Svein, el del caballo blanco (18 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Steapa escupió para demostrar su desprecio. Odda
el Joven
me miraba enfurecido, pero no dijo nada, y algunos hombres tomaron nota. Ser llamado cobarde y mentiroso es una invitación a la pelea, pero Odda se quedó mudo como un muñón.

—No podéis probar lo que decís —argumentó Erkenwald.

—Puedo demostrar que maté a Ubba —dije.

—No estamos aquí para discutir esas cuestiones —argumentó con ligereza Erkenwald—, sino para determinar si rompisteis la paz del rey con un ataque impío a Cynuit.

—Pues convocad a mi tripulación —exigí—. Traedla aquí, ponedla bajo juramento, y preguntadle qué hicieron en verano. —Esperé, pero Erkenwald no dijo nada. Miró al rey, como en busca de ayuda, pero Alfredo había cerrado momentáneamente los ojos—. ¿Es que tenéis tanta prisa por matarme que no os atrevéis a esperar a la verdad?

—Poseo el juramento de Steapa —dijo Erkenwald como si aquello hiciera innecesaria cualquier otra prueba. Estaba frustrado.

—Y podéis tener mi testimonio —dije—, y el de Leofric, y el de un hombre de la tripulación que esta aquí. —Me volví y le hice un gesto a Haesten para que se aproximara, que parecía asustado de ser convocado, pero ante la insistencia de Iseult, se acercó a mi lado—. Ponedlo bajo juramento —le exigí a Erkenwald.

Erkenwald no sabía qué hacer, pero algunos hombres del
witan
empezaron a gritar que tenía derecho a convocar testigos, que el recién llegado debía ser oído, así que el cura llevó el evangelio a Haesten. Aparté al cura.

—Jurará sobre esto —le dije—, al tiempo que mostraba el amuleto de Thor.

—¿Pero es cristiano? —preguntó Erkenwald entre sorprendido e indignado.

—Es danés —repuse.

—¿Y como vamos a confiar en la palabra de un danés? —quiso saber Erkenwald.

—Porque nuestro señor, el rey, lo hace —repliqué—. Confía en la palabra de Guthrum para mantener la paz, ¿por qué no íbamos a confiar en la de este otro danés?

Eso provocó algunas sonrisas. Muchos en el
witan
pensaban que Alfredo confiaba demasiado en Guthrum, y sentí la simpatía de la sala desplazarse a mi favor, pero entonces el arzobispo intervino para declarar que el juramento de un pagano no era de ningún valor.

—De ninguno —espetó—. Debe retirarse.

—Pues tomad el juramento de Leofric —exigí— y traed a nuestra tripulación y escuchad su testimonio.

—Y todos mentiréis con una misma lengua —respondió Erkenwald—, y lo que ocurrió en Cynuit no es el único asunto del que se os acusa. ¿Negáis que navegasteis en el barco del rey? ¿Que fuisteis a Cornwalum y allí traicionasteis a Peredur y asesinasteis a sus cristianas gentes? ¿Negáis que el hermano Asser haya dicho la verdad?

—¿Y si la reina de Peredur estuviera aquí para deciros que Asser miente? —pregunté—. ¿Y si os dijera que miente como un perro? —Erkenwald se me quedó mirando. Todos se me quedaron mirando, y yo me volví y señalé a Iseult, que dio un paso al frente, pequeña y delicada, con la plata tintineando en su cuello y muñecas—. La reina de Peredur —anuncié—, a quien exijo que escuchéis bajo juramento, y así oigáis cómo su marido planeaba unirse a los daneses en un asalto a Wessex.

Aquello no eran más que sandeces, por supuesto, pero era lo mejor que podía inventarme en aquel momento, e Iseult, lo sabía, juraría que era cierto. El porqué de que Svein quisiera luchar contra Peredur si el britano planeaba darle apoyo era un cabo peligrosamente suelto en el asunto, pero no importaba demasiado porque había confundido tanto los procedimientos que nadie estaba ya seguro de qué hacer. Erkenwald se había quedado sin habla. Los hombres se ponían en pie para mirar a Iseult, que les devolvía la mirada con calma, y el rey y el arzobispo inclinaban las cabezas en una misma dirección. Ælswith, con una mano sobre su vientre preñado, les cuchicheó algo. Ninguno quería llamar a Iseult por miedo a lo que pudiera decir, y Alfredo, sospecho, sabía que el juicio, que ya estaba plagado de mentiras, sólo podía ir a peor.

—Eres bueno,
earsling
—murmuró Leofric—. Eres muy bueno.

Odda
el Joven
miró al rey, después a sus compañeros del
witan,
y debía de saber que me estaba escabullendo de su trampa porque atrajo a Steapa a su vera. Le habló con urgencia. El rey fruncía el ceño, el arzobispo parecía perplejo, el rostro hinchado de Ælswith mostraba furia, mientras que Erkenwald parecía sin recursos. Entonces Steapa los rescató.

—¡Yo no miento! —gritó.

Parecía no estar seguro de qué decir después, pero había captado la atención del salón. El rey le hizo un gesto, como imitándolo a que continuara, y Odda
el Joven
le susurró algo al oído al anclote.

—Dice que miento —prosiguió Steapa, señalándome—, y yo digo que no, y mi espada dice que no. —Se detuvo en seco, tras hacer lo que había sido, probablemente, el discurso mas largo de su vida, pero bastaba. Los pies patearon el suelo y los hombres gritaron que Steapa tenía razón, cosa que no era cierta, pero había reducido el lío de mentiras embarulladas que hacía aquello a un juicio por combate, y a todos les gustó. El arzobispo seguía atribulado, pero Alfredo pidió silencio.

Se me quedó mirando.

—¿Y bien? —preguntó—. Steapa dice que su espada apoyará su verdad. ¿La tuya también?

Habría podido decir que no. Habría podido insistir en que Iseult hablara y que el
witan
aconsejara al rey qué parte había dicho más verdades, pero siempre fui brusco, siempre impetuoso, y la invitación a la pelea resolvía el entuerto de un plumazo. Si peleaba y ganaba. Leofric y yo seríamos inocentes de todos los cargos.

Ni siquiera se me ocurrió perder. Sólo miré a Steapa.

—Mi espada —le dije— dice que digo la verdad, y que eres un apestoso saco de viento, un mentiroso del infierno, un embustero y un perjuro que merece la muerte.

—Hasta el culo otra vez —exclamó Leofric.

Los hombres vitorearon. Les gustaban las peleas a muerte, que era mucho mejor entretenimiento que escuchar al arpista de Alfredo entonar los salmos. Alfredo vaciló, y vi a Ælswith mirarme a mí y después a Steapa, y debió de juzgarlo mejor guerrero, porque se inclinó hacia delante, le tocó un codo a Alfredo y le susurró con apremio.

Y el rey asintió.

—Concedido —declaró. Parecía cansado, como si se sintiera abatido por tanta mentira e insulto—. Lucharéis mañana, espadas y escudos, nada más. —Levantó una mano para poner fin al griterío—. ¿Mi señor Wulfhere?

—¿Sire? —Wulfhere se puso en pie con dificultad.

—Vos organizaréis la batalla. Que Dios conceda la victoria a la verdad. —Alfredo se puso en pie, se recogió la túnica y se marchó.

Y Steapa, por primera vez desde que lo había visto, sonrió.

—Eres un puto memo —me dijo Leofric. Lo habían liberado de sus cadenas, y le habían permitido pasar la tarde conmigo. Haesten estaba allí, como Iseult y mis hombres, a los que habían traído de la ciudad. Estábamos alojados en un complejo del rey, un establo de vacas que apestaba a estiércol, pero el olor pasaba desapercibido para mí. Era la duodécima noche, así que tenía lugar la gran fiesta en el salón del rey, pero a nosotros nos dejaron al frío, vigilados por dos de los guardias reales

— Steapa es bueno —me avisó Leofric.

—Yo soy bueno.

—Él es mejor —contestó Leofric sin miramientos—. Te va a destrozar.

—No lo hará —repuso Iseult con calma.

—Cojones, ¡que es buenísimo! —insistió Leofric, y yo le creí.

—Es todo culpa de ese monje del demonio —comenté con amargura—. Le ha ido con el cuento a Alfredo, ¿no? —Lo cierto es que Asser había sido enviado por el rey de Dyfed para asegurar a los sajones del oeste que Dyfed no planeaba la guerra, pero Asser había aprovechado la oportunidad de su embajada para narrar la historia del
Eftwyrd,
y de ahí a concluir que nos habíamos quedado con Svein para el ataque de Cynuit no iba más que un paso. Alfredo no tenía pruebas de nuestra culpabilidad, pero Odda
el Joven
había visto una oportunidad para destruirme y había convencido a Steapa para que mintiera.

—Y ahora Steapa va a matarte —rezongó Leofric—, diga ella lo que diga. —Iseult no se molestó en responderle. Empleaba puñados de paja mugrienta para pulir mi cota de malla. Me habían traído la armadura de la taberna Rey de Codornices y me la habían entregado, pero tendría que esperar al amanecer para recoger las armas, lo que significaba que no estarían recién afiladas. Steapa, como servía a Odda
el Joven,
era uno de los guardaespaldas del rey, así que tendría toda la noche para darle filo a su espada. Las cocinas reales nos habían enviado comida, aunque no tenía apetito.

—Mañana tómatelo con calma —me dijo Leofric.

—¿Con calma?

—Tú pelearás lleno de ira —me dijo Leofric—, y Steapa no se altera nunca.

—Pues mejor estar cabreado —repuse.

—Eso es lo que él quiere. Te parará los golpes, y te los volverá a parar, y esperará hasta que estés cansado. Después te despachará. Así pelea.

Harald nos había contado lo mismo. El alguacil de la comarca de Defnascir, el viudo que me había convocado al tribunal de Exanceaster, también había luchado a nuestro lado en Cynuit, y eso une, así que en algún momento de la noche atravesó lluvia y barro y se acercó a la pequeña hoguera que iluminaba el establo sin calentarlo. Se detuvo en la puerta y me miró con reproche.

—¿Estuvisteis con Svein en Cynuit? —preguntó.

—No —repuse.

—Eso pensaba. —Harald se acercó al pesebre y se sentó junto al fuego. Los dos guardias reales estaban en la puerta y los ignoró, y eso resultaba interesante. Todos servían a Odda, y al joven
ealdorman
no le gustaría oír que Harald había venido a vernos; aun así, estaba claro que Harald confiaba en que los dos guardias no se lo contaran, lo que sugería que había descontento en las filas de Odda. Harald dejó una cuba de cerveza en el suelo.

—Steapa está sentado a la mesa del rey —comentó.

—Pues estará comiendo mal —contesté.

Harald asintió, pero no sonrió.

—No es una gran fiesta —admitió. Miró al fuego por un instante, después a mí—. ¿Cómo está Mildrith?

—Bien.

—Es una buena chica —dijo, y después contempló la belleza oscura de Iseult antes de volver a mirar al fuego—. Habrá un servicio al alba —añadió—, y después Steapa y vos lucharéis.

—¿Dónde?

—En un campo al otro lado del río. —Me acercó el bote de cerveza—. Es zurdo. —Yo no recordaba haber luchado contra ningún hombre que llevara la espada en la mano izquierda, pero tampoco veía en ello una desventaja. Ambos tendríamos los escudos enfrentados en lugar de escudo contra arma, pero eso sería un problema para los dos. Me encogí de hombros—. El está acostumbrado —me aclaró Harald—, y vos no. Y viste malla hasta aquí —se tocó la pantorrilla—, además lleva una placa de hierro en la bota izquierda.

—¿Es su pie vulnerable?

—Lo pone delante —contestó Harald—, invita al ataque y después te cercena el brazo de la espada.

—Así que es difícil de matar —comenté con un tono levemente irónico.

—Nadie lo ha conseguido aún —respondió Harald sombrío.

—¿No os gusta?

No respondió inmediatamente; bebió un largo trago de cerveza, y después le pasó la cuba a Leofric.

—Me gustaba el Viejo —dijo, y se refería a Odda
el Viejo
—. Tiene mal carácter, pero es justo. ¿Pero el hijo? —Sacudió la cabeza con tristeza—. Creo que el hijo no ha sido puesto a prueba. ¿Steapa? No me disgusta, pero es como un perro. Sólo sabe matar.

Miré el débil fuego, buscando una señal de los dioses en las pequeñas llamas, pero no llegó ninguna, o fui incapaz de verla.

—Pero tiene que estar preocupado —comentó Leofric.

—¿Steapa? —preguntó Harald—. ¿Por qué tendría que estarlo?

—Uhtred mató a Ubba.

Harald sacudió la cabeza.

—Steapa no piensa suficiente para estar preocupado. Sólo sabe que mañana matará a Uhtred.

Recordé la pelea con Ubba. Era un gran guerrero, con una reputación que brillaba dondequiera que navegaran los hombres del norte, y lo había matado, pero lo cierto es que él había metido un pie en las tripas derramadas de un moribundo y había resbalado. Había perdido pie, se había desequilibrado y yo conseguí cortarle los tendones del brazo. Me toqué el amuleto del martillo y pensé que los dioses, después de todo, me habían enviado una señal.

—¿Una placa de hierro en la bota? —pregunté.

Harald asintió.

—No le preocupa cuánto vayáis a atacarle. Sabe que vendréis por la izquierda, y bloqueará la mayoría de vuestros ataques con la espada. Una espada grande, pesada de narices. Pero algunos golpes sí llegarán, y no le va a importar. Los desperdiciaréis en el hierro. En la pesada malla, el casco, la bota, no importa. Será como darle golpes a un roble, y al cabo de un rato cometeréis un error. El estará magullado y vos muerto.

Tenía razón, pensé. Enzarzarse con un hombre armado con una espada rara vez servía para algo más que para amoratarlo, porque el filo chocaba con la malla o el casco. Una espada no puede rasgar malla, motivo por el que muchos hombres llevaban hachas a la batalla. Un lance directo de la espada sí puede perforar malla, pero Steapa no me iba a poner fácil el ataque directo.

—¿Es rápido? —pregunté.

—Bastante —repuso Harald, después se encogió de hombros—. No tan rápido como vos —añadió a regañadientes—, pero tampoco es lento.

—¿Qué dice el dinero? —preguntó Leofric, aunque seguro que sabía la respuesta.

—Nadie apuesta un penique por Uhtred —contestó Harald.

—Vos deberíais hacerlo —repliqué.

Sonrió a eso, pero sabía que no iba a seguir el consejo.

—El dinero, el dinero de verdad es el que Odda
el Joven
va a pagarle a Steapa cuando os mate. Cien chelines.

—Uhtred no los vale —comentó Leofric con un sentido del humor bastante negro.

—¿Por qué me quiere muerto con tantas ganas? —me pregunté en voz alta. No podía ser por Mildrith, pensé, y la discusión de quién había matado a Ubba ya había pasado hacía mucho; aun así, Odda
el Joven
seguía conspirando contra mí.

Harald se lo pensó bastante antes de responder. Había agachado la calva y pensé que estaba rezando, pero entonces levantó la mirada.

—Sois una amenaza para él —respondió en voz baja.

—Si hace meses que no le veo —protesté—, ¿cómo voy a amenazarlo?

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