Authors: Natsume Soseki
Ya en presencia del maestro, Suzuki se mostró tan resbaladizo y sibilino como de costumbre. De sus labios no salió ninguna mención a sus verdaderos promotores, los Kaneda. Con su habitual estilo libidinoso, se limitaba a deslizar consideraciones de tipo general:
—Pareces enfermo, querido Kushami. ¿Te encuentras bien?
—Perfectamente.
—Pero se te ve muy pálido. Deberías cuidarte, el tiempo anda revuelto últimamente. ¿Duermes bien? —Sí.
—Algo te preocupa. Si es así, puedes decírmelo.
—Preocuparme. ¿Preocuparme por qué?
—Bueno, si tienes la fortuna de estar libre de preocupaciones, pues mejor para ti. Sólo lo mencionaba por si podía echarte una mano. Ya sabes que la preocupación emponzoña más el ánimo que cualquier veneno. Resulta mucho más provechoso vivir la vida con alegría. A mí me parece que estás un poco deprimido; decaído al menos.
—La risa también puede ser perjudicial. Hay hombres que se han muerto de tanto reír.
—¡Qué dices! Recuerda lo que dice el refrán: «Por la puerta de la alegría entra la suerte».
—Me da la sensación de que nunca has oído hablar de Crisipo, el antiguo filósofo griego
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—En mi vida. ¿Qué hizo ese individuo?
—Se murió de risa.
—¿En serio? ¡Qué cosa tan extraordinaria! ¿Ocurrió hace mucho tiempo?
—¿Y eso qué importancia tiene? Crisipo vio a su burro comiendo higos en una cazuela de plata y le hizo tanta gracia que empezó a reírse. Río y río hasta tal punto que ya no podía parar. Al final, falleció asfixiado de la risa.
—Verdaderamente, se trata de una historia divertida. Pero yo no te estoy diciendo que te mueras de un ataque de risa. Ríe moderadamente, sólo un poco más de lo que lo haces habitualmente, y verás como te encuentras maravillosamente bien.
Suzuki escrutaba al maestro a través de sus ojos entornados, pero de repente sonó un porrazo tremendo en la puerta, y Suzuki perdió la concentración. Se diría que había llegado una visita, pero no era así:
—Se nos ha colado la pelota —dijo alguien desde la puerta de la calle—. ¿Me haría el favor de dejarme pasar a recogerla?
—Sí, puedes pasar —contestó Osan con voz cansada desde la cocina.
Entonces vieron a un chico que entraba y se deslizaba hasta la parte trasera del jardín. Suzuki, visiblemente contrariado preguntó:
—¿De qué va todo esto?
—Los chicos del colegio de al lado, que han bateado una bola y ha caído en mi jardín.
—¿Tienes un colegio al lado de casa?
—Ahí, en la parte de atrás. La Escuela de la Nube Caída.
—Ya veo... Vaya escándalo deben de montar.
—No te haces una idea. No me dejan ni estudiar. Si fuera Ministro de Educación, lo mandaría cerrar inmediatamente.
Suzuki se rió deliberadamente largo tiempo para tratar de irritar al maestro:
—¡Madre mía! Sí que debes de estar ocupado. Dime, ¿te molestan mucho?
—¿Que si me molestan? Desde luego que sí, desde la mañana a la noche.
—Si tanto te molestan, ¿por qué no te mudas?
—¿Estás sugiriendo que me mude? ¡Qué impertinencia por tu parte!
—No hay razón para que te pongas así conmigo. En cualquier caso, son sólo unos chavales. Yo no les haría ni caso.
—Sí, me imagino que tú actuarías así, pero yo no puedo. Precisamente ayer mandé venir aquí a uno de sus profesores, y le presenté una queja formal en toda regla.
—¡Qué papelón! Se le caería la cara de vergüenza.
—Hombre, avergonzado estaba...
En ese momento se escuchó de nuevo un golpe en la puerta y de nuevo la misma cantinela:
—Se nos ha colado una pelota. ¿Sería usted tan amable de permitirnos pasar a cogerla?
—¡Dios Bendito! Otro chaval con otra pelota —se sorprendió Suzuki.
—Sí. Acordamos que entrarían por la puerta principal y pedirían permiso para pasar a recogerlas.
—Ya veo, ya veo. Y vienen uno tras otro, ¿no es así? Ya veo, ya veo...
—¿Qué es lo que ves?
—Me refiero a ese flujo constante de chavales entrando y saliendo, todos con su pelota de acá para allá.
—Hoy van dieciséis.
—¿Y cómo lo soportas? ¿Por qué no les mantienes a raya?
—¿Mantenerles a raya? ¿Cómo podría hacer semejante cosa? En cualquier caso, hiciera lo que hiciera, las pelotas seguirían volando por encima de la casa hasta el jardín, y ellos entrando a por ellas.
—Vaya, es cierto que no puedes hacer nada. Aunque tampoco veo la razón para que aguantes tanto. La gente cuadriculada lo tiene difícil en este mundo y no sufre más que desengaños. Si te fijas, las cosas redondas se mueven por sí solas y las cuadriculadas sólo lo hacen a golpes. Cuando se mueven se rompen por las esquinas y ya no sirven. No pienses que eres el único con razón en este mundo, ni esperes que los demás actúen como tú esperas. Lo único que conseguirás es perder los nervios y la salud y convertirte en el hazmerreír de todos. Hay gente que puede hacer lo que sea porque se lo puede permitir, y uno no puede hacer nada si el enemigo es múltiple. Es bueno resistir, pero cuando menos lo pienses te darás cuenta de que no te dejarán estudiar, ni cumplir con tus más elementales obligaciones. Cuanto más te esfuerces por nada, peor para ti.
—Disculpe. Se nos ha colado una pelota. ¿Me permitiría pasar a recogerla?
—¿Ves? —dijo Suzuki—. Ya están aquí de nuevo.
—Son unos sinvergüenzas... —dijo el maestro, al que se le había ido poniendo la cara roja de ira.
El objetivo de la visita de Suzuki se había cumplido con creces, así que se despidió educadamente y se marchó, no sin antes prometer que volvería en breve a visitar al maestro.
Tan pronto como se marchó Suzuki, llegó otra visita. En esta ocasión se trataba del doctor Amaki. A lo largo de la historia del mundo ha habido pocas personas que se describieran a sí mismas como dementes. Es obvio que cuando determinados individuos llegan al punto de considerarse seres extraños, es que ya han pasado el límite que da paso a su demencia. El maestro alcanzó y sobrepasó ese punto con el incidente del día anterior, a pesar de que todo empezó como una tormenta de fuego y furia, para concluir finalmente en polvo y ceniza. El hecho fundamental para él es que había llegado a un acuerdo con los alumnos. Por la tarde, mientras rumiaba sobre el día tan agitado que había tenido, se dio cuenta de que en todo el asunto había algo que olía raro. Si esa rareza estaba en él o en los alumnos de la escuela, era algo aún por determinar, pero en el transcurso de su proceso de reflexión se dio cuenta de que, a pesar de la constante provocación que suponía tener una escuela de secundaria en el vecindario, no dejaba de ser extraño que día tras día, durante semanas enteras, acabara perdiendo los nervios. Si ese algo extraño estaba en él, algo había que hacer. Pero qué, se preguntaba. Al final llegó a la conclusión de que debía recurrir a algún tipo de droga o medicina que le ayudara a eliminar o aplacar su ira, así como la causa interna que la provocaba. El maestro decidió, por tanto, llamar al doctor Amaki para hacerse un examen completo. Dejando a un lado lo acertado o no de semejante conclusión, lo cierto es que se había dado cuenta de lo mal que estaba, y había decidido ponerle remedio. Ciertamente, eso era algo digno de respeto y admiración.
El doctor Amaki, con su habitual tono de serenidad congénita, preguntó:
—¿Cómo nos encontramos hoy? —La mayoría de los doctores hacen esta pregunta en la primera persona del plural. Yo, qué quieren que les diga, personalmente no confiaría nunca en uno que no lo hiciera así.
—Doctor. Estoy convencido de que mi fin se acerca.
—¿Cómo? ¡Bobadas! Eso es imposible.
—Dígame honestamente, doctor. ¿Las medicinas sirven para algo?
El doctor Amaki se quedó un tanto desconcertado ante la pregunta, pero era una persona cortés, y respondió como si nada:
—Las medicinas habitualmente ayudan mucho.
—Pero fíjese por ejemplo en mi estómago. De la montaña de medicinas que he tomado hasta ahora, ninguna me ha supuesto la más mínima mejoría.
—Eso no es cierto.
—¿Cómo que no? ¿Me ayudan las medicinas a sentirme mejor? —Volvía al tema de su estómago enfermo para pedir una opinión externa sobre un problema interno, del que su sistema nervioso le mantenía informado regularmente.
—Bueno, nada se cura en un abrir y cerrar de ojos. Todas las cosas llevan su tiempo. Pero ahora se encuentra mejor que antes, ¿no es así?
—¿En serio piensa usted eso?
—¿Se sigue irritando con facilidad?
—Por supuesto que sí. Incluso en mis sueños me irrito.
—Quizás le haría bien practicar un poco más de ejercicio.
—Si hiciera tal cosa, perdería los nervios con mayor facilidad.
El doctor Amaki debía de empezar a estar desesperado, porque dijo:
—Bien. Pues vamos a echarle un vistazo.
Tan pronto como el examen concluyó, el maestro dijo, visiblemente nervioso:
—Doctor, el otro día leí un libro sobre hipnosis en el que se aseguraba que esta técnica iba muy bien para curar enfermedades y afecciones como la cleptomanía. ¿Cree usted que debería someterme a un tratamiento de hipnosis?
—Esos tratamientos han venido demostrando su eficacia, efectivamente.
—¿Se practican todavía? —Sí.
—¿Es difícil hipnotizar a una persona?
—No, al contrario. Yo mismo lo hago a menudo.
—¿Cómo? ¿Usted practica la hipnosis?
—Sí. ¿Quiere que lo intente con usted? En teoría, cualquiera puede ser hipnotizado.
—Sí, desde luego. Será muy interesante. Siempre he querido que me hipnoticen, pero me preocupa quedarme en un estado de trance permanente y no volver a despertar nunca más.
—No tiene nada de qué preocuparse. ¿Empezamos?
Conociendo al maestro, me extrañó la rapidez con la que se decidió a someterse a un tratamiento tan novedoso para él. Nunca había asistido a una de esas sesiones de hipnosis de cerca y, excitado por la novedad, me senté en una esquina de la habitación a fin de no perderme detalle. El doctor empezó a pasar sus dedos sobre los párpados del maestro de arriba abajo, de abajo arriba, y así continuó durante un buen rato. Después preguntó:
—Cuando le aprieto de esta manera sobre los párpados siente como sus ojos pesan cada vez más, ¿no es así?
—Desde luego, se ponen mucho más pesados.
El doctor continuó con su masaje de párpados, y de vez en cuando decía:
—Cada vez más pesados, cada vez más pesados. Siente usted como pesan...
El maestro, sintiendo sin duda lo que el doctor le decía, permanecía en silencio. El masaje continuó durante tres o cuatro minutos, y después el doctor murmuró:
—Ahora ya no puede abrir los ojos.
¡El pobre maestro, cegado por su propio médico!
—¿Quiere decir que no se abrirán más? —preguntó.
—Exacto, no los puede abrir.
El maestro, con los ojos cerrados, no decía nada. Yo miraba esa escena aterradora convencido de que le había dejado ciego para siempre. Al poco tiempo, el doctor dijo:
—Ahora intente abrirlos. Le apuesto lo que quiera a que no lo consigue.
—¿De verdad? —contestó el maestro. Y tan pronto como dijo eso, sus ojos se abrieron de golpe—. No ha podido hipnotizarme, ¿verdad? —dijo con una sonrisa de suficiencia.
—No, no he podido —admitió el doctor Amaki.
Tras el experimento hipnótico, el doctor Amaki se marchó para atender alguna otra urgencia médica. De nuevo, apenas había salido éste por la puerta de la casa, llegó otra visita. El maestro tenía pocos amigos, así que era algo realmente extraordinario que muchos de ellos hubieran elegido precisamente ese día para visitarle. De hecho, yo nunca había visto una cantidad así de visitas en el espacio de un solo día. En esta ocasión el visitante era un espécimen verdaderamente extraño. Si es digno de que lo describa con cierto detalle, no se debe al hecho de que fuera desconocido, sino al papel esencial que tendría en lo que anteriormente he llamado «consecuencias del gran acontecimiento». Yo desconocía su nombre, pero tendría unos cuarenta años y una cara alargada con una barbita como de chivo. Si Meitei tenía cara de esteta, éste la tenía de filósofo. No es que alardease de ello, como hacía Meitei, pero en su forma de hablar y en sus modales había algo que a mí me sugería esa posibilidad. Deduje que debía de ser otro de esos antiguos compañeros de estudios del maestro, por la manera franca y directa que tenían de dirigirse el uno al otro.
—¿Meitei? Menuda pieza está hecho ése. No puede estarse quieto ni un momento. Me recuerda a la comida que se les echa a los peces de colores en los estanques, inquieta pero siempre flotando en la superficie. El otro día estaba con un amigo suyo de paseo, y pasaron por delante de la casa de un noble al que, por supuesto, ninguno de los dos conocía. Ni corto ni perezoso, invitó al amigo a entrar en la mansión diciéndole que el propietario estaría encantado de convidarles a tomar el té. Verdaderamente, su descaro no tiene límites.
—¿Y qué pasó?
—No lo sé. No me he molestado en preguntar. Pero algo excéntrico, sin duda. Es un hombre con la cabeza hueca que va flotando por la vida como la comida de los peces. ¿Y a Suzuki? ¿A ése también le ves? ¡Menuda pieza también! De silogismos no tiene ni idea, pero para buscarse la vida es bastante listo. Es de los que parecen gravitar en torno al oro y el dinero. Un buscavidas de primera, pero sin ningún valor. Siempre está hablando sobre la importancia de la fluidez, de lo importante que es hacer las cosas de una manera fluida, sin obstáculos. Pero no tiene ni idea de lo que eso significa. Ni de eso ni de nada. Si Meitei es como la comida para los peces, Suzuki es como la gelatina, una cosa blanda y temblorosa que no se deshace fácilmente.
El maestro parecía impresionado por las sorprendentes comparaciones y, cosa poco habitual en él, soltó una carcajada y preguntó:
—¿Y tú? ¿Qué pasa contigo?
—¿Yo? Yo soy como un ñame: por más que crezco, no acabo de salir del lodo.
—Al menos pareces no tener preocupaciones, siempre tan compuesto y en tus cabales, y con ese buen sentido del humor. Realmente te envidio.
—Soy un tipo como cualquier otro, no te creas. No hay nada en mí digno de envidiarse. Aunque, al menos, tampoco yo envidio a nadie...
—¿Económicamente te va mejor?
—No, igual que siempre. Lo justo para comer e ir tirando. Es decir, no tengo nada de qué preocuparme.