosa podía hacer? Acababa de convertirme en objeto de una investigación a gran escala por asesinato, aunque con un nombre falso. En tales circunstancias, una copita o dos eran lo apropiado. Dejé de engañarme intentando leer «el material», así que me di por vencido y volví a ver las noticias por televisión. Pronto, lo único que quería ver era eso, y me tragaba horas y horas de estupideces, insultando a la pantalla, borracho como una cuba, mientras esperaba el siguiente boletín.

Poco podían decir los medios de Donatella Álvarez. La mujer había muerto y eso era todo. Ahora, la mayoría de los informativos se centraban en el enfrentamiento político que desencadenaría su muerte, expresado en nuevos llamamientos al cese del secretario de Defensa. El alboroto que provocaron los comentarios de Caleb Hale acerca de México había recibido un disparo en el brazo cuando salió a la luz la historia de Álvarez, y ahora otro con su fallecimiento. No había seguido la noticia muy de cerca, pero moraba en mi subconsciente. Sabía que era uno de esos acontecimientos extraños que cobran vida propia y penetran en los noticiarios como una suerte de virus.

Unas seis semanas antes, Caleb Hale había manifestado presuntamente en una reunión privada que México se había convertido en un lastre para Estados Unidos y que debían barajar la posibilidad «de invadir el maldito país». La fuente que filtró la noticia a
Los Angeles Times
afirmaba que Hale había mencionado la corrupción, la insurgencia, el desmoronamiento de la ley y el orden, la crisis por la deuda y el tráfico de drogas como los cinco puntos del «pentágono de la inestabilidad mexicana». La fuente aseguraba también que Hale había citado incluso a John L. O'Sullivan en su «destino manifiesto de expandirse por el continente» y una columna de opinión que había leído en una ocasión, titulada «México: el Irán vecino». Caleb Hale emitió de inmediato un comunicado en el que desmentía dichas afirmaciones, pero en una entrevista justificaba precisamente lo que aseguraba no haber manifestado. La percepción ciudadana era que el presidente respaldaba a Hale, pues no sólo se negaba a exigir su cese, sino también a condenar sus presuntas declaraciones, lo cual abrió las compuertas a comentarios y especulaciones. Al principio, todo el mundo se mostró conmocionado e incrédulo, pero, con el paso de los días, ciertos sectores influyentes empezaron a mostrar simpatía por aquella idea, y las primeras conclusiones, que acusaban al secretario de Defensa de una grave falta de tacto, se suavizaron un poco, y algunos pasaron a apoyar una línea más dura en política exterior.

Ahora que se había sumado el ingrediente de un asesinato de tintes raciales, la polémica se había desbordado. Había entrevistas, debates, citas jugosas, observaciones agudas, informes serios desde polvorientas ciudades fronterizas y tomas aéreas del Río Grande. Yo lo veía desde el sofá, vaso en mano, y me enganché como quien sigue una telenovela en horario de máxima audiencia, olvidando por causa de mi euforia alcohólica que quizá faltase sólo una huella o una prueba de ADN para verme totalmente involucrado, que me hallaba peligrosamente cerca del ojo del huracán.

Sin embargo, a medida que avanzaba el fin de semana y que la euforia degeneraba en entumecimiento y ansiedad y después en terror, mis costumbres televisivas cambiaron. Reduje drásticamente los noticiarios, y el domingo por la mañana los obviaba por completo. Cada vez me resultaba más fácil sintonizar canales en los que encontrara repeticiones de
Hawaii 5-0
,
Días felices
y
Viaje al fondo del mar
.

El lunes intenté mantenerme sobrio, pero no lo conseguí. Tomé unas cuantas cervezas por la tarde y abrí una botella de vodka por la noche. Me pasé gran parte del tiempo escuchando música, y al final me dormí vestido en el sofá. La semana anterior las temperaturas habían ido en ascenso, y dejaba la ventana abierta casi todas las noches, pero cuando me desperté de un salto hacia las cuatro de la madrugada, me di cuenta de que había refrescado. Hacía bastante más frío que cuando me quedé dormido, y me levanté temblando del sofá para cerrar la ventana. Me senté de nuevo, pero mientras contemplaba la azul oscuridad de la noche, continuaron los temblores. También tenía palpitaciones, y el desagradable hormigueo de las extremidades no era normal. Traté de determinar qué me estaba ocurriendo. Cabía la posibilidad de que mi organismo necesitara más alcohol, en cuyo caso, barajé rápidamente dos opciones. Podía vestirme e ir a un bar o al restaurante coreano de mi calle y comprar un par de paquetes de cerveza, o beberme el jerez que había en la cocina. Pero no me parecía que el alcohol fuese el problema, porque me aterrorizaba la idea misma de ir a un restaurante con luces de neón y clientela en su interior.

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