Srta. Marple y 13 Problemas (22 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

—¿Mrs. Carpenter era bien parecida? —preguntó.

—Sí, pero sencilla, nada llamativa.

—Tenía una voz muy agradable —dijo el coronel Bantry.

—Ronroneante, así es como yo la llamo —intervino Mrs. Bantry—. ¡Ronroneante!

—A ti también van a llamarte “gata” cualquier día de estos, Dolly.

—Me gusta serlo en mi casa —replicó ella—. De todas formas, ya sabes que no me gustan mucho las mujeres. Sólo los hombres y las flores.

—Un gusto excelente —exclamó sir Henry—. Especialmente por haber nombrado a los hombres en primer lugar.

—Eso fue por delicadeza —respondió Mrs. Bantry—. Bueno, ¿qué me dicen de mi problemita? Me parece que he jugado limpio, Arthur. ¿No crees que he jugado muy limpio?

—Sí, querida. Pero no creo que haya una investigación sobre la limpieza de la carrera por los comisarios del Jockey Club.

—Usted primero —dijo Mrs. Bantry señalando a sir Henry.

—Tal vez me extienda excesivamente en mis deducciones, ya que no tengo ninguna seguridad en este caso. Primero consideremos a sir Ambrose. No creo que empleara un método tan original para suicidarse, y por otro lado no ganaba nada con la muerte de su pupila. Descartado sir Ambrose. Ahora Mr. Curie. No tenía motivos para matar a la joven. De haber sido sir Ambrose su presunta víctima, posiblemente hubiera robado un par de manuscritos raros que nadie hubiera echado de menos. Es una teoría muy cogida por los pelos y poco probable. De modo que considero que, a pesar de las sospechas de Mrs. Bantry en cuanto a su ropa interior, Mr. Curie queda eliminado. Miss Wye. ¿Motivos para matar a sir Ambrose? Ninguno. ¿Motivos para matar a Sylvia? Poderosos. Ella quería al prometido de Sylvia con locura, según dice Mrs. Bantry. Aquella mañana estuvo en el jardín con Sylvia, de modo que tuvo oportunidad de coger las hojas. No, no podemos descartar a miss Wye así como así y tampoco al joven Lorimer. Existen motivos en ambos casos. Si se deshace de su novia puede casarse con la otra. No obstante, me parece excesivo asesinarla. ¿Qué significa hoy en día la ruptura de un compromiso? Si muere sir Ambrose, se casará con una mujer rica en vez de con una pobre. Eso puede tener importancia o no, depende de su situación económica. Si descubro que sus propiedades estaban hipotecadas y Mrs. Bantry nos ha ocultado deliberadamente este detalle, no habrá sido juego limpio. Ahora Mrs. Carpenter. Yo sospecho de Mrs. Carpenter. Estas manos tan blancas y su magnífica coartada en el momento en que fueron cogidas las hojas. Siempre desconfío de las coartadas. Y tengo otra razón para sospechar de ella, que me reservo. No obstante, a grosso modo, si tuviera que acusar a alguien sería a miss Maud Wye ya que tenemos más pruebas contra ella que contra nadie.

—Ahora usted —dijo Mrs. Bantry señalando al doctor Lloyd.

—Creo que se equivoca usted, Clithering, al aferrarse a la teoría de que la muerte de la joven fuese intencionada. Estoy convencido de que el asesino intentaba deshacerse de sir Ambrose. No creo que el joven Lorimer tuviera los conocimientos necesarios y me siento inclinado a creer que la culpa fue de Mrs. Carpenter. Llevaba mucho tiempo en la casa, conocía el estado de salud de sir Ambrose y pudo disponer con facilidad que esa joven Sylvia (que usted misma dice que era bastante estúpida) cogiera las hojas adecuadas. Confieso que no veo qué motivos pudo tener, pero me aventuro a suponer que, en otro tiempo, sir Ambrose hizo un testamento en que era mencionada. Es lo mejor que se me ocurre.

Mrs. Bantry pasó a señalar a Jane Helier.

—Yo no sé qué decir —dijo Jane—, excepto esto: ¿Por qué no pudo haberlo hecho la propia muchacha? Después de todo, ella llevó las hojas a la cocina. Y usted dice que sir Ambrose se había opuesto al noviazgo. Al morir él, conseguiría el dinero para poder casarse en seguida. Debía conocer el estado de salud de sir Ambrose tan bien como Mrs. Carpenter.

El índice de Mrs. Bantry señaló a miss Marple.

—Ahora usted, la profesora —le dijo.

—Sir Henry lo ha expresado todo claramente, muy claramente —dijo miss Marple—. Y el doctor Lloyd también tuvo razón en lo que dijo. Entre los dos lo han dejado todo bien claro. Sólo que no creo que el doctor Lloyd haya comprendido lo que implica algo que él mismo ha dicho. Veamos, al no ser el médico habitual de sir Ambrose, no podía saber exactamente qué clase de afección cardiaca padecía, ¿no les parece?

—No acabo de comprender lo que quiere usted decir, miss Marple —dijo el doctor Lloyd.

—Usted supone que sir Ambrose tenía un corazón al que le afectaría la digitalina, pero no hay nada que lo pruebe. Pudo ser todo lo contrario.

—¿Lo contrario?

—Sí, usted dijo que a menudo se receta digitalina para ciertas afecciones del corazón.

—Aunque así sea, miss Marple, no veo adonde quiere usted ir a parar.

—Pues significaría que podía tener digitalina en su poder con toda naturalidad, sin dar explicaciones. Lo que trato de decir (siempre me expreso tan mal), es esto: Supongamos que usted deseara envenenar a alguien con una dosis mortal de digitalina. ¿No sería lo más sencillo y el medio más fácil procurar que todos sufrieran un envenenamiento producido por hojas de dedalera, que contienen digitalina? No sería fatal para ninguno de los otros, pero nadie se sorprendería de que hubiera una víctima ya que, como ha dicho el doctor Lloyd, estas cosas son muy imprecisas. Nadie se molestaría en averiguar si la joven había tomado ya previamente una dosis fatal de digitalina. Pudo ponérsela en un combinado, en el café o incluso hacérselo beber simplemente como un tónico.

—¿Quiere usted decir que sir Ambrose envenenó a su pupila, la encantadora joven a la que tanto apreciaba?

—Exactamente —replicó miss Marple—. Igual que Mr. Badge y su joven ama de llaves. No me digan que es absurdo que un hombre de sesenta años se enamore de una joven de veinte. Sucede cada día, y me atrevo a decir que un autócrata como sir Ambrose pudo tomárselo muy a pecho. Esas cosas a veces se convierten en una obsesión. No podía soportar la idea de verla casada. Hizo cuanto pudo por evitarlo y fracasó. Sus celos crecieron de tal modo que prefirió matarla antes de dejar que se casara con el joven Lorimer. Debía haberlo planeado bastante antes, ya que las semillas de dedalera tuvieron que ser sembradas entre la salvia. Cuando llegó la ocasión, él mismo las cogió y envió a Sylvia con ellas a la cocina. Es horrible pensarlo, pero supongo que debemos juzgarle con toda la benevolencia que podamos. Los hombres de edad son algunas veces muy suyos en lo que se refiere a las chicas jovencitas. Nuestro último organista... pero no hablemos más de los escándalos.

—Mrs. Bantry —preguntó sir Henry—. ¿Fue así?

Mrs. Bantry asintió.

—Sí, yo no tenía la menor idea, nunca pensé que pudiera tratarse de otra cosa más que de un accidente. Luego, después de la muerte de sir Ambrose, recibí una carta. Había dejado instrucciones para que me fuera enviada y en ella me contaba la verdad. No sé por qué, pero él y yo siempre nos habíamos llevado muy bien

Durante el momentáneo silencio percibió una crítica callada y se apresuró a agregar:

—Ustedes creen que estoy traicionando una confidencia, pero no es así. He cambiado todos los nombres. En realidad, no se llamaba sir Ambrose Bercy. ¿No se dieron cuenta de la extrañeza con que me miró Arthur cuando dije el nombre por primera vez? Al principio no me entendía. Lo he cambiado todo. Como dicen en las revistas y al principio de las novelas: “Todos los personajes que aparecen en esta historia son puramente imaginarios”. Nunca sabrán ustedes quiénes fueron en realidad.

Capítulo XII
-
El caso del bungalow

—Ahora recuerdo un caso... —dijo Jane Helier. Su bello rostro se iluminó con la sonrisa confiada del niño que busca aprobación. Era la sonrisa que conmovía a diario al público de Londres y que había hecho la fortuna de los fotógrafos.

—Le ocurrió a una amiga mía —dijo con precaución.

Todo el mundo hizo hipócritas gestos de aliento. El coronel Bantry, su esposa, sir Henry Clithering, el doctor Lloyd y la anciana miss Marple estaban convencidos de que la “amiga” de Jane era ella misma. Hubiera sido incapaz de recordar o interesarse por algo que afectara a cualquier otra persona.

—Mi amiga —continuó Jane—, no mencionaré su nombre, era una actriz muy conocida.

Nadie exteriorizó la menor sorpresa y sir Henry Clithering pensó para sí: “Me pregunto cuánto tardará en olvidarse de la farsa y dirá
yo
en vez de
ella
...”.

—Mi amiga se encontraba de gira por provincias, de esto hará uno o dos años. Supongo que es mejor no decir el nombre del lugar. Estaba en la ribera de un río, muy cerca de Londres. Lo llamaré...

Hizo una pausa, frunciendo el entrecejo. Al parecer, inventar un simple nombre era demasiado para ella, y sir Henry acudió en su ayuda.

—¿Lo llamamos Riverbury? —le sugirió.

—Oh, sí, espléndido, Riverbury, lo recordaré. Bien, como decía esta amiga mía, se encontraba en Riverbury con su compañía cuando ocurrió algo muy curioso.

Volvió a fruncir el entrecejo.

—¡Es tan difícil decir lo que una quiere decir! —se lamentó—. Temo confundirme y decir unas cosas antes que otras.

—Lo hace usted muy bien —le dijo el doctor Lloyd para animarla—. Continúe.

—Bien, pues ocurrió algo muy curioso. Mi amiga fue llevada al puesto de policía. Al parecer se había cometido un robo en su bungalow, situado junto al río, y habían detenido a un joven que les contó una extraña historia, y por eso fueron a buscarla.

“Nunca había estado en un puesto de policía, pero se mostraron muy amables con ella, amabilísimos.

—No me extraña en absoluto —dijo sir Henry.

—El sargento, creo que era un sargento, o tal vez fuese un inspector, la invitó a sentarse y le explicó lo ocurrido. Desde luego yo vi en seguida que se trataba de una equivocación.

“¡Aja! —pensó sir Henry—.
¡Yo!
Ya está, lo que imaginaba.”

—Eso dijo mi amiga —continuó Jane, sin advertir su propia traición—. Explicó que había estado ensayando en el hotel con su suplente y que nunca había oído siquiera el nombre de Mr. Faulkener. Y el sargento dijo: “Miss Hel...”.

Se detuvo muy sonrojada.

—¿Miss Helman? —le sugirió sir Henry con un guiño.

—Sí, sí, eso es. Gracias. El sargento dijo: “Miss Helman, creo que debe de haber alguna equivocación, puesto que usted se aloja en el Bridge Hotel”. Y luego me preguntó si me importaría que me confrontaran con aquel joven. No sé si se dice confrontar o carear. No lo puedo recordar.

—No importa realmente —le aseguró sir Henry.

—De todos modos, yo dije: “Claro que no”. Y lo trajeron y dijeron: “Ésta es miss Helier” y... ¡Oh! —Jane se interrumpió boquiabierta.

—No importa, querida —le dijo miss Marple para consolarla—. De todas maneras lo hubiéramos adivinado. Y no nos ha dicho el nombre del lugar ni nada realmente importante.

—Bueno —dijo Jane—. Mi intención era contárselo como si le hubiera ocurrido a otra persona, pero es difícil, ¿verdad? Quiero decir que una se olvida.

Todos le aseguraron que era muy difícil y una vez tranquilizada, prosiguió con su algo enrevesado relato.

—Era un hombre muy atractivo, mucho. Joven y pelirrojo. Al verme se quedó con la boca abierta y el sargento le preguntó: “¿Es ésta la dama?”. Y él contestó: “No, desde luego que no. Qué estúpido he sido”. Yo le sonreí, diciéndole que no tenía importancia.

—Me imagino la escena —dijo sir Henry.

Jane Helier frunció el entrecejo.

—Déjeme pensar cómo sería mejor continuar.

—¿Y si nos contara de qué se trata, querida? —dijo miss Marple con tal amabilidad que nadie pudo sospechar su ironía—. Quiero decir que cuál era la equivocación de aquel joven y de qué se trataba el robo.

—Oh, sí —exclamó Jane—. Bien, ese joven, Leslie Faulkener, había escrito una comedia. A decir verdad había escrito varias, aunque nunca le representaron una. Y me envió una en particular para que la leyera. Yo lo ignoraba, ya que recibo cientos de obras de teatro y leo muy pocas, sólo aquéllas de las que sé algo. De todas formas, así fue, y al parecer Mr. Faulkener recibió una carta mía, sólo que resultó que no la había escrito yo. ¿Comprenden?

Hizo una pausa con ansiedad y todos le aseguraron que la habían entendido.

—En ella le decía que había leído su comedia, que me gustaba mucho y que viniera a hablar conmigo. Le daba la dirección, el bungalow de Riverbury. De modo que Mr. Faulkener, muy satisfecho, fue a verme a ese lugar: el bungalow. Le abrió la puerta una doncella a quien él preguntó por miss Helier y ella le dijo que miss Helier le estaba esperando y le hizo pasar al salón, donde le recibió una mujer que él aceptó como si fuera yo, lo cual resulta bastante extraño, puesto que me había visto actuar y mis fotografías son bien conocidas en todas partes, ¿verdad?

—Por todo lo largo y ancho de Inglaterra —replicó Mrs. Bantry—. Pero a menudo hay una gran diferencia entre la fotografía y el original, mi querida Jane. Así como cuando se ve a las artistas fuera del escenario. No todas las actrices pueden superar esa prueba como tú, recuérdelo.

—Bueno —dijo Jane un tanto aplacada—, es posible. De todas formas describió a aquella mujer diciendo que era alta, rubia, de grandes ojos azules y muy atractiva, de modo que debía parecerse bastante a mí. Desde luego, él no sospechó nada y ella se sentó, comenzó a charlar de su comedia y de las ganas que tenía de representarla. Mientras hablaban, les sirvieron unos combinados y Mr. Faulkener tomó uno. Bueno, eso es todo lo que recuerda, que se bebió el combinado. Cuando se despertó, o volvió en sí, estaba tendido en la carretera junto a la cuneta, desde luego donde no había peligro de que le atropellaran. Estaba muy débil y desorientado, tanto que, cuando se levantó y echó a andar tambaleándose, no sabía adonde se dirigía. Dijo que, de haber estado en posesión de todas sus facultades, hubiera vuelto al bungalow para tratar de averiguar lo ocurrido, pero se sentía tan torpe y aturdido que siguió caminando sin saber apenas lo que hacía. Empezaba a rehacerse cuando fue detenido por la policía.

—¿Por qué le detuvieron? —preguntó el doctor Lloyd.

—¡Oh! ¿No se lo dije? —exclamó Jane abriendo mucho los ojos—. Qué tonta soy, por el robo.

—Usted mencionó un robo, pero no dijo dónde tuvo lugar ni porqué.

—Bueno, ese bungalow, ese al que fue él, no era mío, por supuesto. Pertenecía a un hombre cuyo nombre era...

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