Miró hacia la redacción. Como era lunes había un gran bullicio de gente por todas partes. Esto la hizo sentir torpe e insegura. No conocía los nombres de ni la mitad de ellos. La cálida sensación de pertenecer al equipo de la que disfrutó el fin de semana había desaparecido. Al parecer dependía de los tubos fluorescentes apagados, de las pantallas brillando en la oscuridad, de pasillos vacíos y el tranquilo zumbido del aire acondicionado. Durante el día el lugar de trabajo era completamente diferente, invadido de luz y ruido y de personas con muecas engreídas. Como aún no lo controlaba, Annika no encontraba su sitio.
—Aquí han pasado muchas cosas mientras he estado fuera —dijo Carl Wennergren y se sentó familiarmente en la mesa de Annika, que tiró demostrativamente de unos papeles que sobresalían bajo el trasero del hombre.
—Una historia muy trágica —respondió Annika.
Carl Wennergren colocó la copa sobre los papeles.
—Es el premio de una excursión —dijo él—. Bonito, ¿verdad?
—Mucho —contestó Annika.
—El dueño del barco recibe la copa, a los otros les dan una especie de jodido diploma. Clase IOR, primera. Los grandes barcos, ése es mi terreno.
—Hay muchas clases, ¿verdad? —preguntó Annika e hizo clic en TT.
Carl Wennergren la observó en silencio durante algunos segundos.
—A ti no te interesan mucho los deportes náuticos, ¿verdad? —respondió él.
—Claro que sí —dijo Annika—. Suelo tomar prestada la barca de mi abuela y remo por el Hosjön. Puede ser bonito de cojones.
Levantó la mirada cuando él se levantó y se marchó, intentó no pensar en él ni en el resto de la redacción. Se estiró para coger elKonkurrenten.No tenían nada que aportar a la historia del asesinato. Observó que habían ampliado la nota del lugar del crimen, «Te echamos de menos». Annika cabeceó, pasó las hojas y se enganchó rápidamente a un artículo sobre las relaciones de pareja después de las vacaciones. El número de divorcios aumentaba dramáticamente durante el otoño, leyó, ya que las esperanzas que habían mantenido el matrimonio vivo durante el invierno se habían traqueteado en la caravana. Pensó en sí misma y en su propia relación y suspiró.
—¿Y esa melancolía? ¿Nos tomamos un café rápido?
Berit le sonrió animadamente, Annika respondió con recelo.
—He oído que te han dado un supersoplo —dijo Annika y pescó el monedero del bolso.
—Sí, es cierto —respondió Berit—. ¿Has oído hablar del asunto IB?
—Más o menos —reconoció—. Jan Guillou y Peter Brat revelaron en los años setenta que el gobierno realizó un registro ilegal de opinión.
Se encaminaron hacia la cafetería.
—En efecto —dijo Berit—, a los socialdemócratas les embargó el pánico. Encarcelaron a los periodistas y actuaron de una manera completamente irracional. Entre otras cosas destruyeron sus archivos, tanto internacionales como nacionales. Café y bollo de vainilla, gracias.
Se sentaron a una mesa junto a la ventana, no tanto por la vista sino por la corriente del aire acondicionado.
—¿Entonces no se puede saber qué es lo que realmente hacían en IB? —preguntó Annika.
—Correcto —respondió Berit—. Los archivos desaparecidos paralizaron todas las revisiones y las depuraciones. Los socialdemócratas se han podido sentir seguros. Hasta ahora.
Annika dejó de masticar su bollo de avena.
—¿Qué dices? —preguntó.
Berit bajó la voz inconscientemente.
—Ayer recibí un soplo en casa, a medianoche. El archivo internacional había aparecido.
Annika abrió la boca.
—¿Es eso cierto?
Berit suspiró.
—Sí, más o menos —dijo ella—. De pronto se «han encontrado» copias del archivo en el Alto Estado Mayor, sin indicar la fuente ni los documentos originales.
—Eso no significa que los originales existan —dijo Annika y sopló su café.
—No, claro, pero las oportunidades aumentan. Hasta anoche no existía, ni un solo papel del archivo. Ni un documento, ni una grabación, nada. Y éstas son copias de gran parte del archivo, así que es evidente que tienen un gran valor.
—¿Las has visto? —inquirió Annika.
—Sí, fui allí directamente por la mañana. Todos son documentos públicos.
Annika asintió pensativa.
—¡Vaya! —exclamó—. Y en plena campaña electoral.
—Nunca adivinarías dónde han aparecido —anunció Berit.
—En un servicio de hombres —replicó Annika.
—En el correo entrante —informó Berit.
El ministro alzó el columpio todo lo que pudo.
—¿Estás lista? —gritó.
—¡Sí! —chilló la hija.
—¿Estás preparada? —berreó él.
—¡Sííí! —aulló la niña.
Con un vertiginoso grito infantil zumbándole en los oídos acudió raudo hacia la tabla bajo el pino, la elevó por encima, corrió bajo el columpio y lo lanzó hacia arriba.
—¡Uyyy! —gritó la niña.
—¡A mí también, papá, a mí también! ¡Pasa por debajo, pasa por debajo!
Sonrió a su hijo y se secó el sudor de la frente.
—Okey, cowboy,pero es la última vez.
Rodeó el árbol, al pasar le hizo cosquillas a la niña, aseguró el columpio del niño y gritó su «¿Estás listo?». Luego corrió por debajo del columpio, pero no con la misma fuerza con que lo había hecho con la hija. El niño era más pequeño y miedoso, a pesar de que eran gemelos.
—¡Papá, una vez más! —gritó la niña.
—No, no puedo más —dijo él—. Colúmpiate un rato y luego ven a sentarte con nosotros en el jardín.
—Pero papá, papá...
Christer se dirigió hacia su esposa bajo la sombrilla. Los muebles, de pino pintado de azul ecológico, eran de Obs. De cuando en cuando todo le parecía terriblemente previsible.
—¿Cuándo tienes que irte? —preguntó ella.
Besó a su mujer en el pelo y se dejó caer a su lado en el banco.
—No sé —suspiró—. Espero tener vacaciones el resto de la semana.
Sonó el teléfono dentro de la casa, él hizo ademán de levantarse y contestar.
—No, siéntate, yo lo cojo...
Ella se levantó y corrió con pies ligeros hacia la galería donde estaba el teléfono inalámbrico. La falda se agitaba alrededor de sus pantorrillas, el cabello bailaba sobre sus hombros morenos. Él se enterneció. Su mujer respondió y habló con alguien, luego le miró sorprendida.
—Sí, claro —contestó en alto para que él lo oyera—. Contestará desde el despacho.
Colgó el auricular y se dirigió hacia él.
—Christer —dijo ella—. Es la policía.
Annika no consiguió localizar a Q. Este se encontraba en un interrogatorio. Probó con todos los demás números. En el centro de emergencias no había ninguna novedad, el comisario de guardia se enfadó, el portavoz de prensa estaba ocupado. No respondía nadie en casa de Patricia. Encontró el número de Studio Sex en la guía de teléfonos, marcó y fue a parar a un contestador automático. La voz de una joven que intentaba sonar sensual mencionaba el horario de apertura, de una de la tarde a cinco de la madrugada. Además, añadía, en el local se podían encontrar jovencitas agradables, invitarlas a champaña, asistir al show o a un pase privado, ver y comprar películas porno. Finalmente, daba la bienvenida al club más acogedor de Estocolmo a todos los curiosos y amantes del sexo.
Annika sintió un ligero malestar. Volvió a llamar y grabó el mensaje en una cinta. Después intentó hablar de nuevo con el portavoz de prensa, que estaba disponible.
—Tenemos un fiscal instructor responsable de la investigación preliminar —anunció.
El corazón de Annika se desbocó.
—¿Quién?
—El fiscal general Kjell Lindström.
—¿Por qué? —preguntó ella, aun cuando ya sabía la respuesta.
El portavoz de prensa se demoró en contestar.
—Bueno —explicó—, la investigación ha progresado y los inspectores piensan que es el momento oportuno de informar a la fiscalía.
—Hay un sospechoso —constató Annika.
El portavoz de prensa carraspeó.
—Como he dicho, la investigación ha progresado...
—¿Es Joachim, el novio?
El portavoz de prensa suspiró.
—No puedo confirmarlo —contestó—. De momento no podemos ratificar algo así.
—Pero ¿es así? —insistió Annika.
—Hasta el momento hemos realizado muchos interrogatorios y hay indicios que señalan en cierta dirección, sí. Pero te ruego que por ahora no publiques estos datos. Podrían perjudicar la investigación.
Un sentimiento de triunfo creció en su interior,yes!¡Era él! ¡El jodido canalla, propietario del club de alterne, maltratador de mujeres!
—¿Entonces qué puedo escribir? —preguntó Annika—. Podré escribir que la policía está siguiendo una pista y ha detenido a un sospecho, que se han realizado muchos interrogatorios... ¿Le había denunciado alguna vez?
—¿Quién?
—Josefin. ¿Había denunciado a Joachim alguna vez por amenazas y malos tratos?
—No, no hemos encontrado nada de eso.
—¿Por qué pensáis que es él?
—No quiero entrar en detalles.
—¿Es algo que dijo durante el interrogatorio? ¿Es Patricia?
El portavoz de prensa dudó.
—Acepta lo que te digo —respondió—. No te puedo dar ningún detalle. No hemos llegado tan lejos. Ninguna persona está acusada del crimen. La policía continúa trabajando imparcialmente en la búsqueda del asesino de Josefin.
Annika comprendió que no llegaría más lejos. En cambio, dio las gracias, colgó y llamó al fiscal general Kjell Lindström, que al parecer iba a estar en los juzgados durante todo el día. Pegó un respingo. Lo mejor sería bajar a las Siete Ratas y comer algo.
—Tienes un mensaje —dijo el conserje, enfadado, y le alargó una nota telefónica al pasar por la recepción antes de subir.
Martin Larsson-Berg, el rector de la escuela de Josefin, la estaba buscando. El número no era el de su casa, sino que parecía ser una extensión de la centralita.
—Me alegra que me llames —dijo enérgico—. Hemos abierto el centro juvenil de Täby una semana antes de lo planeado.
—Vaya —respondió Annika—. ¿Por qué?
—Tenemos que asimilar el dolor por la muerte de Josefin —contestó—. Hay un grupo de crisis que se ocupará de todos los jóvenes afligidos. Asistente social, psicólogo, pastor, profesores de ocio y maestros... La escuela se moviliza cuando hay que enfrentarse a las grandes cuestiones de nuestro tiempo.
Annika dudó.
—¿Tenía Josefin tantos amigos de verdad?
Martin Larsson-Berg respondió con profunda seriedad.
—Un crimen así conmociona a toda una generación. Nosotros, los representantes escolares, sentimos que necesitamos estar aquí con los alumnos y apoyarlos en sus traumas. No se puede ignorar un dolor colectivo de esta magnitud.
—¿Y usted desea que escribamos sobre esto? —inquirió Annika.
—Para nosotros es importante que Täby sea un ejemplo para otros centros en la misma situación —explicó él—. Claro que lo superaremos. Se necesitan compromiso y recursos, y nosotros los tenemos.
—¿Puede esperar un segundo? —dijo ella, se levantó y se dirigió hacia Spiken.
El jefe de noticias hablaba por teléfono, como de costumbre.
—¿Nos interesa una orgía de dolor en Täby? —preguntó Annika sin esperar que él acabara de hablar.
—¿Qué? —respondió Spiken y posó el auricular en su barriga.
—El rector ha abierto el centro juvenil. ¿Debemos cubrirlo?
—Ve —dijo Spiken y retomó el teléfono.
Se marchó con un fotógrafo becario llamado Pettersson, que tenía un birrioso Golf que se calaba en cada semáforo.
Nunca más me quejaré de Bertil Strand, pensó.
El centro juvenil estaba ubicado en un edificio de metal rojo de los años setenta, se componía de cocina, sala de billar y salón con televisor y sofás. La mayor parte del local estaba, naturalmente, ocupado por chicos. Las chicas se agolpaban en una esquina. Muchas de ellas lloraban. Annika y el fotógrafo dieron una vuelta rápida antes de que Martin Larsson-Berg los recibiera.
—Es importante que nos tomemos en serio los sentimientos de los jóvenes —explicó con gesto preocupado—. Estaremos abiertos las veinticuatro horas el resto de la semana.
Annika anotó y sintió una desagradable sensación en su estómago. Había mucho ruido en el local. Los jóvenes estaban agitados y sobreexcitados, se gritaban unos a otros y los nervios estaban a flor de piel. Dos chicos trataron de quitarle la camiseta a una chica en la sala de billar, no pararon hasta que la asistente social les llamó la atención.
—Lotta es un poco ligera de cascos —señaló Martin Larsson-Berg disculpándose.
Annika, sorprendida, le miró de hito en hito.
—Está defendiendo el comportamiento de los chicos —replicó Annika.
—Lo están pasando mal. Anoche apenas durmieron —explicó el rector—. Aquí está Lisbeth, la asistente social.
Annika y Pettersson se presentaron.
—Es muy importante que desentrañemos todo esto minuciosamente —expuso la asistente social—. Debemos escuchar con detenimiento a los jóvenes.
—¿Es posible hacerlo en estas condiciones? —preguntó Annika con mucho tacto.
—Los chicos deben compartir su dolor —respondió—. Ellos mismos se ayudan a superar la pena. Estamos abiertos para todos los amigos de Josefin.
—¿También para los de otros municipios? —inquirió Annika.
—Todos son bienvenidos —terció Martin Larsson-Berg con energía—. Tenemos capacidad para ayudar a todos los que necesiten apoyo.
Tres muchachos comenzaron a pelearse por un taco de billar en la sala contigua, Martin Larsson-Berg se dirigió hacia allí.
—¿Realizáis algún tipo de visitas? —preguntó Annika.
La asistente social sonrió insegura.
—¿Cómo?, ¿qué quieres decir?
—La mejor amiga de Josefin se llama Patricia. ¿Habéis hablado con ella?
—¿Ha venido por aquí? —respondió la asistente con mirada interrogante.
Annika observó a su alrededor. Había cuatro chicas sentadas junto a un trepidante estéreo, sollozaban y escuchaban a todo volumenTears in heavende Eric Clapton. Seis chicos jugaban a las cartas. Era difícil de imaginar que Patricia pusiera voluntariamente los pies en aquel lugar.
—Lo dudo —dijo Annika.
—Pero será bienvenida, todos son bienvenidos —anunció la asistente.
—¿Y estaréis abiertos toda la noche?
—Nuestro apoyo no flaquea. Yo misma he interrumpido mis vacaciones para ayudar.