Fui a mi escritorio y encendí el ordenador. Curiosamente estaba tranquilo, pero cuando vi las citas y lo mucho que habían caído los precios de las acciones empecé a marearme. Apoyé la cabeza en las manos e intenté dominar el pánico. Más o menos lo logré, tal vez desterrando de la mente a todos aquellos corredores de Lafayette que, a consecuencia de mis operaciones, también se habían visto arrastrados. Aun así, estaba convencido de que sus pérdidas no eran comparables a las mías. Debían de rondar el millón de dólares.
A la mañana siguiente salí a comprar el periódico y a buscar provisiones a Gristede's y la licorería. Los titulares oscilaban desde «¡au!» hasta «pesadilla en la bolsa» o «cautela inversora tras revés bursátil». El Nasdaq se había recuperado un poco a última hora de la tarde después de alcanzar unas pérdidas máximas del nueve por ciento, y seguía recobrándose aquella mañana, gracias a varias empresas de corretaje y fondos mutuos que habían pronosticado la debacle y habían empezado a comprar. Algunos comentaristas estaban histéricos, y hablaban de un nuevo Lunes Negro, o incluso de 1929, pero otros adoptaron una actitud más optimista, y aseguraban que se había purgado el reciente exceso especulativo en las acciones del sector tecnológico, o que lo que habíamos presenciado no era tanto una corrección generalizada como una limpieza de los sectores más frívolos del Nasdaq. Todo eso tranquilizaba a los jugadores de envergadura, pero no era consuelo para los millones de pequeños inversores que habían comprado a préstamo y se habían visto aniquilados por la venta masiva.
Sin embargo, leer artículos de opinión en la prensa no iba a cambiar nada. No cambiaría el hecho de que, por ejemplo, mi cuenta bancaria había quedado a cero, o que no podría volver a trabajar en Lafayette.
Dejé a un lado los periódicos, miré la bolsa de dinero que descansaba sobre la atestada mesa del comedor y me recordé a mí mismo, por enésima vez, que su contenido era lo único que me quedaba en el mundo, y que se lo debía a un prestamista ruso.
La visita de Gennadi el viernes por la mañana sería el siguiente gran acontecimiento de mi vida, pero no tenía ganas de que llegara. Me pasé dos días bebiendo y escuchando música. En un momento dado, a mitad de una botella de Absolut, pensé en Ginny Van Loon y lo curiosa que era. Me conecté a Internet y busqué en periódicos y revistas cualquier referencia que encontrara sobre ella. Había bastantes cosas, citas de las secciones «Página seis» y «Estilos» de
The New York Times
, recortes, artículos e incluso algunas fotos: Ginny, con dieciséis años, perdiendo la cabeza en el River Club con Tony De Torrio, Ginny rodeada de modelos y diseñadores de moda, Ginny con Nikki Sallis en una fiesta en Los Ángeles, bebiendo una botella de Cristal. Un artículo reciente aparecido en la revista
New York
insistía en que sus padres la habían metido en vereda amenazándola con desheredarla, pero el mismo texto citaba a amigos suyos que aseguraban que se había calmado mucho y que ya no era «demasiado divertida». En palabras de la propia Ginny, se había pasado casi toda la adolescencia queriendo ser famosa y ahora sólo deseaba que la dejaran en paz. Había trabajado de actriz y modelo, y lo había dejado todo. La fama era una enfermedad, decía, y quien la anhelara era idiota. Releí esos artículos varias veces e imprimí las fotos, que colgué en mi tablón de anuncios.
Ahora el tiempo parecía transcurrir muy rápido, y no hacía más que navegar por la Red o sentarme en el sofá a beber. Me puse sentimental. Estaba confuso e irritado.
Cuando Gennadi apareció el viernes por la mañana, tenía resaca. El desorden de mi casa había ido a más, y estoy seguro de que no olía muy bien, aunque en aquel momento no era consciente de esas cosas. Estaba demasiado triste y enfermo como para reparar en ello.
Cuando Gennadi llegó al umbral y vio aquel caos, se confirmaron mis peores miedos, o al menos uno de ellos. Supe al instante que Gennadi había tomado MDT. Lo percibí en su expresión alerta y en su pose. Supe también que mis sospechas se disiparían en cuanto abriera la boca.
—¿Qué te pasa, Eddie? —dijo con una sonrisa triste—. ¿Estás deprimido o algo? A lo mejor necesitas medicación. —Se sorbió la nariz e hizo una mueca—. O quizá necesitas instalar aire acondicionado.
Estaba claro que su inglés había mejorado enormemente. Todavía tenía un acento marcado, pero las estructuras gramaticales y sintácticas habían experimentado un rápido proceso de transformación. Me preguntaba cuántas pastillas habría tomado ya.
—Hola, Gennadi.
Me acerqué a la mesa del comedor, me senté y saqué un fajo de la bolsa de papel marrón. Empecé a contar billetes de cien dólares, suspirando cada dos segundos. Gennadi entró y deambuló por la estancia, escrutando el desorden. Se detuvo frente a mí.
—No es muy seguro, Eddie, eso de guardar todo tu dinero en una puta bolsa de papel —dijo—. Podría entrar alguien y robártelo.
Suspiré de nuevo y dije:
—No me gustan los bancos.
Le entregué los 22.500 dólares. Los cogió y se los guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Fue hacia la mesa, se dio la vuelta y se apoyó en ella.
—Ahora —añadió—, quiero hablar contigo de una cosa.
Allí estaba. Se me revolvió el estómago, pero intenté hacerme el tonto.
—Si no te ha gustado el guión —dije—, era sólo un borrador.
—Que le den al guión —repuso, con un gesto de desprecio—. No estoy hablando de eso. Y no finjas que no sabes a qué me refiero.
—¿Qué?
—Esas pastillas que te robé. ¿Me vas a decir que no te diste cuenta?
—¿Qué pasa con ellas?
—¿Tú qué crees? Quiero más.
—No tengo.
Gennadi sonrió, como si se tratase de un juego, cosa que evidentemente era cierta. Me encogí de hombros e insistí:
—No tengo.
Se incorporó y se dirigió hacia mí. Se detuvo donde lo había hecho antes y se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta. Estaba asustado, pero no me amedrenté. Sacó algo que no alcanzaba a ver. Me miró, sonrió otra vez y con un rápido movimiento me mostró la hoja de una navaja. Me la puso en el cuello y la deslizó arriba y abajo, rozándome suavemente la piel.
—Quiero más —dijo.
—¿Tengo pinta de tener más? —respondí después de tragar saliva. Gennadi dejó de mover la navaja, pero no lo apartó—. Has consumido, ¿verdad? —continué—. Ya sabes qué se siente y cómo te afecta. —Tragué de nuevo, esta vez más ruidosamente—. Mira a tu alrededor. ¿Te parece ésta la casa de alguien que está tomando la droga que tú has tomado?
—Entonces, ¿de dónde la sacaste?
—No lo sé, un tipo al que conocí en…
Me pinchó en el cuello y apartó la navaja rápidamente.
—¡Ay!
Me llevé la mano al cuello y froté. No había sangre, pero me dolía.
—No mientas, Eddie, porque si no consigo lo que quiero te mataré. ¿Está claro? —Entonces me puso la navaja debajo del ojo izquierdo y presionó, con suavidad pero firmemente—. Y por fases.
Siguió haciendo fuerza con la navaja, y cuando noté que el globo ocular empezaba a sobresalir, susurré:
—De acuerdo. —Gennadi aguantó unos instantes y acabó por retirar el arma—. Puedo conseguir más —dije—, pero me llevará unos días. El traficante es un… maniático de la seguridad.
Gennadi chasqueó la lengua, como diciendo:
—Sigue.
—Lo llamo y él organiza la recogida. —Hice una pausa y me froté el ojo izquierdo, pero en realidad era una maniobra para ganar tiempo y pensar qué iba a decir a continuación—. Si se huele que hay alguien más involucrado en esto, alguien a quien él no conozca, se acabó. No volveremos a saber de él. —Gennadi asintió—. Y otra cosa. Son caras.
Vi que le excitaba la posibilidad de comprar. También me di cuenta de que, pese a su torpe táctica, acataría cualquier propuesta y pagaría lo que le pidiera.
—¿Cuánto?
—Quinientos cada una…
Gennadi silbó, casi con regocijo.
—Por eso se me han terminado. Porque no estamos hablando de bolsas de diez dólares.
El ruso me miró, y señaló el dinero que había sobre la mesa.
—Utiliza eso. Consígueme…, eh… —Hizo una pausa, y pareció realizar un cálculo mental—. Consígueme cincuenta o sesenta. Para empezar.
Si acababa vendiéndole algo, tendría que salir de mi alijo, así que sentencié:
—Lo máximo que puedo pillar de una tacada son diez.
—Y una mierda…
—Gennadi, hablaré con el tipo, pero es muy paranoico. Tenemos que hacerlo poco a poco.
Se dio la vuelta, fue hacia la mesa y regresó al punto de partida.
—De acuerdo. ¿Cuándo?
—Seguramente las podré conseguir el viernes que viene.
—¿El viernes que viene? Me has dicho unos días.
—Le dejaré un mensaje. Tarda unos días en responder y luego unos cuantos más en organizarlo.
Gennadi blandió de nuevo la navaja y me apuntó directo a la cara.
—Si juegas conmigo, Eddie, te arrepentirás.
Entonces la apartó y fue hacia la puerta.
—Te llamaré el martes.
—Vale. El martes.
Una vez en el umbral, como si fuese una reflexión de última hora, preguntó:
—¿Qué es esta mierda? ¿Qué lleva?
—Es una… droga inteligente —repuse—. No sé de qué está compuesta.
—¿Te vuelve inteligente?
Extendí las manos.
—Bueno, sí. ¿No te habías dado cuenta?
Iba a mencionar lo mucho que había mejorado su inglés, pero decidí no hacerlo. La idea de que pensara que su inglés no era demasiado bueno al principio podía resultarle ofensiva.
—Claro —contestó—. Es increíble. ¿Cómo se llama?
Vacilé.
—Eh… MDT. Se llama MDT. Es un nombre químico, pero… Sí.
—¿MDT?
—Sí. Ya sabes, pilla un poco de MDT. Toma un poco de MDT.
Me miró con expresión confusa y agregó:
—El martes.
Salió al pasillo y dejó la puerta abierta. Yo me quedé sentado en la silla, escuchándole bajar las escaleras. Cuando oí la puerta cerrándose de golpe, me levanté y fui a la ventana. Vi a Gennadi caminando por la Calle 10 en dirección a la Primera Avenida. Aunque sabía poca cosa de él, la ligereza de sus pasos me pareció, cuando menos, inusitada.
Mientras rememoro los hechos ahora, en la mortecina quietud de esta habitación del Northview Motor Lodge, comprendo que la intrusión de Gennadi en mi vida, su intento por husmear en mi suministro de MDT, tuvo un efecto bastante inquietante en mí. Lo había perdido casi todo y me molestaba la idea de que alguien pudiera destruir tan fácilmente lo poco que quedaba. Ya no quería tomar MDT a espuertas porque tenía miedo de sufrir otro desvanecimiento, de quedar a merced de aquella oscuridad e impredecibilidad. Pero tampoco quería darme por vencido y dejarlo todo atrás, sobre todo para que un buitre como Gennadi lo destrozara. Asimismo, la idea de que Gennadi consumiera MDT me parecía un desperdicio. De repente, aquel tipo podía hablar un inglés comprensible. Qué bien. Seguía siendo un estúpido, un
zhulik
. El MDT no cambiaría a alguien como él. No como me había cambiado a mí.
A la luz de aquella reflexión, decidí que haría un último esfuerzo. Tal vez podría remediar la situación. Quizá pudiera darle la vuelta. Llamaría otra vez a Donald Geisler y le suplicaría que hablara conmigo.
¿Qué mal podía hacer eso?
Saqué la agenda negra de Vernon, busqué el número y marqué.
—¿Sí?
Guardé silencio un segundo y empecé a hablar a toda prisa.
—Soy el amigo de Vernon Gant otra vez. No cuelgue, por favor… Cinco minutos, sólo quiero cinco minutos de su tiempo. Le pagaré… —esto último se me ocurrió sobre la marcha—, le pagaré cinco mil dólares, a mil dólares el minuto. Hable conmigo…
En ese momento se hizo el silencio. Miré la bolsa de papel marrón que reposaba sobre la mesa.
Mi interlocutor exhaló un largo suspiro.
—¡Dios mío!
No sabía qué significaban sus palabras, pero no había colgado. Decidí no forzar la situación y no dije nada. Al final, Geisler respondió:
—No quiero su dinero. —Hizo una nueva pausa—. Cinco minutos.
—Muchas gracias.
Me dio la dirección de un bar situado en la Séptima Avenida a la altura de Park Slope, en el barrio de Brooklyn, y me dijo que me reuniera allí con él en una hora. Era alto y llevaría una camiseta amarilla lisa.
Me di una ducha, me afeité, engullí una taza de café y unas tostadas y me vestí. Cogí un taxi en la Calle 10.
El bar era pequeño y oscuro, y estaba casi vacío. En una mesa rinconera había un hombre alto que lucía una camiseta amarilla. Estaba tomando un café. Junto a la taza tenía un paquete de Marlboro y un encendedor Zippo. Me presenté y tomé asiento. Por su cabello entreverado de canas y las arrugas de los ojos, calculé que Donald Geisler tendría unos cincuenta y cinco años. Sus bruscas maneras eran las de alguien que estaba de vuelta de todo.
—Muy bien —dijo—, ¿qué es lo que quiere?
Le ofrecí una versión rápida y concisa de los hechos.
Al final dije:
—Así que lo que verdaderamente necesito conocer es la dosis. O al menos si ha oído hablar de un socio de Vernon llamado Tom o Todd.
Geisler asintió pensativo y miró su taza de café unos instantes. Mientras esperaba a que ordenase sus pensamientos, o lo que fuese que estaba haciendo, saqué el paquete de Camel y encendí un cigarrillo.
Me había fumado más de la mitad cuando Geisler empezó a hablar. Me di cuenta de que si habíamos de regirnos por la norma de los cinco minutos, ya habíamos rebasado ese límite.
—Hace unos tres años —dijo—, o tal vez tres y medio, conocí a Vernon Gant. Yo era actor por aquel entonces. Trabajaba en una pequeña compañía que había fundado cinco años antes junto a otros compañeros. Interpretábamos a Miller, Shepard y Mamet, ese tipo de cosas. Tuvimos cierto éxito, sobre todo con una producción de
American Buffalo
, y salíamos mucho de gira.
Supe de inmediato, por el tono de su voz y la lánguida ruta narrativa que parecía haber acometido, que, pese a sus protestas iniciales, iba a hablar un buen rato.
Pedí dos cafés más a una camarera que pasaba y encendí otro cigarrillo.
—Cuando conocí a Vernon, la compañía decidió cambiar de dirección y montar una producción de
Macbeth,
en la que yo había de interpretar el papel protagonista. —Se aclaró la voz—. En aquel momento, conocer a Vernon me pareció un golpe de suerte, porque estaba cagado de miedo por la idea de interpretar a Shakespeare y un tipo me ofrecía… Bueno, ya sabes lo que me ofrecía.